III. DÓLARES

«Caras todo a lo largo de la batayola; caras en todas las portillas. A sotavento salía un olor rancio del vapor que estaba fondeado en el puerto, un poco escorado, con la bandera amarilla de la cuarentena ondeando en el palo mayor.
«Un millón de dólares daría yo —dijo el viejo soltando los remos— por saber a qué vienen.»
«Por eso mismo, abuelo —dijo el joven sentado a la popa—. ¿No es éste el país de la oportunidad?»
«Una cosa sé —continuó el viejo—. Y es que cuando yo era muchacho no venían más qu’irlandeses por primavera, con el primer banco de sábalos… Ya no hay sábalos, y esa gente Dios sabe de ande vienen.»
«Es el país de la oportunidad».

Un joven demacrado, con ojos de acero y fina nariz arqueada, estaba recostado en su silla giratoria, con los pies encima del nuevo escritorio de caoba. Tenía la piel cetrina, y sus labios se plegaban en un ligero mohín. Removiéndose en la silla contemplaba los arañazos que sus zapatos hacían en el chapeado de la mesa. Me importa un pito. Se incorporó de repente, haciendo crujir el asiento, y se dio un puñetazo en la rodilla. Total tres meses rozándome los pantalones en esta silla… ¿Para qué pasar por la Facultad de Derecho, sacar la licenciatura de abogado, si no encuentra uno pleito que defender? Frunció el ceño al ver el letrero dorado a través de la puerta de cristales esmerilados:

NIWDLAB EGROEG

odabogA

Niwdlab, galés. Se puso en pie de un salto. Llevo leyendo al revés ese condenado letrero tres meses, todos los días. Me voy a volver loco. Saldré a almorzar.

Se estiró el chaleco, se sacudió los zapatos con un pañuelo y luego, contrayendo la cara en una expresión de intensa preocupación, salió escapado de su oficina, bajó a saltos las escaleras y salió a Maiden Lane. Delante del restaurante leyó en una edición extraordinaria:

LOS JAPONESES ARROJADOS DE MUKDEN

Compró el periódico, lo dobló bajo el brazo y empujó la puerta. Tomó una mesa y examinó el menú con atención. No puedo excederme por ahora.

—Camarero, tráigame un cubierto a la New England, una ración de tarta de manzana y un café.

El narigudo camarero escribió la orden en una hoja de papel, mirándole de reojo, con el ceño fruncido… Éste es el almuerzo de un abogado sin pleitos. Baldwin carraspeó y desdobló el periódico. Con esto subirán las acciones rusas un poquito. Los veteranos visitan al presidente…

OTRO ACCIDENTE EN LA VÍA DE LA
UNDÉCIMA AVENIDA

Un lechero gravemente herido. ¡Hola, aquí podría sacarse una bonita indemnización!

Augustus McNiel, 253 W. 4th. Street, repartidor de la Lechería Excelsior, fue gravemente herido esta madrugada por un tren de carga que retrocedía por la vía de la New York Central…

Podría poner pleito a la Compañía. ¡Cuerno, yo debía agarrar a ese hombre y hacerle pedir una indemnización!… No ha vuelto en sí aún… Se habrá muerto quizá. Entonces su mujer puede demandarlos con mayor motivo… Iré al hospital esta misma tarde… Tengo que adelantarme a todos esos picapleitos. Mordió un bocado de pan con aire determinado y masticó enérgicamente. Pues claro que no; iré a su casa a ver si hay mujer o madre o lo que sea: «Perdóneme usted Sra. McNiel si vengo a importunar su profunda aflicción pero estoy en este momento tratando de investigar… Sí, retenido por intereses de capital importancia…». Bebió el último sorbo de café y pagó la cuenta.

Repitiendo 253 W. 4th. Street sin cesar, montó en un tranvía que subía por Broadway. Se metió por la calle 4, lado oeste, bordeando Washington Square. Los árboles extendían sus ramas de un tenue violeta contra un cielo columbino. Las casas de enfrente con sus grandes ventanas, resplandecían rosadas, impasibles, prósperas. El gran sitio para un abogado con grande y perseverante clientela. Bueno, ya veremos esto. Cruzó la Sexta Avenida y siguió la sucia calle en dirección al oeste. Había por allí un insoportable olor a cuadra, y en las aceras, llenas de basura, se revolcaban los chiquillos. Pensar que se puede vivir aquí entre irlandeses de clase baja, y extranjeros, la escoria del universo. En el número 253 había varios timbres sin nombre. Una mujer con mangas de guinda remangadas en unos brazos amorcillados, sacó por la ventana una cabeza gris desgreñada.

—¿Puede usted decirme si vive aquí Augustus McNiel?

—¿Ése que está en el hospital? Sí que vive.

—El mismo. ¿Tiene parientes en la casa?

—¿Y usté para qué los quiere?

—Es cuestión de negocios.

—Suba usté al último piso y allí encontrará a su mujer, pero lo más fácil es que no pueda recibirle… La probe está toda trastornada con lo de su marido, y no hacía dieciocho meses que s’habían casao.

En las escaleras se veían huellas de barro y salpicaduras de las latas de la basura. Arriba encontró una puerta recién pintada de verde oscuro, y llamó.

—¿Quién es? —preguntó una voz de muchacha que le hizo estremecerse.

—(Debe ser joven). ¿Está la señora McNiel en casa?

—Sí —respondió la cantarina voz—. ¿Qué quiere usté?

—Es un asunto… relacionado con el accidente del señor McNiel.

—¿Con el accidente, dice usté?

La puerta se abrió poco a poco, cautelosamente. Tenía la nariz y la barbilla bien dibujadas, de un color blanco perla. Una ondulada mata de pelo rojizo ceñía en lisos bucles su frente alta y estrecha. Dos ojos grises, vivos y recelosos, le miraban fijamente a la cara.

—¿Podría hablar con usted un momentito acerca del accidente del señor McNiel? Existen ciertas consecuencias legales que creo mi deber poner en su conocimiento… A propósito, espero que estará mejor.

—Oh, sí, ya recobró el sentido.

—¿Puedo pasar? La cosa es un poco larga de explicar.

—Sí, ¿por qué no?

El mohín de sus labios se alargó en una sonrisa forzada.

—Digo yo que no irá usted a comerme.

—De veras que no.

Él, riéndose con una risa nerviosa, gutural, la siguió a una salita oscura.

—No levanto las cortinas para que no vea usté lo revuelto que está esto.

—Permítame ante todo que me presente, señora McNiel… George Baldwin, 88 Maiden Lane… Yo, sabe usted, me especializo en casos como éste… Para decirlo en cuatro palabras… Su marido ha sido atropellado y casi muerto por la negligencia culpable, y tal vez criminal, de los empleados de la Compañía del New York Central Railroad. Sobran motivos para poner pleito a la Empresa. Ahora bien, tengo mis razones para creer que la Lechería Excelsior intentará un proceso por las pérdidas habidas, caballo, carro, etc…

—¿Quiere usted decir que Gus podría obtener una indemnización también?

—Eso mismo.

—¿Cuánto cree usted que podría sacar?

—Depende de la gravedad de su estado, de la actitud de los tribunales, y acaso de la pericia del abogado… Creo que diez mil dólares es una estimación moderada.

