TREINTA Y NUEVE

Me he saturado. La verdad es que los últimos días me he saturado y he tenido que parar un poco el ritmo que llevaba. Sé que hay mucha gente que lee las crónicas cada noche que se ha mosqueado y así me lo ha hecho saber por mails. Suelo tener un sentido de la responsabilidad gigante con los lectores, pero esta vez he decidido que estaba yo primero. A veces hay que saber parar un poco la máquina para volver con fuerzas, así que esto han sido mis últimos días.

JUEVES

Me viene un subidón de curro que me deja loco. Literalmente. Hay reuniones y negociaciones al mismo tiempo sobre un proyecto audiovisual que me interesa mucho.

Desayuno mientras contesto un montón de mails a la vez. Sam sigue en la cama. El vecino me ha mandado un beso de buenos días.

Mientras me ducho, pienso en el vecino y también pienso que me tengo que concentrar en el curro, que, como se me vaya la cabeza con el vecino, luego no doy una.

Mientras me afeito, le llamo por teléfono (con el altavoz puesto) y le digo que voy a tener dos días intensos. Él se ríe cuando le pregunto que a ver si viene de una vez y cuándo lo va a hacer, y primero se calla y luego me vuelve a decir que «antes de lo que pienso». Me tiene frito, la verdad. Y la verdad también es que tengo muchas ganas de que venga.

Tengo una reunión con Carmen por la mañana por las cosas editoriales y luego tengo otra con Jake (el coproductor del nuevo single de Lanka) para valorar ideas sobre la nueva canción y decidir qué día vamos a grabar las voces del cantante, que se encuentra de vacaciones en Turquía y se lo está pasando pipa.

Sigo sin noticias de mi amiga Janneth, que también se ha ido de vacaciones a Colombia con su novio. O los han secuestrado y están vendiendo sus riñones (sí, a veces soy un pesimista) o se lo están pasando de escándalo.

Me hago la comida en casa mientras sigo escribiendo y planeando estrategias a la velocidad de la luz.

A la tarde voy al gimnasio y me encuentro con Chris en el vestuario. Me cuenta que se va unos días a Barcelona por una cosa de curro y se le ve encantado, lo cual es una maravilla.

Todo el mundo se mueve y se va a sitios. Y yo estoy aquí atrapado en Madrid. Hasta mi madre me llama desde Ayamonte para decirme la maravilla que es estar en una playa casi desierta. Pffff.

A eso de las nueve de la noche escribo una nota para los lectores diciéndoles que no me da tiempo a escribir las crónicas y que, como varios de ellos lo han pedido, pueden mandarme preguntas al mail sobre todo esto, que yo las recopilaré en una entrevista.

Después de cenar, llamo al vecino y nos vemos por Skype. Para el vecino es más tarde que para mí, así que no estamos demasiado rato. Le veo por la cámara y me dan ganas de decirle que ya está bien, que a ver si viene, y que esta sería una noche alucinante para pasarla juntos porque tengo la cabeza a punto de explotar. Por supuesto, y como soy más tonto que un zapato, no se lo digo y me paso media hora hablando de tonterías.

Me duermo viendo lo de la isla en Telecinco, donde, aparentemente, su vida es veinte veces peor que la mía y encima tienen que ver todo el día a Paquirrín medio en pelotas.

VIERNES

Me levanto espeso como pocas veces y me siento en el suelo de la cocina. Me puedo permitir el lujo de jugar con Sam y darle una latita mientras escucho el nuevo disco de Lady Gaga, y es que esta noche tengo que publicar la crítica. A estas alturas supongo que todo el mundo sabe que estos fenómenos para peluqueras de provincia con flequillo peinado a laca me dan bastante igual.

Sigo escribiendo.

Tengo una reunión con la editorial que ha publicado la trilogía de Chueca para ver qué día me viene bien firmar ejemplares en la Feria del Libro de este año. No nos ponemos de acuerdo en una fecha y lo dejamos pendiente para la semana que viene. Me da mucha vergüenza, pero me mola lo de firmar libros en la Feria porque es una manera cojonuda de estar en contacto directo con los lectores y escuchar lo que me quieren decir.

