¿Cómo he dormido? Pues así, así. Muy pocas horas pero con un sueño profundo que casi caigo en un coma. Me he levantado muy pronto, a la siete, porque tengo una reunión a las diez y necesito estar despierto. El que hoy no se levanta ni a tiros es Sam. Cuando ha sonado el ruido del pienso en su bol, el tío ni se ha movido de la cama. Le he dicho que tiene que desayunar y telepáticamente me ha dicho: «No seas un brasas, por Dios».
Se me han acabado los plátanos. Terror.
Llevo ya exactamente un mes a dieta. Ayer me pesé en la farmacia y he pasado de 84,600 kilos a 80,900, lo cual me deja enormemente sorprendido. Es verdad que ahora se me caen los pantalones, pero me encuentro mil veces mejor. Y también llevo un mes sin cafeína: supongo que eso tiene que influir en la calidad del sueño, ¿no?
La verdad es que la dieta no tiene nada de especial. Cuando voy al supermercado miro las indicaciones de todo lo que compro y tengo que comprobar que las cosas tengan como mucho un quince por ciento de grasa. Y por la noche siempre ceno pescado o carne a la plancha con ensalada. Así de fácil. Y vaya que si me está funcionando.
A las diez ya estoy en la primera reunión del día, que es con una productora de televisión con la que me voy a asociar en un nuevo proyecto. Andrés me explica cuál es el protocolo a seguir y nos ponemos de acuerdo en todo. Está siendo un contrato complicado porque hay cosas de merchandising, porcentajes, renovaciones y de todo. Pero al final todos estamos contentos y el acuerdo queda cerrado. Supongo que un día de estos (probablemente durante el verano) ustedes se enterarán del proyecto en cuestión. El lanzamiento del asunto este comenzará en Internet y, como varios ya me han preguntado por mail, pues no, no voy a presentar ningún programa. Voy a dar la cara, pero no como ustedes esperan…
He pensado mucho en lo que me dijo el vecino. De hecho, cada minuto que pasa pienso más en el vecino. Y tengo muchísimas ganas de verle. Sé que ya se acerca el momento en que va a volver a Madrid y eso me tiene muy nervioso en el buen sentido de la palabra. Espero tener la oportunidad de conocerle, de saber un poco más cómo es su vida de diario, cómo es su historia. Necesito saber todo eso porque, por lo visto, todo sigue dependiendo de un «sí» o un «no». El vecino sigue insistiendo en una respuesta clara y un compromiso. Vamos, que no se anda con tonterías.
A media mañana me llama mi amigo José, que está por el centro, y me pregunta si le quiero acompañar a la inauguración del Mercado de San Antón. Este mercado está en medio del barrio de Chueca, en la calle Augusto Figueroa, y como me pilla cerca de casa le digo que sí. Nos encontramos en la misma puerta y nos vamos a chafardear. Y la verdad es que el mercado está estupendo y va a mejorar mucho la calidad de vida en el barrio. Incluso hay un puesto de hamburguesas donde venden unas light que se me hace la boca agua de verlas. En la última planta hay una terraza que está genial y que va a ser un sitio de encuentro todas las noches de verano. Mi amigo José (que es un urbanita y participa en foros de Internet) me dice que no le parece la bomba y que, desde luego, el de Barcelona está bastante mejor. Me dice que es un poco un «quiero y no puedo». Pues vaya, yo encantado y él no tanto.
Cuando nos despedimos, me suena el teléfono y es mi madre en directo desde Ayamonte, que está a punto de irse a la playa. Me dice que mi voz le suena rara y que a ver si estoy bien. Le cuento lo del vecino y ella me pregunta que a ver cuándo narices llega. Le digo que pronto pero que no tengo ni idea, que como el vecino es muy de sorpresas, pues veremos qué pasa. Ella insiste en que me encuentra raro y quiere saber si me pasa algo y no se lo estoy contando. Ya saben ustedes como son las madres.
Caigo en la cuenta de que no he comprado plátanos en el mercado. Vaya por Dios.
