«El turuntuntum turuntuntum se espació, se amortiguó; los topes chocaron con estrépito a lo largo del tren. El hombre, soltando las barras se dejó caer. Todo anquilosado, no podía moverse. Reinaba una oscuridad impenetrable. Muy despacio, salió arrastrándose, se puso de rodillas, luego en pie, y se apoyó jadeante contra el furgón. Su cuerpo no era su cuerpo; sus músculos parecían astillas, sus huesos bielas retorcidas. La luz de una linterna le quemó los ojos
. «Vivo, fuera de aquí. Los detectives de la Compañía están dando una batida.»
«Oiga, amigo, ¿es esto Nueva York?»
«Pos claro que es. Sigue mi linterna; pués escapar por el lao del agua.»
Sus pies apenas podían avanzar tropezando en las largas uvés fulgurantes y en las líneas entrecruzadas de los carriles. Dio un trompicón y cayó sobre una red de señales. Por fin se encontró sentado al borde de un muelle, con la cabeza entre las manos. El agua batía dulcemente las estacas, sonando como lametazos de un perro. Sacó un periódico del bolsillo y desenvolvió un buen cacho de pan y una tajada de carne cartilaginosa. Se lo comió en seco, masca que te masca, antes de poder refrescar la boca. Luego se puso en pie, en equilibrio inestable, se cepilló las migas de las rodillas, y miró a su alrededor. Hacia el sur, más allá de las vías, el lóbrego cielo se bañaba en un resplandor naranja.
«La Gran Vía Blanca —dijo graznando en voz alta—. The Great White Way».
Por los cristales estriados de lluvia, Jimmy Herf miraba los paraguas ondular en el lento remolino de gente que fluía por Broadway arriba. Llamaron a la puerta. «Adelante», dijo Jimmy, y se volvió a la ventana cuando vio que el camarero no era Pat. El camarero encendió la luz. Jimmy le vio reflejado en el cristal de la ventana: un hombre enjuto, de pelo rizado. Sostenía en una mano la bandeja, en la cual los cubrefuentes de plata se elevaban como cúpulas. Respirando fuerte, el camarero entró en el cuarto arrastrando tras de sí con la mano libre un soporte plegable. Lo abrió de un tirón para colocar la bandeja y extendió un mantel sobre la mesa redonda. Despedía un olor grasiento de despensa. Jimmy esperó a que se marchara para volverse. Entonces dio la vuelta a la mesa, levantando los cubrefuentes. Sopa con unas cositas verdes, cordero asado, puré de patatas, puré de nabos, espinacas, nada de postre.
—¡Mamá!
—¿Qué quieres?
La voz se oyó débilmente a través de la puerta dedos hojas.
—La comida está servida, mamá.
—Empieza tú, querido; yo voy en seguida.
—Yo no quiero empezar sin ti, mamá.
Dio otra vuelta a la mesa, poniendo derechos los cuchillos y los tenedores. Se colgó una servilleta al brazo. El maître d’hôtel de Delmonico arreglaba la mesa para Graustark y el Rey Ciego de Bohemia y el príncipe Enrique el Navegante, y…
—Mamá, ¿qué quieres tú ser: María reina de Escocia o lady Jane G rey?
—Pero si a las dos les cortaron la cabeza, tesoro… Yo no quiero que me corten la cabeza.
Mamá tenía puesto su vestido salmón. Cuando abrió la puerta, un tenue olor a agua de colonia y a medicinas salió del dormitorio, prendido en las mangas orladas de encaje. Se había empolvado demasiado la cara, pero su pelo, su hermoso pelo castaño, estaba primorosamente peinado. Se sentaron el uno frente al otro. Ella le puso delante un plato de sopa, sosteniéndolo con sus dos finas manos de venas azules.
El chico tomó la sopa, que estaba acuosa y no bastante caliente.
—Oh, me olvidé de los picatostes, rico.
—Mamita, ¿por qué no comes la sopa tú?
—No quiero sopa esta noche. Me dolía tanto la cabeza que no supe qué pedir. No importa.
—¿Prefieres ser Cleopatra? Cleopatra tenía un apetito maravilloso y comía todo lo que le ponían delante, como una niña buena.
—Sí, hasta perlas… Echó una en un vaso de vinagre y se la tragó.
La voz le temblaba. Le tendió la mano a su hijo a través de la mesa. Él se la acarició como un hombrecito, sonriendo.
—Solos tú y yo, Jimmy… Tesoro, tú querrás siempre a tu mamá, ¿verdad?
—¿Qué te pasa, mamita?
—Oh, nada; no sé qué tengo esta noche… ¡Estoy tan cansada de no sentirme nunca verdaderamente bien!…
Pero después de la operación…
Ahí sí después de la operación… Mira, querido; hay un papel con mantequilla fresca en el borde de la ventana del cuarto de baño… Si tú me la trajeras pondría un poco en estos nabos… Temo que voy a tener que volver a quejarme de la comida. Este cordero no está como debiera. Espero que no nos hará daño.
Jimmy salió corriendo, atravesó el cuarto de su madre y el pasillo, que olía a naftalina y a seda de la ropa tirada en una silla. El rojo tubo de un irrigador le dio en la cara al abrir la puerta del cuarto de baño. El olor de las medicinas le produjo un malestar que le hizo contraer las costillas. Levanto la ventana que había al extremo de la bañera. La repisa estaba llena de polvo: partículas de pluma cubrían el platillo vuelto sobre la mantequilla. Se quedó un momento inclinado sobre el patio, respirando por la boca para no oler las emanaciones de carbón que subían de la caldera. Abajo, una doncella de gorro blanco, asomada a una ventana, hablaba con uno de los encargados de las calderas. En pie, con los brazos desnudos y sucios cruzados sobre el pecho, él la miraba, la cabeza levantada. Jimmy aguzó el oído para oír lo que decían. Estar sucio, trajinar con el carbón todo el día, tener todo el pelo lleno de grasa, y hasta los sobacos…
—¡Jimmy!
—Ya voy, mamá.
Poniéndose colorado, bajó de golpe la ventana y volvió al gabinete, despacio para que el rubor tuviera tiempo de borrarse de su cara.
—¿Soñando otra vez, Jimmy, mi pequeño visionario?
Dejó la mantequilla al lado del plato de su madre y se sentó.
—Date prisa y cómete el cordero antes que se enfríe. ¿Por qué no pruebas con un poco de mostaza? Así te sabrá mejor.
La mostaza le quemó la lengua y le hizo saltar las lágrimas.
—¿Pica demasiado? —preguntó la madre riendo—. Tienes que acostumbrarte a los picantes… A él le gustaban siempre los picantes.
—¿A quién, madre?
—A uno que yo quería mucho.
Callaron. Jimmy se oía a sí mismo masticar. El ruido de los coches y de los tranvías penetraba a intervalos a través de las ventanas cerradas. Los radiadores martilleaban y silbaban. Abajo, el hombre de la caldera, con grasa hasta los sobacos, escupía palabras a la doncella del gorro almidonado, Palabras sucias. La mostaza es de color…
—Un penny por saber lo que estás pensando.
—No pensaba en nada.
—No debemos tener secretos el uno para el otro, querido. Recuerda que tú eres el único consuelo que tu madre tiene en el mundo.
—¿Cómo será ser foca, una foca pequeña de puerto?
—Supongo que se tendrá mucho frío.
—Pero uno no lo sentirá. Las focas están protegidas por una capa de grasa, de modo que siempre están calientes, aun sentadas en un banco de hielo. Y debe de ser tan divertido nadar por el mar siempre que uno quiera… Las focas hacen miles de millas sin parar.
—Pero mamá ha viajado miles de millas sin parar y tú lo mismo.
—¿Cuándo?
—Yendo y viniendo a Europa.
Ella se reía mirándole con los ojos brillantes.
—¡Ah, pero en barco!
—Y cuando navegábamos en el Mary Stuart.
—¡Oh, cuéntame, mamá!
Llamaron.
—Adelante.
El camarero de pelo erizado asomó la cabeza por la puerta.
—¿Puedo recoger, señora?
—Sí, y tráigame una ensalada de fruta, y procure que la fruta esté recién cortada… Todo estaba detestable esta noche.
Resollando, el mozo amontonaba los platos en una bandeja.
—Lo siento, señora —dijo con un bufido.
—Ya sé que no es culpa suya, camarero… ¿Tú qué vas a tomar, Jimmy?
—¿Puedo tomar un merengue helado?
—Puedes, pero tienes que ser bueno.
—¡Sí! —chilló Jimmy.
—Vida mía, no se grita así en la mesa.
—Pero no importa cuando estamos los dos solos… ¡Viva el merengue helado!
—James, un caballero se porta siempre lo mismo esté en su casa o en las selvas de África.
