Esto es exactamente lo que ha pasado este fin de semana londinense.
VIERNES NOCHE
El vuelo a Heathrow se me hace eterno. Por trabajo y por estudios (y por ocio también) llevo media vida viajando a Londres. Y mientras estoy esperando para embarcar recuerdo la primera vez que desembarqué en Piccadilly Circus a los 18 años. Aquello me pareció el centro del mundo y no daba crédito de lo moderno que me parecía todo. Me fui a pasar el fin de semana con una novia que tenía que se llamaba Icíar y que tenía el pelo larguísimo. Después de aquel verano no he vuelto a saber de ella.
Justo antes de embarcar, oigo a mi espalda una voz que dice: «Abel… ¡no me puedo creer que seas tú!». Me doy la vuelta y al principio estoy desconcertado. Pero caigo en la cuenta enseguida. Es Carol, una amiga a la que no veo desde hace casi veinte años. Y la verdad es que el tiempo le ha sentado fenomenal. Carol y yo éramos uña y carne de adolescentes y teníamos una filosofía hardcore de la vida que tenía instaladas en el terror a nuestras madres. Eramos unos gamberros, y el tiempo nos ha convertido en adultos no tan políticamente correctos. Carol trabaja para Marc Jacobs entre Londres, París y Milán y está en la puerta de embarque al lado de la mía. Charlamos cinco minutos y nos damos los teléfonos y los mails para no volver a perder el contacto.
Ya solo faltan cinco minutos para aterrizar y se me hace un nudo en el estómago inmenso. No identifico de dónde me viene el apretón, pero me siento como una virgen a la que van a sacrificar, para que se hagan ustedes una idea. En cuanto se abre la puerta de embarque, enciendo la BlackBerry y me pita un mensaje del vecino, que dice: «Estoy fuera. Soy la que va vestida de flamenca y lleva una cabra». No sé si esto me hace gracia o me pone más nervioso.
Como no he facturado, salgo enseguida y le veo desde lejos. ¿Qué hago? ¿Le como la boca ahí mismo? ¿Le doy dos besos? ¿Un abrazo? Es que es complicado conocer el protocolo correcto en estas situaciones. Menos mal que el vecino (que no va vestido de flamenca y la cabra debe de haberla dejado fuera) me da un abrazo y me come la boca, así, por ese orden.
Nos metemos en un taxi que nos lleva al hotel y allí lo primero de todo me doy una ducha mientras el vecino pide algo de comer (pechuga de pollo con pasta) al servicio de habitaciones. Estoy como ansioso y un poco descolocado, y la ducha es un momento para ganar tiempo y pensar. De nuevo las dudas: ¿salgo en toalla?, ¿en pelotas y dándolo todo?, ¿me pongo el albornoz? No. Me pongo una camiseta y un pijama de Calvin Klein que me regaló mi madre (ni se imaginan lo moderna que es para la lencería masculina) y que aún no he estrenado.
¡Mi madre! Caigo en la cuenta de que mi madre, como todas las madres, se pone histérica cuando pillo un avión. La llamo desde el baño y le digo que he llegado bien y me dice que a ver «qué narices es este romance internacional», porque no le hace gracia que tenga que estar para arriba y para abajo.
El pijama me dura puesto exactamente dos minutos, y pasa lo que tiene que pasar.
Llega el servicio de habitaciones con la comida justo después de que pase lo que tenía que pasar.
Comemos y vuelve a pasar lo que tenía que pasar por segunda vez.
Me ducho. Y en la misma ducha vuelve a pasar. Y en esos momentos pienso que, francamente, si algún día me va mal, lo mismo puedo dedicarme al porno.
Me duermo. Ni sueño nada, ni me desvelo, ni me apetece un menú de McDonald’s, lo cual es un avance enorme. El vecino no ronca, por cierto.
SÁBADO
Nos levantamos a eso de las doce y media, que para Inglaterra es tardísimo. Mientras desayunamos un té en la habitación que sabe a desatascador de cañerías, contesto a unos mails.
Veo en el Twitter que una productora audiovisual anuncia que ya está grabando material para un proyecto que tienen conmigo. Me da una alegría muy grande y se lo cuento al vecino, que está viendo en la tele un canal de deportes.
Salimos a la calle y hace buen tiempo. Y menos mal, porque no puedo con el tiempo de Londres, que es para ir llorando por la calle de gris que es todo. Nos planteamos ir a ver un musical, pero luego decidimos que es mejor si nos vamos a cenar por ahí, que los musicales son muy de gays.
Comemos en una terraza en el Soho y comenzamos un debate sobre si Dios debería castigar al pueblo inglés por su cocina tradicional. Después nos damos un paseo por el centro y le digo al vecino que siempre que paso por Piccadilly me da un poco de tristeza, porque hace años cerraron mi tienda favorita de discos del mundo, que se llamaba Tower Records, y donde he pasado parte de mi adolescencia. El vecino me dice que iTunes lo cambió todo para siempre.
El vecino me dice que le apetece una siesta, y en ese momento se me ocurre que como siga a este ritmo con las siestas voy a perder dos kilos por fin de semana y voy a poder deshacerme de la dieta orgánica porque voy a adelgazar lo mismo.
Efectivamente, lo de la siesta era una excusa.
El vecino pega un respingo y se pone como loco con la tele porque juega el Madrid contra el Sevilla. No encuentra el partido por ningún lado, pero yo enchufo el ordenador y se lo pongo online.
