II. METRÓPOLI

Babilonia y Nínive eran de ladrillo. Toda Atenas era doradas columnas de mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los minaretes llamean como enormes cirios en torno del Cuerno de Oro… Acero, vidrio, baldosas, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta.

Cuando la puerta del cuarto se cerró tras él, Ed Thatcher se sintió muy solo, lleno de punzante inquietud. Si Susie estuviera allí le diría cuánto dinero iba a ganar, le diría que cada semana depositaría diez dólares en la caja de ahorros para la pequeña Ellen, lo cual haría quinientos veinte dólares al cabo del año… En diez años, sin contar el interés, más de cinco mil dólares. Tengo que calcular el interés compuesto de quinientos veinte dólares al cuatro por ciento. Ed daba vueltas por el cuarto, muy agitado. La luz de gas ronroneaba confortablemente como un gato. Sus ojos cayeron sobre el titular de un periódico que andaba por los suelos junto al cubo de carbón donde lo había tirado cuando salió a buscar un coche para llevar a Susie al hospital.

MORTON FIRMA EL PROYECTO DE ENSANCHE

DE NUEVA YORK

Aprueba el decreto que hará de Nueva York la segunda

Metrópoli del mundo

Respirando profundamente dobló el periódico y lo dejó en la mesa. La segunda metrópoli del mundo… Y papá quería que me quedara en su viejo tenducho de Onteora. Y quizá me hubiese quedado si no fuera por Susie… Señores, esta noche que ustedes me hacen el señalado favor de ofrecerme una participación en su casa, quiero presentarles a mi mujercita. Todo se lo debo a ella.

En la reverencia que hizo a la chimenea, tropezó con la consola próxima a la librería y tiró una figurilla de China. Chasqueando la lengua, se agachó a recogerla. La cabeza de la holandesita, en porcelana azul, estaba separada del cuerpo. Y la pobre Susie, tan encariñada con sus bibelots… Mejor será irse a la cama.

Levantó la ventana y se asomó. Un tren elevado retumbaba al extremo de la calle. Una fumarada de carbón le dio en las narices. Con medio cuerpo fuera de la ventana se quedó largo rato mirando a la calle a derecha y a izquierda. La segunda metrópoli del mundo. Las casas de ladrillo, la luz empañada de los faroles, las voces de un grupo de granujillas que se peleaban en las escaleras de la casa fronteriza, el paso firme y regular de un policía, le daban una impresión de movimiento, como de soldados en marcha, como un vapor de ruedas remontando el Hudson, como una parada electoral que se dirigiese por las largas calles hacia algo muy grande, muy blanco, lleno de columnas, majestuoso, Metrópoli.

De pronto, carreras por la calle. Una voz ahogada gritó:

—¡Fuego!

—¿Dónde?

Los chiquillos desaparecieron de las escaleras de enfrente. Thatcher se volvió a su cuarto. Hacia un calor sofocante. Estaba ansioso de verse fuera. En la calle sonaban los cascos de los caballos y la campanilla frenética de un coche de bomberos. Sólo un vistazo. Echó a correr escaleras abajo con el sombrero en la mano.

—¿Hacia dónde es?

—Ahí al lado.

—Es una casa de vecinos.

Era un edificio de seis pisos, con ventanas estrechas. Acababan de poner las escalas. Un humo negruzco salpicado de chispas salía violentamente por las ventanas más bajas. Tres policías blandían sus porras empujando a la multitud contra las escaleras y las verjas de las casas de enfrente. En el espacio vacío, en medio de la calle, resplandecía el latón de la bomba y de la manguera. La gente miraba en silencio las ventanas superiores, por donde cruzaban sombras entre fulgores intermitentes. Una llama delgada empezó a brillar sobre la casa como una bengala.

—La ventilación —murmuró un hombre al oído de Thatcher.

Una ráfaga de viento llenó la calle de humo y de un olor a trapos quemados. Thatcher se sintió repentinamente indispuesto. Cuando el humo se disipó vio un racimo de gente que pataleaba colgada del saliente de una ventana. Del otro lado los bomberos ayudaban a las mujeres a bajar por una escala. La llama central se avivaba por momentos. Un bulto negro se había desprendido de una ventana y yacía en el pavimento dando gritos. Los policías hacían retroceder al gentío hacia esquinas de la manzana. Llegaban más coches de bomberos.

—Hay cinco timbres de alarma en la casa —dijo uno—. ¿Qué le parece? Los de los pisos superiores han sido bloqueados. Esto es obra de un incendiario, de un cochino incendiario.

Un joven estaba agazapado en la acera junto a un farol. Thatcher, empujado por la muchedumbre, se encontró frente a él.

—Es un italiano.

—Su mujer está dentro de la casa.

—La policía no le deja acercarse. Su mujer está encinta. No habla inglés y no puede preguntar a los polizontes.

El italiano llevaba unos tirantes azules atados atrás con un trozo de bramante. Le temblaba la espalda y de cuando en cuando soltaba una ristra de palabras que nadie entendía.

Thatcher se abrió paso entre la multitud. En la esquina, un hombre examinaba la señal de alarma. Al rozarse con él, Thatcher notó que sus ropas olían a petróleo. El hombre le miró cara a cara sonriendo. Tenía unas mejillas sebosas, colgantes, y los ojos brillantes y saltones. Thatcher sintió que se le enfriaban de repente los pies y las manos. El incendiario. Los periódicos dicen que se quedan así, rondando para mirar. Se fue a casa corriendo, subió a toda prisa la escalera y cerró la puerta con llave. El cuarto estaba callado y vacío. Había olvidado que Susie no estaría allí esperándole. Comenzó a desnudarse. No podía olvidar el olor a petróleo de las ropas de aquel hombre.

Mr. Perry sacudía las hojas de bardana con su bastón. El agente de negocios argüía con voz cantarina:

—No tengo inconveniente en decir a usted, Sr. Perry, que esta ocasión no la debe desperdiciar. Ya sabe usted lo que dice el refrán…: la fortuna llama sólo una vez a la puerta de la juventud. Le garantizo que en seis meses estos solares valdrán el doble. Y ahora que formamos parte de Nueva York, la segunda ciudad del mundo, fíjese bien… No tardará en llegar el día, y nosotros seguramente lo veremos, en que puentes y más puentes sobre el East River hagan de Long Island y Manhattan un solo todo. Entonces Borough Queens será corazón y centro de la gran metrópoli como Astor Place lo es hoy.

—Sí, sí; pero yo busco algo totalmente seguro. Y además quiero edificar. Mi mujer no ha estado bien de salud estos últimos años.

—Pero ¿puede haber nada más seguro que mi proposición? Comprenda usted, Sr. Perry, que, con gran perjuicio mío, le meto a usted en una de las mayores empresas de propiedad urbana de los tiempos modernos. Pongo a su disposición no sólo seguridad, sino comodidad, confort, lujo. Sr. Perry, queramos o no, somos arrastrados por una gran ola de expansión y progreso. Grandes acontecimientos nos esperan en años muy próximos. Todas estas invenciones mecánicas —teléfonos, electricidad, puentes de acero, vehículos sin caballos— tienen que dar algún resultado. De nosotros depende ir a la cabeza del progreso… Dios, no puedo decirle a usted todo lo que esto significará…

Hurgando la hierba seca y las hojas de bardana, el señor Perry había removido algo con su bastón. Se agachó y recogió un cráneo triangular con un par de cuernos retorcidos.

—¡Caray! —dijo—. Debió ser un buen morueco.

Entontecido con el olor de la espuma, de lociones, de pelo chamuscado, que flotaba en el aire enrarecido de la peluquería, Bud se sentó cabeceando, las manazas rojas entre las rodillas. A través del tijereteo sentía aún en sus oídos el golpear de sus pies sobre el camino de Nyak.

—¡Primero!

—¿Qué?… ¡Ah, sí!; afeitarme y cortarme el pelo.

Las regordetas manos del barbero se hundieron en su pelambre, las tijeras zumbaron como un avispón detrás de sus orejas. Se le cerraban los ojos y él se esforzaba en abrirlos luchando con el sueño. Más allá del paño rayado, sembrado de pelos rojos, veía la rizada cabeza del negro que le limpiaba las botas.

—Sí, señor —zumbó el vozarrón del que ocupaba la silla contigua—; ya es hora de que el partido democrático nombre un fuerte…

—¿Le afeito el cogote también?

La grasienta cara de luna del peluquero se pegó a la suya. Bud hizo un gesto afirmativo.

—¿Shampoo?

—No.