—Yo quisiera estar en las selvas de África.
—Yo me moriría de miedo.
—Yo gritaría así para asustar a los leones y a los tigres. Que si gritaría…
El camarero volvió con dos platos en la bandeja.
—Lo siento, señora, pero el merengue helado se terminó… Traje al señorito un helado de chocolate, en cambio.
—¡Oh, mamá!
—No importa, vida… Después de todo, hubiera sido demasiado empalagoso… Cómete eso y te dejaré salir después de la cena a comprar bombones.
—¡Huy, qué ricos!
—Pero no tomes el helado tan de prisa, que te va a sentar mal.
—Ya acabé.
—Te lo has engullido, pícaro… Ponte los chanclos, tesoro.
—¡Pero si no llueve nada!
—Haz lo que te dice tu madre, rico… y no tardes… Dame palabra de que volverás en seguida. Mamá no está nada bien esta noche y se pone muy nerviosa cuando estás fuera. Hay tantos peligros…
Jimmy se sentó para ponerse los chanclos. Mientras se los encajaba bien su madre se acercó con un billete de un dólar. Le rodeó con su manga de seda.
—¡Encanto mío!
Lloraba.
—Madre, no llores.
Al estrecharla fuertemente sintió las ballenas del corsé contra sus brazos.
—Volveré dentro de un minutito.
En las escaleras donde una varilla de latón sujetaba la alfombra rojo mate a cada escalón, Jimmy se quitó los chanclos y se los metió en los bolsillos del impermeable. Con la cabeza alta pasó corriendo por entre las miradas escudriñadoras de los botones sentados en un banco, junto al escritorio. «¿A dar una vuelta?, le preguntó el más pequeño de los botones, uno rubio. Jimmy asintió discretamente, pasó corriendo ante los llamativos botones del portero y salió a Broadway, estruendoso, resonante de pisadas, lleno de caras que se ponían máscaras de sombra cuando salían de las manchas de luz proyectadas por los escaparates y por los arcos. Andaba de prisa. Pasó el Ansonia. En la entrada ganduleaba un hombre cejinegro, con un cigarro en la boca. Tal vez un secuestrador. Pero hay gente bien en el Ansonia, como donde nosotros vivimos. Luego un despacho de telégrafos, lencerías, una tintorería, una lavandería china que despedía un misterioso olor a chamusquina. Jimmy aprieta el paso. Los chinos son terribles secuestradores de niños. Salteadores de caminos. Un hombre con una lata de petróleo le roza al pasar. Una manga grasienta le roza el hombro. Olor a sudor y a petróleo. ¡Si fuera un incendiario! La idea del incendiario le pone la carne de gallina. Fuego. Fuego.
Huyler’s. En la puerta se respira un confortable aroma a chocolate mezclado con el olor a mármol y a níquel bien limpio. El olor del chocolate hirviendo sube en espiral por las rejillas que hay bajo las cristaleras. Chucherías de papel rizado para Halloween. Ya va a entrar, cuando se acuerda de Mirror, confitería situada dos calles más arriba; aquellas locomotoras y automóviles platedos que le dan a uno el cambio. Me daré prisa. Con patines tardaría menos. Se puede uno escapar de los bandidos, estranguladores, apaches, con patines, tirando por encima del hombro, con una carabina automática: Pum… ¡Uno al suelo! Era el peor de todos. Pum… ¡otro! Los patines son patines mágicos, fftt… suben por las paredes de ladrillo de las casas, ruedan por los tejados, saltando chimeneas, por encima del Flatiron, por encima de los cables de Brooklyn Bridge.
Bombones de Mirror. Esta vez entra sin vacilación. Espera un momento ante el mostrador que le despachen.
—Deme una libra de bombones de chocolate surtidos de a sesenta centavos libra —dice atolondradamente.
Una rubia un poco bizca le mira maliciosamente sin contestarle.
—Haga el favor, tengo prisa.
—Bueno, cada uno a su turno.
Él la mira entornando los ojos, las mejillas ardiendo. Ella le entrega un paquete envuelto, con un ticket.
«Pague en la caja». No voy a llorar. La cajera es una mujer pequeña y canosa. Coge el dólar a través de una puertecita como las puertecitas por donde los animalitos entran y salen en la Casita de Mamíferos. La registradora da un alegre tintín, contenta de recibir dinero. Un quarter, un dime[34], un nickel y una tacita, ¿hacen cuarenta centavos? Pero sólo una tacita en vez de una locomotora o un automóvil. Recoge el dinero y deja la taza, y sale corriendo con la caja bajo el brazo. Mamá dirá que he tardado mucho. Vuelve a casa, mirando hacia adelante, dolido del desprecio de la señora rubia.
—¿Ah, conque a comprar bombones? —dijo el botones rubio.
—Te daré algunos si subes luego —murmuró Jimmy al pasar.
Las varillas de latón suenan cuando él les da con la punta del pie al subir las escaleras. Ante la puerta color chocolate que tiene un 503 en cifras esmaltadas, se acordó de los chanclos. Dejó los bombones en el suelo y se los puso en los zapatos mojados. Suerte que su madre no le esperaba con la puerta abierta. Quizá la habría visto venir desde la ventana.
—Mamá.
No estaba en el gabinete. Se aterrorizó. Había salido, se había marchado.
—Ven acá, querido.
Su voz débil llegaba del dormitorio. Jimmy se quitó el sombrero y el impermeable y se precipitó dentro.
—Madre, ¿qué te pasa?
—Nada, rico… Tengo dolor de cabeza, un dolor de cabeza terrible. Echa agua de colonia en un pañuelo y pónmelo en la frente con cuidado, y sobre todo, queridito, no me la dejes caer en los ojos como hiciste la otra vez.
Estaba tendida en la cama envuelta en un peinador azul celeste. Tenía la cara lívida. La bata de seda salmón colgaba fláccida sobre una silla; en el suelo yacía el corsé en una maraña de cintas rosadas. Jimmy le puso el pañuelo mojado cuidadosamente sobre la frente. El fuerte olor de la colonia le picaba en las narices al inclinarse sobre ella.
—¡Oh, qué alivio! —Articuló débilmente—. Mira, telefonea a la tía Emily, Riverside Drive 2466, y pregúntale si puede venir por aquí esta noche. Tengo que hablar con ella… ¡Oh, me va a estallar la cabeza!
Con el corazón alterado y los ojos llenos de lágrimas fue al teléfono. La voz de la tía Emily llegó extraordinariamente pronto.
—Tía Emily, mamá está mala… Quiere que vengas… Va a venir en seguida, mamá querida —gritó—. Ya ves qué bien. Viene en seguida.
Volvió de puntillas a la habitación de su madre, levantó el corsé y el traje y los colgó en el guardarropa.
Amorcito —dijo la débil voz—, quítame las horquillas del pelo; me hacen daño en la cabeza… ¡Oh, hijo mío, siento como si mi cabeza fuera a estallar!
De entre su pelo castaño, que era más sedoso que el traje de casa, sacó cuidadosamente las horquillas.
—¡Oh, me haces daño!
—Madre, ha sido sin querer.
La tía Emily, delgada, con un impermeable azul echado sobre su traje de noche, entró precipitadamente en el cuarto, su fina boca plegada en un gesto de simpatía. Vio a su hermana tendida retorciéndose de dolor en la cama, y al muchachito flaco y pálido, de pantalón corto, en pie a su lado con las manos llenas de horquillas.
—¿Qué es esto, Lily? —preguntó tranquilamente.
—Querida mía, algo terrible me sucede —murmuró Lily Herf en un entrecortado murmullo de angustia.
—Jimmy —dijo tía Emily severamente—, tienes que irte a la cama… Mamá necesita un reposo absoluto.
—Buenas noches, mamita querida —dijo él.
La tía Emily le dio unas palmaditas en la espalda:
—No te apures, James; yo me ocuparé de todo.
Fue al teléfono y comenzó a llamar un número en una voz baja y precisa.
La caja de bombones estaba en la mesa del salón. Jimmy se sintió culpable cuando se la puso bajo el brazo. Al pasar junto a la librería agarró un volumen de la Enciclopedia Americana y se lo encajó bajo el otro brazo. La tía no se enteró de su salida. Las puertas del calabozo se abrieron. Fuera, un corsario árabe y dos fieles servidores esperaban para franquearle las fronteras de la libertad. Su habitación se encontraba tres puertas más abajo. Reinaba allí una oscuridad espesa y silenciosa. La luz se encendió dócil iluminando la cabina de la goleta Mary Stuart. Bien, capitán; leve el ancla y emprenda el rumbo a las Islas del Viento, y que no me molesten hasta el amanecer. Tengo importantes papeles que repasar. Se arrancó la ropa y se arrodilló en pijama junto al lecho: Alahoradeacostarme, RuegoaDiosquemialmaguarde, Simueroantesdequedespierte, QueelSeñormialmaselleve.