¿Y usté no pide nada adelantado?

—Los honorarios del abogado raramente se pagan hasta que el caso se lleva a feliz término.

—Y es usté abogado, ¿de veras? Parece usté muy joven para ser abogado.

Los ojos grises brillaban fijos en él. Ambos se echaron a reír. Baldwin sintió una inexplicable sensación de calor por todo el cuerpo.

—Sin embargo, soy abogado. Casos como éste son mi especialidad. Precisamente el martes pasado saqué seis mil dólares para un cliente mío, a quien un caballo del ómnibus le dio una coz… En este momento, como usted sabrá, reina gran agitación contra el privilegio de la vía férrea de la Undécima Avenida… El momento no puede ser más favorable.

—Oiga, ¿habla usté siempre así o sólo cuando habla de negocios?

Él echó la cabeza atrás, estallando de risa.

—¡Pobre Gus, siempre dije que tenía mala estrella!

El vagido de un niño se filtró débilmente a través del tabique.

—¿Qué es eso?

—Nada, el niño… El condenado no sabe más que berrear.

—¿De manera que tiene usted chicos, señora McNiel?

Esta idea le dejó frío.

—Uno solo… ¿qué quiere usted?

—¿Su marido está en el Emergency Hospital?

—Sí, creo que le dejarán a usted verle, por tratarse de lo que se trata. Se queja de una manera horrible.

—Ahora, si yo pudiera encontrar unos cuantos testigos.

—Mike Doheny lo vio todo… Es de la policía. Un buen amigo de Gus.

—Tenemos el asunto ganado… No será necesario ir a los tribunales… Me voy derecho al hospital.

Volvieron a oírse berridos en el otro cuarto.

—Oh, ese crío… —murmuró ella crispada—. Ya sabríamos en qué gastar el dinero, señor Baldwin…

—Bueno, tengo que irme. (Cogió el sombrero). Y desde luego, haré todo lo que pueda en este asunto. ¿Puedo venir de vez en cuando para tenerla al corriente?

—Así lo espero.

En la puerta, al despedirse, él no acababa de soltarle la mano. Ella se ruborizó.

—Bueno, adiós y muchas gracias por su visita —dijo secamente.

Baldwin bajó las escaleras tambaleándose, presa de vértigo. La sangre se le agolpaba en la cabeza. La mujer más bonita que he visto en mi vida. Fuera empezaba a nevar. Los copos eran una fría y furtiva caricia en sus mejillas ardientes.

Sobre el Parque, un cielo moteado de nubecillas con cola, parecía un prado con gallinas blancas.

—Oye, Alice, vamos a bajar por este caminito.

—Pero Ellen, papá me ha dicho que volviera derecha a casa desde la escuela.

—¡Miedosa!

—Pero Ellen, esos secuestradores…

—Te he dicho que no me llames Ellen.

—Bueno, Elaine, entonces; Elaine, el lirio de Astalot.

Ellen lucía su vestido nuevo escocés, de la Guardia Negra. Alice llevaba gafas y tenía unas piernas delgadas como horquillas.

—¡Gallina!

—Hay unos hombres horrendos en aquel banco. Vámonos a casa, Elaine la bella, vámonos.

—A mí no me dan miedo. Yo podría volar como Peter Pan si quisiera.

—¿Por qué no lo haces?

—Es que ahora no tengo gana.

Alice comenzó a gimotear.

—Oh, Ellen, no seas mala… Vámonos a casa, Elaine.

—No, yo me voy a pasear por el parque.

Ellen bajó las escaleras. Alice se quedó arriba, balanceándose ya en un pie, ya en el otro.

—¡Gallina, gallina, qué mieditis tienes! —gritó Ellen.

Alice se marchó corriendo, hecha un mar de lágrimas.

—¡Se lo voy a decir a tu mamá!

Ellen, dando patadas al aire, bajó por el sendero de asfalto, entre los arbustos.

Ellen con su nuevo traje escocés, de la Guardia Negra, que mamá le había comprado en Hearn’s, bajaba por el sendero asfaltado, dando patadas al aire. Llevaba un cardo de plata a guisa de broche en la hombrera del vestido nuevo escocés que mamá le había comprado en Hearn’s. Elaine de Lammermoor iba a casarse. La novia. Uangnaan, nainainai, hacían las gaitas entre el centerno. El hombre del banco tiene un parche en un ojo. Un parche que ve. Un parche que ve. El secuestrador de la Guardia Negra; entre los arbustos susurrantes, los secuestradores montan su Guardia Negra. Ellen no da patadas al aire. Ellen tiene un miedo horrible del secuestrador de la Guardia Negra, el hombrote hediondo de la Guardia Negra que lleva un parche en el ojo. Tiene miedo de correr. Sus pies se pegan al asfalto cuando tratan de echar a correr por el sendero abajo. Tiene miedo de volver la cabeza. El secuestrador de la Guardia Negra le pisa los talones. Cuando llegue al farol correré hasta la niñera con el bebé, cuando llegue hasta la niñera con el bebé correré hasta el árbol grande, cuando llegue al árbol grande… Oh, qué cansada estoy… Llegaré al Central Park West, bajaré por la calle a casa… Tenía miedo de volverse. Corría sintiendo una punzada en un costado. Corría, y la boca le sabía a calderilla.

—¿Por qué corres, Ellie? —preguntó Gloria Drayton, que estaba saltando a la comba delante de la casa de los Noreland.

—Corro porque quiero —contestó Ellen jadeando.

Un resplandor vinoso teñía las cortinas de muselina y se filtraba en la penumbra azul de la habitación. Estaban en pie uno a cada lado de la mesa. En una maceta de narcisos, todavía envuelta en papel de seda, brillaban estrelladas flores, con pálida fosforescencia, despidiendo un olor a tierra húmeda mezclado a un perfume lánguido y punzante.

—Muy amable de su parte traerme estas flores, señor Baldwin. Se las llevaré a Gus al hospital, mañana.

—Por los clavos de Cristo, no me llame usted así.

—Si es que no me gusta el nombre de George.

—No importa, a mí me gusta su nombre, Nellie.

Se quedó mirándola. Le parecía que pesados anillos de perfume le ceñían los brazos. Las manos le colgaban como guantes vacíos. Ella tenía los ojos negros, dilatados, y sus labios avanzaban hacia él por encima de las flores. Se tapó la cara con las manos. Él le pasó el brazo por los hombros frágiles.

—Mira, Georgy, tenemos que ser prudentes. No debes venir aquí tan a menudo. No quiero dar que hablar a todas las comadres de la casa.

—No te preocupes… No debemos preocuparnos de nada.

—Me he estado portando como si estuviera loca, esta última semana… Esto tiene que acabar.

—Tú no pensarás que lo que ocurre es natural en mí, ¿verdad? Juro a Dios, Nellie, que es la primera vez. Yo no soy un hombre de ésos… Ella mostró sus dientes regulares en un golpe de risa.

—¡Oh, con los hombres nunca sabe una a qué atenerse!…

—Pero si no fuera esto algo extraordinario, excepcional, comprenderás que yo no te hubiera perseguido de este modo, ¿verdad? Nunca he estado tan enamorado de nadie como de ti, Nellie.

