TREINTA Y SEIS

Y otro fin de semana…

VIERNES NOCHE

Estoy hecho una furia porque resulta que Blogger se ha caído y tengo el blog patas arriba. Muchos lectores anoche no pudieron leer las crónicas y hoy tampoco van a poder hacerlo. Estoy saturado y me pongo a pensar que en el fondo es una porquería depender tanto para trabajar y para vivir de un ordenador, que al final solo es una máquina.

Mi amigo José viene a recogerme para ir al estreno de Goodbye Dolly! y me ve la cara. Llegamos al teatro con el tiempo pegado al culo y resulta que se han olvidado dejar mis entradas en taquilla. José Manuel Parada me saluda y paso miedo, sobre todo porque yo a este hombre no lo he conocido en mi vida.

María Novo, una amiga, soluciona el conflicto de las entradas (al final sí estaban, pero la taquillera debía de estar pensando en el vello público de Justin Bieber y lo mismo se había despistado) y conseguimos sentarnos a tiempo para ver la función. A pesar de que es la tercera vez que la veo, Dolly siempre consigue hacerme reír, especialmente con un chiste que dice: «Fíjate si eres guarra, que una vez te pusiste un clavel en el pelo y te agarró».

Al salir del teatro, José y yo cenamos en un Vips de la calle Virgen de los Peligros (qué apropiado todo) y hablamos de tonterías. La BlackBerry se ha quedado sin batería y casi mejor, que así no hago el idiota cada cinco minutos mirando a ver si tengo mensajes.

Una vez en casa, le digo a Sam que el horno no está para bollos y me voy a la cama. Tardo en dormirme una barbaridad y me veo todas las teletiendas del mundo. Es una pena que las zapatillas de adelgazar sean tan horrorosas.

Me duermo a eso de las cuatro de la madrugada.

SÁBADO

Me levanto tardísimo y caigo en la cuenta de que hoy tengo que comer con varios amigos que están ayudando a decorar el piso a Silvia, una amiga que se acaba de instalar en la plaza de Chueca. La pobre no sabe a lo que se expone.

Estoy muy perezoso y Sam se debe de dar cuenta, porque no me ha dado un solo berrido esta mañana para que le rellene el bol y le ponga agua fresca.

Llego al piso de Silvia y flipo con lo chulo que le ha quedado. Matías, nuestro amigo multifuncional, la está ayudando en la decoración y el bricolaje. Para cuando llego, ya se han pimplado varias cervezas y me uno al grupo como un hooligan.

Con la tontería de las cervezas, se me va el santo al cielo y me da un hambre horrorosa de estas de «o como algo o me desmayo». Casualidades de la vida, mi amigo José está en el barrio y me bajo con él a comer una hamburguesa.

De ahí vuelvo al piso de Silvia y seguimos con las risas, porque Matías se ha puesto (para pintar una pared) un minishort muy de videoclip de Kylie Minogue y opinamos que no le hace juego con las piernas peludas. Por supuesto, tenemos un debate sobre los hombres que se depilan las piernas y todos estamos de acuerdo en que eso es un horror como una catedral.

Está terminando la tarde y me han entrado unas ganas de comer una palmera de chocolate que no son normales. Después de dos fines de semana con sexo a tutiplén, yo creo que mi reloj biológico me pide a gritos un placer. Y como no tengo ganas de jarana, opto por ir a comprarme una palmera de chocolate a San Onofre. Lo maravilloso del momento es que voy en chanclas y tirantes, y es salir del portal de Silvia y se pone a llover como si no hubiera un mañana. Cuando entro en la pastelería parezco «Miss Camiseta Mojada 2011» pero con nariz grande.

Por cierto, ni rastro del vecino. Ni un «que pases un buen fin de semana» ni nada que se le parezca… Pff.

Llego a casa empapado y a tiempo para retransmitir el Festival de Eurovisión por Twitter. No tenía muchas ganas, pero en los últimos días he recibido exactamente 203 mensajes (Twitter, Facebook y mail) pidiéndome que lo haga. Y esa responsabilidad con los lectores me anima y me pongo manos a la obra.

El Festival me ha dado un poco igual, pero estoy fascinado con ser trending topic en Barcelona y Madrid. La audiencia y los followers crecen mucho cada vez que me pongo en serio. Debería hacerlo más a menudo, pero hasta ahora se ha impuesto el tener una vida privada más intensa y un poco más lejos del ordenador.

Me voy a la cama pensando en Lucía Pérez, la chiquilla que nos ha representado en Eurovisión. Parece una tía ideal y superpositiva. La putada enorme es esa canción que le han obligado a cantar. Porque una cutrez así uno no la canta por voluntad propia. Ha quedado la tercera por la cola y se le sigue viendo una sonrisa sincera.

Me gusta la gente que sabe seguir sonriendo frente a la adversidad.

DOMINGO

Hoy hacemos una comida en la terraza de Matías, que, además de ser vecino mío, es el mejor amigo del vecino nuevo (y guapo) desde hace más de quince años. Sospecho que Matías me pueda haber invitado para ver cómo estoy y contárselo a su amigo.