Cuando el barbero echó atrás la silla para afeitarle, él trató de estirar el cuello como una tortuga patas arriba. La espuma iba extendiéndose lentamente por sus mejillas, le hacía cosquillas en la nariz, se le metía por las orejas. Se ahogaba en olas de espuma azul, negra, cortadas por el lejano brillo de la navaja, el brillo del azadón a través de nubes de espuma azulnegra. El viejo tendido de espaldas en el patatar, la barba al aire, de un blanco espumoso, llena de sangre. Llenos de sangre los calcetines, de aquellas ampollas en los talones. Sus manos se crisparon frías y callosas como las manos de un cadáver bajo la sábana. Déjeme levantar… Abrió los ojos. Unos dedos blandos le frotaban la barbilla. Miró al techo donde cuatro moscas trazaban ochos alrededor de una campana roja de papel crepé. Sentía en la boca la lengua seca como un pedazo de cuero. El barbero enderezó de nuevo la silla. Bud miró a un lado y a otro entornando los ojos.

—Cincuenta centavos, y un «níquel[1]» por los zapatos.

«CONFIESA HABER MATADO A SU MADRE

INVALIDA…».

—¿Puedo sentarme aquí un momento a leer el periódico? Su propia voz le golpeaba en los oídos.

—¡No faltaba más!…

«LOS AMIGOS DE PARKER PROTEGEN…»

Los caracteres negros bailan ante sus ojos. Los rusos…

LA CHUSMA APEDREA… (DESPACHO ESPECIAL

PARA EL HERALD)

Trentón, N.J.
«Nathan Sibbetts, de catorce años, después de haber negado rotundamente durante dos semanas su delito, confesó hoy a la policía que había matado a su anciana y baldada madre, Hannah Sibbetts, a consecuencia de una discusión en su casa de Jacor Creek, seis millas al norte de esta ciudad. Esta noche ha sido encarcelado en espera de la decisión del jurado».

«SOCORRE A PUERTO ARTURO, CARA AL ENEMIGO»

«… Mrs. Rix pierde las cenizas de su marido.»
«El martes, 24 de mayo, a eso de las ocho y media, volví a casa después de dormir en la aplastadora toda la noche, dijo, y subí para dormir otro poco. Apenas había cerrado los ojos cuando mi madre subió también y me dijo que me levantase, que sino, me tiraba por las escaleras. Yo la tiré primero. Rodó hasta abajo. Luego bajé y la encontré con la cabeza torcida. Vi que estaba muerta y entonces la tapé con el cobertor de mi cama».

Bud dobla el periódico cuidadosamente, lo deja en la silla y sale. Fuera, el aire huele a muchedumbre, está lleno de ruidos y de sol. No soy más que una aguja en un montón de heno… «Y tengo veinticinco años», murmuró en voz alta. «Pensar que un chico de catorce…». Bud aprieta el paso a lo largo del estruendoso pavimento donde el sol, atravesando la armazón del tren elevado, traza en la calle azul franjas de un amarillo cálido. «No soy más que una aguja en un montón de heno».

Ed Thatcher, encorvado sobre las teclas del piano, trataba de sacar la Parada del mosquito. El sol de la tarde dominguera se filtraba entre las rojas rosas de la alfombra, llenaba el desordenado gabinete de motas y esquirlas de luz. Susie Thatcher, desfallecida, sentada junto a la ventana, miraba a su marido con ojos demasiado azules para su cara pálida. Entre los dos, pisando cuidadosamente por entre las rosas del soleado campo de la alfombra, la pequeña Ellen bailaba. Dos manitas levantaban el vestido rosa plisado y de cuando en cuando una vocecilla enfática decía: «Mamita, fíjate en mi expresión».

—Mira la niña —dijo Thatcher sin dejar el piano—: es una verdadera bailarina.

El periódico del domingo se había caído de la mesa. Ellen se puso bailar encima, desgarrando las hojas con sus piececitos ágiles.

—No hagas eso, Ellen querida —suspiró Susie desde su silla de felpa rosa.

—Pero, mamita, si lo puedo hacer sin dejar de bailar.

—No lo hagas, te dice mamá.

Ed Thatcher había atacado La barcarola. Ellen la bailaba cimbreando los brazos, desgarrando el periódico con sus pies ágiles.

—Ed, por amor de Dios, saca de ahí a esa niña; esta rompiendo el periódico.

Él dejó caer los dedos en un acorde lánguido.

—Queridita, no hagas eso, papá no ha acabado de leerlo.

Ellen continuó. Thatcher saltó del taburete y la sentó en sus rodillas. La pequeña se retorcía de risa.

—Ellen, debes hacer caso siempre a lo que mamá te diga, y no ser tan destrozona, rica. Hacer ese periódico cuesta dinero, muchos obreros han trabajado en él, y papá fue a comprarlo, y no ha terminado de leerlo. Ellen comprende ahora, ¿verdad? Lo que necesitamos en este mundo es cons-trucción y no des-trucción.

Luego volvió a su barcarola y Ellen siguió bailando, poniendo cuidadosamente los pies entre las rosas del soleado campo de la alfombra.

En la mesa del lunch-room seis hombres, con los sombreros en la coronilla, comían apresuradamente.

—¡Recristo! —gritó desde un extremo de la mesa el joven que tenía en una mano un periódico y una taza de café en la otra—. ¿Se ha visto semejante cosa?

—¿El qué? —gruñó un hombre carilargo que mascaba un palillo.

—Un culebrón aparece en la Quinta Avenida… Esta mañana a las once y media, las mujeres escaparon gritando a la vista de un culebrón que, saliendo por una grieta del muro del depósito de aguas, empezó a cruzar la acera en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 42…

—Un camelo.

—Eso no tiene ná de particular —dijo un viejo—; cuando yo era chico tirábamos a los becardones en Brooklyn.

—¡Dios santo, las nueve y cuarto! —murmuró el joven doblando el periódico.

Y apresuradamente salió a Hudson Street. Hombres y muchachas marchaban a buen paso en la luz rosada de la mañana. El martilleo de las herraduras de los caballos, de cascos peludos, y el chirriar de las ruedas de los camiones, cargados de víveres, levantaban un ruido ensordecedor. El aire se llenaba de un polvillo cortante. Delante de la puerta de M. Sullivan & Co., Guardamuebles y Almacén, le esperaba una chica. Llevaba un sombrero de flores y bajo la barbilla levantada con impertinencia, un gran lazo malva. El joven se sintió lleno de efervescencia como una botella de gaseosa recién descorchada.

—¡Hola, Emily!… Oye, me han ascendido.

—Por poco llegas tarde, ¿sabes?

—Pero es de veras, me han aumentado dos dólares.

Ella ladeó su barbilla, primero a un lado, luego al otro.

—No me importa un bledo.

—Ya sabes lo que me prometiste si me ascendían.

Le clavó los ojos burlona.

—Y esto no es más que el principio…

—Pero ¿qué se hace con quince dólares a la semana?

—Pues son sesenta al mes, y de paso aprendo el comercio de importación.

—Llegarás tarde por tonto.

Dio media vuelta y subió corriendo las sucias escaleras. Su falda, plisada en forma de campana, se balanceaba de un lado para otro.

—¡Dios! ¡La odio, la odio!

Y sorbiéndose las lágrimas que le abrasaban los ojos, bajó rápidamente Hudson Street hasta las oficinas de Winkle & Gulick, importadores de las Antillas.

La cubierta, junto al torno delantero, estaba caliente, húmeda, salobre. Tendidos el uno junto al otro, cuchicheaban soñolientos. En sus oídos resonaba el espumajeo del agua hendida por la proa, que cortaba brutalmente el oleaje verdoso del Gulf Stream.

J’te dis, mon vieux, moi j’fous le camp a New York[2]… En cuanto amarremos, salto a tierra y allí me quedo. ¡Estoy harto de esta vida de perros!

El camarero tenía el pelo rubio y una cara ovalada entre rosa y crema. Una colilla apagada se desprendió de sus labios al hablar:

¡Mon Dieu!

Trató de atraparle mientras rodaba por la cubierta, pero se le escapó de las manos y desapareció por el imbornal.

—Déjala, yo tengo de sobra —dijo el otro que, echado de bruces, agitaba en el sol brumoso un par de pies sucios—. Seguramente el cónsul te embarcará otra vez.

—Si me agarra.

—¿Y tu servicio militar?

—Al cuerno con él. Y con Francia también por lo mismo.

—¿Te vas a hacer ciudadano americano?

—¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria.

El otro, como meditando, se restregó la nariz con el puño, y dio un largo silbido.

—Emile, tú eres un cuco —dijo.

—Pero, Congo, ¿por qué no vienes tú también? Supongo que no querrás pasarte la vida recogiendo basura en la cocina de un cochino barco.

Congo dio una vuelta, se sentó con las piernas cruzadas, y se rascó la cabellera negra y crespa.

—Oye, ¿cuánto cuesta una mujer en Nueva York?

—No sé; mucho, me figuro… Yo no voy a tierra a correrla. Voy a buscar un buen empleo y a trabajar. ¿No puedes pensar más que en mujeres?

—¡Qué más da! ¿Por qué no? —dijo Congo.

Y se tendió otra vez cuan largo era en la cubierta, hundiendo la cara negra de hollín en sus brazos cruzados.

