V. APISONADORA

El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los tanques de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.

A la puerta del cementerio, una apisonadora iba y venía repiqueteando por el camino recién embreado. Despedía un olor a grasa chamuscada, vapor y pintura caliente. Jimmy Herf andaba por el borde del camino. Las piedras le lastimaban los pies, clavándose en las suelas gastadas de sus zapatos. Se rozaba al pasar con obreros de tez curtida, que olían a ajo y a sudor. A los cien metros se paró. Sobre la carretera gris bordeada por los postes y alambres del telégrafo, sobre las casas grises, semejantes a cajas de cartón, y sobre los mellados solares de los marmolistas, el cielo tenía un color de huevo de petirrojo. Los gusanos se retorcían en su propia sangre. Jimmy se arrancó la corbata negra y se la metió en el bolsillo. Una canción zumbaba locamente en su cabeza.

Cansado estoy de violetas,
lleváoslas todas, todas.

Hay una gloria del sol y otra gloria de la luna y otra gloria de las estrellas: porque una estrella difiere de otra estrella en su gloria. Así también la resurrección de los muertos… Andaba de prisa, chapoteando en los charcos llenos de cieno, tratando de sacudirse de los oídos el zumbido de las palabras untuosas, de quitarse de los dedos la sensación del crespón negro, de olvidar el olor de los lirios.

Cansado estoy de violetas,
lleváoslas todas, todas.

Apretó el paso. El camino ascendía un cerro. En la hondonada corría un arroyuelo resplandeciente, entre manchones de hierba salpicada de amargones. Las casas se hacían cada vez más raras. En las granjas, letreros desconchados anunciaban: LYDIA PlNKHAM’S VEGETABLE COMPOUND[38]. BUDWEISER. RED HEN[39]. BARKING DOG[40]. Y mamá había tenido un ataque y ahora estaba enterrada. No podía recordar cómo era. Estaba muerta. Eso era todo. Desde una valla lanzaba un gorrión su chillido. El diminuto pajarillo echó a volar, se posó en un alambre del telégrafo y cantó, voló al borde de una caldera abandonada y cantó, se alejó volando y cantó. El cielo iba poniéndose de un azul más oscuro, se llenaba de escamas de nácar. Por última vez sintió un roce de seda a su lado, y una mano, llena de encajes, que se cerraba dulcemente sobre la suya. Tendido en su camita, con los pies encogidos, tiritando bajo la amenaza de las sombras, y las sombras desaparecían, se esfumaban en los rincones cuando ella se inclinaba sobre él, con la frente ceñida de bucles, sus mangas de seda abullonadas, y un lunar negro junto a la boca que besaba su propia boca. Apretó el paso.

La sangre fluía, abundante y caliente, por sus venas. Las nubes escamosas se fundían en una espuma rosácea. Jimmy oía sus pasos en el gastado pavimento de macadam. En una encrucijada el sol refulgía en los brotes puntiagudos y viscosos de las hayas jóvenes. Enfrente, un letrero decía YONKERS. Una lata de tomates, toda abollada, titubeaba en medio del camino. Jimmy siguió andando empujándola a puntapiés delante de él. Una gloria del sol, otra gloria de la luna y otra gloria de las estrellas… Jimmy siguió andando.

—¡Hola, Emile!

Emile respondió con un movimiento de cabeza, sin volverse. La chica corrió tras él, y le agarró por la manga.

—¿Así tratas a tus amistades, eh? Ahora que andas con esa reina de la repostería…

Emile retiró su mano.

—Es que llevo prisa.

—¿Qué dirías si fuera a contarle que tú y yo nos conchábanos para besarnos y abrazarnos delante del escaparate de la Octava Avenida, sólo con objeto de que se pirrara por ti?

—Ésa fue una idea de Congo.

—¿Qué, no salió bien?

—Sí.

—Bueno, ¿y no me lo debes a mí?

—May, tú eres una buena chica. La semana que viene, mi noche libre cae en miércoles… Iré a buscarte. Te llevaré al teatro. ¿Cómo va el negocio?

—No puede ir peor… Estoy tratando de que me contraten en el Campus de bailarina… Allí sí que se encuentran fulanos con guita. Se acabaron los marineros y los matones del puerto… M’estoy volviendo respetable.

—May, ¿sabes algo de Congo?

