Estoy inquieto. Supongo que se acerca el día, claro. Y sigo creyendo firmemente que nada pasa por casualidad, sobre todo porque esta mañana, moviendo unas cajas, se me ha caído en la cabeza un libro que me regaló Vanessa hace casi un año. El libro se llama Piense y hágase rico. Y el título, desde luego, no podía ser más desafortunado…
Lo que el libro cuenta no tiene nada que ver con el dinero. Tiene que ver con la capacidad que todos tenemos para visualizar por dónde va nuestra vida. Y mientras voy por la Gran Vía a pillar un taxi que me lleve a un estudio de grabación a supervisar la mezcla final de una canción, pues voy pensando que, en realidad, nosotros siempre lo sabemos todo y, si nos centramos un poco, pues no es tan difícil saber por dónde van a ir las cosas. A mí, por lo menos, centrarme y encontrar un sitio en mi cabeza para tomar decisiones me cuesta una barbaridad. Pero es que también está LO INEVITABLE. Y sé que puedo alargar la toma de una decisión todo lo que quiera para encontrar un espacio donde me sienta a gusto, pero, si soy sincero, no tengo que rascarme mucho la cabeza para saber que lo inevitable siempre va a ser inevitable.
El taxista es un maleducado de cojones y me da por pensar que debe de ser una persona complicada que ha escogido el camino equivocado. Es mucho más fácil ser amable. Siempre hay dos caminos para todo, y aunque la gente piense lo contrario, el camino de la felicidad siempre es más fácil. Hay momentos en que no es nada fácil aceptar lo que se nos viene encima. Yo he pasado un tiempo con una lucha enorme encima, desde que el vecino me dijo que me lo pensara. Y luego, claro, después de la noche de la fiesta… las cosas se complicaron aún más.
Llevo muchos días con una lucha por dentro, y el otro día se lo contaba a Juan Ramón por teléfono. El estar soltero, en cierta manera, es un estado maravilloso porque refuerza una barbaridad el egoísmo que todos necesitamos para querernos. Cuando se pasan los lutos, las lágrimas, las ansiedades y los «parraques» (gracias, Paqui la Fandanguilla), yo, al menos, me he quedado en un estado de placidez, silencio y tranquilidad pasmosamente agradable. Los malos tiempos siempre pasan, nos pongamos como nos pongamos. Por eso cada día estoy menos seguro de lo de pasar «el luto». Cuanto antes dejemos atrás las desgracias, antes vamos a empezar a ser felices. Y la vida es un ratito y no hay que perder el tiempo, que lo mismo me atropella un autobús y me pierdo un montón de cosas. Una amiga mía decía que hay que tener cuidado con llorar demasiado, porque cuando lloras se te emborronan los ojos y por tanto la realidad se queda desenfocada y, claro, uno está tan empeñado en llorar que por delante le pueden pasar veinte mil oportunidades y sería incapaz de verlas, por tener los ojos llenos de lágrimas…
Llevo todo el día mirando al cielo como si quisiera mirar a los aviones y averiguar en cuál viene el vecino. Y cuando miro al cielo sé que las dudas se han despejado, para bien o para mal, pero ya no hay dudas. Hay que arriesgarse, aunque sea para quedarse solo y disfrutar de la compañía propia. Hasta que no estoy tranquilo conmigo mismo no consigo estarlo con los demás, así de sencillo. La vida es una sucesión de accidentes que nos llevan a interactuar con personas. Algunas se quedan y otras se van, pero todas ellas, casi siempre, nos dejan algo de lo que podemos aprender, aunque sea algo malo. Porque yo, al menos, lo que sí tengo clarísimo es lo que NO quiero en mi vida.
He pensado en algunos amigos que se han quedado a mitad del camino y, si me pongo serio, me doy cuenta de que todos hemos dejado algo, aunque a veces sea malo, en la vida de los que tenemos cerca. No me da nada de miedo mirar atrás y ver a los que se quedaron atrás. Todos ellos están encerrados en un cajón por alguna razón. A veces yo habré sido el injusto, pero es que, como cada día soy menos católico, pues por eso cada día tengo menos sitio para la culpa. ¿Que me he portado mal a veces con personas que no se lo merecían? Pues claro. Pero ¿qué quieren? Ni me voy a flagelar, ni me voy a quemar a lo bonzo. Sí, me he equivocado, lo siento y voy a intentar aprender. Pero ahí termina el asunto. No puedo pasarme la vida como Ana Obregón, intentando volver a cocinar una paella para Spielberg.