—Lo que yo digo es que quiero llegar a algo en este mundo. Europa está podrida, apesta. En América uno puede abrirse camino. El nacimiento no importa, la educación no importa. Todo es abrirse camino.

—Y si hubiera aquí ahora una buena hembra, cachonda, aquí mismo en la cubierta, ¿no te gustaría revolcarte con ella?

—Cuando seamos ricos tendremos sobra de todo.

—¿Y no tienen servicio militar?

—¿Para qué? Lo único que buscan son los cuartos. No quieren pelearse con el prójimo, sino negociar con él.

Congo no respondió.

El camarero tendido boca arriba miraba las nubes, que flotaban hacia el este, apiñadas como enormes edificios, traspasados por la luz del sol, blanca y brillante como papel de estaño. Él se paseaba por largas calles blancas, bordeadas de altos edificios, y, pavoneándose con su levita y su gran cuello blanco, subía escaleras de estaño, amplias, relucientes. Por portales azules, entraba en halls de veteados mármoles, donde el dinero corría y tintineaba en grandes mesas de papel de estaño. Billetes, plata, oro.

¡Mon Dieu, v’là l’heure[3]!

La doble campana del vigía llegó débilmente a sus oídos.

—Que no te olvides. Congo, la primera noche que echemos pie a tierra… (chasqueó los labios) ni visto ni oído.

—Estaba dormido. Soñaba con una rubia. La hubiera atrapado, si no me despiertas.

El camarero se levantó gruñendo y se quedó un momento en pie mirando al poniente, donde el oleaje terminaba en una línea ondulante que cortaba un cielo de níquel. Luego empujó la cabeza de Congo contra el suelo y corrió a popa. Los zuecos le repiqueteaban en los pies desnudos.

Fuera, el caluroso sábado de junio arrastraba sus extremidades por la calle 1 10 abajo. Susie Thatcher, incómodamente tendida en la cama, con las manos azules y huesudas sobre la colcha, oía voces a través del tabique. Una joven gritaba nasalizando:

—Te digo, mamá, que no vuelvo con él.

Una voz vieja y ponderada de judía respondió en tono de reconvención:

—Pero, Rosie, la vida de matrimonio no consiste sólo en beber y divertirse. La mujer debe someterse y trabajar para su marido.

—No quiero. No puedo. No quiero volver con ese asqueroso bruto.

Susie se sentó en la cama, pero no pudo oír lo que a continuación dijo la vieja.

—Es que ya no soy judía —chilló súbitamente la joven—. No estamos en Rusia; estamos en Nueva York. Una mujer tiene aquí sus derechos.

Sonó un portazo y todo volvió a quedar en silencio.

Susie Thatcher, malhumorada, rebullía en la cama. Esa gentuza no me deja un momento en paz. De abajo llegaba el tintín de una pianola que tocaba el vals de La viuda alegre. «Oh, Dios, ¿por qué no vuelve Ed a casa? Es una crueldad dejar a una enferma así sola. Egoísta». Hizo una mueca y se echó a llorar. Luego se quedó otra vez quieta, con los ojos fijos en el techo, mirando las pesadas moscas que zumbaban alrededor de la lámpara. Un coche trepitaba calle abajo. Los chiquillos gritaban. Un chaval pasó voceando un «extra». ¡Si fuera un incendio! Aquel horrible fuego en un teatro de Chicago. ¡Voy a volverme loca! Se revolvía en la cama, clavándose las uñas puntiagudas en las palmas de las manos. «Tomaré otra pastilla. A ver si logro dormirme». Se incorporó sobre el codo y sacó la última tableta de una cajita de lata. El sorbo de agua que arrastró la tableta le suavizó la garganta. Cerró los ojos y se quedó tranquila.

Despertó sobresaltada. Ellen correteaba por el cuarto, con su boina verde caída hacia atrás y los bucles cobrizos en desorden.

—Mamá, yo quiero ser chico.

—No grites, rica. Mamá no se siente nada bien.

—Yo quiero ser chico.

—¿Qué le has hecho a la niña, Ed? Está desatada.

—Los dos estamos excitadísimos. Hemos visto una comedia maravillosa. A ti te hubiera encantado, tan poética y… ya sabes. Maude Adams estaba estupenda. Ellen no se aburrió un minuto.

—Ya te lo dije. Ed: es ridículo llevar a esa criatura…

—Yo quiero ser un chico, papaíto.

—A mí me gusta mi niña tal como es. Tendremos que volver contigo, Susie.

—Bien sabes, Ed, que nunca me hallaré en estado de ir. —Se incorporó de repente, rígida. El pelo lacio y amarillento le colgaba por la espalda—. Quisiera morirme…, quisiera morirme y no ser más una carga para vosotros. Me odiáis los dos. Si no me odiarais no me dejaríais así sola.

Y se echó a llorar tapándose la cara.

—Quiero morirme, quiero morirme —sollozó entre los dedos.

—Vamos, Susie, por amor de Dios, no está bien que digas esas cosas.

La abrazó y se sentó en la cama a su lado. Llorando en silencio, Susie dejó caer la cabeza sobre el hombro de su marido. Ellen, en pie, los miraba con sus grandes ojos grises. Luego se puso a saltar por el cuarto canturreando: «Ellie va a ser un chico, Ellie va a ser un chico».

A grandes zancadas, cojeando un poco a causa de sus pies ampollados, Bud descendía Broadway. Pasó por delante de solares vacíos donde brillaban latas de conserva entre hierbas y matojos de zumaque y zuzón; pasó entre filas de carteleras y anuncios de Bull Durham; pasó por delante de chozas y casucas abandonadas, dejando atrás vertederos llenos de escombros y ruedas, donde los volquetes descargaban cenizas y escorias; pasó ante moles de roca gris que las perforadoras de vapor taladraban y roían continuamente, ante excavaciones desde las cuales subían trabajosamente a la calle carros cargados de cascote y greda. Hasta que se encontró andando por aceras nuevas, entre filas de casas de ladrillo amarillo. Bud miraba los escaparates de las tiendas de comestibles, de las lavanderías chinas, de los lunch-rooms, de las tiendas de flores, de las verdulerías, sastrerías y reposterías. Al pasar por debajo del andamiaje de un edificio en construcción, su mirada se cruzó con la de un viejo que estaba sentado al borde de la acera, componiendo lámparas de aceite. Bud se paró a su lado, se subió los pantalones, carraspeó:

—Oiga, ¿no puede usté decirme de un buen sitio donde me den trabajo?…

—Buenos sitios donde den trabajo no los hay, amigo… Malos, si, de sobra… Yo dentro de un mes y cuatro días cumpliré los sesenta y cinco, y he trabajado desde que tenía cinco años, creo, y no he encontrado un buen empleo aún.

—Yo con cualquier trabajo me contento.

—¿Tiene usté tarjeta de la Unión?

—No tengo ná.

—Sin tarjeta no le darán trabajo en el gremio de constructores —dijo el viejo.

Se restregó los pelos grises de su barbilla con el dorso de la mano, y volvió a sus lámparas. Bud se quedó mirando la selva de vigas de hierro, blancas de polvo, del nuevo edificio, pero al fijarse en un hombre de sombrero hongo que le miraba por la ventanilla de la caseta del vigilante, echó a andar, molesto, arrastrando penosamente sus pies: «Si pudiera meterme en el mismo centro…».

En la otra esquina se agolpaba la gente alrededor de un automóvil blanco, muy alto. Nubes de humo salían de la parte de atrás. Un policía sostenía a un chiquillo por los sobacos. Desde el coche un hombre colorado, blancas patillas de morsa, gritaba enfurecido:

—Le digo a usted, guardia, que tiró una piedra… Esto tiene que acabar. Un policía ponerse de parte de los pillos y granujas…

Una mujer con el pelo recogido sobre la coronilla en un moño tieso, vociferaba amenazando con el puño al hombre del auto:

—¡Por poco me pilla, guardia, por poco me pilla!

Bud se arrimó aun joven, con mandil de carnicero, que llevaba una gorra de baseball echada hacia atrás.

—¿Qué pasa?

—¡Yo qué sé!… Uno d’esos jaleos d’autos, me figuro. ¿No lé usté los periódicos? Hacen bien, ¿no cré usté? ¿Con qué derecho van ésos malditos chismes disparaos por las calles atropellando mujeres y críos?

—¡Arrea!, pero ¿hacen eso?

—Pos claro que lo hacen.

—Oiga… mmm… ¿puede usté decirme d’un buen sitio ande me den trabajo?

El carnicero soltó una carcajada echando atrás la cabeza.

—¡Anda!… Y yo que pensé que m’iba usté a pedir limosna… Apuesto a que no es usté neoyorquino… Yo le diré lo que tiene qu’hacer… Siga tó derecho por Broadway abajo, hasta el Yuntamiento…

—¿Es ahí el centro de los negocios?