—Recibí una postal de no sé qué demonio de sitio que no pude leer el nombre… ¿No es gracioso que cuando escribes pidiendo dinero tó lo que sacas es una postal?… Ese es el fulano a quien se lo doy de capricho siempre que quiera… Y es el único, ¿sabes, Patas de Rana?

—Adiós, May.

Emile retiró bruscamente su sombrero de paja adornado de nomeolvides, y la besó.

—Eh, estate quieto, Patas de Rana… La Octava Avenida no es sitio de besar a una chica —murmuró ella metiéndose un rizo rubio bajo el sombrero—. Podría hacerte arrestar, y buenas ganas que tengo.

Emile se alejó.

Una bomba anti-incendios, una manguera y una escala pasaron junto a él, aturdiendo la calle con un estrépito de hierro. Tres manzanas más abajo, humo y alguna que otra llamarada salían del tejado de una casa. El gentío se estrujaba tras un cordón de policías. Por encima de las espaldas y de los sombreros, Emile vislumbraba a los bomberos sobre el tejado de la casa contigua. Tres chorros de agua, resplandeciendo en silencio, penetraban por las ventanas superiores. Debe ser precisamente enfrente de la repostería. Iba abriéndose paso entre las apreturas, cuando de repente la multitud se apartó. Dos policías sacaban arrastrando a un negro cuyos brazos colgaban como cables rotos. Detrás marchaba un tercer guardia golpeando con su porra la cabeza del negro.

—Es un moreno que pegó fuego a la casa.

—Detuvieron al incendiario.

—Mira el incendiario.

—¡Dios, qué cara tiene!

La multitud se cerró. Emile estaba al lado de madame Rigaud, a la puerta de la tienda.

Chéri que ça me fait une émotion… J’ai horriblement peur du feu[41].

Emile, que estaba un poco detrás de ella, le rodeó el talle y le acarició un brazo con la mano libre.

—Ya pasó. Mira, no se ven más llamas, humo solamente… Pero estarás asegurada, ¿eh?

—Natural, en quince mil…

Emile le apretó la mano antes de retirar el brazo.

Viens, ma petite, on va rentrer[42].

Una vez dentro, le estrechó las dos manos regordetas.

—Ernestine, ¿cuándo nos casamos?

—El mes que viene.

—No puedo esperar tanto, imposible… ¿Por qué no el miércoles próximo? Así podría ayudarte a hacer el inventario… Creo que quizá sería mejor vender esto e instalarnos en el centro, para hacer más dinero.

Ella le dio una palmadita en la mejilla.

P’tit ambi… tieux[43] —dijo con una risa hueca que sacudió sus hombros y sus pechos opulentos.

Tuvieron que transbordar en Manhattan Transfer. Ellen frotaba nerviosamente con su índice el pulgar de su guante nuevo de cabritilla, que se había rajado. John llevaba un impermeable con cinturón y un sombrero de fieltro gris rosáceo. Cuando se volvió a ella sonriendo, Ellen, sin poder remediarlo, apartó los ojos y los fijó en la lluvia que rielaba en los carriles.

—Henos aquí, cara Elaine. Oh, hija de príncipe, nosotros, ya ves, vamos a tomar el tren que viene de la estación de Pensilvania… Tiene gracia esto de esperar así en las selvas de Nueva Jersey.

Entraron en el coche-salón. John chasqueó los labios al ver los redondeles negros que hacían las gotas de agua en su sombrero claro.

—Bueno, nena, ya estamos en marcha… «¡Qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres! Tus ojos de paloma, sin lo que está oculto por dentro».

Ellen vestía un traje de sastre ajustado. Hubiera querido sentirse muy alegre y escuchar el murmullo que cuchicheaba a su oído, pero no sabía qué le hacía fruncir el entrecejo. Lo único que podía hacer era mirar las sombrías marismas, los millares de ventanas negras de las fábricas, las cenagosas calles de las ciudades, y un vapor herrumbroso en un canal, y granjas, y anuncios de Bull Durham, y los gnomos carirredondos de Spearmint rayados por los brillantes hilos de la lluvia. En la ventanilla, franjas de perlas caían perpendicularmente cuando el tren se paraba y cada vez más oblicuas cuando aceleraba la marcha. Las ruedas retumbaban en su cabeza, repitiendo: Manhattan Trans-fer, Man-hattan Transfer. Todavía faltaba mucho para Atlantic City. Cuando lleguemos a Atlantic City… Oh, llovió cuarenta días… me pondré muy contenta… Y llovió cuarenta noches… Tengo que ponerme muy contenta.

