ÚLTIMO

Como un león enjaulado, así estoy.

De repente se me amontona absolutamente todo. Tengo que contarle a Juan Ramón lo del vecino, pero no me da tiempo a quedar antes con él para explicárselo todo. También tengo que llamar a la organización del desfile para decir que necesito tres sitios en vez de dos. Y en medio de este caos… mi madre al teléfono.

Le digo que voy como los locos, pero a ella le importa un pimiento. Desde que está en Ayamonte tiene un relax tan grande que, si no la conociera, sospecharía que está fumando porros. Se lo pregunto y me dice que nada de porros, que ella es así y que parece mentira la idiotez que le he preguntado. Me dice que me nota nervioso y yo le respondo que no estoy nervioso, que estoy más allá del ataque. Le explico por qué y ella me dice que esa no es la actitud. Me dice que uno no se puede enfrentar a un momento importante lleno de nervios, porque total, si va a salir mal, va a salir mal, pero que lo más probable es que todo salga bien porque soy su hijo y ella me conoce. Me dice que no se me olvide nunca que tengo un corazón de oro y que las personas así sufren más que el resto pero que el lado bueno es que todo se disfruta mucho más y se es más feliz.

Estas palabras de mi madre me dejan parado en el suelo de la cocina y decido hablar con Sam (que ya está frito de los calores y parece una jubilada en Benidorm) y tener una charla de padre a hijo. Telepáticamente, me dice que él también me quiere a pesar de que soy muy bruto a veces, y que el sentido de la sensibilidad felina lo tengo en las nalgas. Yo le digo que es un buen hijo y que no sé qué narices hubiera hecho sin él a mi lado. Él telepáticamente me dice que, en la vida, hasta el amor tiene un precio y que, en este caso, con dos latitas a la semana podemos arreglarlo. Fantástico.

Llamo al vecino por teléfono y le explico el huracán de acontecimientos de tal manera que al pobre hombre no le queda más remedio que acompañarme al desfile y a lo que haga falta. Perfectamente podía haberle dicho que nos veíamos después del evento. Pero tengo ganas de verle y sobre todo tengo ganas de saber qué es lo que me va a pasar por la cabeza cuando le vea.

Después de colgarle me quedo muy relajado porque no tengo que pensar en qué ponerme. Mi amigo Gus (yo soy la moda), que es un estilista enorme, me ha comprado unas cosillas y el grito viene cuando me doy cuenta de que se me ha olvidado comprarme unas zapatillas azul marino que Gus me había dicho que tenía que llevar o su ira caería sobre mí.

Diez minutos después, estoy en chándal corriendo por la Gran Vía hablando por el móvil con Gus, que me da instrucciones de dónde puedo encontrar las putas zapatillas. Esto a un hetero no le pasa. Ellos son más de depilarse las cejas y las piernas, y esto lo pienso al ver al dependiente que mientras me cobra le dice a un compañero que se «ha trajinado una chorba enorme», y eso lo dice con las cejas de Eva Longoria.

Llego a casa con las zapatillas en la mano y la lengua en el suelo pero feliz de no haberme depilado nunca nada. Bueno, casi nada. Mientras me ducho, pongo el altavoz y quedo con Juan Ramón y con el vecino a la misma hora en el mismo sitio. Es decir, en la plaza de Callao.

Mi madre vuelve a llamar para ver si sigo nervioso. Le confirmo que sí. Me dice que soy un lelo. Yo le digo que la quiero. Ella se emociona mientras yo me lavo los dientes, me pongo desodorante, gomina y crema en los pies y todo al mismo tiempo. Se emociona no por lo mío, sino porque esta tarde ha quedado con un montón de amigas en casa de otra amiga. Han decidido vestirse de gitanas y hacerse una sesión fotográfica que, según mi madre ha comentado, «tienes que publicar en el blog porque esto a tus lectores les va a encantar». Vivo más instalado en el terror que hace cinco minutos, si eso fuera posible.

Cuando llego a la plaza de Callao, me encuentro a Chris, mi compañero de gimnasio, que está hablando con Iván, un amigo de San Sebastián, y resulta que también vienen al evento. Juan Ramón, que es el colmo de la puntualidad, me da un abrazo enorme nada más llegar y casi que me estrangula, porque mide como metro noventa o así. Y justo cuando quiero contarle rollo telegrama todo lo que está pasando, oigo a mi espalda que alguien dice:

«Hola, vecino».

Efectivamente, es el vecino, que también me llama vecino a mí.