—Esatamente… Aluego sube usté arriba… Pregunta al alcalde… Dígame, ¿hay alguna vacante en el concejo?…

—¡Qué diablos va a haber! —gruñó Bud alejándose rápidamente.

—Venga de ahí… rodar, rodar, canallas.

—Eso es hablar, Slats.

—¡Sal, siete, sal!

Slats tiró los dados, chasqueando el pulgar contra sus dedos sudorosos.

—¡Demontre!

—¡Vaya una manera de tirar, Slats!

Las manos sucias añadieron cada una un níquel al montón que se elevaba en el centro del círculo formado por rodillas remendadas. Los cinco chicos estaban sentados sobre sus talones a la luz de un farol en South Street.

—Vamos, ricos, que estamos esperando. ¡Venga de ahí, granujas, venga de ahí!

—¡Chicos, a pirárselas! Ahí baja ese grandullón de Leonard con su pandilla.

Le rompería el bautismo por un…

Cuatro de ellos se largaban ya muelle adelante desparramándose sin volver la cabeza. El más pequeño, con su cara de pico, se quedó atrás tranquilamente para recoger el dinero. Luego corrió pegado a la pared y desapareció por un oscuro pasadizo entre dos casas. Allí esperó aplastado detrás de una chimenea. Las voces contusas de la pandilla irrumpieron en el pasadizo; luego se perdieron calle abajo. El chaval contaba los cuartos que tenía en la mano. Diez «¡Atiza! Cincuenta centavos… Les diré que Leonard arreó con el parné». Como sus bolsillos no tenían fondo, anudó los cuartos en los faldones de la camisa.

En cada sitio de la mesa ovalada, resplandeciente de blancura, una copa de gin alternaba con otra de champaña. En ocho platos blancos, lustrosos, ocho canapés de caviar, flanqueados por rajas de limón, rociados con salpicón de cebolla y clara de huevo, parecían redondeles de perlas negras sobre las hojas de lechuga.

Beaucoup de soin[4], no lo olvides —advirtió el viejo camarero arrugando una frente llena de bultos.

Era un hombre menudo, con andares de pato, y unas hebras de pelo negro muy pegadas al cráneo abombado.

—Bien —aprobó Emile con un gesto de cabeza.

Le apretaba el cuello. Estaba removiendo la última botella de champaña en un cubo de hielo, encintado de níquel, que había en el trinchero.

Beaucoup de soin, ¡madonna[5]!… El tío este tira el dinero como si fuera confetti, ¿sabes?… Da propinas, ¿sabes?… Es muy rico. No le importa gastar.

Emile pasó la mano por el mantel para estirarlo.

Fais pas como ça[6]… Tienes las manos sucias. Puedes dejar la señal.

Descansando primero sobre un pie, luego sobre el otro, esperaban con la servilleta al brazo. Del piso bajo, entre el olor a mantequilla de la comida y el retintín de cuchillos, tenedores y platos, subía la giratoria melodía de un vals.

Cuando vio al viejo camarero inclinarse en la puerta, Emile apretó los labios en una sonrisa deferente. Una rubia de dientes largos, envuelta en una salida de teatro color salmón, entraba dando el brazo a un hombre con cara de luna que llevaba la chistera delante como un tope. Venían tras ellos una jovenzuela de azul, muy rizada, que reía enseñando los dientes; una mujerona con una diadema y una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello; unas narizotas como apagavelas, una cara larga color cigarrillo…, pecheras almidonadas, manos que enderezaban corbatas blancas, negros reflejos en los sombreros de copa y en los zapatos de charol. Venía también un señor que parecía una comadreja con dientes de oro. No paraba de mover los brazos, escupiendo saludos a diestro y siniestro. Llevaba en la pechera un diamante del tamaño de un níquel. La muchacha rubicunda del guardarropa recogía los abrigos. El viejo camarero le dio con el codo a Emile:

—Es él, el pez gordo —dijo entre dientes, inclinándose.

Emile se aplastó contra la pared mientras ellos pasaban con un crujido de sedas y de zapatos. Una ráfaga de pacholí le hizo enrojecer hasta la raíz del pelo.

—Pero ¿dónde anda Fifí Waters? —gritó el del diamante.

—Dijo que no podría estar aquí antes de media hora. Me figuro que los tenorios no la dejan franquear la puerta del escenario.

—Lo siento, no podemos esperarla, por más que sea su cumpleaños. En mi vida he esperado yo a nadie.

Se quedó un momento en pie pasando revista a las mujeres que rodeaban la mesa. Después sacó un poco los puños de las mangas de su frac, y se sentó bruscamente. El caviar desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—Eh, camarero, ¿y ese vino del Rin? —graznó secamente.

De suite, monsieur[7].

Emile, conteniendo la respiración y mordiéndose los carrillos; se llevaba los platos. Las copas se cubrieron de vaho cuando el viejo camarero escanció el vino de una jarra de cristal tallado, donde flotaban hojas de menta, trozos de hielo, cortezas de limón y largas tiras de pepino.

—Ajajá, esto es lo que nos hace falta.

El del diamante se llevó el vaso a los labios, los chasqueó, y lo volvió a dejar, mirando de reojo a su vecina. Ella untaba de mantequilla trocitos de pan y se los metía en la boca murmurando:

—Yo sólo puedo comer bocaditos, sólo bocaditos.

—Lo cual no te impide beber, ¿verdad, Mary?

Ella cacareó como una gallina y le dio en el hombro con el abanico cerrado:

—¡Eres un número!

Allume-moi ça, ¡madonna[8]! —siseó el camarero viejo al oído de Emile.

Cuando encendió los dos calientaplatos del trinchero, un olor a jerez caliente, crema y langosta se esparció por el comedor. El aire estaba caldeado, lleno de vibraciones, de perfumes y de humo. Después de ayudar a servir la langosta a la Newburg y de llenar los vasos, Emile se apoyé contra la pared y se pasó la mano por el pelo húmedo. Sus ojos, resbalando por los rollizos hombros de la mujer que tenía enfrente, bajaron por la empolvada espalda hasta un diminuto broche de plata que se había soltado bajo un mar de encajes. El calvo que estaba a su lado le había enganchado una pierna con la suya. Ella era joven, de la edad de Emile, y, con los labios húmedos, entreabiertos, no dejaba un momento de mirar al calvo. Esto le daba el vértigo a Emile, pero no podía apartar la vista.

—Pero ¿qué le habrá ocurrido a la bella Fifí? —chirrió el señor del diamante con la boca llena de langosta. Supongo que habrá tenido esta noche otro éxito tal que nuestra modesta reunioncita ya no le dice nada.

—Hay de sobra para trastornar a cualquier muchacha.

—Bueno, se va a llevar el primer chasco de su vida si pensaba que íbamos a esperar. ¡Ja, ja, ja! —carcajeó el hombre del diamante—. Yo en mi vida he esperado por nadie y no voy a empezar ahora.

Al otro extremo de la mesa el cara de luna había retirado su plato y jugueteaba con la pulsera de su vecina.

—Es usted la perfecta Gibson Girl esta noche, Olga.

—Estoy posando ahora para mi retrato —dijo ella alzando su copa a contraluz.

—¿Para Gibson?

—No, para un pintor de veras.

—Como hay Dios que lo compraré.

—Tal vez no tendrá usted ocasión.

Olga inclinó hacia él su peinado Pompadour.

—Es usted una guasona insoportable, Olga.

Ella sonrió apretando los labios contra sus largos dientes.

Un individuo, inclinándose hacia el señor del diamante, golpeaba la mesa con un dedo cuadrado.

—De ningún modo; como negocio de fincas la calle 23 ha fracasado… Es la opinión corriente… Pero lo que yo quiero decirle reservadamente algún día, señor Godalming, es esto… Cómo se han hecho las grandes fortunas en Nueva York, Astor, Vanderbilt, Fish… Con los inmuebles, claro está. Ahora depende de nosotros participar o no de los próximos beneficios… No tardará mucho la cosa… Compre en la 40…

El del diamante arqueó una ceja y sacudió la cabeza.

—«Por una noche de belleza, demos de lado a nuestras cuitas»… o algo por el estilo… Eh, mozo, ¿por qué demonios tarda usted tanto en servir el champaña?

Se puso de pie, tosió en la mano y comenzó a cantar dando graznidos:

Si todo el Atlántico fuera de champaña,
brillantes y pálidas olas de champaña.

Todo el mundo aplaudió. El viejo camarero acababa de trinchar un Alaska asado y, rojo como una remolacha, descorchaba con grandes apuros una botella de champaña. Con el estampido del corcho, la señora de la diadema dio un chillido. Se brindó por el del diamante.

Porque es un tipo jovial…

—Bueno, ¿cómo le llaman ustedes a este plato? —preguntó el narizotas inclinándose hacia su vecina, que llevaba el pelo partido al medio y un vestido verdeclaro con mangas ahuecadas.

Guiñó un ojo despacio y luego se quedó mirándole fijo a las pupilas negras.