—Elaine Thatcher Oglethorpe es un nombre muy bonito, ¿verdad, querida? «Sostenedme con flores, cercadme de manzanas, porque desfallezco de amor».

Se estaba tan bien en el coche-salón vacío, en el sillón de terciopelo verde, con John inclinado hacia ella, recitándole bobadas… Las sombrías marismas pasaban hacia atrás por los cristales mojados, y un olor como de almejas penetraba en el vagón. Ella le miró cara a caray se echó a reír. Él se puso colorado hasta la raíz del pelo. Posó su mano enguantada de amarillo sobre la mano de Ellen enguantada de blanco, y dijo:

—Ahora eres mi mujer, Elaine.

—Ahora eres mi marido, John.

Y riéndose se miraban uno al otro, en la intimidad del coche-salón vacío.

Letras blancas, ATLANTIC CITY, eran un mal agüero sobre el agua picoteada por la lluvia.

El aguacero azotaba el boardwalk[44] y se estrellaba contra la ventana, como si estuvieran tirando cubos de agua. A lo lejos, Ellen oía el intermitente bramar de la resaca a lo largo de la playa, entre los muelles iluminados. Estaba tendida de espaldas mirando al techo. A su lado dormía John tranquilamente, como un niño, con una almohada doblada bajo la cabeza. Ella estaba helada. Se deslizó de la cama, con mucho cuidado de no despertarle, y se puso a mirar por la ventana la larguísima V que formaban las luces del boardwalk. Levantó el cristal. La lluvia le dio en la cara, le azotó las carnes, le mojó su toilette de noche. Apoyó la frente contra el marco. Oh, quiero morirme, quiero morirme. Todo el frío de su cuerpo le crispaba el estómago. Oh, me voy a poner mala. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Después de vomitar se sintió mejor. Se volvió a meter en la cama con cuidado de no tocar a John. Si le tocaba, se moriría. Se acostó de espaldas con las manos apretadas contra los costados y los pies juntos. El coche-salón retumbaba confortablemente en su cabeza. Se quedó dormida.

El viento, que sacudía las ventanas, la despertó. John estaba lejos, al otro lado de la cama. Con el viento y la lluvia, que resbalaba por los cristales, parecía que el cuarto y la cama y todo se movía, avanzando como un dirigible sobre el mar. Oh, llovió cuarenta días… Por una rendija, en la penumbra fría, la cancioncilla goteaba, caliente como sangre… Y llovió cuarenta noches. Tímidamente pasó la mano por el pelo de su marido. Él, dormido, contrajo la cara y suspiró: «No, eso no», con una voz de niño que le dio mucha risa. Y tendida en el borde de la cama se reía desesperadamente, como solía hacerlo en el colegio con las otras chicas. La lluvia azotaba la ventana, y la canción fue creciendo, creciendo hasta resonar en sus oídos como una charanga:

Oh, llovió cuarenta días
y llovió cuarenta noches,
no escampó hasta la Navidad,
y el solo superviviente
de la gran inundación
fue Jack del Istmo el Zancudo.

Jimmy Herf está sentado frente al tío Jeff. Cada uno tiene delante de él, en un plato azul, una chuleta, una patata asada, un montoncito de guisantes y un ramo de perejil.

—Mira a tu alrededor, Jimmy —dijo el tío Jeff.

La viva luz que alumbraba el comedor de nogal se quiebra en los cuchillos y tenedores de plata, en los dientes de oro, en las cadenas de reloj, en los alfileres de corbata; se empapa en la oscuridad de los paños, brilla en la redondez de los platos, en las calvas, en los cubrefuentes.

—Bueno, ¿qué te parece esto? —pregunta el tío Jeff hundiendo ambos pulgares en los bolsillos de su peludo chaleco.

—Realmente es un señor club —dijo Jimmy.