Me doy la vuelta y en un segundo se me para hasta el tráfico. El vecino no es que esté guapo, es que hasta me han dado sudores de repente. Lleva un pantalón negro, unas zapatillas negras y un polo azul marino. Me quedo parado incapaz de decir ni mu y observo que la gente que está a nuestro alrededor carraspea un poco. El vecino me planta un beso y me dice que a ver adónde vamos. Por supuesto, y presa de los nervios, no paro de hablar en los siguientes quince minutos. Yo, o le aturdo, o le aturdo.

Llegamos al desfile y ya está toda la prensa haciendo el photocall. Los directores de la cosa, Nando y Ana, me piden que pose con ellos. Mientras nos disparan los flashes, entre la multitud, en lo único en lo que enfoco mis ojos es en la cara del vecino, que me mira con cara divertida. Debo de estar saliendo con una cara de panoli maravillosa.

El desfile se me hace eterno. Tengo ganas de que esto se acabe.

Tengo ganas de quedarme a solas con el vecino.

Aunque se me encoge el estómago cuando pienso en quedarme a solas con él.

Y cuando acaba la cosa, Juan Ramón me dice que a ver si vamos a cenar y yo le digo que sí. Porque él es mi amigo y los amigos tienen prioridad absoluta sobre todas las cosas. Además, cenar con él y con el vecino puede ser hasta divertido.

Y, efectivamente, pasamos una cena llena de risas. El vecino y Juan Ramón no se conocían y la conversación es de lo más ameno. Hablamos de medicina, de traficantes de órganos, de la actitud de ciertos empleados de Inditex y de que alguien debería regalarle un bozal a Lady Gaga. Por ese orden. Me lo paso pipa.

Al terminar, Juan Ramón se va para su hotel porque a la mañana siguiente tiene el avión muy temprano. Siempre me da pena despedirme de Juan Ramón, porque vive superlejos y muchas veces pienso que, si viviese en un sitio como Madrid, su situación daría un vuelco más grande que la carrera de Chenoa, que ya es decir.

El vecino y yo cruzamos la Gran Vía y llegamos a la plaza de Vázquez de Mella. Justo cuando pasamos por delante del Hotel Óscar me dice que a ver si nos tomamos una copa, que seguro que la cosa está tranquilita.

Meterte en un ascensor con alguien a quien tienes ganas de… todo, pues es un poco incómodo. Debería existir un protocolo para estas ocasiones. Quién da el primer paso, si beso con lengua o sin lengua, etc. Yo creo que estoy tan nervioso que, para cuando me doy cuenta, el vecino está ya fuera del ascensor y me pregunta que a ver si voy a salir o no. Debo de parecer un poco mongolo ahora mismo.

La verdad es que hace una noche alucinante, con una temperatura perfecta y además no hay mucha gente. Nos pedimos dos vodkas con limón y nos sentamos en una mesa desde la que se ve todo el skyline de Madrid. Nos ponemos a hablar de cosas del desfile, de la cena y de lo contentos que estamos en general. Hasta que el vecino, así por las buenas, me dice:

«Bueno, algo me tendrás que contar… ¿no?».

Y la cosa es que estaba tan a gustito que se me había ido el santo al cielo. Del todo.

Entonces, en cuestión de segundos, todo, absolutamente todo lo que ha pasado en los últimos meses, me ha pasado por la cabeza.

He cerrado los ojos.

Y cuando los he vuelto a abrir, el vecino me estaba mirando con esos ojos negros tan grandes que tiene. Y yo le he cogido la mano.

«Sí», le he dicho.

«¿Sí… qué?», me dice.

Y le he contestado que claro que quiero intentarlo con él.

Se ha quedado callado y me ha preguntado si eso quiere decir que somos novios. Se me han humedecido los ojos, ya ves qué cuadro. Y le he dicho que claro que sí. Y también le he dicho que me gustaría hacer planes con él. Desde el primer momento en que le vi supe que quería hacer planes. También le he dicho que estoy muerto de miedo, que soy muy burro y que va a tener que ser paciente.

Me es completamente imposible escribir lo que me dice con los ojos, pero solo puedo decir que en ese momento se me ha pasado el miedo, que respiro mucho mejor y que, por alguna razón que no alcanzo a explicarme, todo está en su sitio. O al menos en el sitio donde yo siempre he querido estar. Él me mira y el mundo se me ha parado. Es por eso por lo que he sabido poner nombre a lo que necesitaba. Por sus ojos.

Nos hemos quedado sentados bajo la luna que ilumina Madrid en una tumbona al lado de la piscina. Y sé que, justo ahí, una parte de mi vida queda atrás y una parte de «nuestra vida» va hacia adelante. No tengo ni idea de lo que va a pasar, pero ahora mismo… soy el hombre con más suerte del mundo.

Y de eso se trata, ¿no?

Soy feliz.