Luego abrió la caja de bombones y puso las almohadas una encima de otra al pie de la cama, bajo la luz. Sus dientes partieron el chocolate y penetraron en la pulpa dulce. Vamos a ver…
A, la primera de las vocales, la primera letra de todos los alfabetos escritos, excepto el amharic o abisinio, del cual es la decimatercera, y el rúnico, del cual es la décima…
Demonio…
AA, Aachen (véase Aquisgrán).
Aardvark…
—¡Huy, qué cara!…
(orycteropus capensis), animal plantígrado, del género mamíferos, orden de los desdentados, originario de África.
Abd.
Ahd-el-Halim, príncipe egipcio, hijo de Mehmet Alí y una esclava blanca…
Las mejillas se le encendieron cuando leyó:
La reina de las esclavas blancas.
Abdomen (etimología indeterminada)… parte inferior del cuerpo entre el diafragma y la pelvis…
Abelardo… Las relaciones entre maestro y discípulo no duraron mucho. Un sentimiento más ardiente que la estimación agitaba sus corazones, y las infinitas ocasiones de verse que les proporcionaba el canónigo confiado en la edad de Abelardo (ya iba a cumplir los cuarenta) y en su estado, fueron fatales para la paz de ambos. La situación de Eloísa estaba a punto de dilatar su intimidad… Entonces Fulbert se dejó llevar de su salvaje deseo de venganza…, irrumpió en la habitación de Abelardo con una banda de rufianes y satisfizo su venganza haciéndole sufrir una atroz mutilación…
Abelitas… denunciaron las relaciones sexuales como un culto satánico.
Abimelech I, hijo de Gedeón y una concubina semita. Se coronó rey después de haber asesinado a sus setenta hermanos, con excepción de Jothan, y fue muerto mientras sitiaba la torre de Thebez…
Aborto…
No; tenía las manos heladas y se sentía un poco mal por haberse zampado tantos bombones…
Abracadabra…
Abydos…
Se levantó a beber un vaso de agua antes de llegar a Abisinia, donde había grabados de montañas y el incendio de Magdala por los ingleses.
Los ojos le escocían. Se sentía anquilosado y soñoliento. Miró su Ingersoll. Las once. El terror se apoderó de él súbitamente. Si mamá hubiera muerto… Hundió la cabeza en la almohada. La veía en pie junto a él, con su traje de baile blanco adornado de encajes, arrastrando una cola de volantes, y su mano suavemente perfumada le acariciaba la mejilla con dulzura. Los sollozos le ahogaban. Dio una vuelta en la cama con la cabeza hundida en la nudosa almohada. En mucho rato no pudo parar de llorar.
Cuando se despertó se dio cuenta de que la luz seguía encendida y el cuarto estaba sin ventilar. El libro había rodado al suelo y los bombones, despachurrados, salían de la caja hechos una pasta. El reloj se había parado a la 1.45. Abrió la ventana, metió los chocolates en el cajón de la cómoda e iba a apagar la luz cuando recordó. Temblando de miedo, se puso la bata y las zapatillas, y despacio, de puntillas, avanzó por el pasillo oscuro. Escuchó a través de la puerta. Varias personas hablaban en voz baja. Golpeó débilmente con los nudillos y dio vuelta al tirador. Una mano abrió bruscamente la puerta y Jimmy se encontró parpadeando frente a la cara recién afeitada de un hombre con lentes de oro. La otra puerta estaba cerrada. Ante ella había una enfermera toda almidonada.
—James, hijito, vuélvete a la cama y no te inquietes —dijo la tía Emily con una voz fatigada—. Tu madre está muy enferma y necesita un reposo absoluto, pero ya no hay peligro.
—No, al menos por ahora no, señora Merivale —dijo el doctor echando aliento en sus lentes.
—El pobre pequeño —dijo la enfermera con una tranquilizadora voz de gato— ha pasado la noche muy inquieto, pero no nos ha molestado ni una vez.
—Voy a arroparte en tu cama —dijo la tía Emily—. Eso es lo que le gusta a mi James.
—¿Puedo ver a mamá un poquitín, nada más que para saber de seguro que está mejor?
Jimmy levantó los ojos tímidamente a la abultada cara de los lentes. El doctor asintió.
—Bueno, tengo que marcharme… Pasaré por aquí de cuatro a cinco para ver qué tal marcha esto… Buenas noches, señora Merivale. Buenas, noches, señorita Billings. Buenas noches, pequeño…
—Por aquí.
La enfermera le puso la mano en el hombro a Jimmy. Él se la quito de encima agachándose, y la siguió.
Había una luz encendida en el cuarto de su madre. A guisa de pantalla le habían puesto alrededor una toalla prendida con alfileres. De la cama salía una respiración jadeante que no reconoció. La cara, contraída, estaba vuelta hacia él, los párpados cerrados, la boca torcida a un lado.
La estuvo mirando fijamente medio minuto.
—Bueno, ahora me voy otra vez a la cama —murmuró a la enfermera.
Sus arterias latían desaforadamente. Sin mirar a la tía ni a la enfermera se dirigió rígido hacia la puerta. Su tía dijo algo. Echó a correr por el pasillo hasta su cuarto, cerró de golpe la puerta y corrió el pestillo. Se quedó en medio de la habitación, tieso, frío, con los puños cerrados, «Los odio, los odio», gritó. Luego, ahogando un sollozo, apagó la luz, se metió en la cama y se quedó tiritando entre las sábanas frías.
—Dada la importancia de su comercio —decía Emile con su sonsonete—, creo yo que necesitaría usted de alguien que le ayudase en, la tienda.
—Ya lo sé… Me estoy matando de trabajo, ya lo sé —suspiró madame Rigaud en el taburete de la caja.
Emile llevaba largo rato mirando un jamón de Westfalia, colocado en una tabla de mármol, junto a su codo. Por fin, dijo tímidamente:
—Una mujer como usted, una mujer hermosa como usted, madame Rigaud, siempre tiene amigos.
—Ah, ca… He vivido mucho en mis tiempos… Ya no tengo confianza… Los hombres son un hatajo de brutos, y las mujeres…, oh, nunca puedo entenderme con ellas.
—La historia y la literatura… —empezó Emile.
La campanilla sonó en lo alto de la puerta. Un hombre y una mujer entraron en la tienda. Ella llevaba, sobre el pelo amarillo, un sombrero con un macizo de flores.
—Vamos, Billy, no seas extravagante —decía ella.
—Pero Norah, tenemos que tomar algo… Te digo que para el sábado tendré guita otra vez.
—No la tendrás hasta que dejes de jugar a las carreras.
—Déjame en paz… Vamos a tomar un poco de paté de foie… esa pechuga de pavo fiambre tiene buena cara…
—Vidita —arrulló la del pelo amarillo.
—Quítate de encima, si quieres. Esto es cuenta mía.
—Sí, señor, el pavo es muy bueno… Tenemos también pollos aún calientes… Emile, mon ami, cherchez-moi un de ces petits poulets dans la cuisine[35].
Madame Rigaud hablaba como un oráculo, sin moverse de su taburete. El hombre se abanicaba con su sombrero de paja de gruesas alas que tenía una cinta a cuadros.
—¡Qué noche de calor! —dijo madame Rigaud.
—Sí que aprieta, sí… Norah, debíamos haber ido a la Isla en vez de andar flaneando por las calles.
—Billy, tú sabes de sobra por qué no podíamos ir.
—No marees. ¿No te estoy diciendo que el sábado tendremos guita de sobra?
—La historia y la literatura —continuó Emile cuando los clientes se fueron con su pollo dejando a madame Rigaud medio dólar de plata que guardar en la caja—, la historia y la literatura nos enseñan que hay amistades, que hay a veces amores dignos de confianza…
—¡La historia y la literatura! —rezongó madame Rigaud, riendo para sí— ¡bonitas están la historia y la literatura!
—¿Pero no se siente usted nunca sola en una gran ciudad extranjera como ésta? Todo es tan difícil… Las mujeres miran al bolsillo y no al corazón… Yo no puedo aguantar más.
Los anchos hombros y los grandes pechos de madame Rigaud temblaban con la risa. Su corsé crujió cuando, aún riendo, se bajó del taburete.
—Emile, es usted un buen mozo, juicioso, y se abrirá camino en el mundo… Pero yo no volveré a ponerme jamás bajo la dependencia de ningún hombre… He sufrido demasiado… No, aunque viniera usted con cinco mil dólares.
—¡Ah, qué cruel es usted!
Madame Rigaud volvió a reírse:
—Ande, ayúdeme a cerrar.