Por la tarde tengo la sorpresa de que Natalia (a.k.a. Naty Hilton) viene a pasar el fin de semana a Madrid, y es que ella vive en Casablanca (Marruecos). Natalia es rubia, es sexy, es como muy de la moda (trabaja en moda) y tiene el pelo más alucinante que he visto yo en un ser humano. Y además siempre lleva tacones altos y tiene el sentido del humor de un hooligan.

Sigo escribiendo hasta que me avisan los amigos de que están con Natalia en un bar debajo de casa. Así que me atuso un poco y bajo.

Hace una tarde formidable y pienso que es una pena no tener espíritu brasileño para salir en tetas a la calle. En el bar, Natalia me dice que me ve hecho un quinqui y nos pasamos un rato en la calle hablando sobre todo de amor y de cosas así. Ella tiene una historia y yo tengo otra. Tengo que reconocer que la suya es más intensa.

Del bar nos vamos a una fiesta en la terraza de un hotel y paso un momento un poco desagradable. Aquello parece una fiesta del Orgullo Gay para gays que votan al PP, y ya el colmo del asunto viene cuando un calvo pasa por mi lado y con todo el morro me toca el culo. Estoy pensando en estamparle el mojito en la cara pero, claro, eso no sería bien visto socialmente.

Estoy de un humor de perros y me voy a cenar solo a un Vips. Quiero llegar a casa y hablar con el vecino.

Esta noche hablamos de cosas que queremos hacer en la vida. El vecino se queda un poco asombrado cuando le cuento que la cosa que más me gustaría en la vida es tener un hijo. Me pregunta que de dónde viene ese deseo, y le cuento que viene de las ganas de dejar atrás todo lo superfluo y concentrar mi vida en algo tan importante como educar y querer a una persona de manera incondicional el resto de mi vida.

Juraría que se le han humedecido los ojos cuando se lo explicaba, pero no sé.

Me voy a la cama y sueño que tengo un hijo, que le llevo al colegio, que me da disgustos y que yo le sigo queriendo lo mismo.

SÁBADO

Hoy no pienso contestar un e-mail aunque la paz en el mundo dependa de ello. Así que quedo con mi amigo José, al que no veo desde que ha llegado de Chicago, para irnos juntos al Ikea.

Por el camino hablamos un montón de sexo (el pobre lleva a palo seco un tiempecillo y se le nota en el carácter). Nos reímos una barbaridad con una aplicación que él tiene en el iPhone y que permite ver qué homosexuales están cerca de ti en ese momento. Entramos en el Ikea y nos sobresaltamos como locos porque el iPhone da una cantidad tal de pitidos avisándonos de la homosexualidad que por unos momentos pienso que me iría muchísimo mejor en la vida siendo lesbiana. Eso, o rubia natural.

¿Qué he comprado? Pues miren ustedes. Tengo que reconocer que también en el Ikea he pensado en el vecino y he comprado dos tazas de desayuno con el propósito de que él desayune alguna vez conmigo. También he comprado unos contenedores para el baño para que parezca una sala de disección, servilletas, una tetera grande, unas velas para Matías y unas fundas para almohadas. Es decir, todo lo que no necesito.

Nada más volver, Naty Hilton y compañía me cuentan que están en la plaza de Chueca y que tenemos que comer allí. Naty Hilton improvisa un desfile en la plaza de autopromoción usando al Yorkshire homosexual de una amiga a modo de bolso. Nunca ha habido un perro con más miedo en el mundo, y a escondidas de su dueña le doy una patata frita, que el pobre se ha quedado como Belén Esteban cuando le baja el azúcar.

Con las cervecitas me pongo flamenco, y la juerga sigue porque nos vamos a la terraza del Mercado de San Antón, donde decido que, como ya estoy un poco perjudicado, lo más sensato que puedo hacer es… meterme dos mojitos entre pecho y espalda.

Entre mojito y mojito me da un ataque de romanticismo y me encierro en un baño, desde donde llamo al vecino y le digo de todo menos recitarle algo de Alberti. El vecino se queda impresionado y me dice que a ver por qué le estoy contando tantas cosas de repente. Le digo que los mojitos me han puesto valiente y que a fin de cuentas él tampoco es rubia natural (a.k.a. tonto) y que supongo que no le pilla de nuevas. Él me dice que con lo hermético que soy no se lo esperaba, y que «a ver si tengo huevos de decirle lo mismo a la cara estando sobrio». Vamos, planazo.