—¡Mira con lo que sale!

—Pues es la verdad… Yo nunca me ocupé de tales historias. He tenido que trabajar demasiado para terminar la carrera y no me ha quedado tiempo para pensar en mujeres.

—Me parece que tratas de recuperar lo perdido.

—Oh, Nellie, no digas esas cosas.

—No, pero de verdad, Georgy, tengo que acabar con esto. ¿Qué haremos cuando Gus salga del hospital? Ya no me ocupo de la niña ni de nada.

—Cristo, no me importa lo que ocurra… Oh, Nellie.

Él le hizo volver la cabeza. Se agarraron, vacilantes, las bocas furiosamente unidas.

—Cuidado, por poco tiramos la lámpara.

—Dios, eres maravillosa, Nellie.

Nellie había dejado caer la cabeza sobre su pecho, y él se sentía penetrado por el perfume de su pelo en desorden.

Era de noche. Las luces verdes de los faroles culebreaban en torno a ellos. Ella le miraba y sus ojos negros brillaban, terribles, solemnes.

—Oye, Nellie, vamos al otro cuarto —murmuró él con voz temblorosa.

—Está la niña allí.

Se separaron, con las manos frías, sin dejar de mirarse.

—Ven y ayúdame. Tráete la cuna aquí… Cuidado, si la despertamos gritará hasta desgañitarse —dijo Nellie con voz seca.

La niña dormía con su carita de goma muy engurruñida, con sus puñitos rosados muy apretados sobre el embozo.

—Está en la gloria —dijo él, con una risita forzada.

—No puedes callarte… Vamos, quítate los zapatos… Bastante ruido hemos metido ya… Georgy, yo no debiera hacer esto, pero no puedo remediarlo…

Él la buscó a tientas en la oscuridad.

—Vida mía…

Y la abrazó torpemente, respirando fuerte, como un loco.

—Flatfoot, nos la estás dando…

—No, de veras, juro por el sepulcro de mi madre qu’es la pura… Latitud sur, trentisiete por doce ueste… No tenéis más qu’ir ayí y verlo… En aqueya isla ande fuimos a parar en el barco del segundo, cuando el Elliot P. Simkins se fue a pique, había cuatro machos y cuarentisiete hembras, incruyendo mujeres y niños. ¿No fui yo el que le conté todo al tío ese, el repórter, y salió en todos los periódicos del domingo?

—Pero Flatfoot, ¿cómo demonio te sacaron a ti de allí?

—Me sacaron en una camilla, que me muera si miento. Yo m’iba p’abajo tamién, me dormía de proa como el viejo Elliot P, que me maten si no es cierto.

Las cabezas echadas hacia atrás soltaron grandes carcajadas, los vasos golpearon la redonda mesa llena de círculos, las manos cayeron sobre los muslos, los codos se hundieron en las costillas.

—¿Y cuántos fulanos erais en el barco?

—Seis con el señor Dorkins, el segundo.

—Siete y cuatro once… fss… tocabais a cuatro y tres onzavos por cabeza… ¡Vaya islita!

—¿Cuándo sale el otro ferry?

—Vamos antes a echar otro traguito… Eh, Charlis, venga otra ronda.

Emile le tiró del codo a Congo.

—Sal afuera un momento. J’ai que’que chose à te dire[18].

Congo tenía los ojos húmedos. Tambaleándose un poco, siguió a Emile al bar.

¡Oh, le petit mystérieux[19]!

—Mira, tengo que marcharme, me espera una amiga.

—Oh, ¿era eso lo que te preocupaba? Siempre dije que eras un cuco, Emile.

—Mira, aquí te dejo mi dirección en un cacho de papel para en caso que te olvides: 945 West, 22nd. Puedes venir y dormir allí, si no estás muy curda, y no traigas amigos, ni mujeres, ni nada. Me entiendo bien con la patrona y no quiero echarlo a perder… ¿Comprendes?

—Y yo que quería llevarte a una juerga de postín… Faut faire un peu la noce, nom de Dieu[20]!

—Tengo que trabajar por la mañana temprano.

—Yo tengo la paga de ocho meses en el bolsillo…

—De todos modos, pásate mañana a eso de las seis. Te esperaré.

Tu me tiens pourrit, tu sais, avec les manières[21].

Congo lanzó un salivazo a la salivadera que había en un rincón, y se volvió adentro frunciendo el entrecejo.

—¡Eh, tú, Congo, siéntate! Barney va a cantar The Bastard King of England.

Emile montó en un tranvía ascendente. Se apeó en la calle 18 y se dirigió a la Octava Avenida. A dos puertas de la esquina, había una tiendecita. Sobre una de las ventanas ponía CONFISERIE, sobre la otra DELICATESSEN. En medio de la puerta vidriera, en letras de esmalte blanco, se leía: EMILE RIGAUD, GOLOSINAS ESCOGIDAS. Emile entró. Sonó la campanilla de la puerta. Una mujerona morena, con pelos negros en las comisuras de los labios, dormitaba tras el mostrador. Emile se quitó el sombrero.

Bonsoir, madame Rigaud[22].

Ella levantó la cabeza sobresaltada, luego enseñó dos hoyuelos en una sonrisa.

Tieng, c’est comme ça qu’ong oublie ses amies[23] —dijo con un tonante acento bordelés—. Hace una semana que me estoy diciendo: monsieur Loustec se olvida de sus amigos.

—No tengo ya tiempo para nada.

—¿Mucho trabajo, mucho dinero, heing?

Al reír le temblaban los hombros y los pechos bajo la ceñida blusa azul.

Emile guiñó un ojo.

—Pudiera irme peor… pero ya estoy harto de servir… Es un oficio muy cansador; y nadie hace caso de un camarero.

—Es usted hombre de ambición, monsieur Loustec.

Que voulez vous[24]?

Enrojeció y dijo tímidamente:

—Me llamo Emile.

Madame Rigaud levantó los ojos al techo.

—Así se llamaba mi difunto marido. Estoy acostumbrada a ese hombre.

Suspiró ella profundamente.

—¿Y cómo van los negocios?

Comme-ci, comme-ça[25]… El jamón ha vuelto a subir.

—El trust de Chicago tiene la culpa… El monopolio del cerdo, ése si que es un medio de ganar dinero.

Emile sintió que los ojos saltones de madame Rigaud le escudriñaban los suyos.

—Me gustó tanto lo que usted contó el otro día… lo he recordado a menudo… La música le hace a uno bien, ¿verdad?

Los hoyuelos de madame Rigaud se señalaban al reír.

—Mi pobre marido no tenía oído… Eso me hacía sufrir mucho.

—¿No podría usted cantarme algo esta noche?

—Si usted quiere, Emile… Pero no hay nadie para atender a la parroquia.

—Yo saldré cuando suene el timbre, si usted me lo permite.

—Muy bien… He aprendido una nueva canción americana… C’est chic vous savez[26].

Madame Rigaud cerró la caja con una de las llaves del manojo que llevaba colgado a la cintura, y se metió en la trastienda por la puerta de cristales. Emile la siguió, sombrero en mano.

—Déme el sombrero, Emile.

