TREINTA Y DOS

Ha sido llegar a casa del aeropuerto y recibirme Sam a berrido limpio. Yo le he intentado explicar por enésima vez que estoy soltero y que, cuando un vecino con las nalgas más prietas del mundo y una caída de pestañas para el desmayo te invita a un fin de semana en Londres, pues hay que dejarle con la tía Janneth. Le da exactamente igual y berrea como una peluquera de provincias en un concierto de Lady Gaga o de Mónica Naranjo, que pienso que son la misma persona con distintas pelucas.

Por lo tanto he decidido hacer una terapia familiar que consiste en que le pongo media latita y le acaricio el lomo mientras come. Cuando termina, telepáticamente me dice: «Eres un padre horroroso y te odio, pero como soy un gato te quiero al mismo tiempo y, como te vuelvas a ir, cuando vuelvas te vas a encontrar el sofá destrozado. Mamón». Yo le contesto telepáticamente que recuerde que a los cuatro años le castré y que soy capaz de inventarme una nueva operación si el sofá tiene un rasguño.

Me tengo que poner las pilas como sea, porque tengo una comida de curro y una reunión justo después. Me pongo en modo on y pongo una lavadora de blanco (he decidido lavar las sábanas porque, total, creo que tengo incrustado ya el olor del vecino en los belfos). Luego me voy a la ducha y a todo correr me pongo a planchar una camisa. Se ha producido un pequeño desastre: como vivo en un piso interior, siempre pienso que nadie me ve y, justo cuando estoy terminando de planchar las mangas, me doy cuenta de dos cosas: la primera es que estoy completamente desnudo, la segunda es que la vecina de enfrente (una madurita sexy con un pelo estropajoso) hace como que riega unos geranios mientras me mira el culo. Por supuesto, el susto es tan enorme que se me cae la camisa, la tabla de la plancha y, si no llego a estar rápido, hubiera sabido lo que es vivir con un «perrito caliente».

Subsanado el momento «pornochacho», y ya con calzoncillos como un hombre decente, me preparo un café y le doy los buenos días a la vecina, que, sorprendentemente, sigue regando unos geranios que están viviendo su particular maremoto. A esta se le pudren las flores en dos días.

Queda hora y media para la comida y decido llamar a mi madre, que sigue en Ayamonte disfrutando de la playa, sus amigas flamencas y haciendo publicidad del blog. Tengo un poco de terror de que le lean la crónica de ayer y se entere de todo lo de Londres, que luego lo mismo sus amigas piensan que soy un pendón y un donjuán. Y no es el caso.

Mi madre (que se está vistiendo para largarse a Portugal a comprarme unas toallas negras) me nota raruno y me pregunta que a ver qué narices me pasa. Entonces le digo que tengo una duda y que necesito saber su opinión. Me dice que le doy pánico cuando le hablo así, porque no sabe si estoy madurando o estoy a punto de cagarla de nuevo.

Me armo de valor y le hago la pregunta:

¿Cómo se sabe cuándo alguien es para ti?

Ella me pregunta que a ver si me estoy enamorando y yo le digo que no lo tengo claro. Yo quiero saber lo que ella piensa, porque una madre es la mejor coach y el mejor libro de autoayuda que se haya escrito jamás. Y mi madre, que lleva toda la vida llamándome «animal» cariñosamente y me perdona todos los desastres, es la mejor.

Me dice que está «el amor de tu vida», pero que también está «la persona de tu vida», y que esas dos cosas no tienen necesariamente que estar encarnadas por la misma persona, aunque es una maravilla cuando eso sucede. Yo le sigo insistiendo y le pido que me cuente cómo ella se dio cuenta de lo de mi padre. Ella me dice que fue la primera vez que le miró a los ojos. Que entonces supo que se iba a casar con él. Así de claro y así de sencillo. Le pregunto que a ver si no le daba miedo pensar que se podía perder otras cosas, y ella me contesta: «¿Miedo? Aún sigo aterrorizada». Y se muere de la risa. Luego me dice ya más seria que me daré cuenta si me falta el aire, si miro el reloj demasiado o si por las noches cuando cierro los ojos sueño con su cara. También me echa una bronca tremenda porque siempre quiero toallas negras. Como mi cuarto de baño es entero de cemento pulido (suelos y paredes), ella insiste en que deberá meterle un toque de color: «Hay unas toallas de un lila nazareno que son una locura», me dice.

Yo me quedo que no sé qué decir, y ella me dice que está encantada porque hoy va a aparcar a mi padre con unos amigos para irse a Portugal con una amiga que le presta trajes de flamenca. Y es que mi madre es muy de fusión.

Salgo a la calle rascándome la cabeza y haciéndome todas las preguntas que ella me ha hecho plantearme. También me doy cuenta de que mi madre y yo somos de generaciones distintas y, por lo tanto, tenemos maneras diferentes de entender el amor. En su época, una mujer se casaba para toda la vida (eso si no eras Liz Taylor), y sin embargo mira ahora, que Estefanía de Mónaco se ha liado hasta con el domador de focas y nos parece todo fenomenal.

Me meto en el metro con la música a tope y Britney Spears dice en una canción que «me da vergüenza necesitarlo una y otra vez». Me aturdo y no sé qué pensar de Britney y de mi madre. Decido no hacerme más preguntas y centrarme en la comida y la reunión que estoy a punto de tener.