Al mediodía no tengo nada que hacer y pienso que lo mismo me da tiempo a ir un rato a la piscina, pero miro al cielo y no me fío un pelo de las nubes. Por lo tanto decido que no.
Al volver a casa, tengo una sorpresa. Mi amigo Manuel me comunica que se va a casar y que estoy invitado a la boda. Casi me pongo a dar saltos de la alegría. Es la primera vez que me invitan a una boda gay, ¿se lo pueden creer? Empiezo a pensar que mis amigos son unos pendones y que por eso no se me casa ninguno.
En principio no me gustan las bodas, ni las gays ni las otras. Creo que tengo pánico al compromiso. Se lo digo a mi amigo Manuel y él me dice que está feliz como una perdiz. Me alegro una barbaridad porque, si hay alguien que es buen chico, es Manuel. Claro, que el marrón llega cuando me pregunta que a ver con quién voy a ir. También me pregunta si sigo soltero (es que hace mucho que no hablamos) y le digo que sí. Con la boca pequeña, pero le digo que sí.
¿Le digo al vecino que me acompañe a la boda? Miren que es a finales de junio y me da un poco un jamacuco, porque ir a una boda con un proyecto de novio lo mismo se puede malinterpretar y el vecino se cree que he pasado del «no sé» al «me caso contigo y te dejo embarazado, te pongas como te pongas». No sé qué hacer.
Justo en ese momento el vecino me llama por teléfono y, como he decidido no comerme la cabeza ni cinco minutos, le suelto lo de la boda. Me dice que las bodas le dan una pereza tremenda. Yo le digo que tengo que ir y él me pregunta con quién voy a ir. Le digo (manda cojones) haciéndome el ingenuo que no tengo quién me acompañe y que me parece de una tristeza enorme ir a una boda. Me vuelve a confirmar que le horrorizan las bodas, pero me cuenta que si quiere me acompaña. Yo le digo que sí, porque creo que ya no estamos para tonterías. Eso sí, espero que no sea cierto eso de que de una boda sale otra, porque a mi madre y a mí nos puede dar un pasmo muy fuerte.
¿Casarme yo? Por favor…
Después de hablar con el vecino, me pongo a hacerme la comida y a contestar mails de curro al mismo tiempo. Llevo mucho tiempo como autónomo y currando en casa y a veces echo de menos eso de trabajar en un despacho con más gente. Sam es un secretario muy gracioso, pero estoy harto de que me dé los recados telepáticamente. No es lo mismo.
Aunque tengo una pequeña lesión en el hombro, decido ir al gimnasio justo después de comer, y cuando llego me encuentro aquello como si fuera un concierto de Madonna. Por lo visto, todos los gays de la ciudad han decidido entrenar a esa hora en mi gimnasio. Y es un coñazo, porque cuando metes a cincuenta gays en un espacio cerrado con poca ropa, hay mucha gente que le da por pestañear al que tiene al lado y tardan una barbaridad en dejar libres las máquinas. Y eso por no hablar de los vestuarios, que si la gente supiera lo de los vestuarios vivirían instalados en el grito. Como lo oyen.
Por la tarde tengo una reunión telefónica con Carmen, que me cuenta que una de las editoriales ya ha hecho una oferta en firme sobre mi próximo libro y que estamos aún esperando la respuesta de otras dos. Joder. Ni que fuera yo Harry Potter. Hay que ver lo lento que trabaja la gente en este país a veces.
Y hablando del país, flipo con lo que está pasando con el movimiento «Democracia Real Ya». Miles de personas están protestando en toda España acerca de la pésima calidad de nuestros políticos. Y les prometo que no me extraña nada. Siempre he pensado que tenemos unos políticos espantosos, sean del partido que sean. Y por lo visto, la Puerta del Sol está petada de gente que hace concentraciones a diario para protestar sobre este asunto con el lema de «No les votes». Y me fastidia porque se merecen que no les vote, pero como siempre intento ser responsable, pues creo que mi obligación es la de votar, que la gente que vivió cuando Franco no tuvo la suerte que tengo yo.