El domingo, callado y lleno de sol, pesaba sobre la ciudad. Baldwin, sentado en su escritorio en mangas de camisa, leía un libro de Derecho, encuadernado en becerro. De cuando en cuando apuntaba una nota en un block, con letra grande y regular. Sonó el teléfono en el cálido silencio. Concluyó el párrafo que estaba leyendo y se levantó a contestar.
—Sí, estoy solo; ven si quieres.
Colgó el receptor. «¡Que se vaya al diablo!», murmuró apretando los dientes.
Nellie entró sin llamar, y lo encontró paseando nervioso delante de la ventana.
—Hola, Nellie —dijo sin levantar los ojos.
Ella se quedó parada mirándolo fijamente.
—Mira, Georgy, esto no puede continuar.
—¿Por qué no?
—Estoy cansada de fingir, de mentir siempre.
—Nadie se ha enterado de nada, supongo.
—Oh, claro que no.
Nellie se acercó a él y le enderezó la corbata. George la besó dulcemente en la boca. Ella llevaba un vestido escarolado de muselina, color lila, y en la mano una sombrilla azul.
—¿Qué tal van tus asuntos, Georgy?
—Estupendamente. ¿Sabes que me habéis traído suerte? En este momento tengo varios negocios buenos entre manos, y he hecho algunas relaciones muy valiosas.
—Pues a mí me ha traído bien poca suerte. Aún no me he atrevido a confesarme. El cura creerá que me he vuelto atea.
—¿Cómo está Gus?
—Lleno de proyectos… Parece como si hubiera ganado ese dinero, del pisto que se da.
—Oye, Nellie, ¿y si dejaras a Gus y te vinieras a vivir conmigo? Podrías divorciarte y después casarnos. Así todo se arreglaría.
—Sí, sí… Además, tú no lo dices en serio.
—Sin embargo, valdría la pena, Nellie, te juro que sí.
La abrazó y la besó en los labios, cerrados e inmóviles. Ella se desasió.
—Sea como sea, ya no vuelvo más por aquí… ¡Oh, subía yo las escaleras tan contenta con la idea de verte!… Estás pagado, asunto concluido.
Él notó que sus ricitos estaban sueltos. Un mechón de pelo colgaba sobre una ceja.
—Nellie, no debemos separarnos así.
—¿Por qué no, di?
—Por lo que nos hemos querido los dos.
—No voy a llorar por eso.
Nellie se dio unos golpecitos en la nariz con el pañuelo arrollado.
—Georgy, te voy a odiar… Adiós.
La puerta se cerró de golpe tras ella.
Baldwin, sentado en su escritorio, mordía la punta de un lápiz. El débil perfume de su pelo persistía en sus narices. Tenía la garganta llena de sollozos. Tosió. El lápiz se le cayó de la boca. Se limpió la saliva con el pañuelo y se acomodó en su sillón. Los nutridos párrafos del libro de Derecho, antes turbios, se aclararon. Arrancó del block la hoja escrita y la prendió encima de un montón de documentos. En la nueva hoja empezó a escribir: Decisión del Tribunal Supremo del Estado de Nueva York… De repente se incorporó en su asiento y se puso otra vez a morder la punta del lápiz. Fuera se oía el pitido sin fin de un carrito de cacahuetes. «Oh, bueno, lo hecho, hecho». Continuó escribiendo con letra grande y regular: Pleito Patterson contra el Estado de Nueva York… Decisión del Supremo…
Bud, sentado en la ventana de la Unión de Marineros, leía lenta y atentamente un periódico. Junto a él dos hombres con cuello blanco y traje de jerga azul, meditaban sobre el tablero de ajedrez. Sus mejillas recién afeitadas parecían dos bistecs crudos. Uno de ellos fumaba una pipa que hacía un ruidito cada vez que la chupaba. Fuera, la lluvia caía sin cesar en una gran plaza rielante.
Banzai, vive mil años, gritaron los hombrecillos grises del cuarto pelotón de zapadores japoneses que avanzaban a reparar el puente sobre el río Yalu… Corresponsal especial de «New York Herald…»
—Mate —dijo el hombre de la pipa—. Vamos a echar un trago, ¡qué diablos! Ésta no es noche pa quedarse aquí sentao sin emborracharse.
—He prometido a la vieja…
—No me vengas con canciones, Jess. Ya conozco las promesas que tú te gastas.
Una manzana roja cubierta de pelos rubios metió las piezas en la caja.
—Dil’a la vieja que t’has tenío que tomar una copa pa quitarte la humedaz.
—De todos modos, eso no sería mentira.
Bud miraba pasar delante de la ventana sus sombras encorvadas bajo la lluvia.
—¿Cómo te llamas?
Bud se volvió bruscamente, sobresaltado por una voz agria y chillona. Se quedó mirando a los ojos azules de un hombrecillo amarillento que tenía una cara de sapo, de boca grande, ojos saltones y espeso pelo negro cortado al rape.
La mandíbula de Bud articuló:
—Me llamo Smith. ¿Qué hay?
El hombrecillo alargó una cuadrada mano callosa.
—Tanto gusto. Yo, Matty.
Bud, a su pesar, estrechó la mano que estrujó la suya hasta hacerle retorcerse.
—¿Matty qué? —preguntó.
—Yo, Matty a secas… Matty el Lapón… Vamos a echar un trago.
—Estoy arrancao —dijo Bud—, no tengo un centavo.
—Yo pagar… yo tener mucho dinero… toma…
Matty hundió las manos en los bolsillos de su abolsado traje a cuadros, y, con sus dos puños llenos de billetes, dio un golpe a Bud en el pecho.
—Eh, quédate con tu dinero… Iré a tomar una copa contigo, eso sí. Cuando llegaron al bar de la esquina de Pearl Street, Bud llevaba codos y rodillas empapados. El agua fría le corría por el cuello abajo. Al acercarse al mostrador, Matty el Lapón sacó un billete de cinco dólares.
—Yo convidar todo el mundo… muy contento esta noche. Bud atacaba el lunch gratuito.
—Hace un siglo que no he comido —explicó cuando volvió al mostrador para beber.
El whisky le quemó la garganta, le seco la ropa y le hizo sentirse como se sentía cuando chico, los sábados que iba a ver jugar al baseball.
—Arreglao, Lap —gritó dando un manotazo en las anchas espaldas del hombrecillo—. Tú y yo desde hoy amigos.
—Oye, bisoño, mañana embarcaremos juntos… ¿Qué dices?
—¡Qué duda cabe!
—Ahora nos vamos a Bowery Street mirar las zorras. Yo pagar.
—No hay zorra que te mire a ti, Lap —gritó un borracho grandullón, de bigotes caídos, que se había colado entre ellos al salir.
—¿No, verdad? —dijo el Lap virando en redondo.
Uno de sus puños golpeó como un martillo, en rápido uppercut, la mandíbula del borracho. El infeliz, con los pies por el aire, cayó hacia adentro, entre las puertas batientes, que se cerraron tras él. En el local se armó un alboroto…
—¡Maldita sea la leche, Lapy, maldita sea la leche! —rugió Bud, y volvió a aporrearle la espalda.
Cogidos del brazo bandeaban por Pearl Street, bajo la lluvia penetrante. Los bares bostezaban, luminosos, en las esquinas de las calles empapadas de lluvia. La luz amarilla de los espejos y de las barras de latón y de los marcos dorados que encuadraban rosados desnudos de mujeres, se reflejaba en los vasos de whisky bebidos siempre de golpe, echando atrás la cabeza; fluía alegremente por las venas, salía borbolleando por los oídos y por los ojos, goteaba a chorros por las puntas de los dedos. Las casas, negras de agua, se alzaban a cada lado; los faroles se bamboleaban como las linternas de una cabalgata. Por fin Bud se encontró con una mujer sobre las rodillas, en un cuarto interior lleno de caras apiñadas. Matty el Lapón, en pie, abrazado a dos chicas, se rasgó de un tirón la camisa para enseñar un hombre y una mujer desnudos tatuados en rojo y verde sobre su pecho, fuertemente enlazados por una serpiente de mar. Y cuando, sacando el pecho y moviendo la piel con los dedos, el hombre y la mujer tatuados se meneaban, las cabezas apiñadas estallaban de risa.
Phineas P. Blackhead levantó la ancha ventana de la oficina. Contempló el puerto de pizarra y mica, ensordecido por el estruendo de los vehículos, del vocerío, de las construcciones, que subía de las calles céntricas, inflándose y enroscándose como humo en el recio viento noroeste que barría el Hudson.
Phineas P. Blackhead levantó la ancha ventana de la oficina. Contempló el puerto de pizarra y mica, ensordecido por el estruendo de los vehículos, del vocerío, de las construcciones, que subía de las calles céntricas, inflándose y enroscándose como humo en el recio viento noroeste que barría el Hudson.