Esto lo hablo con Lanka mientras escuchamos las mezclas finales de su nuevo single, que se va a llamar «Déjame solo». Es una historia que escribí hace tiempo y trata de una persona que sabe que ha cometido errores, que sabe que se ha enamorado de la persona equivocada, pero que lo asume y que quiere quedarse solo aceptando el error. Ya ven ustedes lo espeso que me pongo a la hora de escribir canciones. Y no, no es autobiográfica en absoluto. Una relación fracasada para mí no es un error ni un final. Es siempre un punto de partida al futuro (Lanka me mira con cara de «este se ha fumado algo»), porque el futuro es impredecible pero el presente no. Lo mejor que he hecho en los últimos años es coger la maleta y marcharme. Ahora miro al primer capítulo de estas crónicas y me doy cuenta de que, en realidad, estaba asustado ante la incertidumbre, pero no ante la pérdida. Resumiendo: no estaba enamorado; por lo tanto, la pérdida no era tal. Y a estas alturas Lanka (que es una buenísima persona) me mira con ojos de «tengo un amigo psicólogo que te quiero presentar».
Ahora mismo estoy enfrente del cine Capitol en la Gran Vía y me he quedado como idiota en una esquina. Llevo la música puesta a todo volumen y «Fall In Love» de Estelle ha vuelto a sonar en mi iPod. Y esta vez no lo he podido evitar. He ido hasta el semáforo y los pies solos se han puesto a bailar. Al darme cuenta, he sonreído tanto que me duelen los mofletes. Pero es que no puedo dejar de bailar. Tampoco es que esté haciendo breakdance, pero estoy bailando.
He vuelto a bailar en los semáforos.
Me ha costado meses, pero lo he conseguido yo solo. Y mientras me dirijo a la calle Fuencarral, voy pensando en mis amigos y en la gente que me quiere. Y me emociono. Todos ellos han sido una especie de balsa en medio del maremoto. Me han abrazado, me han echado la bronca, me han emborrachado y me han dicho que me quieren. Mi madre, en la distancia y la cercanía, no ha dejado de vigilarme, aunque no me hiciera falta. Y sigo sonriendo por la calle porque yo estaré soltero, pero de alguna manera nunca he dejado de estar rodeado de amor. Al principio fui tonto y solo pensaba en «ese tipo de amor». Y tenía los ojos emborronados, porque, aunque no lo haya contado, he llorado muchas más veces de las que he escrito. Lo que pasa es que, como soy burro, casi siempre me lo como todo solo. Es un error en el que tengo que trabajar. He llorado a veces solo porque me daba la gana, porque hombros donde apoyarme no me han faltado.
Entro en la calle Fuencarral de camino a ver a mi amiga Janneth y sigo escuchando la canción de Estelle. Y me acuerdo de aquella fiesta en la terraza de mis amigos cuando me di cuenta de todo. Ahora miro atrás y me doy cuenta de que lloré por lo inevitable. Porque entendí las cosas y me di cuenta de que lo que pasaría de ahí en adelante era inevitable.
Me tomo un café con mi amiga y cruzamos conversaciones personales y de trabajo. Yo creo que no lo he dicho nunca, pero Janneth es una superviviente y solo hay que mirarla a los ojos dos minutos para darse cuenta. Sin decirme ni una palabra, muchas veces me ha quitado los miedos pero con guante de seda. Ella me ha enseñado muchas veces que tenemos derecho y casi obligación de equivocarnos, tenemos derecho a llorar y a gritar y a todo lo que haga falta.
Me despido de ella como siempre, con un abrazo largo, y oigo al mismo tiempo que me suena un mensaje en el móvil:
«Ya he aterrizado. Estoy esperando a la maleta. ¿Cena?».
Claro, los tobillos se me han disparado y las pulsaciones se me han acelerado. Y justo cuando le voy a contestar que sí a lo de la cena, me llama mi amigo Nando para decirme que me tiene los dos sitios guardados en la presentación de la pasarela Fashion As Wave, que es una iniciativa con la que he colaborado como medio de comunicación oficial.
Nada más colgar a Nando, vuelve a sonar el teléfono y es Juan Ramón, que, casualidades de la vida, también acaba de aterrizar porque viene a pasar unos días a Madrid a un congreso. Me dice que Nando le ha invitado también a lo de la pasarela y que a ver si vamos juntos. Y a JuanRa yo no le digo que no a nada.
Por lo tanto, se me ha juntado el vecino, un evento y un amigo.
¿Y ahora qué narices se supone que tengo que hacer?