TREINTA Y CUATRO

Hacía mucho tiempo que no me pasaba una noche casi entera sin pegar ojo. Y me ha tocado hoy. También es verdad que esta noche ha hecho mucho calor y me cuesta dormir. Pero es que no he parado de darle vueltas a la cabeza, que es el error más grande que puedo cometer.

Para colmo, me he levantado y no me quedaba tabaco. Claro, me he pasado media noche en el suelo de la cocina mirando por la ventana y fumando. Sam duerme mucho mejor que yo con el calor y esta vez me ha dejado tirado.

Y es que estoy empezando a tener un momento de esos donde noto cómo se me amontonan las cosas. Y eso no es nada bueno.

Me bajo a la calle a comprar tabaco y me estampo contra el vecino bombero, que ya (para terminar de tocarme las narices) está de un simpático que espanta. Me cuenta todas las cosas que ha hecho en estas semanas y lo hace con una alegría que Leticia Sabater a su lado es Benedicto XVI. Yo no me quito las gafas de sol, a pesar de que está nublado, porque debo de tener una cara como muy de folclórica a punto de ir a juicio. Folclórica o mujer de torero, que es una variante del mismo tema. Le contesto todo el rato con «qué bien» y «aha» y me lo quito de encima con la excusa de que me he dejado el fuego encendido…

Vuelvo a casa y digo yo que tengo que desayunar, pero no tengo nada de hambre. Así que me hago un descafeinado y me como un plátano de agricultura biológica o alguna idiotez de esas. No sé en qué consistirá el asunto, pero los plátanos biológicamente incorrectos saben igual.

El vecino sigue sin dar señales de vida y, cuanto más lo pienso, más me agobio. ¿Y si he estirado demasiado la cuerda y se ha cansado? Por lo tanto, hago lo que no debo hacer y le mando un sms que dice: «Espero que pases una buena mañana. Besos». Y en menos de cinco minutos me contesta con un «Que tengas un buen día. Besos».

¿Ya está?

La verdad es que no tengo ni idea y he decidido que no me da la gana pensar más. Si la cosa tiene que ser así, pues así sea.

Me pongo delante del ordenador a currar en un montón de cosas. Hay que subir medio tono la nueva canción de Lanka para que él cante de una manera más cómoda y de paso se luzca mucho más en el estribillo, que es la parte fuerte de esta canción. Miren ustedes por dónde, la canción se llama «Déjame solo» y hoy me viene de perlas.

Hablo por Facebook con Jake, el coproductor, y le hago unas indicaciones que él me promete tener listas antes del fin de semana para que pueda escuchar y empezar a decidir lo que quiero y lo que no quiero en la canción.

Después me pongo a contestar mails de curro, y una de las reuniones que tenía hoy se tiene que posponer por un asunto de patrocinios. Pues mira, casi mejor, que llego a tener que ir y me hubiera tenido que hacer un lifting para parecer un ser humano.

El servidor de Blogger me dice que está siendo reparado y por lo tanto no me deja publicar la crónica del ¡Hola! en el blog. Fabuloso. ¿Qué es lo próximo? ¿Qué se me caiga una maceta con geranios en la cabeza?

Miro el teléfono varias veces para ver si tengo algún mensaje del vecino. No hay nada.

Refresco la pantalla del correo electrónico para ver si tengo algún mail del vecino. Tampoco hay nada.

Me pongo las gafas de sol más grandes que encuentro en casa (cuanto más drama, más grande debe ser la gafa) y me bajo a tomar un café en una terraza. Como hoy estoy rebelde y destructivo, me vuelvo loco y decido tomar el café con azúcar y no con sacarina. Para transgresor y violento, yo.

En medio del café, y al otro extremo de la plaza, veo pasar al señor del rugby cargado de bolsas de una ferretería. En ese momento pienso que está montando una cámara de tortura en su casa para secuestrarme, torturarme y hacerme escuchar discos de Amaia Montero y me hundo en la silla presa del pánico.

Hoy soy como la Pantera Rosa cuando lleva encima una nube que le lanzaba agua, rayos y truenos.

Me llama mi madre por teléfono y, para que no se dé cuenta de que estoy como el culo, le miento y le digo que me estoy metiendo en el metro y que no puedo hablar.

Se me hace la hora de comer y no tengo hambre. Como siga a este paso, voy a terminar como Kate Moss, aunque, pensándolo bien, no es tan mala idea, que la muchacha está forrada. Loca como un grillo pasado de Red Bull, pero forrada.

Vuelvo a subir a casa y en el ascensor compruebo por enésima vez que no ha llegado ningún mensaje del vecino. Cada vez que me suena el pitido del móvil me pongo nervioso, y nunca es el vecino. Decido, ante el drama que se avecina, hacer lo que cualquier hombre normal que intenta mantener la calma haría: me como una tableta entera de chocolate de cacao al setenta por ciento.