—Oh, no se moleste.

La trastienda era una salita con papel de flores amarillas y cortinas color salmón. Bajo el brazo del gas, había un piano lleno de fotografías. La banqueta crujió al sentarse madame Rigaud. Recorrió las teclas con los dedos. Emile se sentó con precaución en el mismo borde de la silla, al lado del piano. Tenía el sombrero entre las rodillas, y alargaba la cabeza de modo que ella, mientras tocaba, podía verle con el rabillo del ojo. Madame Rigaud comenzó a cantar:

Como págarro en jaule de orro
que dishoso parrece cantarr,
ela ríe, perrdido el tesoro
de su liberrtad,
ela ríe, querriendo lorrarr.

El timbre de la tienda sonó estrepitosamente.

Permettez[27] —gritó Emile, saliendo escapado.

—Media libra de salchichón en rajas —dijo una muchachita de trenzas.

Emile pasó el cuchillo por la palma de su mano y cortó el embutido cuidadosamente. Volvió de puntillas a la salita y dejó el dinero en el borde del piano. Madame Rigaud seguía cantando:

Juventud y vejez no podrán
congeniarr nunca, nunca, del todo.
A la bela comprró un carcamal
pagando un tesorro
y es un págarro en jaule de orro.

Bud, parado en la esquina de Broadway y Franklin Street, comía cacahuetes sacándolos de un cartucho de papel. Era mediodía y no le quedaba ningún dinero. El elevado retumbó sobre su cabeza. Motas de polvo danzaban ante sus ojos en el sol rayado por las traviesas. Preguntándose hacia dónde tirar, deletreaba por tercera vez los nombres de las calles. Un coche negro, reluciente, tirado por dos caballos negros, de ancas lustrosas, dobló la esquina frente a él. Las ruedas rojas, brillantes, bruscamente frenadas, rechinaron contra los guijarros. En el pescante, al lado del cochero, iba un baúl de cuero amarillo. En la berlina un hombre de sombrero hongo, hablaba alto a una mujer que llevaba un boa de plumas grises y un sombrero de plumas grises también. El hombre se apuntó un revólver a la boca. Los caballos se encabritaron precipitándose en medio del gentío que se formaba. Los policías se abrían paso a codazos. Sacaron al hombre a la acera vomitando sangre, con la cabeza colgando sobre su chaleco a cuadros. La mujer, en pie a su lado, retorcía entre sus dedos el boa, y las plumas de su sombrero bamboleaban en el sol rayado por las traviesas del elevado.

—Su mujer se lo llevaba a Europa… El Deutschland sale a las doce. Yo le había dicho adiós para siempre… Salía en el Deutschland a las doce… Él me había dicho adiós para siempre.

—¡Vamos, largo de ahí!

Un guardia le dio un codazo a Bud en el estómago. Las rodillas le temblaban. Salió del grupo y se marchó estremecido. Maquinalmente peló un cacahuete y se lo llevó a la boca. Mejor será guardar el resto para la noche. Retorció la boca de la bolsa y se la metió en el bolsillo.

Bajo el arco voltaico, que proyectaba una luz rosa y violeta bordeada de verde, el hombre del traje a cuadros se cruzó con dos muchachas. La cara ovalada, los labios carnosos, de la que estaba más cerca de él… Sus ojos eran dos puñaladas. Dio unos pasos, luego se volvió, y las siguió, manoseando su corbata nueva de satén. Quería asegurarse de que su alfiler, una herradura de diamantes, estaba en su sitio. Se adelantó a ellas. Una volvió la cara. Quizás era… No, no lo podía asegurar. Suerte que llevaba cincuenta dólares en la cartera. Se sentó en un banco y las dejó pasar. Bueno sería equivocarse y ser detenido. Ellas no se fijaron en él. Las siguió hasta fuera del parque. Le latía el corazón. Daría un millón de dólares por… Perdón, ¿no es usted miss Anderson? Las chicas apretaron el paso. Al cruzar Columbus Circle las perdió de vista entre la multitud. Bajó precipitadamente por Broadway, cruzando calles y calles. Los labios, gruesos; los ojos, como puñaladas. Iba mirando las caras de las, mujeres a la derecha e izquierda. ¿Dónde se habrá metido? Siguió andando precipitadamente por Broadway abajo.

Ellen estaba sentada al lado de su padre, en un banco de Battery Place, mirándose las botas nuevas. Un rayo de sol jugaba en las punteras y en cada uno de los botoncitos cuando ella sacaba el pie de la sombra de su vestido.

—Figúrate lo que será —decía Thatcher— hacer un viaje en uno de esos grandes trasatlánticos. Imagínate, cruzar el Atlántico en seis días.

—Pero, papá, ¿qué es lo que hace la gente todo ese tiempo en un barco?

—No sé… Supongo que se pasearán por la cubierta, jugarán a las cartas, leerán, y así. Además dan bailes.

—¿Bailes en un barco? Con lo que se moverá —rió Ellen.

—En los grandes vapores modernos lo hacen.

—Papá, ¿por qué no vamos nosotros?

—Quizá vayamos algún día si puedo ahorrar el dinero necesario.

—Oh, papá, date prisa y ahorra mucho dinero. Los padres de Alice Vaughan van todos los veranos a las White Mountains, pero el verano próximo irán a Europa.

Ed Thatcher miraba la bahía que se extendía en azules destellos hasta la parda niebla de los Narrows. La estatua de la Libertad se alzaba como una sonámbula entre la humareda rizada de los remolcadores, los mástiles de las goletas y las enormes barcazas cargadas de ladrillos y arena. Aquí y allá el sol flameaba en una vela blanca o en la parte superior de un vapor. Rojos ferry-boats iban y venían como lanzaderas.

—Papá, ¿por qué no somos ricos nosotros?

—Hay miles de personas más pobres, Ellie… Tú no querrías más a papá si fuera rico, ¿verdad?

—Oh, sí, papá, te querría más.

Thatcher se echó a reír.

—Bueno, todo pudiera ser… ¿Qué te parecería a ti la firma Edward C. Thatcher & Co., contables?

Ellen se levantó de un salto.

—Oh, mira qué barco tan grande… En ese barco querría yo ir.

—Es el Harabic —graznó cerca de ellos una voz cockney.

—¿Ah, sí? —dijo Thatcher.

—Sí, señor; mejor barco no cruza la mar, señor —dijo convencido un hombre desarrapado que estaba sentado junto a ellos, en el mismo banco. (Una gorra con visera de charol encasquetada en una carilla puntiaguda, que exhalaba un vago olor a whisky). Sí, seor, el Harabic, señor.

—Sí que parece un gran barco.

—Uno de los mayores que existen señor. He navegao en él más de una vez, y en el Majestic y en el Teutonic también, señor; buenos barcos los dos, aunque un sí es no es atolondraos, por decirlo jasí. He servido de camarero en la Hinman y White Star Lines más de treinta años y ajora que soy viejo me echan.

—Qué hacer, todos tenemos nuestras rachas de mala suerte.

—Y algunos siempre, señor… Yo me daría por contento su pudiera volver a mi tierra. Esto no es para viehos, esto es para los hóvenes, para fuertes. (Sacó una mano retorcida por la gota y apuntó a la estatua). Mírela, está mirando pa Jinglaterra, y bien que sí.