—Es el guiso más fantástico que nunca me he llevado a la boca… ¿Sabe usted, señorita?; yo no vengo a menudo a esta ciudad… (Se tragó el resto del vaso). Y cuando lo hago me voy generalmente bastante asqueado…

Su mirada brillante y febril, efecto del champaña, exploraba el contorno del cuello y de los hombros y resbalaba por el brazo desnudo.

—Pero esta vez creo que…

—Debe ser una vida espléndida la del buscador de oro —interrumpió ella ruborizándose.

—Era, sí, en otros tiempos, una vida ruda, pero una vida de hombre… Me alegro mucho de haber hecho mi agosto entonces… No tendría la misma suerte ahora.

Levantó los ojos hacia él:

—Qué modestia, ¡llamar suerte a eso!

Emile estaba en pie ante la puerta del gabinete reservado. No había nada más que servir. La rubia del guardarropa pasó con una gran capa de volantes al brazo. Él sonrió tratando de llamarle la atención. La chica torció la nariz y se retiró con la cabeza alta. «No me quiere mirar porque soy un camarero. Cuando haga dinero ya verán».

Dis, pide a Charlie otras dos botellas de Moet y Chandon, goût américain —le dijo al oído su compañero, con voz silbante.

El cara de luna estaba en pie:

—Señoras y señores…

—Silencio en la pocilga…

—El gran cerdo quiere hablar —dijo Olga a media voz.

—Señoras y señores, debido a la ausencia de nuestra estrella de Belén y primera act…

—Gilly, no blasfemes —dijo la dama de la diadema.

—Señoras y señores, no teniendo costumbre de…

—Gilly, estás borracho.

—… si la marea… digo, si las aguas están con nosotros o contra nosotros…

Uno le dio un tirón del frac y el cara de luna se sentó bruscamente en su silla.

—Es horrible… —dijo la dama de la diadema dirigiéndose al hombre cara larga color tabaco, que estaba sentado a la cabecera de la mesa—, es horrible, coronel, lo que blasfema Gilly cuando ha bebido…

El coronel desenrollaba meticulosamente el papel de plata de un cigarro.

—¿Es posible, querida? —dijo arrastrando las palabras.

Su cara, sobre el bigote gris erizado, no tenía expresión.

—Se cuenta una historia horrorosa de ese pobre Atkins, Elliot Atkins, el que actuaba con Mansfield…

—¿De veras? —dijo fríamente el coronel cortando la punta del cigarro con un pequeño cortaplumas de mango nacarado.

—Oiga, Chester, ¿ha oído usted decir que Mabie Evans estaba haciendo furor?

—Verdaderamente, Olga, no sé cómo. No tiene figura…

—Pues bien, una noche que pararon en Kansas, durante una tournée, empezó a discursear, borracho perdido, ¿comprende usted…?

—Si no sabe cantar…

—El pobre nunca hizo gran cosa en Broadway…

—De figura no vale ni pizca…

—Y pronunció un discurso estilo Bob Ingersoll.

—¡Qué hombre simpático!… Ah, yo le traté mucho, en nuestros buenos tiempos, en Chicago…

—¡Imposible!

El coronel acercó cuidadosamente una cerilla encendida a la punta de su cigarro.

—Entonces brilló un relámpago y una bola de fuego entró por una ventana y salió por otra.

—Y… mmm… ¿murió?

El coronel lanzó al techo una bocanada de humo azul.

—¿Cómo decía usted? ¿Que a Bob Ingersoll lo mató un rayo? —chilló Olga—. Bien empleado, por ateo.

—No, no es eso exactamente; pero con el escarmiento se ha dado cuenta de lo que importa esta vida, y ahora se ha hecho metodista.

—Es curioso que tantos cómicos se metan a pastores.

—Es la única manera de asegurarse un auditorio —graznó el señor del diamante.

Los dos camareros, del otro lado de la puerta, escuchaban el jaleo del interior.

Tas de sacrés cochons, ¡madonna[9]! —siseó el viejo a Emile, que se encogió de hombros—. La morena se ha estado timando contigo toda la noche —añadió guiñándole un ojo a su compañero—. Puede que algo bueno te espere.

—No quiero nada con ellas ni con sus puercas enfermedades tampoco.

El otro se dio una palmada en el muslo.

—Ya no hay hombres… Cuando yo era joven no reparaba en nada.

—Ni siquiera le miran a uno —dijo Emile apretando los dientes—. Un maniquí animado: eso somos para ellas.

—Espera un poco, ya irás aprendiendo.

La puerta se abrió. Ambos se inclinaron respetuosamente ante el diamante. Alguien le había dibujado dos piernas de mujer en la pechera. Tenía un rosetón rojo en cada mejilla. El párpado inferior de un ojo se abolsaba, dando a su cara de comadreja una estrambótica asimetría.

—¡Qué diablo, Marco, qué diablo! —rezongaba—. No tenemos nada que beber… Tráete el Océano Az-lántico y otras dos botellas.

De suite, monsieur[10]

El mayordomo se inclinó.

—Emile, dícelo a Augusto, inmediatamente et bien frappé[11].

Por el corredor, Emile les oía cantar:

Si todo el Atlántico fuera de champaña,
brillantes y páaáa…

La luna llena y el apagavelas volvían del lavabo tambaleándose del brazo, entre las palmeras de hall.

—Esos majaderos me dan cien patadas en el estómago.

—¡Ah, sí! No son éstos los champañas «supers» de Frisco. ¡Tiempos aquéllos!

—Entonces nos dábamos la gran vida…

—A propósito, amigo Holyoke (el cara de luna se apoyó contra la pared), ¿has visto mi precioso articulito sobre el comercio de gomas en los periódicos de esta mañana?… Los accionistas van a caer como ratoncitos.

—¿Qué shabes tú de gomas?… No te sirve el truco.

—Eshpera y abre el ojo, Holyoke, mi querido amigo, si no quieres perder la gran ocashión… Borracho o no, yo huelo el dinero… en el aire…

—¿Por qué no lo tienes entonces?

La cara roja del narizotas se puso violeta. La risa le hacía doblarse en dos.

—Porque siempre les soplo a mis amigos lo que sé —dijo el otro con calma—. Eh, tú, mozo, ¿dónde está el comedor reservado ese?

Par ici, monsieur[12].

Un vestido rojo con pliegues de acordeón pasó junto a ellos como un torbellino: una carita ovalada, con marco de bucles castaños, dientes nacarados en una boca abierta de risa.

—¡Fifí Waters! —gritaron todos—. Ah, Fifí, queridita, ven a mis brazos.

La subieron a una silla, donde ella se quedó balanceándose, ya en un pie, ya en el otro. El champaña chorreaba de una copa ladeada.

—¡Felices Pascuas!

—¡Buen año nuevo!

—Que cumplas muchos…

—Llame un coche, mozo.

Un joven que había entrado tras ella, hacía complicadas eses alrededor de la mesa cantando:

Fuimos a la feria de los animales,
pájaros y fieras tenían allí,
y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.

—¡Hurra! —gritó Fifí Waters, alborotándole el pelo al señor del diamante—. ¡Hurra!

Se bajó de un salto y se puso a hacer cabriolas por la sala, levantando mucho la pierna, con la falda por la rodilla.

—¡Oh là là! ¡Qué bien jalea las piernas la francesita!

—Atención al Pony Ballet.

Las esbeltas piernas, las medias de seda negra, los rojos zapatitos de borla, relampagueaban ante las caras de los hombres.

—¡Qué loca! —gritó la dama de la diadema.

—¡Upa!

Holyoke se tambaleaba en la puerta. Fifí, dando un grito, le tiró de un puntapié la chistera ladeada sobre el bulbo colorado de su nariz.

—¡Gol! —gritó todo el mundo.

—¡Recristo, me has dado una patada en el ojo!

Ella le miró un segundo y luego estalló en lágrimas sobre la pechera del señor del diamante:

—A mí no se me insulta de ese modo —sollozó.

—Frótate el otro ojo.

—Busque una venda alguno.

—¡Diantre, pudo saltarle el ojo!

—Llame un coche, mozo.

—¿Dónde hay un doctor?

—¡Va a ser dificilillo!

Apretándose el ojo con un pañuelo lleno de lágrimas y sangre, el narizotas salió dando tropezones. Hombres y mujeres le siguieron apresuradamente. El joven rubio salió el último haciendo eses y cantando:

y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.

Fifí Waters sollozaba con la cabeza sobre la mesa.

—No llores, Fifí —dijo el coronel, que seguía en el mismo sitio donde había estado sentado toda la noche—. Aquí tienes algo que me figuro te sentará bien.

Y a través de la mesa empujó hacia ella una copa de champaña.

Ella se sorbió las lágrimas y empezó a beber a traguitos.

—Hola, ¿cómo vamos, amigo Rogers?