—Aquí es donde vienen a almorzar los hombres más ricos de todo el país. Fíjate en la mesa redonda del rincón. Es la mesa de Gausenheimer. Allí a la izquierda… (El tío Jeff se inclina y baja la voz)… ése de la mandíbula grande es J. Wilder Laporte. (Jimmy corta su chuleta de cordero sin responder). Bueno, Jimmy supongo que sabrás por qué te he traído aquí. Tengo que hablarte. Ahora que tu pobre madre ha… ha desaparecido, Emily y yo somos tus tutores ante la ley y los testamentarios de la pobre Lily… Quiero explicarte exactamente la situación. (Jimmy suelta el cuchillo y el tenedor y se queda mirando a su tío, crispando sus manos frías sobre los brazos de su sillón, siguiendo el pesado movimiento de la mandíbula azulosa encima del rubí pinchado en la amplia corbata de satén). Ahora tienes dieciséis años, ¿no es eso, Jimmy?

—Sí, señor.

—Pues bien… Cuando se arregle la herencia de tu madre te encontrarás en posesión de cinco mil quinientos dólares aproximadamente. Por fortuna, tú eres un muchacho inteligente y dentro de poco podrás entrar en la Universidad. Ahora bien; esa suma, bien administrada, debe bastarte para terminar tus estudios en Columbia, ya que insistes en ir a Columbia… Yo, y seguramente tu tía Emily es de mi misma opinión, preferiría verte en Yale o en Princenton… Eres un hombre de suerte, Jimmy… A tu edad tenía yo que barrer una oficina en Fredericksburg y ganaba quince dólares mensuales. Ahora, lo que quería decirte era esto… Yo no creo que tengas una noción clara de las cuestiones monetarias… mmm… un entusiasmo suficiente para ganarte la vida, para tener éxito en este mundo. Mira a tu alrededor… El ahorro y el entusiasmo han hecho de estos hombres lo que son. Y a mí me han puesto en disposición de ofrecerte la casa confortable, la atmósfera culta que te ofrezco… Ya me hago cargo de que tu educación ha sido un poco especial, porque la pobre Lily no tenía las mismas ideas que nosotros sobre muchos puntos, pero realmente tú estás empezando a formarte ahora… Éste es el momento de tomar una decisión y de echar los cimientos de tu futura carrera… Lo que yo te aconsejo es que sigas el ejemplo de James y trates de abrirte camino en nuestro negocio… De ahora en adelante los dos sois hijos míos… Tendrás que trabajar duro, pero así empezarás con algo que valga la pena… ¡Y no olvides que cuando un hombre tiene éxito en Nueva York, es un éxito! (Jimmy mira cómo la seria boca de su tío va formando palabras, y no saborea la jugosa chuleta de cordero que está comiendo). Bueno, ¿qué piensas hacer?

El tío Jeff, inclinado sobre la mesa, le mira con sus saltones ojos grises. Jimmy se atraganta con un bocado de pan, se pone colorado, y por fin tartamudea tímidamente:

—Lo que usted diga, tío Jeff.

—¿Quieres decir que irías un mes, este verano, a trabajar en mi oficina? ¿A enterarte de lo que es ganarse la vida como un hombre en este bajo mundo, a hacerte una idea de cómo marcha el negocio?

Jimmy asiente con un gesto.

—Bueno, creo que has tomado una decisión muy razonable —exclama el tío Jeff, recostándose en su silla hasta dar con la cabeza en un rayo de sol—. A propósito: ¿qué quieres de postre?… Dentro de algunos años, Jimmy, cuando hayas triunfado, cuando tengas tu negocio propio, nos acordaremos de esta conversación. Es el principio de tu carrera.

La chica del guardarropa sonríe, bajo la desdeñosa pompa de su pelo rubio, cuando le alarga a Jimmy el sombrero, un sombrero que parecía aplastado, sucio y fláccido, entre los ventrudos hongos, los flexibles y los majestuosos jipis colgados en las perchas. Con la bajada brusca del ascensor, el estómago de Jimmy da un salto mortal. Sale al hall atestado. No sabiendo por dónde tirar, se queda un momento pegado a la pared, con las manos en los bolsillos, mirando a la gente que se abre paso a codazos al entrar y salir por las puertas giratorias: muchachas de dulces mejillas mascando goma, muchachas carilargas con flequillo, chicos de su edad con cara de crema, jóvenes gomosos con el sombrero ladeado, recaderos sudorosos, miradas entrecruzadas, caderas ondulantes, mejillas rojas mascando cigarros, lívidas caras cóncavas, cuerpos lisos de hombres y mujeres, cuerpos barrigones de señores maduros, todos codeándose, empujándose, arrastrando los pies, metiéndose en dos filas interminables por la puerta giratoria, saliendo a Broadway, entrando a Broadway, Jimmy, metido en el torbellino de las puertas que giran mañana, tarde y noche, de las puertas giratorias que triturarán su vida como carne de salchicha. De repente todos sus músculos se contraen. El tío Jeff y su oficina se pueden ir al diablo. Las palabras resuenan en él de tal modo, que Jimmy mira a un lado y a otro para ver si alguno las ha oído.