—¡Eh, Schmidt, tráigame los gemelos! —dijo por encima del hombro—. Mire…
Enfocó los gemelos a un vapor blanco, ventrudo, con una chimenea amarilla, tiznada de hollín, que se encontraba frente a Governors Island.
—¿No es el Anonda que entra?
Schmidt era un viejo que se había encogido. Su piel colgaba en arrugas de sus mejillas fláccidas. Miró con los gemelos.
—Sí que es.
Blackhead bajó la ventana. El estruendo retrocedió, degenerando en un murmullo sordo como el sonido de una concha marina.
—¡Recórcholis, se han dado prisa!… Atracarán dentro de media hora… Lárguese en seguida y busque al inspector Mulligan. Él ha arreglado todo… No le quite ojo. El viejo Matanzas está sobre la pista, tratando de obtener una orden de embargo contra nosotros. Si la última cucharada de manganeso no está desembarcada mañana por la noche, le reduciré su comisión a la mitad… ¿Lo ha entendido usted?
Las fláccidas mejillas de Schmidt tembloteaban al reírse.
—No hay peligro, señor… Ya debía usted conocerme, después de tanto tiempo.
—Pues claro que le conozco… es usted un gran tipo, Schmidt. Bromas mías.
Phineas P. Blackhead era un hombre delgado con el pelo plateado y una cara roja de pájaro de presa. Se recostó en la butaca de caoba de su pupitre y tocó un timbre eléctrico.
—Está bien, Charlie; que pasen —gruñó al pelirrojo botones que apareció en la puerta.
Se levantó rígido, detrás de su escritorio, y alargó una mano:
—¿Cómo está usted, señor Storow?… ¿Cómo está usted, señor Gold?… Acomódense. Eso es… Ahora vamos a ver lo de la huelga. La actitud de la Compañía ferroviaria que yo represento es todo franqueza y honradez, ustedes lo saben. Estoy convencido, puedo decir que tengo la más completa convicción de que nosotros podemos arreglar esta cuestión en forma cordial y amistosa… Naturalmente, es necesario que cada uno ponga un poco de su parte. Ya sé que nosotros tenemos en el fondo los mismos intereses, los intereses de esta gran ciudad, de este gran puerto…
El señor Gold se echó hacia atrás el sombrero y tosió dando una especie de ladrido:
—Señores, dos caminos se abren delante de nosotros…
Al sol, en el borde de la ventana, una mosca se restregaba las alas con sus patas posteriores. Se limpiaba de arriba abajo, torciendo y destorciendo sus patas delanteras como una persona que se enjabona las manos, frotándose cuidadosamente la coronilla de su cabeza picuda. Se estaba peinando. La mano de Jimmy se cernió sobre la mosca y cayó sobre ella. La mosca zumbando le hacía cosquillas en la palma, Jimmy la buscó a tientas con dos dedos, y cuando la hubo atrapado, la aplastó lentamente entre el pulgar y el índice, hasta hacer de ella una papilla gris.
Se limpió contra el reborde de la ventana. Un ardiente malestar se apoderó de él… ¡Pobre mosquita, después de haberse hecho tan bien la toilette! Se quedó un rato mirando a través de los empolvados cristales, donde el sol hacía fulgurar tenuemente el polvo. De vez en cuando, un hombre en mangas de camisa cruzaba el patio con una bandeja de platos: Se oía gritar órdenes, y el tintineo de la vajilla que estaban lavando subía apagado de las cocinas.
Miraba fijamente a través del tenue brillo del polvo en los cristales. «Mamá ha sufrido un ataque y yo volveré a la escuela la semana que viene».
—Eh, Herfy, ¿no has aprendido a boxear todavía?
—Herfy y el Kid van a disputarse el campeonato de peso mosca en match público.
—¡Yo no quiero!
—¡Kid sí quiere!… Aquí está. Haced ahí el ring, chicos.
—Que no quiero, os digo.
—Pues tienes que querer, o si no os moleremos a golpes a ti y al otro, ¡qué jorobar!
—¡Eh, Fred, cinco centavos de multa por decir interjecciones groseras!
—¡Caray, me olvidé!
—¡Otra vez! Trabájale las costillas.
—Anda con él, Herfy; yo apuesto por ti.
—Eso, eso, dale.
La cara blanca y torcida del Kid saltaba delante de él como un balón; sus puños caían sobre la boca de Jimmy; un sabor salobre a sangre del labio cortado. Jimmy se arroja a él, lo tira sobre la cama, le clava la rodilla en la barriga. Los otros lo separan y lo empujan contra la pared.
—¡Anda con él, Kid!
—¡Anda con él, Herfy!
La sangre se le agolpa en la nariz y en los pulmones: la respiración le raspa la garganta. Un pie lo derriba de una zancadilla.
—Basta; Herfy perdió.
—Mariquita…, mariquita.
—Pero, caray, Freddy, acuérdate que tuvo al otro debajo.
—A callarse, no armar tanto escándalo… que va a subir el viejo Hoppy.
—Bueno, esto ha sido un match amistoso, ¿eh, Herfy?
—¡Fuera de mi cuarto todos, todos! —grita Jimmy cegado por las lágrimas, empujándolos con los dos brazos.
—Llorón, llorón.
Cierra de golpe la puerta tras ellos, empuja contra ella su pupitre, y se echa temblando en la cama. Se vuelve de bruces, rabiando de vergüenza, mordisqueando la almohada.
Jimmy mira fijamente a través del tenue brillo del polvo sobre los cristales de la ventana.
Querido mío:
Tu pobre madre sufrió mucho cuando por fin te dejó en el tren y se volvió a la habitación desierta del hotel. Estoy muy sola sin ti. ¿Sabes lo que hice? Saqué todos tus soldados de plomo, los que solían tomar parte en el sitio de Puerto Arturo, y los coloqué en batallones sobre un estante de la biblioteca. Qué tontería, ¿verdad? No hagas caso: pronto llegarán las Navidades, y volveré a ver a mi Jimmy…
Una cara contraída sobre la almohada… Mamá ha sufrido un ataque y la semana que viene volveré al colegio. La piel negruzca que se afloja bajo los ojos, el gris que serpentea en sus cabellos castaños. Mamá ya no se ríe. El ataque.
Volvió de repente a su cuarto y se tiró en la cama con un pequeño libro de cuero en la mano. La resaca tronaba contra la barrera del arrecife. Jack nadaba rápidamente en las tranquilas aguas azules de la laguna; luego, en pie, en una playa amarilla, se secaba al sol las gotas salobres, dilataban las narices al olor del fruto del árbol del pan, que se tostaba al lado de su solitaria hoguera. Pájaros de brillante plumaje chillaban y trinaban en lo alto de los cocoteros. En el cuarto hacía un calor soporífero. Jimmy se quedó dormido. En la cubierta olía a fresa, a limón, a piñas, y mamá estaba allí, con su vestido blanco, y un hombre moreno con una gorra de marino, y el sol centelleaba en las grandes velas lechosas. ¡O-o-ohí! Una mosca grande como un barco, avanza hacia ellos por el agua, extendiendo sus patas nudosas de cangrejo. «¡Salta, Jimmy, salta; en dos brincos llegas!», le grita el hombre moreno al oído. «¡Yo no quiero…, yo no quiero!», lloriquea Jimmy. El hombre moreno le pega: salta, salta, salta…
—Sí, un momento. ¿Quién es?
La tía Emily estaba en la puerta.
—¿Por qué cierras la puerta con llave, Jimmy?… Yo nunca permito a James que cierre la puerta.
—Yo prefiero tenerla cerrada, tía Emily.
—¡Mira que un chico dormido a estas horas!…
—Estaba leyendo La isla del coral y me quedé dormido. Jimmy se ponía colorado.
—Bueno, ven. La señorita Billings ha dicho que no puedes entrar en el cuarto de tu madre. Está descansando.
Bajaban en el pequeño ascensor, que olía a aceite de ricino. El negrito hizo una mueca a Jimmy.
—¿Qué dijo el doctor, tía Emily?
—Todo marcha lo mejor que podía esperarse… Pero no te preocupes. Esta noche tienes que divertirte mucho con tus primitos… Tú no juegas bastante con los niños de tu edad, Jimmy.
Iban hacia el río, luchando contra el viento lleno de arena, que se arremolinaba en la calle, bajo un cielo oscuro, estriado de plata.
—Supongo que te alegrarás de volver al colegio, James.
—Sí, tía Emily.
—Los días del colegio son los más felices de la vida No dejes de escribir a tu madre una vez por semana al menos, James. No le queda nadie más que tú, ahora. La señorita Billings y yo te tendremos al corriente.
—Sí, tía Emily.
