Efectivamente, anoche tuve un ataque de cuernos o de celos bastante importante. Y miren que eso no es propio de mí en absoluto. A pesar de que he dormido como un tronco y ni siquiera he oído el despertador, ha sido abrir los ojos y darme cuenta de que he metido la pata.
Mientras estaba desayunando, he pensado que esto es idiota. Sé que no estoy siendo exactamente claro con el vecino. Pero es que tengo que elegir entre «yo» y «nosotros». Y, al menos para mí, es una decisión demasiado importante. Porque puede afectar al resto de mis días, a mis planes, a mis días y a mis noches. Porque si yo me implico, me implico dándolo todo. Una vez que estoy metido en faena, me mojo de verdad.
Me llama mi madre por teléfono y se lo cuento. Ella está feliz y relajada en una playa de Ayamonte y charla un rato conmigo. Me dice que me entiende y que, desde luego, hay cosas que hay que pensárselas. También me dice que está absolutamente espantada porque me ve maduro y haciendo mi camino con una cierta inteligencia. Me comenta que tenía más vidilla cuando seguía siendo un burro y ella podía echarme la bronca tranquilamente todos los días. Luego hablamos de las elecciones porque el hijo de unos amigos suyos se presenta a alcalde de Ayamonte por el PP y ella (para hacerle una broma) le ha regalado un sobre electoral con las papeletas de Bildu dentro. Mi madre y yo, obviamente, compartimos un sentido del humor muy negro.
Antes de ponerme a trabajar en la canción de Lanka, decido que quiero ganar un poco de tiempo y le mando un sms al vecino. «¿Te puedo llamar a la noche?», le pregunto. Y en menos de dos minutos me contesta que le puedo llamar siempre que quiera. Menos mal.
Paso un ratillo respondiendo mails y escribiendo el artículo del Día Mundial contra la Homofobia que ustedes han leído antes de este post. Lo hago a petición de decenas de lectores que me lo han pedido.
Me paso una hora cantando. En el segundo single de Lanka, los arreglos vocales van a tener bastante protagonismo y la única manera como puedo hacerlo es cantando, para desgracia de mis vecinos, que cualquier día de estos me denuncian. Y es que canto realmente mal.
Me pongo a responder mails que tengo atrasadísimos y en uno de ellos descubro que la Duquesa de Alba es la protagonista de la portada de Vanity Fair, mi revista favorita. Mientras miro las fotos, pienso que Cayetana es la prueba viviente de que nunca es tarde para enamorarse y de que siempre hay luz al final del túnel. Ahí la tienen: hace unos años estaba sola y en estado de salud peliagudo. Y sin embargo un día se enamoró. Y hoy da gloria verla. A mi madre le cae fatal, pero a mí me encanta.
Janneth me escribe desde Colombia, donde está de vacaciones y me pregunta por Sam, por el vecino y hasta casi por el Euribor, una cosa que nunca he sabido lo que es pero que por lo visto es importantísima. Yo le cuento que estoy muy impresionado por la detención del jefe del FMI acusado de haber intentado obligar a una camarera a practicarle sexo oral. Con lo fácil que es pedir las cosas por favor.
Llama mi amigo José por teléfono y tenemos un debate apasionado sobre las elecciones. Él va a votar al Partido Popular y a mí eso me parece una barbaridad. Se me pone de morros y yo le digo que los morros se los ponga a Mariano y que piense que, como un día encuentre novio (o novia, que José es pintoresco), lo mismo no se puede casar si estos nos gobiernan.
Como me he levantado pronto y tengo la casa en un estado estupendo, me digo que lo mejor que puedo hacer es irme a tomar un rato el sol a la piscina del Canal, que me pilla a tres paradas de metro de casa. Me compro los periódicos por el camino y me instalo en una esquina del solárium, que está plagado de señoras calcadas a la abuela de Algo pasa con Mary. Es decir, que ya están renegridas y tienen las tetas pellejudas. Durante aproximadamente una hora soy el único hombre en el solárium y me entra un terror muy grande pensando que lo mismo les da a estas por hacerme un bukkake, y yo sin depilarme.
Vuelvo a casa andando y pensando por el camino cómo debería enfocar la conversación con el vecino. Voy un poco perdido, aunque en el fondo sé lo que tengo que hacer.
El nuevo disco de Lady Gaga ha llegado y me lo escucho dos veces enterito de arriba abajo para escribir la crítica. Hay tres canciones que me parecen buenas. El resto ni fu ni fa. Pero desde luego, si esta sigue diciendo que ella va a cambiar el futuro de la música y sigue anunciando su arte como la segunda venida de Cristo, se va a pegar una hostia bastante importante. Más que nada porque, al consultar los charts para saber el impacto que ella tiene, veo que «Judas» en su cuarta semana ni siquiera puede mantenerse entre los doce primeros puestos del United World Chart. Todo se desinfla en la vida, incluso Lady Gaga. Parece ser que lo único que crece por momentos es el amor de la Duquesa de Alba. ¿Me pasará algo así a mí algún día? Espero que sí, y también espero que no me pille el amor vestido como Krusty, el payaso de los Simpson.