¡Que se vayan al diablo todos! Cuadrando los hombros se dirige hacia las puertas giratorias. Su tacón prensa un pie. «¡Cristo, mire usted dónde pisa!». Ya está en la calle. El aura le llena de arena la boca y los ojos. Baja por Broadway hacia Battery, con el viento de espaldas. En el cementerio de Trinity Church, estenógrafas y oficinistas comen bocadillos entre las tumbas. Delante de las compañías de vapores hay grupos de extranjeros estacionados: noruegos con pelo de estopa, suecos carirredondos, polacos, hombrecillos mediterráneos, pequeños como tacos, que huelen a ajo; eslavos montañeses, tres chinos, un pelotón de lascars. En la plaza triangular que está frente a la Aduana, Jimmy se vuelve y, de cara al viento, contempla la profunda cuchillada de Broadway. El tío Jeff y su oficina se pueden ir al diablo.

Bud, sentándose en el borde de la cama, estiró los brazos y bostezó. Por todos lados, a través de un olor agrio a sudor, a vestidos mojados, se oían ronquidos de hombres que, dando vueltas en la cama, hacían crujir los muelles. Muy lejos, una lámpara eléctrica brillaba en la oscuridad. Bud cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre un hombro. Dios mío, yo quisiera dormirme. Buen Jesús, yo quisiera dormirme. Apretó sus rodillas contra sus manos cruzadas, para que no temblasen. Padre nuestro que estás en los cielos, yo quisiera dormirme.

—¿Qué te pasa, compañero? ¿Es que no pués dormir? —murmuró levemente una voz desde la cama de al lado.

—No.

—Yo tampoco.

Bud miraba aquella cabezota rizada, que, apoyada en un codo y vuelta hacia él, continuó en el mismo tono:

—Esto es un asqueroso nido de piojos. Ya lo diré yo por ahí… ¡Y por encima, cuarenta centavos!… Pueden quedarse con su Hotel Plaza y…

—¿Llevas mucho en Nueva York?

—Pa agosto hará diez años.

—¡Arrea!

Una voz gruñó en la línea de catres:

—¡Bueno, a ver si acabáis la música! ¿Qué creéis qu’es esto, un picnic judío?

Bud bajó la voz:

—¡Qué gracia! Yo yevaba años con la idea de venir aquí… Yo nací en una granja a ayí me crié, en el norte del Estado.

—¿Por qué no te güelves?

—No puedo golverme.

Bud tenía frío. Trataba de no temblar. Se subió la manta hasta la barbilla y se volvió hacia el hombre, que decía:

—Cada primavera me digo que voy a echar a andar otra vez, y a vivir entre abrojos y hierbas, y con las vacas que güelven a la hora d’ordeñarlas. Pero ná. No sé qué me retiene aquí.

—¿Qu’as hecho tó este tiempo en Niu York?

—No sé… Primero me pasaba el día sentao en Unión Square, luego en Madison Square. He andao por Hoboken, por Jersey, por Flatbush. Ahora estoy en Bowery.

—¡Dios! Juro que mañana me largo de aquí. Estoy d’esto hastal cuello. Hay mucho guardia y mucho detetive en esta ciudad.

—Se puede uno ganar la vida pidiendo. Pero creme, chico, vale más que te güelves a la granja, con los viejos, en la primera ocasión.

Bud saltó de la cama y zarandeó bruscamente al otro cogiéndole por un hombro.

—Ven allí, a la luz; quiero enseñarte una cosa.

Su misma voz le sonaba extraña a Bud. Se alejó dando zancadas a lo largo de la fila de catres. El vagabundo, un hombre vacilante, con el pelo y la barba desteñidos de andar a la intemperie, y unos ojos como clavados a martillazos en su cabeza, salió de entre sus mantas completamente vestido, y le siguió. Bajo la luz, Bud se desabotonó la camisa, dejando al descubierto sus hombros y sus brazos flacos.

