TREINTA

Escribo desde la Terminal 4 del Aeropuerto de Barajas y son las ocho de la noche. Obviamente, estoy aquí porque voy a coger un avión, no porque me haya hecho azafato. Y hoy voy a copiar el formato de las series de la tele, llenas de flashbacks para contarles cómo ha sido mi día hasta llegar aquí…

Me he levantado con una pereza que hasta a Sam le dan miedo mis bostezos. Es más, telepáticamente me dice: «Te odio pero no me comas, por favor». Nada más levantarme, me siento tan cansado que me como un plátano orgánico en el suelo de la cocina. Y antes de que me pueda quitar las legañas, me suena el teléfono y es el vecino desde el más allá, porque hay que ver lo lejos que está.

Me pregunta que a ver qué tal he dormido y le digo que regular, porque estoy soñando cosas raras. Y no me acuerdo de qué he soñado, pero era raro. También me pregunta si tengo planes para el fin de semana. Y la verdad es que no, no tengo absolutamente nada que hacer. Espero poder ver a mi amigo Pablo, que está trabajando en Cibeles y cuando le he llamado esta mañana me ha contestado en medio de un desfile y le he preguntado si estaba en Cibeles o en un after, porque vaya musicón.

No tengo planes para el fin de semana. No he quedado con nadie y creo que lo más excitante que tengo que hacer es ir al supermercado, poner una lavadora con las sábanas del fin de semana pasado (sí, ya lo sé) y mirar al techo. También tengo que ir al veterinario a comprar comida para Sam, porque esta mañana se le ha acabado el pienso y no saben ustedes cómo se pone cuando ve el cuenco vacío.

Le cuento al vecino que anoche tenía que haber estado en la fiesta de una marca de zapatillas deportivas, pero que de camino me encontré a Matías y su chico con una amiga en un café del barrio y ya decidí quedarme con ellos tomando una cerveza. Matías, por si ustedes no se acuerdan, es el mejor amigo del vecino. Me pregunta que cómo van las cosas y yo le digo que no sé, pero que todo va bien. Él me dice que me lo piense, que es el mejor amigo del vecino desde hace más de quince años y que nunca le ha visto tan empeñado en algo. Después hablamos de ropa, de la importancia de no mezclar el verde con el marrón y de política, porque Matías y yo votamos al mismo partido y estamos acojonados con lo que se nos puede venir encima.

El vecino, después de escuchar mi discurso y escuchar cómo se lo cuento con el tercer plátano orgánico de la mañana, me corta en seco y me dice: «¿Te siguen gustando las sorpresas?».

Santo Cristo de la luz. Le pregunto si va a volver a venir, porque la misma sorpresa repetida no tiene gracia. Me dice que no, que no puede venir a Madrid y me pregunta si le echo de menos. Le digo que sí y que fíjate cuánto hace que no he lavado las sábanas. También le aclaro que no sé si lo hago por romántico o por vago. Él me dice que me cuelga y que me vuelve a llamar en un par de horas. Me deja con la palabra en la boca y le noto sobreexcitado, como cuando yo estoy a punto de decir «yuju».

Anoche vi el comienzo de la nueva temporada de Supervivientes, porque tenía una noche floja, emocionalmente hablando, y el ver a varias personas aterrorizadas estampándose contra el agua desde un helicóptero me iba a subir la moral, sin duda alguna. Pienso seriamente en que el Gobierno ponga un ministerio de salud mental que se llame «Ministerio de Asuntos Telecinqueros», porque a mí me está salvando de una depresión exógena de tres pares de narices. El problema es que nadie se pega y hay pocos insultos y, claro, si no hay sangre me duermo.

Como el vecino va a tardar en llamarme, decido que me da tiempo a desayunar y a largarme al gimnasio, que como esta semana ha sido fiesta el lunes tengo que recuperar la rutina y hoy he de hacer dorsal y hombro. Mientras voy de camino al gimnasio, caigo en la cuenta de que llevo ya tres semanas sin cafeína y que la calidad de mi sueño ha mejorado una barbaridad. He pasado de tomar seis o siete cafés al día a nada. Y la verdad es que no me ha costado absolutamente nada desengancharme. Total, últimamente el café en los bares está fatal y el descafeinado sabe igual.

Llego al gimnasio y me encuentro a dos armarios empotrados teniendo una conversación sorprendente: están hablando del comienzo de la campaña electoral. Como lo oyen, dos amasijos de músculos hipertrofiados con un debate que ya lo querría Jordi González en La Noria. Porque, no nos vamos a engañar, son los dos mucho más apañados que María Antonia Iglesias, visualmente hablando.

Me pongo a entrenar al lado de ellos (sí, quiero ser cotilla) y me entero de que uno es del PSOE y el otro del PP. El del PSOE habla de las maravillas de la conquista de derechos sociales, y el del PP le dice que no se va a poder casar porque sin dinero no va a poder celebrar la boda. El del PSOE le dice que no se puede ser gay, y del PP y el del PP le contesta que él puede ser hasta cheerleader si se lo propone.