—Vámonos, papito. No me gusta ese hombre —cuchicheó Ellen, temblando, al oído de su padre.

—Muy bien, nos iremos a dar un vistazo a las focas. Buenos días.

—¿No podría usté darme pa una tasa de café, señor? Estoy que me caigo.

Thatcher puso diez céntimos en la mano nudosa y sucia.

—Pero, papaín, mamá dice que no se debe hacer caso a la gente que habla a uno en la calle, y que hay que llamar a un guardia cuando ocurra, y echar a correr todo lo que se pueda, por esos secuestros que dicen.

—No hay miedo de que me secuestren a mí, Ellen. Eso les pasa a las niñas nada más.

—¿Cuando yo sea grande podré hablar así a la gente de la calle?

—No, querida, ciertamente que no.

—¿Y si fuera chico podría?

—Creo que podrías.

Enfrente del Acuario se pararon un momento a mirar la bahía. El trasatlántico, empujado a cada lado de la proa por un remolcador que lanzaba bocanadas de humo blanco, se encontraba frente a ellos, dominando las pequeñas embarcaciones del puerto. Las gaviotas giraban chillando. La luz crema del sol brillaba en las cubiertas superiores y en la gran chimenea amarilla encaperuzada de negro. En el palo del trinquete una cuerda de banderitas flotaba airosamente contra el cielo pizarroso.

—Y hay la mar de personas que vienen en ese barco, ¿verdad, papá?

—Mira, ¿ves?… Las cubiertas están negras de gente.

En la calle 53 viniendo de East River, Bud Koperning se encontró con un montón de carbón en la acera. Desde el otro lado del montón le miraba una mujer canosa que vestía un corpiño de encaje con un gran camafeo prendido en la alta curva de su exuberante seno. Le miraba fijándose en su cara mal afeitada y en sus descarnadas muñecas que asomaban por las deshilachadas mangas de su chaqueta. Él mismo se sorprendió al preguntar:

—¿No podría yo entrarle este carbón, señora?

Bud cargaba el peso de su cuerpo primero en un pie, luego en otro.

—Justamente, eso podría usted hacer —dijo la mujer con una voz cascada—. Ese maldito carbonero lo dejó ahí esta mañana y dijo que volvería para entrarlo. Supongo que estará borracho, como todos. Pero no sé si puedo fiarme de usted en la casa.

—Soy del norte del Estado, señora —balbuceó Bud.

—¿De dónde?

—De Cooperstown.

Hum!… Yo soy de Buffalo. En esta ciudad nadie es de aquí. Bueno, me figuro que será usted cómplice de algún ladrón, pero no lo puedo remediar, tengo que meter ese carbón… Entre, hombre, entre, le voy a dar una pala y un cesto y si no tira usted nada en el pasillo ni en el suelo de la cocina, porque la asistenta acaba de marcharse… Naturalmente, el carbón tenía que llegar cuando estaba todo recién limpio… Le daré a usted un dólar.

Cuando entró la primera carga, ella andaba rondando por la cocina. Bud, con el estómago vacío, vacilaba pero se sentía contento de verse trabajando en vez de arrastrar los pies sin cesar, cruzando calles y calles, esquivando camiones, carros y tranvías.

—¿Cómo es que está usted sin trabajo, buen hombre? —le preguntó ella a Bud, que volvía anhelante con la cesta vacía.

—Será, digo yo, porque aún no l’he cogio el tino a la ciudá. Yo nací en una granja y ayí m’he criao.

—¿Y para qué quería usted venir aquí? Esto es horrible. —No podía quedarme más en la granja.

—No sé lo que va a ser de esto si todos los buenos mozos dejan las granjas para venirse a las ciudades.

—Pensé que podía trabajar de cargador, señora, pero en los muelles sobra gente. Quizá que podría embarcarme de marinero, pero nadie quiere aprendices… Ya hace dos días que no como.

—Qué horror…: Pero ¿no podía usted haber ido a un asilo o algo así, pobre hombre?

Cuando Bud entró la última carga, encontró un plato de guisado frío sobre la mesa de la cocina, media hogaza de pan duro y un vaso de leche un poco agria. Comió de prisa, mascando mal, y se metió las sobras del pan rancio en el bolsillo.

—¿Qué, le ha gustado a usté el almuerzo?

—Gracias, señora… —dijo con la boca llena.

—Bueno, ahora puede usté marcharse y muchas gracias.

Le puso un quarter en la mano. Bud miró la moneda entornando los ojos.

—Pero, señora, me dijo usté que me daría un dólar.

—Nunca dije tal cosa. Qué idea… Llamaré a mi marido si no se larga usté de aquí inmediatamente. Y además tengo el propósito de llamar a la policía, puesto que…

Sin decir palabra Bud embolsó el dinero y se marchó.

—¡Habrase visto ingratitud!… —bufó la mujer al cerrar la puerta.

Un calambre le contrajo el estómago. Dobló otra vez hacia el Este, en dirección al río, apretándose los costados con los puños. Esperaba vomitar de un momento a otro. Si devuelvo esto me quedaré otra vez en ayunas. Cuando llegó al fin de la calle se tendió sobre el declive gris formado por los escombros a lo largo del muelle. Un dulce olor a lúpulo hervido salía de la cervecería que rumoraba a sus espaldas. La luz del ocaso flameaba en las ventanas de la fábrica del lado de Long Island, brillaba en las portillas de los remolcadores, rielaba en franjas rojas y amarillas sobre la corriente verdipardusca, resplandecía en las henchidas velas de una goleta que subía lentamente hacia Hell Gate. Bud sufría menos. No sabía qué, llameó y brilló dentro de su cuerpo como si el sol se filtrara a través de él. Se sentó. Gracias a Dios, no voy a devolverlo.

Sobre cubierta se siente el frío y la humedad del amanecer. Al pasar la mano por la batayola se nota que está mojada. Las parduscas aguas del puerto, que huelen a lavadero, baten dulcemente los costados del vapor. Los marineros levantan las escotillas de la cala. Se oye un ruido de cadenas y el martilleo del torno donde un mocetón con zahones azules, maneja una palanca en medio de una nube de vapor, que se le envuelve a uno por la cara como una toalla mojada.

—Mamita, ¿es de veras el Cuatro de Julio?

Su madre le agarra fuertemente de la mano y le arrastra escaleras abajo hacia el comedor. Los camareros amontonan el equipaje al pie de las escaleras.

—Mamita, ¿es de veras el Cuatro de Julio?

—Sí, hijo mío, y lo siento… Es horrible llegar un día de fiesta. Sin embargo, me figuro que todos bajarán a esperarnos.

Ella se ha puesto su traje de jerga azul y un largo velo pardo. Alrededor del cuello se ha ceñido el animalito de ojos rojos y dientes que son dientes de verdad. De los baúles deshechos, de los guardarropas llenos de papel de seda, sale un olor a naftalina. Hace calor en el comedor. Las máquinas sollozan blandamente detrás de la pared. La cabeza del chico se inclina sobre la taza de leche caliente apenas coloreada de café. Tres campanadas. La cabeza se levanta sobresaltada. Los platos tintinean y el café se derrama con el trepidar del barco. Después un ruido sordo y el rechinar de las cadenas del ancla; luego, poco a poco, el silencio. Mamá se levanta a mirar por la portilla.