Janneth, que sabe que soy un desastre, me llama para recordarme que esta noche tenemos que cenar juntos en el restaurante donde su novio trabaja de maître. Le digo que, por supuesto, no se me había olvidado, aunque se me había olvidado por completo.

Y mientras tanto, el del rugby debe de estar taladrando unos grilletes a la pared para que no me sea fácil escapar.

Pongo Tele 5 para ver vidas desgraciadas y por qué los de Supervivientes están intentado asesinar a una concursante a la que no nombro por el mal fario en vida. Hoy ni siquiera ver a la pobre desgraciada llorando en una palmera me pone de buen humor. Y Paqui la Fandanguilla no tiene pinta de ir a darme una alegría al intentar estamparle un extintor en la cara a su hermana la de los dientes raros.

O el día mejora, o soy capaz de hacer una barbaridad en un McDonald’s.

Me llegan noticias de un proyecto audiovisual que me deberían alegrar, pero no me alegran lo más mínimo. Me dejan indiferente y con ganas de meterme en la cama a echarme una siesta, pero aún me quedan cosas de curro.

Me tiro en el sofá para intentar dormir aunque sea una hora y doy demasiadas vueltas, por lo tanto me voy al gimnasio mientras Rosa de Benito le dice a la mártir que es muy mala y la otra le contesta que no le ha partido la cara porque había cámaras. Ante esto, Rosa dice que ella lo pasa fatal cuando le quitan la energía.

En el gimnasio no consigo concentrarme y estoy a punto de estamparle por accidente una mancuerna de 30 kilos a una abuelilla que está en una bici estática.

Me meto en el vestuario, que es el único sitio con cobertura, y le mando otro sms al vecino. Le pongo: «¿Cómo va la tarde? Besos». En menos de un minuto tengo respuesta: «Muy liado. Besos».

¿Así va a ser la cosa de ahora en adelante? ¿Me está castigando porque no le he respondido? Me pongo hecho un ñu, dejo el entrenamiento y me piro a casa hecho una sífilis.

Enfrentado a una crisis nerviosa romántica (digo yo), hago la única cosa en el mundo que me pone en mi sitio de forma inmediata: son las siete de la tarde y estoy pasando la aspiradora tan a conciencia que por unos momentos pienso que he aspirado a Sam y no me he dado cuenta.

Tengo el suelo de casa que se podría comer en él, y para celebrarlo me hago un batido, me ducho y me intento poner guapo para la cena con Janneth. Esto incluye una mascarilla de algas de no sé qué, que por lo visto pasas de ñu a Liz Taylor en menos de lo que María Patiño hincha una vena.

Suena el timbre y resulta que es la cartera, que tiene un certificado. Abro la puerta en tetas y con la mascarilla. La cartera da un respingo y creo que piensa que soy un alien musculado. Gracias a Dios, no grita y me entrega una carta del Ayuntamiento en la que se me dice que este semestre tengo que pagar otros 25 euros de tasas de basura. Por supuesto, me acuerdo de la madre y una prima de Toledo del Alcalde de Madrid. Veo a la cartera que pasa del ascensor y va escaleras abajo a una velocidad considerable.

Mi amigo José 1 me llama para contarme que ya ha vuelto de Chicago, que no ha ligado nada y que me ha traído un regalo. Me pregunta por el vecino y Londres y yo le digo que esta tarde es mejor que me pregunte por la masacre de Puerto Hurraco. Quedamos en vernos el fin de semana.

Una hora más tarde, me paso a recoger a Janneth y nos vamos dando un paseo por la Gran Vía hasta el Teatro Real, que vamos a cenar en un restaurante que está al lado. Decido ser un atrevido gastronómicamente hablando y como unas croquetas de chipirones en su tinta, foie con mermelada de tomate confitado y una deconstrucción de huevos rotos con chistorra que es lo más rico que he comido en los últimos años.

Como el chico de Janneth es el maître del local, nos invitan a las copas y nos agarramos un cesto probando una variedad de licores un poco grande. Al despedirnos en la puerta del Teatro Real, vivimos un momento de «te quiero mucho» y ella me dice que no, que ella más. Y en medio su novio con cara de «si lo llego a saber, les doy Trinaranjus».

A pesar de que estoy a punto de caerme en un foso que el Alcalde no ha tapado convenientemente, decido andar hasta casa, que hace una temperatura maravillosa. Son casi las dos de la madrugada y es alucinante la cantidad de gente que hay en Madrid a estas horas. La Gran Vía está llena de gente y un señor me para y me dice que a ver si quiero ir a un sitio a conocer «chicas muy agradables». Por supuesto, se me queda la cara del Pez Dori y estoy a punto de explicarle al pobre señor que tiene el mismo ojo para el marketing que yo para hacer petit point.

Llego a casa y le digo a Sam que por favor no me grite, que vengo con un cesto como el de Caperucita. Me meto en la cama y me caigo rendido.

Ha sido una buena idea no saber nada del vecino. Él nunca va a saber por qué, pero yo sí lo sé…