—Vamos muy bien, gracias… Bastante aburridos… ¡Una noche con semejantes juerguistas!…

—Tengo hambre.

—Creo que no queda nada comestible.

—De saber que estabas aquí, hubiera venido más temprano.

—¿De veras?… Eso sí que es amabilidad.

La larga ceniza se desprendió del cigarro del coronel. Éste se levantó.

—Oye, Fifí, tomaremos un coche y daremos una vuelta por el parque…

Fifí terminó de un trago el champaña y aceptó radiante.

—¡Dios mío, son las cuatro!…

—Tendrás abrigo a propósito, ¿eh?

Ella dijo que sí con la cabeza.

—Espléndido. Fifí… Estás de primera.

La cara tabacosa del coronel se deshacía en sonrisas.

—Bueno, vamos.

Fifí miraba a su alrededor como aturdida.

—¿No había venido yo con alguien?

—¡No había para qué!

En el hall encontraron al joven rubio vomitando tranquilamente en un cubo de incendios, bajo una palmera artificial.

—Oh, dejémosle —dijo ella respingando la nariz.

—¡No había para qué! —repitió el coronel.

Emile les trajo los abrigos. La del pelo rojo se había ido a casa.

—Oiga, mozo (el coronel blandió su bastón), llame un coche, haga el favor… Procure que el caballo sea decente y que el cochero no esté borracho.

—De suite, monsieur.

Más allá de los tejados y de las chimeneas, un cielo de zafiro. El coronel aspiró fuertemente tres o cuatro veces el aire de la madrugada y tiró el cigarro a la alcantarilla.

—¿Y si nos fuéramos a desayunar a Cleremont? No encontré nada comible esta noche. ¡Uf, qué asco de champaña dulce!

Fifí rió como una tonta. Después que el coronel hubo examinado las cernejas del caballo, le acarició la cabeza, y subieron al coche. El coronel acurrucó a Fifí cuidadosamente bajo su brazo y partieron. Emile se quedó un momento en la puerta del restaurante, desarrugando un billete de cinco dólares. Estaba cansado, le dolían los empeines.

Cuando Emile salió por la puerta trasera del restaurante encontró a Congo que le esperaba sentado en un escalón, con el cuello de la chaqueta subido. Su tez estaba de un verde que daba frío.

—Éste es mi amigo —dijo Emile a Marco—, vinimos en el mismo vapor.

—Di, ¿no tienes una botella de fine en la chaqueta? Sapristi, he visto salir de aquí una pollitas muy aceptables.

—Pero ¿qué te pasa?

—Ná, que perdí mi colocación… No quiero ná con ese tío. Vamos a tomarnos un café.

Pidieron café y buñuelos en una cantina instalada en un solar.

—Y bien, ¿le gusta a usté esta porquería de país? —preguntó Marco.

—¿Por qué no? Todo es lo mismo. En Francia te pagan mal y vives bien; aquí te pagan bien y vives mal.

Questo paese e completamente soto copra[13].

—Creo que volveré al mar…

—Eh, ustés, ¿por qué caracho no aprendéis inglés? —dijo el tío de la cantina dejando violentamente las tres tazas en el mostrador.

—Si hablamos inglés —replicó Marco— a lo mejor no le gusta a usté lo que decimos.

—¿Por qué te echaron?

¡Diable!, no sé. Tuve una agarrada con el camello que dirige el establecimiento… Vivía al lado de la cochera; además de lavar los coches me hacía fregar los pisos de su casa… Su mujer tenía una cara así. (Congo se chupó los labios y trató de ponerse bizco).

Marco rompió a reír:

¡Santísima Vergine!

—¿Cómo te entendías con ellos?

—Señalaban las cosas con el dedo; entonces yo sacudía la cabeza y decía Awright[14]. Entraba a las ocho y trabajaba hasta las seis, y cada día me daban más cosas sucias que hacer… Anoche me mandaron limpiar la taza del retrete. Yo sacudí la cabeza… Eso es trabajo pa mujeres… Ella se puso furiosa y empezó a chillar. Entonces yo empecé a saber inglés… Go awright to’ell[15], le digo… Entonces llega el viejo con uno de sus látigos y me pone en la calle, diciéndome que no me pagará la semana. Mientras peleábamos apareció un policía, y cuando yo trato de explicarle al policía que el viejo me debía diez dólares por la semana, va y me dice: «¡Anda allá, piojoso italiano!», y me da con la porra en el coco… ¡Au diable alors!.

Marco estaba rojo de indignación.

—¡Piojoso italiano le llamó!

Congo, con la boca llena de buñuelo, hizo un gesto afirmativo.

—Y él no era más que un hampón irlandés —dijo el inglés Marco—. Estoy más harto de esta cochina ciudad…

—En el mundo entero pasa lo mismo: la policía moliéndonos a palos, los ricos explotándonos con sus míseros jornales, ¿y quién tiene la culpa?… ¡Per Dios! Usté, yo, Emile, todos tenemos la culpa.

—Nosotros no hemos hecho el mundo… Son ellos los que lo han hecho o Dios quizá.

—Dios está de su parte, como un policía… Cuando llegue la hora mataremos a Dios… Yo soy anarquista.

Congo tarareó: «Les bourgeois à la lanterne, nom de Dieu!».

—¿Es usté uno de los nuestros?

Congo se encogió de hombros.

—No soy católico ni protestante; no tengo dinero, no tengo trabajo. Miren.

Con su dedo sucio Congo señaló un largo siete en la rodilla de su pantalón.

—Esto es anarquismo… Caracho, me voy a ir al Senegal y hacerme negro.

—Ya lo pareces —rió Emile.

—Por eso me llaman Congo.

—Pero todo eso son bobadas —continuó Emile—. Todas las personas son lo mismo. Sólo que algunas van para arriba y otras no… Por eso vine yo a Nueva York.

Dio mio, eso pensaba yo también hace veinticinco años… Cuando seas viejo como yo, ya verás. ¿No te da a veces vergüenza? Aquí… (se golpeó la pechera almidonada con los nudillos)… Yo siento algo que me quema, que me ahoga, aquí… Entonces me digo: «Courage[16], ya llegará nuestro día, nuestro día de sangre».

—Pues yo me digo —interrumpió Emile—: «Cuando tengas dinero, chico…».

—Escucha: Antes de marcharme de Turín, cuando fui la última vez a ver a la mamá, estuve en un mitin de camaradas… Uno de Capua se levantó para hablar…, un guapo mozo, alto, delgado… Dijo que no habría más fuerza cuando, después de la revolución, nadie viviera del trabajo del otro… Policía, gobiernos, ejércitos, presidentes, reyes…, todo eso es fuerza. La fuerza no es realidad: es ilusión. El obrero es quien inventa todo eso porque cree en ello. El día que cesemos de creer en el dinero y en la propiedad, será como un sueño cuando despertemos. No habrá necesidad de bombas ni de barricadas… Religión, política, democracia y demás, es para tenernos dormidos… Todos debemos ir diciendo al pueblo: «Despierta».

—Cuando se eche usted a la calle estaré con usté —dijo Congo.

—¡Ustedes conocen al hombre de quien hablo?… Ese hombre, Enrico Malatesta, es el más grande de Italia después de Garibaldi… Se pasa la vida en la cárcel o en el destierro, en Egipto, en Inglaterra, en Sudamérica, en todas partes… Si yo pudiera ser un hombre así no me importaría lo que me hicieran: colgarme, fusilarme…, me da igual…, sería feliz.

—Pero un sujeto así debe estar loco —dijo Emile lentamente—. Debe estar loco.

Marco sorbió el último trago de su café.

—Espera un poco. Eres muy joven aún. Ya comprenderás… Uno por uno, nos van convenciendo a todos… Y acuérdate de lo que te digo… Seré quizá demasiado viejo, habré muerto quizá, pero llegará un día en que los obreros despertarán de su esclavitud… Saldréis a la calle y la policía echará a correr, entraréis en un Banco y allí andará el dinero por los suelos y no os agacharéis a recogerlo… pues ya no os servirá para nada. Nos estamos preparando por todo el mundo. Hay camaradas hasta en China… Vuestra Comune, en Francia, fue el principio… El socialismo fracasó. A los anarquistas les toca dar el próximo golpe… Si fracasamos nosotros también, otros vendrán…

Congo bostezó.

—Tengo un sueño de caerme.

Fuera, el alba color limón inundaba las calles desiertas, goteando de las cornisas, de las barandillas de las escaleras de incendios, de los bordes de los cubos de basura, rompiendo los bloques de sombra entre los edificios. Los faroles estaban apagados. Desde una esquina miraron hacia Broadway, que parecía una calle estrecha y rojiza, como si el fuego la hubiera destripado.

—Yo nunca veo el amanecer —dijo Marco, rechinándole la voz en la garganta—, que no me diga: «Quizás… quizás hoy».

Carraspeó y escupió contra el pie de un farol: después se alejó con su andar de pato, olfateando bruscamente el aire freso.