—Pues va a hacer buen día. Creo que el sol podrá con la niebla… Bueno, por fin estamos en nuestra tierra. Aquí naciste tú, querido.

—¡Y es el Cuatro de Julio!

—Mala suerte… Ahora, Jimmy, vas a prometerme que te quedarás en la cubierta, y mucho cuidado. Mamá tiene que acabar de hacer las maletas. Prométeme que no harás ninguna travesura.

—Prometo.

Se enreda un pie en la barra de latón, al salir del salón de fumar, y cae espatarrado sobre la cubierta. Se levanta frotándose la rodilla, a tiempo para ver salir el sol de entre nubes chocolate derramando un raudal de luz roja sobre el agua color masilla. Billy, con sus orejas pecosas; Billy, cuyos padres están por Roosevelt y no por Parker como mamá, agita una bandera de seda tamaña como un pañuelo, a los hombres del remolcador blanco y amarillo.

—¿Has visto salir el sol? —preguntas como si el sol fuera suyo.

—Y bien que sí, desde mi portilla —dice Jimmy alejándose después de echar una larga mirada a la bandera de seda.

Por el otro lado se ve la tierra cerca. En primer término una orilla verde con árboles y grandes casas blancas con tejados grises.

—¿Qué, jovencito, estás contento de haber llegado? —pregunta el señor de los bigotes caídos, que lleva un traje de mezclilla.

—¿Está Nueva York por allí?

Jimmy señala con el dedo el agua quieta que va ensanchándose con el sol.

—Sí, señorito; detrás de esa niebla está Manhattan.

—¿Y eso qué es, señor?

—Manhattan es Nueva York… Nueva York, sabes está en la isla de Manhattan.

—¡Cómo! ¿Qué está es una isla?

—¡Muy bonito! ¡Qué te parece un chico que no sabe que su ciudad natal está en una isla!

Los dientes de oro del señor con traje de mezclilla brillan cuando ríe a mandíbula batiente. Jimmy da vueltas a la cubierta, golpeando los talones, todo excitado. Nueva York está en una isla.

—Parece que estás muy contento de llegar a tu tierra, pequeño —dice la señora meridional.

—Sí que lo estoy, quisiera tirarme en el suelo y besarlo.

—Qué sentimiento tan patriótico… No sabes lo que me gusta oírte eso.

Jimmy está en ebullición. Besar el suelo, besar el suelo… Las palabras zumban en su cabeza como silbidos. Otra vuelta a la cubierta.

—Ése de la bandera amarilla es el barco de la cuarentona. Un hombre recio, con los dedos llenos de sortijas —judío él—, habla con el señor del traje de mezclilla.

—Ah, ya andamos otra vez… Pronto acabaremos, ¿no?

—Llegaremos para el desayuno, un desayuno americano, un buen desayuno a estilo del país.

Mamá vuelve a la cubierta con su velo flotante.

—Aquí está tu gabán, Jimmy, tienes que llevarlo tú.

—Mamá, ¿puedo sacar aquella bandera?

—¿Qué bandera?

—La bandera americana de seda.

—No, rico, todo está guardado.

—Anda, sí… Yo quería llevar la bandera porque es el Cuatro de Julio…

—Vamos, no lloriquees, Jimmy. Cuando mamá te dice que no, es que no.

Picazón de lágrimas. El chico se traga un nudo y mira a su madre.

—Jimmy, está guardada en el portamantas, y mamá se siente tan cansada de bregar con esas dichosas maletas…

—Pero Billy Jones tiene una…

—Mira lo que te estás perdiendo… Allí está la estatua de la Libertad. Una mujer muy grande, verde, con una bata, de pie en un islote, con la mano levantada.

—¿Qué tiene en la mano?

—Una antorcha, querido… La Libertad iluminando al mundo… Y allí está Governors Island, al otro lado. Allí donde los árboles… Y mira, ése es el puente de Brooklyn… Bonita vista, ¿eh? Y todos los muelles… Eso es Battery… y los mástiles y los barcos… y la flecha de la iglesia de la Trinidad y el Pulitzer Building…

Mugidos de sirenas, rojos ferries que anadean como patos, batiendo el agua blanca; todo un tren de vagones en un lanchón empujado por un remolcador, que ganguea soltando bocanadas de humo algodonoso, todas del mismo tamaño. Jimmy tiene las manos frías, y ganguea como el remolcador.

—No te exaltes tanto, querido. Baja a ver si mamá se ha dejado algo en el camarote.

Una faja de agua con una costa de astillas, de cajones, de mondas de naranja, de hojas de berza, se estrecha y se estrecha entre el barco y el muelle. Una charanga brilla al sol, gorras blancas, caras rojas sudorosas, tocando «Yankee Doodle[28]».

—Eso es por el embajador, ¿sabes?, aquel señor alto que no salía nunca del camarote.

Bajando la pasarela inclinada, con cuidado de no tropezar. Yankee Doodle went to town… Una cara negra brillante, ojos blancos de esmalte, dientes blancos de esmalte. Si señora, si señora. Stuck a fether in his hat an; called it macaroni… Tenemos puerto libre. Un aduanero azul muestra su calva inclinándose profundamente… Tunti bum bum MUM BUM BUM… cakes and sugar candy[29]

—Aquí está la tía Emilia y todo el mundo… Querida, qué amabilidad la tuya, bajar a esperarnos.

—Hija, llevo aquí desde las seis.

—¡Huy, cómo ha crecido!

Vestidos claros, centelleo de broches, caras contra la de Jimmy, olor de rosas y el cigarro del tío.

—Está hecho un hombrecito. Venga usted acá, señorito, que le veamos.

Ella se echa a reír ladeando la cabeza. Tiene las mejillas sonrosadas y sus ojos centellean bajo el velo pardo.

—Oh, mamá… (Se levanta y le da un beso en la barbilla). ¡Cuánta gente, mamá!

—Bueno, adiós, señora Herf. Si alguna vez pasa usted por cerca de nosotros… Jimmy, no te he visto besar el suelo.

—Oh, está graciosísimo con ese aire tan anticuado…

El coche huele a moho. Sube bamboleándose por una ancha avenida donde el polvo se arremolina, por calles de ladrillo llenas de chiquillos sucios que gritan, y todo el rato los baúles crujen y traquetean sobre la baca.

—Mamita, ¿no crees que pueden atravesar el techo?

—No, rico.

—Porque es el Cuatro de Julio.

—¿Qué hace ese hombre?

—Debe de estar borracho, querido.

Desde una pequeña tribuna adornada con banderas, un hombre de patillas blancas, con unas ligas rojas en las mangas de la camisa, está pronunciando un discurso.

—Eso es un orador del Cuatro de Julio… Está leyendo la Declaración de la Independencia.

—¿Por qué?

—Porque es el Cuatro de Julio.

¡Grang!… Un petardo.