Justo antes de entrar, suena el teléfono y es Carmen, mi amiga y representante, que me dice que me quiere ver el director de un nuevo programa y que quieren que les haga un monólogo. Yo le digo que no he hecho un monólogo en mi vida y que no debería hacer esa prueba, porque, como el director es un tío realmente importante, prefiero ir más seguro y en un terreno que controle. Ella me entiende perfectamente y me dice que no pasa nada, que siempre hay que dejar las puertas abiertas y esperar a la oportunidad adecuada en el momento adecuado. Y es que, sinceramente, no me veo de monologuista haciendo chistes sobre las virtudes de la masturbación. Es todo muy 1998 de repente.

La comida y la reunión van realmente bien y regreso al centro encantado de la vida. Pero es volver a meterme en el Metro y que me cante Britney Spears (joder, tengo que cambiar la lista del iPod) y se me vuelve a aparecer mi madre. Mientras Britney dice «si lo quieres, haz que suceda», mi madre se me aparece al lado de ella diciendo que las piernas me tienen que temblar.

De vuelta a casa, me pongo a currar en el segundo single de Lanka. Hay algo en la estructura de la canción que necesita ser cambiado y me pongo aproximadamente una hora con la canción en modo repeat hasta que se me aparece la Virgen y decido dónde voy a meterle un corte enorme. Lo pruebo en pantalla y, efectivamente, la canción va mucho más veloz. Un problema solucionado.

Recibo un sms del vecino, que me dice que acaba de aterrizar y que hablamos a la noche. ¿Me tiemblan las rodillas? No. ¿Me pongo nervioso? Sí. No tengo ni idea sobre lo que Britney y mi madre opinarían de esto.

Me vuelvo a enfrentar al eterno problema de la página en blanco de la novela de asesinatos. Decido llamar a una amiga que tengo que es psiquiatra para preguntarle sobre la esquizofrenia. En el libro hay un personaje que es esquizofrénico y nadie se da cuenta de ello hasta el final, y porque la lía parda. Le pregunto a mi amiga cómo puede un esquizofrénico ocultar esa condición a su círculo más cercano, y su respuesta me dice que la realidad es mucho más dura que la ficción.

Escribo un par de páginas y hago un parón, porque quiero leer la información electoral. En la novela, el momento cumbre sucede durante las elecciones y un cambio de gobierno, y quiero empaparme de toda la información posible acerca de cómo se hace una campaña electoral. Sean del partido que sean, me parecen los mismo perros con distintos collares. Unos nos van a salvar la vida y los otros dicen que los de antes nos están enterrando en vida. Facilísimo, vamos.

Por la tarde recibo una llamada de mi primer novio, con el que pasé bastantes años. Supongo que él es lo que se llama el primer amor, y hace muchos meses que no hablamos a pesar de que tenemos una relación excelente. Pero es que el chico es como el Guadiana: aparece y desparece a voluntad propia. Nos pasamos casi una hora al teléfono y al final me confiesa que me ha llamado porque está leyendo el blog y está bastante impresionado. Le pregunto que qué le impresiona y me dice que en casi veinte años no he cambiado absolutamente nada. Me dice que, al leerme, se ha dado cuenta de que todos tenemos una esencia y que permanece inalterable, pase lo que pase. Me dice que sigo siendo «un tontín» y que no tengo arreglo.

Al colgarle el teléfono, pienso que es realmente bueno que después de tantos años uno pueda tener una relación tan civilizada con su ex. Y es que además nos tenemos cariño, y los malos momentos (que los hubo) han desaparecido por completo de nuestras memorias. Al final, solo ha quedado lo bueno.

De vuelta a casa, tengo que hablar con el vecino, que parece que me observa por una cámara, porque es poner un pie dentro y suena el teléfono.

El vecino está serio y me lo hace saber. Me dice que necesita una seguridad y que no quiere pasarse la vida andando con la sensación de que el suelo se puede romper bajo sus pies en cualquier momento. Él quiere un «sí» o un «no», y lo quiere de manera clara y rotunda. Me pregunta que qué es lo que me hace retrasar tanto una respuesta.

Me escaqueo como puedo de la respuesta. Bueno, en realidad no me escaqueo. Lo que pasa es que me tengo que poner en serio a pensarlo. Me tengo que poner a meditar sobre qué parcelas de libertad estoy dispuesto a ceder. Ahora mismo, como estoy hecho un nazi de la felicidad, pues como que por momentos no me apetece absolutamente nada tener que dar explicaciones o ajustar mis horarios a los de alguien. Pero al rato empiezo a pensar en los ojos del vecino y se produce algo parecido a un temblor de piernas.

Una putada no tener el número de Britney para preguntarle qué narices harían ella y sus extensiones en mi lugar.

Como estoy un poco alterado, me hago una lista de reproducción nueva en el iPod y la llamo «canciones para momentos con problemas». Pongo el disco de Late Night Alumni y el de Iio y los escucho sentado en el suelo de la cocina mientras fumo, me tomo un descafeinado orgánico y compruebo asombrado que Sam ha aprendido a abrir el grifo de la cocina para beber agua pero que no ha aprendido a cerrarlo.

¿Sigo siendo un «tontín» después de tantos años? ¿De verdad no he aprendido nada después de todas las cosas que me han pasado? Tengo la tentación de llamar a mi ex y preguntarle por las cosas que él cree que yo hice mal hace tanto tiempo. Pero claro, tampoco tiene mucho sentido, porque, como dice mi madre, «el que nace tonto, suele morirse tonto».

Cuando me voy a la cama caigo en la cuenta de que tengo que poner sábanas nuevas y, por lo tanto, ya no está el olor del vecino. Quizá me vengan bien unos días de distancia olfativa para verlo todo con perspectiva.

Estoy estresado, sobre todo cuando veo una foto que nos hicimos en el hotel de Londres, y entonces sí que me tiemblan las piernas.