—Además, James, quiero que conozcas a mi James mejor. Es de tu misma edad, sólo que un poco más desarrollado quizá. Tenéis que ser buenos amigos… Yo hubiera querido que Lily te hubiese mandado también a Hotchkiss…
—Sí, tía Emily.
Había pilares de mármol rosa en el «hall» de la casa donde vivía tía Emily, y el chico del ascensor llevaba una librea color chocolate, con botones de latón, y el ascensor era cuadrado, decorado con espejos. La tía Emily se paró ante una puerta de caoba roja en el séptimo piso y buscó la llave en su bolso. Al final del pasillo había una ventana con cristalitos emplomados, por la cual se podía ver el Hudson y los vapores y los grandes árboles de humo que subían de los patios, destacándose a lo largo del río contra el sol poniente. Cuando la tía Emily abrió la puerta oyeron un piano.
—Ésa es Maisie, que está estudiando.
En el cuarto del piano la alfombra era gruesa y muelle; el papel, amarillo, con rosas plateadas, entre las molduras crema y los marcos dorados de cuadros al óleo que representaban bosques, una góndola llena de gente y un cardenal gordo bebiendo. Maisie saltó de la banqueta. Tenía una cara redonda y una nariz algo respingada. El metrónomo siguió su tictac.
—¡Hola, James! —dijo ella después de tender la boca a su madre para que se la besara—. Siento muchísimo que la pobre tía Lily esté tan enferma.
—¿No besas a tu prima, James? —dijo la tía Emily.
Jimmy, torpemente, apretó su cara contra la de Maisie.
—Vaya una manera de besar —dijo Maisie.
—Bueno, queridos, ahora podéis haceros compañía los dos hasta la hora de cenar.
La tía Emily desapareció entre las cortinas de terciopelo azul.
—Nosotros no podemos seguir llamándote James.
Después de parar el metrónomo, Maisie, en pie, se quedó mirando de hito en hito a su primo:
—No puede ser que haya dos James, ¿verdad?
—Mamá me llama Jimmy.
—Jimmy es un nombre muy vulgar, pero en fin, tendremos que contentarnos con él mientras pensamos en otro mejor… ¿Cuántos jacks puedes tú coger?
—¿Qué son jacks?
—¡Cómo! ¿No sabes lo que son jackstones[36]? ¡Cómo se va a reír James cuando vuelva!
—Conozco las rosas Jack. Son las que más le gustaban a mi mamá.
—A mí las únicas que me gustan son las de American Beauties —declaró Maisie desplomándose en un sillón Morris.
Jimmy, apoyado sobre un pie, se pateaba el talón con la punta del otro.
—¿Dónde está James?
—Pronto llegará… Ha ido a dar su lección de montar.
El crepúsculo dejó caer entre ellos un silencio de plomo. De los muelles de la estación llegaba el silbido de una locomotora y el ruido que los vagones de mercancías hacían al ser enganchados en el apartadero. Jimmy corrió a la ventana.
—Oye, Maisie, ¿te gustan las máquinas? —preguntó.
—¿A mí? Me parecen horribles. Papá dice que nos vamos a mudar a causa del ruido y del humo.
En la penumbra, Jimmy vislumbró la bruñida mole de una enorme locomotora. El humo salía de la chimenea en inmensas espirales de bronce y de violeta. En la vía, una luz roja se volvió súbitamente verde. La campana empezó a sonar lentamente, perezosamente. Bajo la presión del vapor, el tren, dando resoplidos, arrancó con un estruendo de hierro, fue tomando velocidad y se perdió en las tinieblas, balanceando su linterna roja a la cola.
—¡Lo que me gustaría a mí vivir aquí!… —dijo Jimmy—. Tengo doscientas setenta y dos fotos de máquinas. Hago colección.
—¡Qué cosa tan rara para coleccionar!… Oye, Jimmy, baja la cortina, que voy a encender la luz.
Cuando Maisie apretó el botón vieron a James Merivale a la puerta. Tenía el pelo tieso y rubio, la cara llena de pecas y una nariz respingada como la de Maisie. Traía puestos los pantalones de montar y polainas de cuero negro, y blandía una larga fusta de madera pelada.
—¡Hola, Jimmy! —dijo—. Bien venido.
—Oye, James —gritó Maisie—, Jimmy no sabe lo que son Jackstones.
La tía Emily apareció entre las cortinas de terciopelo azul. Vestía una blusa de seda verde, con cuello alto, adornada de encajes. Su pelo blanco se alzaba en dulce curva sobre su frente.
—Ya es tiempo de que os lavéis —dijo—. La cena estará dentro de cinco minutos… James, lleva a tu primo a tu cuarto y quítate en seguida ese traje de montar.
Todos estaban ya sentados cuando Jimmy, precedido de su primo, entró en el comedor. Cuchillos y tenedores brillaban discretamente a la luz de seis velas con pantallas de rosa y plata. A la cabecera de la mesa estaba sentada la tía Emily; junto a ella, un hombre de nuca plana, y al extremo opuesto el tío Jeff, con una perla en su corbata a cuadros, llenaba un amplio salón. La sirvienta negra revoloteaba por la franja de luz, pasando crackers tostados. Jimmy se comió la sopa muy tieso y muy asustado de hacer ruido. El tío Jeff hablaba con voz tonante entre cucharada y cucharada.
—Le digo a usted, Wilkinson, que Nueva York no es ya lo que era cuando Emily y yo vinimos a instalarnos aquí, allá en los tiempos en que el Arca dio fondo… La ciudad está invadida por judíos e irlandeses de la más baja categoría, y eso es lo que nos pierde… Dentro de diez años un cristiano ya no podrá ganarse la vida aquí… Le digo a usted que los católicos y los judíos acabarán por echarnos de nuestro país. ¡Y si no, ya lo verá usted!
—Es la nueva Jerusalén —intercaló la tía Emily riendo.
—No es cosa de risa. Cuando un hombre se ha matado trabajando toda su vida para levantar un negocio, no le hace gracia que le pongan en la calle una partida de cochinos extranjeros, ¿verdad, Wilkinson?
—No te exaltes, Jeff… Ya sabes que luego no digieres bien.
—No perderé los estribos, querida.
—Lo que le pasa a este pueblo es, señor Merivale… (el señor Wilkinson frunció el entrecejo gravemente). Este pueblo es demasiado tolerante. No hay otro país en el mundo donde esto se permita… Después de todo, somos nosotros los que hemos hecho este país, quienes permitimos a los extranjeros, la escoria de Europa, las heces de los ghettos de Polonia, que vengan y dirijan por nosotros, en nuestro lugar.
—El hecho es que un hombre honrado no quiere ensuciarse las manos en la política, y no le interesa desempeñar cargos públicos.
—Es verdad; un hombre, hoy día, quiere más dinero, necesita más dinero del que puede ganar honradamente en la vida pública… Naturalmente, los hombres de más valer toman otros rumbos.
—Y añádase a esto la ignorancia de esos sucios judíos y de esos piojosos irlandeses, a los cuales damos el derecho de votar incluso antes de que puedan siquiera hablar inglés… —expresó el tío Jeff.
La sirvienta colocó delante de la tía Emily un pollo asado rodeado de frituras de maíz. La conversación languideció mientras se servía.
—¡Oh!, he olvidado decirte, Jeff —dijo la tía Emily—, que el domingo vamos a Scarsdale.
—¡Oh! Querida, yo detesto salir los domingos.
—Es como un niño chico cuando se trata de salir de casa.
—Pero el domingo es el único día que tengo para quedarme en casa.
—Bueno, mira lo que pasó: Estaba tomando el té con las chicas de Harland en Maillard, ¿y sabes tú quién ocupaba la mesa a nuestro lado? La señora Burkhart…
—¿La señora John B. Burkhart? ¿No es su marido uno de los vicepresidentes del National City Bank?
—John es un gran tipo y un hombre de porvenir.
—Bueno, como iba diciendo, querido, la señora Burkhart nos dijo que teníamos que ir a pasar el domingo con ellos, y, naturalmente, no he podido negarme.
—Mi padre —continuó el señor Wilkinson— era el médico del viejo Johannes Burkhart. Era un tipo célebre el viejo aquel. Había hecho su agosto con el comercio de pieles allá en los tiempos del coronel Astor. Padecía de gota y blasfemaba de un modo terrible… Me acuerdo de haberle visto una vez: un viejo de cara roja con largas melenas blancas y un casquete de seda en la coronilla. Tenía un loro llamado Tobías, y la gente que pasaba por la calle nunca sabía si era Tobías o el juez Burkhart el que juraba.
—¡Ah, los tiempos han cambiado! —dijo tía Emily.