Vuelvo a intentar ponerme con el libro nuevo, pero sigo con el bloqueo. Me acuerdo de que me tengo que cortar el pelo y me bajo a la barbería del barrio. Lo siento, pero no soy de peluquerías modernas. Yo, al barbero de toda la vida, que además hoy la cosa está animada porque el Barça ha ganado la Liga y se lo pienso pasar por el morro a pesar de que tenga una navaja cerca de mi cuello.
Efectivamente, el barbero está hecho una hiena. Me descojono.
Me hago unos sándwiches de pavo con una margarina que me dice que me va a bajar el colesterol. No tengo colesterol, pero yo la uso, que es mejor prevenir que curar, que me acerco peligrosamente a la cuarentena y no quiero un infarto precisamente ahora, que menudo mosqueo se puede pillar el vecino si la casco antes de contestarle, ¿no?
Decido llamar al vecino antes de que se haga de noche, porque con la diferencia horaria va a ser un poco tarde para él. Ya ven, estoy de un amable y de un corderito que doy miedo. Supongo que es la actitud que tengo cuando me comporto fatal.
Le llamo y no me coge.
Maravilloso.
Media hora después me llega un sms que dice que estaba en una cena de curro con unos clientes y que por eso no me podía coger el teléfono, que a ver si me apetece que nos veamos en cuarenta minutos por la webcam.
Obviamente, le digo que sí.
Aprovecho los cuarenta minutos para ducharme mientras escucho el disco de Gaga por tercera vez. Siguiendo los consejos de Esperanza Gracia, me pongo sal en la cabeza y me siento el tío más subnormal del mundo. Pero uno nunca sabe y el poder de Esperanza debe de ser enorme, digo yo.
El vecino se me manifiesta en pantalón, camisa, corbata y descalzo. Yo me manifiesto al vecino en bermudas y camiseta de tirantes, que en Madrid ya hace calor y estoy fresquito. Fresquito en el buen sentido de la palabra.
Lo primero que me dice es que está flipado de cómo me sigue cambiando el cuerpo con la dieta. Y me agarro ahí para tener una conversación intrascendente e idiota acerca de famosas que promocionan dietas y, sorprendentemente, cada día están más gordas.
Me pongo al lío y de golpe y porrazo le pido disculpas. Él me dice que no sabe por qué le pido disculpas. Yo le digo que el domingo le traté fatal al teléfono mientras él estaba en París. Y entonces me pregunta que a ver por qué narices le traté fatal.
Entonces… ¿se lo digo o no se lo digo?
Se lo digo, vaya que si se lo digo. Y sin pensármelo un minuto, que yo soy muy de agarrar el toro por los cuernos, le explico lo del ataque de cuernos, le cuento que me toca los cojones enormemente que haya dejado de llamarme y le doy todo tipo de explicaciones sobre mi vida (incluido el detalle de que no me he acostado con nadie). Creo que estoy hablando sin parar durante unos veinte minutos, y es que cuando me pongo nervioso y me quiero hacer entender, no puedo parar de hablar.
El vecino se descojona online.
Yo me bloqueo.
El vecino sigue descojonándose y yo debo de tener cara de vaca mirando al tren, porque no entiendo el despiporre que se trae.
Sigo bloqueado.
Me dice que no me preocupe y que ahora le cuadra un poco más todo. Se sigue riendo. Yo sigo un poco absurdo. Me cuenta la historia de su amiga la de París. A su amiga le hacía falta que alguien la cuidase un ratito y él no se lo pensó.
Por lo visto, somos nosotros los que complicamos las cosas cada vez que dejamos volar la imaginación. Nunca el vecino me ha sugerido que había alguien más o que se lo estaba zumbando media Europa. Y sin embargo, yo lo pensé. Es decir, matrícula de honor en idiotez.
Yo se lo cuento y le digo lo bobo que me siento, que mi comportamiento me da vergüenza y que entendería que no me hubiera vuelto a levantar el teléfono y que no sé cómo he tenido el morro de comportarme así, y él me contesta con la frase: «En realidad, es todo mucho más fácil».
Y claro, pienso que ahí me voy a desmayar. «Es todo muy fácil» es esa frase que se repite en ese sueño recurrente que tengo donde estoy en una playa y sé que hay alguien a mi lado diciéndome eso pero nunca puedo verle la cara. No es la misma frase con las mismas palabras, pero quiere decir exactamente lo mismo. Estoy literalmente sin palabras y solo se me ocurre preguntarle una cosa: «¿Cuándo vuelves?», le he dicho. «Mucho antes de lo que tú crees», me ha contestado.