—¡Demonio de chico! Podía haber espantado el caballo… El Cuatro de Julio, querido, es el día que se firmó la Declaración de la Independencia, en 1776, durante la Guerra de la Revolución. Mi bisabuelo Harland murió en aquella guerra.

Un trencito grotesco, con una máquina verde, retumba sobre sus cabezas.

—Ése es el elevado… y mira: esta es la calle 23 y la casa de la Plancha.

El coche entra bruscamente en una plaza deslumbrante de sol que huele a asfalto y a humanidad, y se para delante de una gran puerta, desde donde negros con botones de latón corren a su encuentro.

—Ya estamos en el Hotel de la Quinta Avenida.

Helado en casa de tío Jeff; un sabor frío, dulce, a melocotón, que se pega al paladar. Es curioso que después de salir del barco todavía se siente el movimiento. Bloques de azul penumbra se funden en las calles recortadas. Los cohetes chisporrotean en el crepúsculo. Caen estrellas de colorines. Bengalas. El tío Jeff clava molinillos en un árbol, frente a la puerta de la casa, y los enciende con su cigarro. Hay que sostener las candelas. «Estate quieto y vuelve la cabeza del otro lado, pequeño». Un ruido sordo estalla en las manos; globos en forma de huevo, rojos, amarillos, verdes se remontan en el aire; olor a pólvora y papel chamuscado. En la calle rumorosa, resplandeciente, tintinea una campana, cada vez más cerca, cada vez más aprisa. Los cascos de los caballos fustigados arrancan chispas. Una bomba de incendios dobla rugiendo la esquina, roja, humeante, refulgente. «Debe de ser en Broadway». Detrás la escalera y los veloces caballos del jefe de los bomberos. Luego el tintirintín de una ambulancia. Alguien que se llevó lo suyo.

La caja está vacía. La arenilla y el serrín se meten entre las uñas cuando se pasa la mano. Está vacía. No, aún hay algunas bombas de incendios, de madera, montadas sobre ruedas. Bombas de verdad. «Hay que hacerlas andar, tío Jeff. ¡Oh, es lo más bonito de todo, tío Jeff!». Tienen dentro petardos y salen disparadas sobre el asfalto liso de la calle, empujadas por penachos de chispas, y echan humo por detrás como las bombas de verdad.

Arropado en la cama, en una habitación hostil, con los ojos ardiendo y las piernas doloridas.

—Eso es de crecer —dice mamá arropándole, inclinada sobre él con su vistoso traje de seda.

—Mamita, ¿qué es ese parchecito negro que tienes en la cara?

—¿Esto?… —dice ella haciendo sonar su collar al reír—. Esto es para que mamá esté más bonita.

Estaba acostado, rodeado de altos armarios y tocadores. Llegaba de fuera ruido de ruedas y gritería, y de vez en cuando se oía una banda de música a lo lejos. Las piernas le dolían como si se le fueran a caer, y cuando cerraba los ojos, corría a toda velocidad a través de una oscuridad fulgurante, en una bomba de incendios roja, que echaba por la trasera fuego y chispas y bolas de colores.

El sol de julio taladraba los agujeros de las viejas cortinas del despacho. Gus McNiel estaba sentado en el sillón, con sus muletas entre las rodillas. Tenía la cara blanca e hinchada de tantos meses de hospital. Nellie, con sombrero de paja adornado de amapolas rojas, se mecía en la silla giratoria del escritorio.

—Mejor sería que te sentases a mi lado. Nellie. A ese abogao pué que le guste encontrarte en su mesa.

Ella respingó la nariz y se puso en pie.

—Gus, te digo que estás muerto de miedo.

—Tú también tendrías miedo si hubieras tenido q’entendértelas con el médico de la Compañía, que me miraba como si fuera un pájaro de cuenta, y con el doctor judío que el abogao se agenció, que decía que yo estaba totalmente in-ca-paci-tao. ¡Dios, estoy reventao! De tós modos creo que mentía.

—Gus, tú haces lo que yo te diga. Cierra el pico y deja que hablen los otros.

—No diré esta boca es mía.

Nellie, en pie detrás del sillón, se puso a acariciarle el pelo crespo.

—Qué bueno será verse en casa otra vez, Nellie, con los guisos que sabes hacer y demás.

La atrajo hacía sí rodeándole el talle con su brazo.

—Quién sabe, tal vez no tenga que guisar.

—Eso ya no creo que me guste tanto. Dios, si no sacamos ese dinero no sé lo que va a ser de nosotros.

—Oh, papá nos ayudará. Ya lo ha hecho.

—Supongo que no voy a estar enfermo toda la vida.

George Baldwin entró cerrando tras sí de golpe la puerta de cristales. Con las manos en los bolsillos se quedó un momento mirando a Gus y a su mujer. Luego dijo sonriendo:

—Pues bien, la cosa está hecha. En cuanto la renuncia de cualquier reclamación ulterior se firme, los abogados de la Compañía me entregarán un cheque de doce mil quinientos. Esto es lo que finalmente acordamos.

—¡Doce mil machacantes!… —balbuceó Gus—. Doce mil quinientos dólares. Olga, espere un momento… Téngame las muletas que me voy a dejar atropellar otra vez… Aguárdenme a que vaya a decírselo a McGillycuddy. El pobre diablo se va a arrojar al paso del primer tren de carga… Bueno, señor Baldwin… (Gus se puso en pie), usté es grande… ¿verdad, Nellie?

—Pues claro que lo es.

Baldwin trataba de no encontrarse con sus ojos. Sentimientos contradictorios le traspasaban el cuerpo haciéndole flaquear las piernas.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Gus—. Tomamos un coche a casa de McGillycuddy y bebemos algo para refrescar el gaznate, en el bar reservado… Yo convido. Necesito un traguito para entonarme. Vamos, Nellie.

—Con mucho gusto iría —dijo Baldwin—; pero, desgraciadamente, no puedo. Estos días ando bastante ocupado. Pero déjeme su firma antes de marchar y le enviaré el cheque mañana… Firme aquí… y aquí.

McNiel se había acercado renqueando al escritorio y estaba inclinado sobre los papeles. Baldwin comprendió que Nellie trataba de hacerle una seña. No levantó la vista. Después que salieron se fijó en el portamonedas, un pequeño bolso de cuero con pensamientos pirograbados, olvidado en la esquina de la mesa. Dieron un golpecito en la puerta de cristales. Él abrió.

—¿Por qué no querías mirarme? —preguntó ella en voz baja, sin aliento.

—¿Cómo, estando él aquí?

Le alargó el portamonedas.

Ella le echó los brazos al cuello y le besó fuerte en la boca.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Puedo venir esta tarde? Gus beberá hasta ponerse enfermo, ahora que ha salido del hospital.

—No, Nellie, no puedo… Los negocios…, los negocios… Estoy ocupadísimo.

—Sí, sí, ocupadísimo… Muy bien, como gustes.

Dio un portazo.

Baldwin, sentado en su escritorio, se mordisqueaba los nudillos sin ver el montón de papeles que estaba mirando fijamente. «Hay que acabar con esto», dijo en voz alta levantándose. Paseando de arriba abajo por la estrecha oficina, contemplaba las estanterías de libros de Derecho, el calendario con un cromo de la Gibson Girl sobre el teléfono, y el polvoriento cuadrado de sol cerca de la ventana. Miró el reloj. Hora de almorzar. Se pasó la mano por la frente y fue al teléfono.