A eso de las ocho y media de la tarde, decido que me hace falta urgentemente un bañador y unas chanclas nuevas, porque a ver cómo coño doy yo la bienvenida al verano en condiciones. A pesar de que estoy con la dieta, yo me sigo viendo engordado y es la primera vez en la vida que me tengo que comprar un bañador talla L. O los mojitos me siguen teniendo idiota o los muslos se me están poniendo como los de Beyoncé.

Cuando regreso a casa con las compras, pienso en llamar al vecino y pedirle disculpas por todo lo que le he dicho (que para nada es malo), pero decido que a lo hecho pecho y que ya hablaremos mañana.

Me quedo viendo La Noria, que presenta mi amigo Jordi González, y me quedo como un tronco (maravillas del mojito) mientras un señor pequeño que salía en Crónicas Marcianas celebra su cumpleaños a la vez que Paz Padilla (santo Cristo de la luz) le dice que le ve «guapísimo».

Duermo como el culo de mal. Pero fatal.

DOMINGO

Me levanto con una resaca e inmediatamente empatizo con Lindsay Lohan, Liz Taylor (desde el más allá) y Naty Abascal.

Tengo que ir a votar. A pesar de que incluso Sam se aterra de la pereza que tengo y telepáticamente me dice que voy a ser un ciudadano de mierda como no ejerza mis derechos democráticos, yo le digo telepáticamente que tiene mucha razón pero que la cabeza me va a explotar y que no me acuerdo de ninguna receta para la resaca.

Me vuelvo a quedar frito.

Suena el teléfono y es el vecino desde el más allá, que es un «más allá» distinto del de Liz Taylor. Me cuenta que él votó por correo y que ha votado por el partido enemigo del que yo pienso votar. Tenemos una discusión-debate de un intenso que pienso que por momentos parece que me he tragado a María Antonia Iglesias. Me da un sofoco gigante solo de pensarlo.

Me ducho (casi me quedo dormido en la ducha) y me visto. En la calle hace un sol de justicia y recibo un sms de Naty Hilton, que me dice que se ha acostado a las ocho de la mañana y que tenemos que suspender la fiesta de «Biquinis y Mangueras» que habíamos pensado hacer en la terraza de un amigo vecino. Menos mal, porque a este paso no llego vivo al lunes.

Tengo la cabeza tan fuera de mí que no consigo encontrar mi nombre en las listas electorales. ¿Habré desaparecido y el Gobierno habrá borrado mi identidad como le pasó a Sandra Bullock en aquella plasta de película? Un señor con un culo fabuloso me indica que lo que pasa es que llevo diez minutos mirando la lista incorrecta.

Mientras voto, caigo en la cuenta de que el apoderado de un partido de izquierdas me hace ojitos. Cierro los ojos pensando en la posibilidad de volver a tener sexo y me viene una arcada enorme. O estoy perdiendo la libido o ayer me envenenaron con el mojito. Espero que sea lo segundo, por la cuenta que me trae.

Como algo en un restaurante de Malasaña con las gafas de sol puestas y tengo miedo de que la camarera lesbiana (que no deja de mirarme) me confunda con un tertuliano del Sálvame que pretende pasar desapercibido. Cualquier persona sabe que solo hay una cosa peor que el infierno o un disco de Celine Dion, y eso es trabajar en Sálvame.

En casa me paso la tarde durmiendo y me despierto tardísimo para ver los resultados electorales. Pasa lo que tenía que pasar y me enfada saber que la mitad de la gente que tenía que votar no ha votado. Y luego se quejarán.

Sigo con la cabeza como el encefalograma de Marujita Díaz (es decir, altos y bajos sin parar y con ganas de decir «hago lo que me sale del kiwi» cada dos minutos).

Antes de ir a la cama, me llama el vecino y estoy sudando del calor que hace. Antes de despedirme, me dice: «Más de cuatro pero menos de quince». Yo le pregunto «qué» y él me contesta: «Días».