Jimmy estaba sentado en su silla con ambas piernas dormidas. Mamá ha tenido un ataque y la semana próxima volveré al colegio. Viernes, sábado, domingo, lunes… El y Skinny vuelven juntos de jugar con los sapos al borde de la charca. Llevaban sus trajes azules porque era domingo. Detrás del granero los arbustos estaban en flor. Unos chicos se burlan de Harris, llamándole Iky, porque dicen que es judío. Su voz se alza lloriqueante:
—Basta, hombres, basta… Tengo puesto mi vestido nuevo.
—¡Oh, míster Salomón Levy, con sus mejores trapitos!… —gritaron las voces burlonas—. ¿Te lo has comprado en una tienda de todo a diez centavos, Iky?
—Apuesto a que son de algún saldo por incendio.
—Entonces hay que usar la manga.
—Vamos a chapuzar a Salomón Levy.
—Estarse quietos.
—¡Chitón! No grites tanto.
—Están de broma; no le harán daño —murmuró Skinny.
Se llevaron a Iky con la cabeza para abajo hacia el charco. Iba gritando y pataleando, con la cara inundada de lágrimas.
—No es judío —dijo Skinny—, pero os diré quién es judío: ese gallito de Fat Swanson.
—¿Cómo lo sabes?
—Su compañero de cuarto me lo ha dicho.
—¡Caramba, lo van a hacer de veras!
Salieron corriendo en todas direcciones. El pequeño Harris, con el pelo lleno de barro, trepaba por la orilla. Las mangas de su chaqueta chorreaban agua.
Habían servido el helado rociado con chocolate caliente. Un irlandés y un escocés bajaban por la calle, y el irlandés dijo al escocés: «Sandy, vamos a echar un trago…».
Un prolongado campanillazo distrajo la atención general de la historia del tío Jeff. La doncella negra entró precipitadamente en el comedor y empezó a cuchichear al oído de la tía Emily.
—… y el escocés dijo: Mike… Bueno. ¿Qué es lo que ocurre?
—Mister Joe, señor.
—¡Demontre!
—Quizá venga presentable —dijo la tía Emily vivamente.
—Un poquillo achispado, señora.
—Sarah, ¿por qué demonios le dejó usted entrar?
—Yo no lo dejé, pero él entró.
El tío Jeff apartó su plato y dio un servilletazo en la mesa.
—Saldré a hablarle.
—Procura que se vaya… —comenzó a decir la tía Emily.
Se quedó con la boca entreabierta. Una cabeza asomaba entre las cortinas que separaban el comedor del salón, una cabeza de pájaro, con la nariz ganchuda y el pelo lacio como el de un indio. Uno de los ojos, bordeados de rojo, parpadeaban tranquilamente.
—Salud todos… ¿Cómo andan las cosas? ¿No molesto?
La voz se elevaba campanuda a medida que un cuerpo largo y flaco se introducía tras la cabeza a través de las cortinas. La boca de la tía Emily se contrajo en una sonrisa helada.
—Emily, tienes que… mmm… perdonarme; supuse que una noche… mmm… en el seno de la familia… mmm… sería… mmm… mmm… saludable. Tú comprendes… la influencia edificante del hogar. (En pie, detrás de la silla del tío Jeff, balanceaba la cabeza). Y bien, Jefferson, queridazo, ¿Cómo van tus negocios?
Dejó caer su mano sobre el hombro del tío Jeff.
—Oh, muy bien. ¿No te sientas? —gruñó éste.
—Me han dicho…, si quieres aprovechar la experiencia de un zorro viejo… mmm… un agente de cambio retirado… un corredor de bolsa… cada día más corrido…, ja, ja… Pero me han dicho que el lnterborough Rapid Transit vale la pena de meterla nariz… No me mires con esos ojos torvos, Emily. Me voy ahora mismito… ¡Oh! ¿cómo va, señor Wilkison?… Los chicos tienen buena cara. ¡Hombre, que me zurzan si no es ése el pequeño de Lily Herf!… Jimmy, ¿tú no te acuerdas ya de tu… mmm… primo Joe Harland, eh? Nadie se acuerda de Joe Harland… Excepto tú, Emily, y eso que bien quisieras poderte olvidar de él…, ja, ja… ¿Cómo está tu madre, Jimmy?
—Un poco mejor, gracias.
Jimmy tenía un nudo en la garganta y se arrancó las palabras a duras penas.
—Bueno, pues cuando vuelvas a tu casa, le das recuerdos de mi parte… ella comprenderá. Lily y yo hemos hecho siempre buenas migas, aunque yo sea el espantajo de la familia… No me quieren, sueñan con verme lejos… Te digo, muchacho, que Lily es la mejor del cotarro. ¿Verdad, Emily, que es la mejor de todos nosotros?
La tía Emily carraspeó.
—Pues claro que sí; Lily es la más guapa, la más inteligente, la más personal… Jimmy, tu madre es una emperatriz… Siempre fue demasiado chic para todo esto. De buena gana echaría un trago a su salud.
—Joe, si bajaras un poco la voz…
La tía Emily tecleó las palabras como una máquina de escribir.
—¡Bah! Todos creéis que estoy borracho… Acuérdate de esto, Jimmy. Se inclinó sobre la mesa y a Jimmy le dio en la cara su olor a whisky). Estas cosas no son siempre culpa del hombre… las circunstancias… mmm… las circunstancias.
Tratando de recobrar el equilibrio, tiró un vaso.
—Si Emily persiste en mirarme con ojos torvos, me voy… Pero no te olvides de decir a Lily Herf que Joe Harland la quiere mucho, aunque esté en camino de condenarse.
Titubeando desapareció entre las cortinas.
—Jeff, estoy segura de que va a volcar el jarrón de Sèvres… Procura que salga como Dios manda y mételo en un coche.
James y Maisie ahogaban agudas risotadas en sus servilletas. El tío Jeff estaba como la grana.
—¡Que el diablo me lleve si lo meto en un coche! Ése no es primo mío… Deberían tenerlo encerrado. Y la próxima vez que le veas, Emily, le puedes decir de mi parte que si se presenta otra vez aquí en este estado repugnante lo pongo de patitas en la calle.
—¡Vamos, Jefferson, no vale la pena de enfadarse!… Nada malo ha ocurrido. Se ha marchado ya.
—¡Nada malo! Piensa en nuestros hijos. Figúrate que hubiera estado cualquier persona extraña aquí, en lugar de Wilkinson, ¿qué hubiera pensado de nuestra casa?
—No se preocupe por eso —graznó el Sr. Wilkinson—; tales cosas ocurren en las familias más ordenadas.
—Este pobre Joe es tan amable cuando está en sus cabales… —dijo la tía Emily—. ¡Y pensar que durante algún tiempo, ya hace años, se creyó que Joe Harland tenía la Bolsa entera en la palma de la mano! Los periódicos le llamaban el Rey de la Bolsa, ¿recuerdan ustedes?
—Eso era antes del asunto de Lottie Smithers…
—Bueno, niños, si os fuerais a jugar al otro cuarto mientras nosotros tomamos cate… —gorjeo la tía Emily—. Si, debían haberse marchado hace rato.
—¿Sabes jugar a las Quinientas, Jimmy? —preguntó Maisie.
—No, no sé.
—¿Qué te parece, James? No sabe jugar a los jacks ni a las Quinientas.
—Oh, son dos juegos de chicas —dijo James displicente—. Yo tampoco jugaría si no fuera por ti…
—Ah, no, señor Remilgado.
—Vamos a jugar a la bestia.
—Pero no somos bastantes. No es divertido si no hay muchos.
—Y la última vez tú lanzaste tales carcajadas que mamá nos hizo parar.
—Mamá nos hizo parar porque tú le diste un puntapié al pequeño Billy Schmitz en el codo y le hiciste llorar.
—¿Y si bajáramos a mirar los trenes? —propuso Jimmy.
—No nos dejan bajar después de oscurecer —dijo Maisie severamente.
—¡Una idea! Juguemos a la bolsa… Yo tengo un millón de dólares en bonos a la venta, y Maisie puede jugar al alza y Jimmy a la baja.
—Bueno, ¿y qué hacemos?
—Oh, nada más que andar de un lado para otro y gritar… Yo vendo bajo par.
—Corriente, señor Broker; los compro a cinco centavos cada…
—No, no puedes decir eso… Hay que decir a noventa y seis y medio o algo por el estilo.
—Yo ofrezco cinco millones por ellos —gritó Maisie blandiendo el secante del escritorio.
—Pero tú estás loca: si no valen más que un millón —gritó Jimmy. Maisie se paró en seco.
—Jimmy, ¿qué es lo que has dicho?
Jimmy, sintiéndose enrojecer de vergüenza, se miraba los zapatos.
—He dicho que estás loca.
—¿Entonces tú nunca has estado en una escuela dominical? ¿No sabes que Dios dice en la Biblia que si se llama a alguien loco se está en peligro de ir al infierno?