Fiesta. El Madrid ha marcado seis goles y cuatro de ellos son de Cristiano Ronaldo. Mourinho sigue con esa cara de oler mierda en la punta de un palo y de nuevo tenemos el debate ese en el que yo odio a Mourinho y el vecino me dice que la culpa es de la dirección deportiva del Madrid, y no del entrenador.
Ducha y a cenar. Hace un poco de frío y decidimos que mejor dentro que en una terraza. Cerca del hotel nos encontramos un italiano muy gracioso y le digo al vecino que necesito pasta y carne porque, con la cantidad de energía que estoy consumiendo, lo mismo me da un «parraque» y tenemos un conflicto médico internacional.
Andamos un poco y volvemos al hotel. Nos pasamos la noche entera hablando de nuestras adolescencias, y no todos los recuerdos son agradables. Ni por su parte ni por la mía. Después de eso, nos ponemos a hablar de nuestras familias. La historia del vecino y su familia no es fácil. Yo le escucho atentamente y pienso que, al contármelo, se está quitando un peso de encima.
Nos quedamos dormidos y con la boca seca de tanto hablar.
DOMINGO
De nuevo hace un buen día y el vecino me pregunta si me apetece desayunar en la cama. Claro que me apetece, sobre todo porque nunca lo hago. A estas alturas, y Sam no ha aprendido a hacer unos huevos revueltos decentes.
Llamo a Janneth para que me cuente qué tal está Sam y ella me dice que Sam está obsesionado con la puerta de la nevera. Le digo a Janneth las palabras mágicas (jamón de york), y ella misma se queda entre sorprendida y acojonada con la reacción de Sam.
Llega el desayuno y, casi con el último bocado de tostada, veo al vecino de espaldas y me doy cuenta de que voy a volver a adelgazar unos doscientos gramos. El culo del vecino debería ser patrimonio nacional, perdonen que me ponga así de grosero, pero es que tampoco soy una flor del campo.
Tras adelgazar, hablo un momento con mi madre, que se va a la playa y está feliz. Ella me pregunta que qué tal y yo le digo que estoy muy relajado. No me pregunten cómo, pero ella entiende perfectamente la palabra «relajado» y me dice que no me relaje demasiado, que lo mismo me da un desmayo. Me meo.
Comemos otra vez en el Soho en otra terraza y de nuevo pienso en el castigo enorme que es la comida inglesa. ¿Pastel de riñones? ¿Estamos tontos o qué?
¡Nos hemos cruzado por la calle con Jude Law!
Volvemos al hotel para la siesta y le digo al vecino que empiezo a pensar que estamos enfermos de algo. Él se ríe a carcajadas.
La tarde la pasamos charlando, viendo un especial de Sinitta en la tele (joder lo bien que le ha sentado el Botox) y haciendo el vago. Paramos diez minutos para contestar cada uno a sus mails y luego decidimos que vamos a cenar en el restaurante del hotel. Yo pido una pasta Alfredo con pollo y él una ensalada que tiene de todo menos grasa. Me confiesa que su mejor amigo le llama «la hierbas», y casi escupo la pasta del ataque de risa.
Volvemos a la habitación, y el vecino quiere que hablemos. Y hablamos. Y le digo que, en realidad, no quiero decirle ni que sí ni que no. Que las cosas están así bien y que me encuentro cómodo. El vecino me dice que me comprende, pero que no le hace demasiada gracia. Me pregunta que a ver si existe la posibilidad de que yo me acueste con otras personas y le digo que no tengo ni idea, porque me estoy dejando llevar. Me dice que la respuesta no le parece suficientemente clara. Yo le digo que lo está haciendo todo muy bien (porque es verdad) y que me encuentro muy a gusto. Y que, mientras yo esté muy a gusto, lo más probable es que no tenga ni tiempo ni necesidad para mirar a otro lado.
Él me dice que yo vivo en el centro de Madrid, donde hay una oferta constante de sexo y de todo. Yo le digo que llevo muchos años viviendo ahí y que, cuando uno ve lo que ve durante tantos años, como que se narcotiza y busca justo todo lo contrario. También le digo que hace muchos años que no he ligado por la calle porque no me interesa y que por eso siempre voy con el iPod o hablando por teléfono.
Él me cuenta que quiere una relación cerrada y monógama, y que no entiende una pareja de otra manera. No voy a negar que la palabra «pareja» me agobia un poco, pero respiro hondo y dejo que se me pase. Le intento explicar al vecino que tengo un poco de pánico escénico y que, si tengo que ser sincero, no sé si estoy preparado para comprometerme en firme y por esa razón me estoy dejando llevar y dejando que las cosas sucedan y fluyan de una manera natural. Porque si fuerzo las cosas, lo mismo me veo obligado a hacer cosas que no quiero y que me agobian y vuelvo a salir por patas.
Nos quedamos dormidos y el vecino me abraza menos que otras noches. Yo sí le abrazo más que otras porque, mientras me quedo dormido, pienso que así estoy bien y que, en realidad, ahora mismo, no tengo ganas de conocer a nadie más. No se lo digo a él pero, claro, es que hoy mismo él va a estar leyendo esto y se va a enterar de todas formas.
LUNES MAÑANA
Nos levantamos y me acompaña a coger el metro que me lleve al aeropuerto. Casi no nos ha dado tiempo a desayunar y no hablamos de nada importante. Quedamos en que nos llamamos a la noche cuando él aterrice en su destino caluroso. Me da un abrazo enorme en medio de la calle, pero no me da un beso. Apoya un poco su cabeza en mi cuello y no sé cómo lo hace, porque es mucho más alto que yo, pero lo hace. Bajo las escaleras del metro y me doy la vuelta para mirar si sigue ahí. Y no, no sigue ahí…