Cuando llego allí, nos ponemos con las Coronitas, los bronceadores, las toallas y todo. Es una sensación un poco mágica lo de una terraza en medio de Madrid. Las terrazas es Madrid tienen algo que no lo encuentras en ningún otro sitio del mundo.

Poco después llegan Silvia y Rose, que es la dueña de un Yorkshire que cada vez que nos vemos nos enamoramos perdidamente. El Yorkshire se pasa aproximadamente un sesenta por cierto de su tiempo lamiéndome la barbilla, y hay un momento delicado porque, lo mismo soy yo, que me he puesto fresquito con las cervezas, pero el perro me mira a los ojos y a continuación intenta lamerme el pecho. Y esto no, por el amor de Dios. Solo de pensar en acabar con un Yorkshire enganchado a un pezón, me tiembla todo del espanto.

Salgo un momento de la terraza hacia el baño y me doy cuenta de que Matías está hablando por teléfono con el vecino nuevo y guapo. Se me encoge el estómago como no se hacen ustedes ni idea, pero sigo muy digno de camino al baño. Al salir, así de golpe y porrazo, Matías me pasa el teléfono y me dice que «me quieren saludar».

El vecino al teléfono me cuenta que se ha ido a pasar el fin de semana a París. Yo le digo que me alegro mucho y que aquí estamos todos muy bien al solecito con las cervezas. Le pregunto que a ver si tenía alguna reunión en París y me dice que no, que ha ido a ver a «unos amigos».

El fantasma de los celos se me debe de haber despertado muchísimo, porque al oír «unos amigos» inmediatamente mi cerebro ha procesado que ni amigos ni naranjas de la china. El vecino está tirándose a alguien en París y esta idea no me ha gustado un pelo. Seguro del todo que se está tirando a alguien. Y esto me pone de un tenso y empiezo a pensar que el vecino es un putón desorejado y que cada fin de semana pasea esas nalgas por alguna capital europea. Muy eurovisivo todo, vamos. Me pongo tenso y hasta borde y le paso el teléfono a Matías, y yo creo que este se da cuenta de que no tengo la cara muy relajada.

Salgo a la terraza y de los nervios me pongo tanto bronceador (protección 30) que se me mete en el ojo y me estampo vivo intentando encontrar un grifo que me alivie el escozor. Estoy quedando fenomenal, vamos.

Nos ponemos todos debajo de una sombrilla a comer helado de vainilla y hablamos de las nuevas generaciones, de que hay que ver que no dan un palo al agua y que nosotros éramos mucho más peleones y teníamos más iniciativa para todo. También decidimos que los ochenta fue la última década en la que se ha inventado algo y desde ahí todo ha sido un reciclar absurdo.

En un momento dado en que estoy fuera hablando por teléfono con mi madre (que está en Portugal agradeciendo los 12 votos que nos han dado en Eurovisión) oigo a Matías que cuenta a las chicas que mi vecino nuevo (y guapo) está en París echando una mano a una amiga que está pasando por un mal momento. Las otras dos en ese momento se ponen a decir que fíjate qué buen chico es el vecino, y yo quiero que la tierra se abra y me trague y arda para siempre en el magma del centro de la tierra.

Esto ya no es meter la pata, esto es cagarla directamente.

Vuelvo a casa y me pongo a ver los resultados del fútbol y a mi amiga Carme Chaparro contar las noticias. Por supuesto, no me concentro ni un poco porque sigo pensando que soy un burro y que he metido la pata.

El caso es que quiero llamar al vecino y pedirle disculpas. El caso es que le echo de menos. El caso es que no sé cómo solucionar este conflicto de intereses donde yo pueda seguir siendo un poco libre con él en mi vida pero sin pillarme las manos del todo. Nunca he pensado que ser egoísta (en el buen sentido de la palabra) podía complicarme tanto las cosas.

Claro que echo de menos cosas, y claro que me gustaría tener una estabilidad sentimental, como a todo hijo de vecino. Pero para eso necesito tiempo y sé que no puedo dar una respuesta de nada a una persona que ni siquiera sé cuándo narices va a volver a Madrid para instalarse definitivamente.

Dejo que mi cabeza viaje y pienso que, cuando el vecino vuelva, le voy a decir que, si él quiere, pues que podemos ir al cine, hacer cosas y dormir alguna noche juntos. Me agrada la idea de hacer cosas con él. Me agrada mucho. Pero en el otro lado está mi vida y lo que quiero y tengo que hacer. Estoy a punto de meterme en dos proyectos laborales que pueden alterar un montón la forma en que mi vida está estructurada ahora mismo.

Voy a tener que hacer muchas concesiones por culpa del trabajo. No sé si quiero, o si puedo, hacer concesiones en el futuro emocional.

Miro el teléfono y me muero de ganas de llamarle por teléfono. Pero estoy nervioso y tengo miedo de estropearlo aún más. En cuanto me relaje un poco, lo primero que voy a hacer es llamarle…