«Rector 1237… ¿Está ahí el señor Sandbourne?… Oye, Phil, voy a buscarte para almorzar… ¿Quieres salir ahora mismo?… Claro… Sabes, Phil, es un hecho la indemnización para el lechero… Estoy más contento que unas pascuas. Te voy a convidar al gran almuerzo para festejar esto… Hasta ahora».

Se alejó del teléfono sonriendo, descolgó su sombrero de la percha, se lo encajó cuidadosamente en la cabeza ante el espejito del perchero y se precipitó escaleras abajo.

En el último tramo se encontró con el señor Emery, de la Sociedad Emery & Emery, que tenía sus oficinas en el primer piso.

—Hola, señor Baldwin; ¿cómo van los negocios?

El señor Emery, de Emery & Emery, tenía una cara aplastada, con el pelo y las cejas grises. Su mandíbula inferior avanzaba en forma de cuña.

—Muy bien, señor, muy bien.

—Me han dicho que marcha usted admirablemente… Algo acerca de la New York Central Co.

—¡Oh! Simsbury y yo arreglamos el asunto por medio de un arbitraje.

—¡Oh!… —dijo el señor Emery, de Emery & Emery.

Cuando estaban a punto de separarse en la calle, el señor Emery dijo repentinamente:

—¿Quería usted venir a cenar algún día de éstos con mi mujer y conmigo?

—Pues… sí… con mucho gusto.

—Me gusta mucho ver a los jóvenes compañeros de profesión, ¿sabe usted?… Bueno, le pondré a usted dos letras… Una noche de la próxima semana… Así podremos charlar un rato.

Baldwin estrechó una mano llena de venas azules, en un lustroso puño almidonado, y tomó Maiden Lane abajo, abriéndose camino con su elástico paso por entre la multitud del mediodía. En Pearl Street, trepó un empinado tramo de negras escaleras, que olían a café tostado, y llamó a una puerta de cristal esmerilado.

—¡Adelante! —gritó una voz de bajo.

Un hombre moreno y larguirucho, en mangas de camisa, se adelantó a su encuentro.

—Hola, George, pensé que ya no vendrías. Tengo un hambre de todos los demonios.

—Phil, te voy a convidar a un almuerzo como nunca lo has comido en tu vida.

—Bien; no espero otra cosa.

Phil Sandbourne se puso la chaqueta, sacudió la ceniza de su pipa en la esquina de una mesa de dibujo, y gritó a un despacho interior oscuro:

—Me voy a comer, señor Specker.

—Está bien, váyase —replicó una voz cabruna desde el despacho interior.

—¿Qué tal el viejo? —preguntó Baldwin al salir.

—¿El viejo Specker? Con un pie en la sepultura… Pero lleva así años y años el pobre. De veras, George, me llevaría un disgustazo si le pasara algo a este pobre viejo de Specker… Es el único hombre honrado en la ciudad de Nueva York que además tiene la cabeza en su sitio.

—No le ha servido de mucho —dijo Baldwin.

—Aún puede servirle… aún puede servirle. Hombre, debieras ver sus planes para edificios de acero solo. Tiene la idea de que el rascacielo del futuro se construirá exclusivamente de acero y cristal. Hemos estado experimentando últimamente con baldosas… Cristo, algunos de sus proyectos te dejarían con la boca abierta. Tiene una frase estupenda de no sé qué emperador romano que encontró a Roma de ladrillo y la dejó de mármol. Bueno, pues él dice que ha encontrado a Nueva York de ladrillo y que la va a dejar de acero…, de acero y cristal. Te tengo que enseñar su proyecto de reedificación de la ciudad. ¡Es un sueño pistonudo!

Se instalaron en un banco almohadillado en un rincón del restaurante que olía a carne a la parrilla. Sandbourne estiró las piernas bajo la mesa.

—Chico, ¡vaya lujo!

—Phil, vamos a tomar un cocktail —dijo Baldwin detrás del menú—. Te digo, Phil, que los cinco primeros años son los más duros.

—No tienes que preocuparte, George; tú eres de los que van para arriba. Yo estoy ya empantanado.

—No sé por qué: tú puedes siempre encontrar una plaza de delinante.

—Bonito futuro, digo yo, pasaré la vida con el pico de un tablero clavado en la tripa… ¡Cristo!

—Es que Specker & Sandbourne puede todavía convertirse en una firma famosa.

—Para entonces la gente andará en aeroplano y tú y yo estaremos ya comiendo tierra.

—En fin, a tu salud.

—A la tuya, George.

Bebieron los Martinis y empezaron a comerse las ostras.

—No sé yo si será verdad que las ostras se vuelven cuero en el estómago bebiendo alcohol con ellas.

—Ahora verás… Oye, a propósito: ¿cómo te va con aquella taquimeca con quien salías?

—Chico, la de comidas, bebidas y teatros que me costó aquella niña… Me ha tenido a mal traer… De veras que sí. Tú haces bien, George, en no ocuparte de faldas.

—Puede —dijo Baldwin, y escupió un hueso de aceituna en su puño cerrado.

La primera cosa que oyeron fue el trémulo silbido de un vagoncito que humeaba al borde de la acera, frente a la entrada del ferry. Un chico se apartó del grupo de emigrantes que vagaba por el embarcadero y corrió al vagoncito.

—Es como una máquina de vapor y está lleno de cacahuetes —gritó al volverse.

—Padraic, quédate aquí.

—Y aquí está la estación del elevado, línea South Ferry —continuó Tim Halloran, que había venido a buscarles—. Allá arriba está Battery Park y Bowling Green y Wall Street, el distrito bancario… Vamos, Padraic, el tío Timothy te va a llevaren el elevado de la Novena Avenida.

Quedaban sólo tres personas en el desembarcadero, una vieja con un pañuelo azul a la cabeza, y una joven con un chal color magenta, en pie las dos, una a cada lado de un gran baúl chaveteado con tachuelas de latón. Y un viejo con una perilla verdosa y una cara toda rayada y retorcida como la raíz de un roble muerto. La vieja gemía con lágrimas en los ojos: «¡Dove andiamo, Madonna mía, Madonna mía[30]». La joven desdoblaba una carta y parpadeaba ante la floreada escritura. De repente se acercó al viejo: «Non posso leggere[31]!», y le alargó la carta. Él se restregó las manos, balanceó la cabeza y dijo algo que ella no pudo entender. La joven se encogió de hombros, sonrió y volvió a su baúl. Un siciliano hablaba con la vieja. Cogió el baúl con la cuerda y lo arrastró a un carro con un caballo blanco, que estaba parado en la acera de enfrente. Las dos mujeres siguieron al baúl. El siciliano tendió la mano a la joven. La vieja, sin dejar de murmurar y de lloriquear, se subió trabajosamente a la trasera. Cuando el siciliano se inclinó para leer la carta, rozó a la joven con el hombro. Ella se estrechó. «Awright[32]», dijo. Luego, sacudiendo las riendas sobre la grupa del caballo, se volvió a la vieja y gritó: «Cinque le due… Awright[33]».