—¿Es verdad, Congo, eso de que te embarcas otras vez?

—¿Por qué no? Hay que ver mundo…

—Te echaré de menos… tendré que buscar otro cuarto.

—Ya encontrarás amigo con quien compartirlo.

—Pero si haces eso no saldrás de marinero en toda tu vida.

—¿Qué más da? Cuando tú seas rico y estés casado vendré a visitarte.

Bajaban por la Sexta Avenida. Un tren elevado retembló sobre sus cabezas, dejando al pasar un zumbido metálico a lo largo de las traviesas.

—¿Por qué no buscas otro sitio para quedarte aquí un poco?

Congo sacó dos cigarrillos arrugados del bolsillo superior de su chaqueta, alargó uno a Emile, encendió una cerilla en la trasera del pantalón y lanzó despacio el humo por la nariz.

—Te digo que estoy harto de esto… (se llevó la mano chata a la altura de la nuez) hasta aquí… Puede que me vuelva a mi tierra, a ver las chiquitas de Burdeos… Por lo menos no están hechas sólo de ballenas… Me alistaré de voluntario en la marina y llevaré un pompón rojo… A las mujeres les gusta. Eso es vivir y namás… Emborracharse, y armar la gorda los días de paga y ver el Extremo Oriente.

—Y luego morir sifilítico en un hospital, a los treinta…

—¿Y qué?… El cuerpo se le renueva a uno cada siete años.

La escalera de la casa donde vivían olía a verdura y a cerveza agria. Subieron a trompicones, bostezando.

—El oficio de camarero es una porquería… Cansa mucho… Le duelen a uno las plantas de los pies… Mira, va a hacer un día espléndido. Ya da el sol en el tanque de enfrente.

Congo se quitó los zapatos, los calcetines y los pantalones y se apelotonó en su cama como un gato.

—Esas malditas cortinas dejan pasar toda la luz —murmuró Emile estirándose en el borde exterior de la cama.

Se agitaba incómodo entre las sábanas arrugadas. A su lado Congo respiraba profunda y regularmente. «Si yo fuera así —pensaba Emile—, que no me preocupase de nada… Pero no es ésa la manera de prosperar en el mundo. ¡Dios!, qué estupidez… Ese bobo de Marco c’est gaga[17]».

Y se quedó tendido de espaldas mirando las manchas mohosas del techo, estremeciéndose siempre que un tren elevado hacia retemblar el cuarto. Sacré nom de Dieu! Tengo que ahorrar dinero. Cada vez que daba una vuelta, sonaba una bola de la cama, y entonces se acordaba de la voz ronca y silbante de Marco: Nunca veo el amanecer que no me diga: quizás.

—Si me perdona un momentito, señor Olafson —dijo el agente—, mientras que usted y la señora deciden acerca del piso…

Ellos se quedaron el uno junto al otro en el cuarto vacío. Por la ventana veían el Hudson color pizarra, los barcos de guerra anclados y una goleta que viraba río arriba. Ella se volvió de repente con los ojos brillantes:

—¡Oh, Billy!

Él la agarró por los hombros y la atrajo a si lentamente.

—Casi se puede oler el mar.

—Piensa que vamos a vivir aquí en Riverside Drive. Tengo que fijar un día para recibir… Sres. William C. Olafson, 218 Riverside Drive… No sé si estará bien poner las señas en nuestras tarjetas de visita.

Lo tomó de la mano y lo llevó a través de los cuartos vacíos, bien barridos, donde nadie había vivido aún. Él era un hombre grandote y pesado, con ojos de un azul borroso, hundidos en una cabeza blanca, de niño.

—Mucho dinero es, Bertha.

—Ahora podemos pagarlo, claro que podemos. Debemos vivir conforme a nuestros ingresos… Tu posición lo pide… Y piensa qué felices seremos aquí.

El agente volvía por el hall frotándose las manos.

—Vaya, vaya, vaya… Veo que hemos tomado una decisión favorable… Cuerdo acuerdo… No hay mejor sitio en toda Nueva York, y dentro de pocos meses no podrían ustedes encontrar nada por aquí ni con influencia ni con dinero.

—Sí, lo tomamos desde primero de mes.

—Muy bien… No se arrepentirá usted de su decisión, señor Olafson.

—Le enviaré a usted un cheque mañana por la mañana.

—Como usted guste… ¿Y cuál es su dirección actual?, me hace el favor…

El agente sacó un carnet y humedeció la punta de un lápiz con la lengua.

—Ponga usted Hotel Astor.

Ella se plantó delante de su marido.

—Nuestras cosas están en un guardamuebles ahora.

El señor Olafson se puso colorado.

—Y… mmm… desearíamos el nombre de dos personas para referencia… en Nueva York.

—Estoy con Keating & Bradley, ingenieros sanitarios, Park Avenue, 43…

—Acaban de hacerlo subinspector general —añadió la señora Olafson.

Cuando salieron a la Avenida, donde soplaba un viento agresivo, ella exclamó:

—Soy tan feliz, amor mío… Ahora sí que valdrá la pena vivir.

—Pero ¿por qué le dijiste que vivíamos en el Astor?

—Hombre, no podía decirle que vivíamos en el Bronx. Hubiera pensado que éramos judíos y no nos hubiera alquilado el piso.

—Pero ya sabes que no me gustan esas cosas.

—Bueno, no tenemos más que mudarnos al Astor lo que queda de semana si sientes tantos escrúpulos… Yo no he parado en mi vida en un gran hotel del centro.

—Oh, Bertha, son los principios… No me gusta que seas así…

—Ella se volvió y le miró arrugando la nariz.

—Eres tan pamplinoso, Billy… ¡Lo que yo daría por haberme casado con un hombre!

Él la tomó del brazo.

—Vamos por aquí —dijo ásperamente, con la cara vuelta.

Subieron por una bocacalle, entre dos solares. En una esquina se veía aún la desvencijada mitad de una alquería, construida de tablas solapadas. Quedaba aún media habitación, con un papel azul de flores comido por manchas pardas, una chimenea ahumada, un chinero destrozado y una caja de hierro toda doblada.

Los platos resbalaban sin cesar entre los grasientos dedos de Bud. Olor a bazofia y jabonaduras. Dos restregones con el estropajo, al agua, a enjuagarlos y a colocarlos en el escurridor para que el judío narigudo los seque; las rodillas húmedas de salpicaduras, la grasa subiéndole por los brazos, los codos entumecidos.

—Caramba, éste no es trabajo para un blanco.

—A mí qué, con tal de comer-dijo el pequeño judío entre el ruido de los platos y el borbolloneo del fogón donde tres sudorosos cocineros freían huevos y jamón, albondiguillas, patatas y picadillo de cecina.

—Sí, yo como bien —dijo Bud, pasándose la lengua por los dientes, de donde salió una tirilla de carne salada que estrujó contra el paladar. Dos restregones con el estropajo, al agua, a enjuagarlos y a colocarlos en el escurridor para que el judío les seque. Hubo un descanso. El mozo judío alargó a Bud un cigarrillo. Estaban en pie apoyados contra la pila.

—No es ninguna mina que digamos, esto de lavar platos.

Cuando el judío hablaba, el cigarrillo vacilaba entre sus labios gruesos.

—En todo caso, este trabajo no es para un blanco —dijo Bud—. Más vale servir, hay propinas.

Un hombre con un hongo castaño llegó al lunch-room por la puerta oscilante. Tenía una gran mandíbula, ojillos de cerdo y un largo cigarro muy tieso en medio de la boca. Bud le vio y sintió un estremecimiento frío retorcerle las tripas.

—¿Quién es ése? —murmuró.

—No sé, un cliente, supongo.

—¿No crees que tiene cara de detective?

—¿Cómo diablos lo voy a saber yo? Nunca he estado en la cárcel.

El muchacho judío se puso colorado y sacó la mandíbula.

Un mozo trajo otra pila de platos sucios. Dos restregones con el estropajo, al agua, a enjuagarlos y a colocarlos en el escurridor. Cuando el hombre del hongo castaño volvió a pasar por la cocina, Bud no apartó los ojos de sus rojas manos grasientas: «¿Y qué me importa que sea un detective…?». Cuando Bud hubo terminado su tarea, se dirigió a la puerta enjugándose las manos, cogió su chaqueta y su sombrero de la percha y se escurrió por la puerta de servicio, entre latas de basura, a la calle. «Qué idiota, desperdiciar dos horas de paga». En el escaparate de un óptico el reloj marcaba las dos y veinticinco. Bajó por Broadway, pasó Lincoln Square, atravesó Columbus Circle, marchando siempre hacia el centro de los negocios, donde la multitud sería más densa.

Ellie estaba acostada, las rodillas dobladas hasta la barbilla, el camisón bien remetido bajo los pies.

—Ahora, estírate y duerme, queridita… Promete a mamá que vas a dormirte.

—¿Es que papá no va a venir a darme las buenas noches y a besarme?