—Mira mi espalda.

—¡Santo Dios! —murmuró el vagabundo, pasando una mano sucia con uñas amarillas sobre las profundas cicatrices blancas y rojas—. Nunca he visto ná semejante.

—Esto me lo hizo el viejo. Durante doce años no ha hecho más que pegarme, y sólo porque sí. Me desnudaba y me daba con una cadena. Decían qu’era mi padre, pero yo sabía que no lo era. M’escapé cuando tenía trece. Entonces fue cuando me pescó y empezó a zumbarme. Ahora tengo veinticinco.

Se volvieron a sus camas sin hablar y se acostaron.

Bud contemplaba el techo con la manta subida hasta los ojos. Cuando miró hacia la puerta, al fondo de la sala, vio a un hombre de sombrero hongo, en pie, con un cigarro en la boca, se mordió el labio inferior para no gritar. Cuando volvió a mirar, el hombre había desaparecido.

—¿Estás toavía despierto? —murmuró. (El vagabundo gruñó.)— Te iba a decir que… Yo le machaqué la cabeza con una escarda, la pisoteé como una calabaza podrida. Le había dicho que me dejara en paz, y nada… Era un hombre duro, que tenía miedo a Dios, y quería que todo el mundo le tuviera miedo a él. Estábamos arrancando hierbajos del campo pá plantar patatas… Le dejé ayí tendío hasta la noche, con la cabeza aplastá como una calabaza podrida. Desde el camino no se le veía, porque la cerca estaba yena de broza. Luego lo enterré, subí a la casa y m’hice una taza de café. Él no m’había dejao nunca tomar café. Me levanté antes del amanecer y eché a andar. Yo me decía: Buscarme a mí en una gran ciudad será como buscar una aguja en un pajar. Yo sabía dónde guardaba el viejo su dinero. Tenía un royo más grande que tu cabeza, pero no me atreví a coger más que diez dólares… ¿Estás despierto aún? (El vagabundo gruñó). Cuando yo era chico andaba con la hija del viejo Sackett. Nos veíamos en los bosques de Sackett y siempre estábamos hablando d’irnos a Nueva York pa’hacernos ricos, y ahora que estoy aquí, no puedo encontrar trabajo y estoy siempre asustao. Por toas partes me siguen detetives, unos tíos de sombrero hongo, con sus placas bajo la solapa. Anoche quise irme con una zorra, pero me lo conoció en los ojos y me echó a la calle… Me lo conoció en los ojos.

Estaba sentado en el borde del catre, inclinado hacia adelante, echándole al otro las palabras en la cara. De repente, el vagabundo le agarró las muñecas.

—Oye, chaval, te vas golver tarumba si sigues así… ¿Tienes guita?

Bud dijo que sí con la cabeza.

—Mejor es que me la des a guardar a mí. Yo soy zorro viejo y te sacaré d’esta. Vístete y date una vuelta por la taberna y atrácate bien. ¿Cuánto tienes?

—Un dólar en cambio.

—Dame un quarter y cómete tó lo que te den por el resto.

Bud se puso los pantalones y le alargó al hombre un quarter.

—Luego vuelves aquí, duermes bien, y mañana nos vamos pa allá arriba, a buscar ese rollo de billetes. ¿Dijiste que era tan gordo como tu cabeza? Después ahuecamos el ala y nos vamos donde nadie nos pueda agarrar. Vamos a medias… ¿estamos?

Bud le dio un brusco apretón de manos. Luego, arrastrando los pies, se dirigió a la puerta, con los cordones de los zapatos colgando, y bajó la escalera llena de escupitajos.

Había parado de llover; un viento frío que olía a bosque y a hierba rizaba los charcos de la calle. En un lunch-room de Chatham Square, tres hombres dormían sentados, con los sombreros sobre los ojos. El del mostrador leía una hoja de sport, color rosa. Bud esperó largo rato lo que había pedido. Se sentía sereno, irreflexivo, feliz. En cuanto se lo sirvieron, atacó el picadillo de cecina, saboreando deliberadamente cada bocado, estrujando con la lengua las patatas fritas, bebiendo a sorbos el café, excesivamente azucarado. Después de limpiar el plato con una miga de pan, cogió un palillo y salió.