A media tarde me da una histeria enorme y decido reorganizar la estantería del salón de casa. Dos horas más tarde, tengo tres cajas de libros que voy a donar a una biblioteca y dos bolsas de basura. Si hay una persona en el mundo hoy que no tiene el síndrome de Diógenes, ese soy yo. Me relaja una barbaridad tirar cosas. Cada vez soy menos de atesorar y más de quedarme con lo estrictamente esencial. En todo.
Esto lo pienso porque tengo una persona de la que hace mucho que no sé nada. Y también pienso que no me sale de salva sea la parte llamarle. Hay gente que llega para quedarse y gente que, por sí sola, decide convertirse en prescindible y lo que consigue es que un día te levantas de la cama y ya no te acuerdas ni de qué color tienen el pelo. Supongo que es una criba que la vida va haciendo y así tienen que ser las cosas. ¿Le echo de menos? No, la verdad es que no. Esta persona se ha puesto en la cajita del olvido y creo que ahí se va a quedar. Tonterías, las justas.
Por la noche me voy a Diesel, porque un amigo que trabaja allí me ha invitado a un evento que tienen para vips y ponen toda la colección de este verano al cincuenta por ciento. Llego a la tienda y aquello parece un after, por el amor de Dios. Como yo no soy de pelearme con nadie por unos tirantes (no se imaginan lo que es capaz de hacer un homosexual de mediana edad acompañado por su mariliendre por una camiseta apretada de marca), en diez minutos he elegido un bañador negro y una camiseta blanca que se han quedado cojonudos de precio. Me vuelvo a casa más contento que todo con la compra tan barata.
Escribo un rato y tengo que empezar a pensar en redactar los agradecimientos del nuevo libro. ¿Y si pongo algo así como «Gracias a todos los que me queréis» y lo soluciono de un plumazo? No sé.
Mi amigo Philippe, que es un prodigio de lo zen ha escrito en su muro: «Soy pesimista por culpa de mi inteligencia, pero soy optimista por la fuerza de mi voluntad». Estoy a punto de llamar a Phil y decirle que en esa frase se resume mi vida, pero lo mismo piensa que me he vuelto loco.
Hoy tengo atún a la plancha para cenar, y mirando Internet mientras cocino he decidido que me voy a pasar una noche tranquila frente a la tele porque esta noche estrenan una serie nueva que se llama Los Borgia y me apetece un montón. Sobre todo porque da una imagen de la Iglesia católica de verdadero espanto.
Esta noche, de verdad, quiero tumbarme en el sofá con Sam mientras veo la serie y hablar con él de cosas. Le he mandado un sms al vecino deseándole buenas noches y literalmente le he escrito: «Te mando un beso. Con lengua». Al mandarlo, porque soy humano y no Santa Teresa, he pensado por unos instantes en el culo del vecino y me he sofocado un poco. Si el vecino no estuviera en el extranjero, tan solo hubiera necesitado cruzar la calle y darle lo suyo y lo de su prima, que estos calores me tienen inquieto. El vecino, que por supuesto no sabe lo que estoy pensando, me contesta diciéndome que le ha encantado el beso y que sí, que me acompaña a la boda.
Esta vez no me he puesto nervioso. La verdad es que estoy relajado. Me tumbo en el sofá e inmediatamente Sam viene a mi encuentro y se tumba en mi pecho. Le cuento todo lo que está pasando y él, telepáticamente, me dice que mientras tengas pienso y latitas, pues que le da todo un poco igual. También le digo que existe la posibilidad de que las cosas cambien. Y él, telepáticamente, me sigue diciendo que, como se me ocurra dejarle sin latitas, él puede convertir mi vida en un infierno. Vamos, maravilloso.
Justo antes de irme a la cama me llega un mensaje del vecino, que dice: «Me estoy quedando dormido. Otro beso. Ya falta menos…».