—Vendrá cuando vuelva. Ha tenido que ir otra vez a la oficina, y mamá va a ir a jugar al euchre a casa de los señores Spingard.

—¿Cuándo volverá papá?

—Ellie, te he dicho que te duermas… Dejaré la luz.

—No, mamá; hace sombras… ¿Cuándo volverá papá?

—Cuando le parezca bien.

Apagó el gas… De todos los rincones salían sombras que uniendo sus alas se enlazaban.

—Buenas noches, Ellen.

La raya luminosa de la puerta se estrechó al salir mamá, se estrechó lentamente hasta quedar como un hilo. La cerradura crujió, los pasos se alejaron por el vestíbulo, la puerta de la calle se cerró de golpe. El tictac de un reloj en algún rincón del cuarto silencioso. Fuera del piso, fuera de casa, ruedas, galopar de cascos, voces que se pierden. El estruendo aumenta. Todo negro menos los dos hilos de luz como una L invertida en el ángulo de la puerta.

Ellie hubiera querido estirar las piernas, pero le daba miedo. No se atrevía a quitar los ojos de la L invertida en el ángulo de la puerta. Si cerraba los ojos la luz se iría. Detrás de la cama, entre las cortinas de la ventana, dentro del armario, debajo de la mesa, las sombras le hacían muecas. Ellie se apelotonaba apretando su barbilla contra las rodillas. La almohada estaba llena de sombras, las sombras se deslizaban, se le metían en la cama. Si cerraba los ojos, la luz se iría.

De la calle un fragor negro subía en espirales, se filtraba a través de las paredes haciendo palpitar las sombras enlazadas. Su lengua chasqueaba entre los dientes como el tic-tac del reloj. Sus brazos y sus piernas estaban rígidos; el cuello, rígido también; iba a gritar. Gritar hasta ahogar el estruendo de la calle, gritar para que papá la oiga, para que papá vuelva a casa. Tomó aliento y gritó más. Para que papá vuelva a casa. Las sombras se tambaleaban y bailaban. Las sombras daban vueltas y más vueltas. Entonces se echó a llorar. Sus ojos se llenaron de lágrimas ardientes, tranquilizadoras, que rodaban por sus mejillas hasta las orejas. Dio una vuelta y lloró, con la cabeza hundida en la almohada.

Los faroles de gas oscilaban un momento en las calles moradas de frío, luego se apagan en un amanecer lívido. Gus McNiel, con los ojos todavía pegados de sueño, marcha al lado de su carro, balanceando una cesta de rejilla, llena de botellas de leche. Para en las puertas, recoge las botellas vacías, sube las escaleras heladas, deja los cuartillos de leche, calidad A o calidad B, mientras tras las cornisas, los tanques de agua, los caballetes de los tejados, las chimeneas, el cielo se tiñen de rosa y amarillo. La escarcha blanca destella en los escalones y en las aceras. El caballo, cabeceando, avanza de puerta en puerta. Las pisadas comienzan a oscurecer el pavimento escarchado. Un camión de cerveza retumba calle abajo.

—¿Cómo va, Moike? Vaya un fresquito, ¿eh? —grita Gus McNiel a un guardia que se frota los brazos en la esquina de la Octava Avenida.

—¿Qué hay, Gus, siguen las vacas dando leche?

Ya es completamente de día cuando, al fin, golpeando con las riendas el raído trasero de su caballo capado, emprende el regreso a la lechería. A sus espaldas brincan en el carro las botellas vacías. En la Novena Avenida un tren pasa disparado por lo alto, en dirección al centro, arrastrado por una maquinilla verde que lanza burbujas blancas, densas como algodón, a disolverse en el aire crudo, entre rígidas casas de negras ventanas. Los primeros rayos de sol hacen resaltar el dorado letrero de DANIEL McGILL Y CUDDY, VINOS Y LICORES en la esquina de la Décima Avenida. Gus McNiel tiene la lengua seca, y el alba le da un gusto salado. Un buen vaso de cerveza le entona a uno en una mañana como ésta. Enrolla las riendas al látigo y salta por encima de la rueda. Sus pies ateridos le pican al chocar contra el pavimento. Pateando para que le vuelva la sangre a los dedos, franquea la portezuela.

—Que el diablo me lleve si no es el lechero que nos trae una pinta de crema para el café.

Gus escupe en la recién lustrada salivadera, junto al mostrador.

—Chico, tengo una sed…

—Apuesto que has bebido mucha leche otra vez, Gus —rugió el dueño del bar con su cara cuadrada de bistec.

El local huele a lustre y a serrín fresco. A través de una ventana abierta, un rojo rayo de sol acaricia las nalgas de una mujer desnuda, que, quieta como un huevo duro sobre un plato de espinacas, aparece reclinada en un cuadro de marco dorado, detrás del mostrador.

—Bueno, Gus, ¿qué te apetece en una mañana fría como ésta?

—Cerveza, basta, Mac.

La espuma sube en el vaso, tiembla, se derrama. El dueño rasa los bordes con una paleta de madera, deja que la espuma se asiente un instante, luego pone otra vez el vaso bajo la espita poco abierta. Gus se instala confortablemente apoyando los talones en la barra de latón.

—¿Y cómo va el trabajo?

Gus despacha su vaso de cerveza y levanta hasta el cuello la mano, antes de limpiarse la boca con ella.

—Estoy hasta aquí… Lo que voy a hacer es irme al Oeste, tomar un terreno en North Dakota, o en cualquier sitio por allá, y plantar trigo… yo me las arreglo bien en una granja… Esta vida de las ciudades no vale pa ná.

—¿Cómo lo tomará Nellie?

—No se avendrá muy bien al principio, le gustan las comodidades de la casa, sus costumbres, pero creo que en cuanto se vea allá… Esto no es vida ni pa ella ni pa mí.

—Tiés razón. Esta ciudad está arruinada… Yo y la señora venderemos esto el mejor día, pronto me parece. Si pudiéramos comprar un restaurante chic en el centro o un merendero, eso sí que nos vendría al pelo. Ya le he echado el ojo a una finquita por cerca de Bronxville, a distancia razonable. (Apoyando meditativamente la barbilla en un puño como un mazo). Ya estoy harto de tener que andar a porrazos con esos malditos curdas todas las noches. Qué diablos, yo no he dejao el ring pa seguir boxeando. Justamente anoche dos tíos empezaron a darse golpes y yo tuve que habérmelas con ellos pa despejar el local… Ya estoy harto de pelear con todos los curdas de la Décima Avenida… Toma algo por cuenta de la casa.

—Temo que Nellie me lo va a notar por el olor.

—Bah, no te preocupes… Nellie debe estar acostumbrada a que se beba un poquito. A su padre bien le gusta.

—En serio, Mac, no he agarrao una desde que me casé.

—Haces bien. Es realmente un encanto de mujer, Nellie, vaya si loes. Aquellos ricitos suyos son para volver loco a cualquiera.

La segunda cerveza lleva un acre torrente de espuma hasta las puntas de sus dedos. Gus, riendo, se da una palmada en el muslo.

—Es una perla, eso es lo que es, Gus, tan señorita y demás.

—Bueno, creo que me voy a verla.

—Qué tío de suerte, volverte a casa a acostarte con tu mujer, cuando todos empezamos a trabajar.

La cara de Gus se puso más roja. Los oídos le palpitaban.

—A veces me la encuentro en la cama aún… Hasta la vista, Mac.

Gus sale a la calle. La mañana está triste y fría. Nubes de plomo pesan sobre la ciudad.

—Arrea, saco de huesos —dice Gus dando un tirón de la rienda.

La Undécima Avenida está cubierta de un polvo helado. Chirrían las ruedas, martillean los cascos en los adoquines. Por la vía férrea llega el tin-tan de la campana de la locomotora de un tren de mercancías que entra en agujas. Gus está en la cama con su mujer hablándole dulcemente: —Mira, Nellie, no te importará que nos vayamos al Oeste, ¿verdad? He hecho una instancia pidiendo un terreno en North Dakota, tierra negra donde podremos hacer un montón de dinero con el trigo. Hay tipos que se han hecho ricos con cinco buenas cosechas… Y es mejor para los peques también… «Hola, Moike». Aun está ahí el pobre Moike en su puesto. Mal negocio ser guardia con este frío. Más vale cultivar trigo y tener una buena granja, con graneros y cerdos y caballos y vacas y gallinas… La Nellie, tan bonita con su pelo rizado, dando de comer a las gallinas a la puerta de la cocina…

—¡Eh, amigo!… —le grita uno desde la acera—. ¡Cuidado con el tren!

Una boca que grita bajo una gorra de visera, una bandera verde que ondea. «Dios mío, estoy en la vía». De un brusco tirón hace volver la cabeza al caballo. Un topetazo destroza el carro. Los vagones, el caballo, la bandera verde, las casas rojas, todo voltea y se hunde en las tinieblas.