Limpiándose los dientes pasó bajo el sombrío arco de Brooklyn Bridge. Un hombre de sombrero hongo fumaba un cigarro en medio del ancho túnel. Bud le rozó al pasar, afectando un paso arrogante. Me importa un pepino. Que me siga si quiere. En la abombada acera no había más que un policía, que bostezaba mirando al cielo. Era como caminar entre estrellas. Abajo, por todas partes, las calles se alargaban en líneas punteadas de luces, entre cuadrados edificios de ventanas negras. El río brillaba abajo como arriba la vía láctea. Silenciosamente, suavemente, las luces de un remolcador se deslizaban en la oscuridad húmeda. Un tranvía cruzó por el puente, haciendo retumbar las vigas y vibrar la telaraña de los cables como las cuerdas de un banjo.

Cuando llegó la mañana de traviesas del elevado de Brooklyn, dio la vuelta, dirigiéndose hacia el sur. Vaya donde vaya, es igual. Ya no puedo ir a ninguna parte. Uno de los bordes de la noche había empezado a enrojecer tras él, lo mismo que el hierro empieza a enrojecerse en la fragua. Más allá de las chimeneas y de la línea de los tejados, los edificios del centro de la ciudad comenzaban a clarear. Son todos detectives que me persiguen, todos: los del hongo, los vagabundos del Bowery, las cocineras viejas, los taberneros, los conductores del tranvía, los agentes, las zorras, los marineros, los cargadores, los tíos de las agencias de trabajo… Creía ese viejo piojoso que le iba yo a decir dónde estaba el rollo… Buen chasco se va a llevar. El y todos esos condenados detectives. El río estaba tranquilo luciente como el acero azul de un cañón de fusil. Vaya donde vaya, es igual; ya no puedo ir a ninguna parte. Las sombras, entre los muelles y las casas, parecían empolvadas de añil. El río estaba bordeado de mástiles; un humo violeta, chocolate, rosáceo, subía hacia la luz. Ya no puedo ir a parte alguna.

De frac, con su cadena de oro y su anillo de boda, sentado en un coche al lado de María Sackett, se dirige a la iglesia. Va a casarse. Se dirige al City Hall en un coche tirado por cuatro caballos blancos. El alcalde va a nombrarlo concejal. A sus espaldas la luz se va haciendo cada vez más viva. Va a casarse entre sedas y satenes, en un coche blanco, con María Sackett a su lado, entre filas de hombres que blanden sus cigarros, se inclinan, saludan, con sus sombreros hongos, al concejal Bud, que pasa en su coche, con su novia, dotada en un millón de dólares… Bud está sentado en el parapeto del puente. El sol se levanta por detrás de Brooklyn. Las ventanas de Manhattan se incendian. Bud se echa bruscamente hacia adelante, resbala, se queda colgando de una mano con el sol en los ojos. El grito se ahoga en su garganta al caer.

El capitán McAvoy, del remolcador Prudence, de pie en la timonera, tenía una mano en la rueda. En la otra, un bizcocho que acababa de mojar en una taza de café, colocada en un estante junto a la bitácora. Era un hombre fornido, con unas cejas tan pobladas como su negro bigote de guías engomadas. Iba a meterse en la boca el bizcocho empapado en café, cuando un bulto negro cayó al agua, a pocos metros de la proa. Al instante un hombre apareció en la puerta del cuarto de máquinas y gritó:

—¡Acaba de tirarse uno por el puente!

—¡Demontre, que se lo lleve al diablo! —dijo el capitán MacAvoy, tirando el bizcocho y dando vuelta a la rueda.

La fuerte marea hizo virar al barco en redondo como una paja. Tres campanadas sonaron en el cuarto de máquinas. Un negro corrió a la proa con un bichero.

—Eh, Rojo, echa una mano ahí —gritó el capitán McAvoy.

Después de muchos esfuerzos, sacaron una cosa larga y fláccida y la extendieron en el puente. Una campanada. Dos campanadas. El capitán McAvoy, frunciendo el entrecejo, con aire hosco, puso otra vez la proa en la corriente.

—¿Vive aún, Rojo? —preguntó con voz ronca.

La cara del negro estaba verde, los dientes le castañeteaban.

—No, señor —dijo el del pelo rojo—. Se ha esnucao.

El capitán McAvoy se mordió su buena mitad del bigote.

—¡Demontre! —gruñó—. ¡Que esto le pase a un hombre el día de su boda!