Jimmy no se atrevía a levantar los ojos.
—Bueno, yo no juego más —dijo Maisie muy digna.
Jimmy, sin saber cómo, se encontró en el hall. Agarró su sombrero, salió corriendo por la puerta, bajó los seis tramos de piedra blanca, pasó ante los botones de latón y la librea chocolate del chico del ascensor, atravesó el vestíbulo, que tenía columnas de mármol rosa, y salió a la calle 72. Era de noche. Soplaba el viento. Todo estaba lleno de pesadas sombras que avanzaban, de ruidos de pasos que le perseguían. Por fin subió las familiares escaleras rojas del hotel. Pasó rápidamente delante de la puerta de su madre (le hubiera preguntado por qué había vuelto tan pronto), se precipitó en su cuarto, corrió el pestillo, dio dos vueltas a la llave y se quedó apoyado en la puerta, jadeando.
—Bueno, ¿te has casado ya?
Fue la primera cosa que preguntó Congo cuando Emile le abrió la puerta. Emile estaba en camiseta. El cuarto, que parecía una caja de zapatos, estaba mal ventilado. Una lámpara de gas con una caperuza de lata encima, lo alumbraba y calentaba.
—¿De dónde vienes esta vez?
—De Bizerta y Trondjeb… Soy todo un marino ya.
—Mal oficio el de marino, malo… Yo he ahorrado doscientos dólares. Estoy trabajando en el Delmonico.
Se sentaron el uno junto al otro en la cama deshecha. Congo sacó un paquete de Egyptian Deities con bordes dorados.
—La paga de cuatro meses. (Se dio una palmada en el muslo). ¿Has visto a May Eweitzer?(Emile sacudió la cabeza). Tengo que buscarla a esa zorra… En aquellos condenados puertos escandinavos salen en botes las mujeres, unas mujeres gordas y rubias…
Callaron. El gas rezongaba. Congo dejó escapar un silbido.
—Fichtre… C’est chic, ça, Delmonico[37]. ¿Por qué no te has casado con ella?
—No creas, le gusta que le haga la corte… Yo haría marchar la tienda mucho mejor que ella.
—Tú eres demasiado blando; a las mujeres hay que tratarlas mal pa sacar algo d’ellas… Dale celos.
—Si es ella la que me castiga.
—¿Quieres ver mis postales?(Congo sacó del bolsillo un paquete envuelto en papel periódico). Mira, esto es Nápoles; allí todo el mundo sueña con venirse a Nueva York… Ésta es una bailarina árabe. ¡Nom d’une vache, cómo se les mueve el ombligo!
—Oye, ya sé lo que voy a hacer —exclamó Emile de repente tirando las tarjetas en la cama—. Le voy a dar celos…
—¿A quién?
—A Ernestine… Madame Rigaud…
—Claro, hombre. Paséate un par de veces por la Octava Avenida con una chica, y apuesto a que cae en tus brazos como una tonelada de ladrillos.
El despertador sonó en la silla, junto a la cama. Emile saltó a pararle y empezó a chapuzarse en el lavabo.
—¡Dieu!, tengo que irme a trabajar.
—Yo me voy hasta Hell’s Kitchen a ver si encuentro a May.
—No hagas el idiota y no te gastes todo el dinero —dijo Emile, que, en pie delante de un espejo rajado, con la cara torcida, se ponía los botones en su pechera almidonada.
—Lo que digo es cosa segura —repitió el hombre acercando su cara a la de Ed Thatcher, y golpeando la mesa con la palma de la mano.
—Es posible, Viler, pero he visto a tantos hundirse que, verdaderamente, creo no deber arriesgarme.
—Hombre, yo he pignorado el juego de té de la señora y mi anillo de diamantes y el vasito del niño… Es cosa segurísima… Yo no le metería a usté en esto si no fuera porque somos amigos y que le debo dinero, etc… Sacará usté un veinticinco por ciento de lo que invierta, mañana a mediodía… Luego, si usté quiere aguantar, puede usté hacerlo aventurándose, claro está; pero si vende las tres cuartas partes y arriesga el resto dos o tres días, su situación será tan segura como… el peñón de Gibraltar.
—Lo sé, Viler; realmente el negocio es bonito…
—¡Qué caray, hombre, no querrá usted quedarse en esta condenada oficina toda su vida!, ¿verdad? Piense en su hija.
—Ya pienso; eso es lo malo.
—Pero escuche: Ed Gibbons y Swandike habían ya empezado a comprar a tres centavos cuando la Bolsa cerró esta tarde… Klein se convenció y lo primero que hará mañana tempranito será plantarse allí con, bombo y platillos. La Bolsa se volverá loca…
—A menos que los sujetos esos, portándose como cochinos, no cambien de opinión. Yo conozco al dedillo tales mejunjes, Viler. Esto tiene todo el aspecto de un engañabobos… Yo he manejado muchos libros de bancarrota.
Viler se puso en pie y tiró el cigarrillo en la salivadera.
—Bueno, haga usté lo que quiera, me importa un pepino. Supongo que a usté le gusta andar de Ceca en Meca mañana y tarde y trabajar doce horas diarias.
—Yo quiero sencillamente abrirme camino con mi trabajo, y nada más.
—¿Para qué sirven unos cuantos miles de dólares ahorrados cuando se es viejo y no se les puede sacar el gusto? Yo, amigo, me meto de cabeza.
—Pues a ello, Viler… Eso allá usted —murmuró Thatcher cuando el otro salió dando un portazo.
Todo estaba oscuro en la espaciosa oficina, donde se alineaban pupitres amarillos con sus enfundadas máquinas de escribir, excepto el rincón de luz en que Thatcher estaba sentado ante el escritorio abarrotado de registros. Las tres ventanas del fondo no tenían cortinas. Por ellas se veía la mole de edificios escalonados de luces y la Plancha de un cielo color tinta. Thatcher estaba copiando minutas en una larga hoja de papel timbrado.
Fan Tan Import and Export Company (activo y pasivo hasta el 29 de febrero inclusive). Sucursales de Nueva York, Shanghai, Hong-Kong y Estrechos.
Balance anterior |
$ |
345.798,84 |
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Propiedad inmueble |
« |
500.087,12 |
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Pérdidas y ganancias |
« |
345.798,84 |
—Una cuadrilla de ladrones —gruñó Thatcher en voz alta—. En todo este negocio no hay una cosa que no sea mentira. No creo que tengan sucursales en Hong-Kong ni en ninguna parte…
Se recostó en la silla y miró por la ventana. Los edificios se iban apagando. Sólo vislumbraba una estrella en el trozo de cielo. Debería salir a comer; es malo para el estómago comer irregularmente como yo hago. Supongamos que me hubiera lanzado a ciegas en el negocio, en vista de la confidencia de Viler. Ellen, ¿te gustan estas rosas American Beauty? Tienen tallos de ocho pies de altura, y quiero que estudies el itinerario del viaje al extranjero que yo he planeado para completar tu educación. Sí, será lástima dejar nuestro precioso piso nuevo, con vistas al Central Park… Y en el centro además… The Fiduciary Accounting Institute, Edward C. Thatcher, Presidente… Burbujas de vapor pasaban por el cuadrado de cielo ocultando la estrella. Tírate de cabeza, tírate de cabeza… Todos son ladrones y jugadores, después de todo… Tírate de cabeza y sal a flote con las manos llenas, los bolsillos llenos, la cuenta del Banco llena, los subterráneos llenos de dinero. ¡Con que yo me atreviera a correr el riesgo!… ¡Qué bobada, perder el tiempo en contemplaciones! Volvamos a la Fan Tan Import. El vapor, ligeramente enrojecido por el resplandor de las calles, subía rápidamente por el cuadrado de cielo, se enroscaba, se disipaba.
Géneros depositados en almacenes del Estado… dólares 325.666,00.
Tírate de cabeza y sal a flote con trescientos veinticinco mil seiscientos sesenta y seis dólares. Los dólares suben como el vapor, se retuercen, se disipan entre las estrellas. El millonario Thatcher se asomó a la ventana del cuarto, que olía a pachulí, para mirar los bloques negros de la ciudad, borbollonante de risas, de voces, de vibraciones de luz. Detrás de él tocaban orquestas entre azaleas, telégrafos particulares cablegrafiaban dólares, clic, clic, clic, desde Singapur, Valparaíso, Mukden, Hong-Kong, Chicago. Susie, con un vestido de orquídeas, le hablaba al oído.
Ed Thatcher se levantó, los puños apretados, las lágrimas en los ojos. ¡Pobre idiota! ¿Para qué, ahora que ella se ha ido? Mejor será que me vaya a comer, si no Ellen me va a regañar.