En el vestuario me encuentro a Chris en la ducha y nos ponemos a rajar de cosas importantes, es decir: el nuevo vídeo de Lady Gaga (que es un horror espantoso de ver), si es mejor la gomina o la cera para el pelo y la importancia del bronceado a la hora de generar endorfinas. Vamos, que estamos viviendo un momento Paris Hilton que es para darnos dos bofetadas.

Mi madre me llama desde Ayamonte contenta como una ardilla porque resulta que desde hace un par de semanas ha decidido hacer promoción del blog entre sus amigas, y mi madre, que tiene mucho poder de convocatoria (de casta le viene al galgo), tiene a medio pueblo leyendo el blog. Claro que la gente de Ayamonte es buena y de momento nadie le ha dicho «qué maravilla tu hijo, que al final se ha tirado al vecino y sigue sin cambiar las sábanas». Es decir, que estoy muy agradecido a las gentes de Ayamonte por su sensibilidad social para con mi madre.

Es ya casi la hora de la comida y el vecino no me ha llamado. Ayer se me olvidó escribir que tuvimos una conversación un poco intensa acerca de su ex. Cuando el vecino me cuenta cómo fue su anterior relación, yo pienso que casi prefiero que Sonia Monroy se me plante en casa con la intención de hacerme un unplugged de sus grandes éxitos. Para los que no se enteren, un unplugged no es nada sexual, es un concierto en directo. El ex del vecino es lo que podríamos llamar un vampiro emocional que se niega a abandonar su vida. Le llama todos los días, le manda mensajes, le manda fotos de un perro que tuvieron juntos y que el vecino perdió en el divorcio. Vamos, una pesadez. Le pregunto al vecino que por qué narices no le manda a freír espárragos de una vez y el vecino me dice que no sabe por qué. Me dice que le importa un pimiento lo que el otro le cuenta, que le escucha y que cuando cuelga el teléfono le da lo mismo.

Claro, yo me he puesto a pensar que lo mismo el vecino sigue medio enamorado de su ex, pero también sé que no se lo puedo preguntar porque yo no soy nadie para hacerlo. Y es que resulta que yo mismo, por no contestar aún a «la pregunta», me he puesto en un sitio en el que no soy amigo, ni novio, ni polvo. Vamos, que no tengo ni repajolera idea de lo que soy ahora mismo. Pero el asunto del exnovio me deja con un runrún durante un ratillo.

Esto, por supuesto, hace que durante un rato me dedique a pensar en mi ex. ¿Le echo de menos? No. ¿Tengo ganas de verle? No. ¿Le odio? Claro que no. Y estas respuestas me dejan contento, porque pienso que así debe ser. Cuando uno ha compartido su vida con alguien, me parece un poco feo ponerle a parir solo por el hecho de que ya no sea tu pareja. Tengo dos exparejas y, aunque no fue fácil al principio, con el tiempo nos hemos convertido en grandes amigos. Phil (una gran persona y el mejor exnovio del mundo) incluso me anima mucho con el vecino por mensajes de Facebook…

He comido unos sanjacobos y no me he sentido culpable. Yo creo que el cuerpo es listísimo y me pide grasa de vez en cuando. Me he quedado tan satisfecho que me he sentado en el sofá con Sam a ver las noticias y me he quedado frito. La falta de cafeína me tiene como una de esas abuelas que se quedan dormidas en cualquier momento.

Me despierta el teléfono y es el vecino, que me dice que a ver si me ha gustado la sorpresa. Me quedo un poco sorprendido porque no entiendo de qué me está hablando y Sam se ha enfadado porque he dejado de abrazarle. Me dice que a ver si no he mirado el móvil y le respondo que me había quedado frito. Me urge a que mire mis mensajes en el teléfono y en el mail. Lo hago y para mi sorpresa encuentro un localizador de British Airways para un vuelo que sale esta tarde a Londres y que regresa a Madrid el lunes por la mañana.

Estoy tan sumamente aturdido que no sé qué contestar. Que conste que me hace una ilusión que te mueres, pero es que cuando me pasa eso me suelo quedar sin habla. Le digo que me explique la cosa y me dice que el lunes por la mañana tiene que estar en Londres para visitar unos showrooms y tener reuniones y que, ya puestos, pues que se va el viernes noche, que la empresa le paga el hotel y que me invita.

Hostias. Este es uno de esos momentos de «¿y qué coño me pongo?». Pero lo soluciono rápido, le digo al vecino que se lo agradezco una barbaridad y que me voy a preparar la maleta. Él me dice descojonándose que no lleve maleta, que tampoco voy a necesitar tanta ropa. En ese momento visualizo las nalgas del vecino y yo también decido que con una bolsa que tengo de Adidas va a ser suficiente. El vecino se ríe, yo me pongo nervioso, él se ríe más y quedamos en que le llame antes de embarcar porque él se va ya al aeropuerto. Me pide que le mande un mensaje asegurándole que no me he arrepentido y que se lo mande desde dentro del avión para que él vaya a buscarme.

Cáete muerto. Así, por las buenas, un fin de semana en Londres. Claro, esto me pone en un nivel de excitación como la ardilla de Ice Age con la nuez, para que se hagan ustedes idea. ¿Y ahora qué mierda meto en la bolsa? ¿Meto una americana por si tenemos una cena formal? ¿Llevo ropa del gimnasio? ¿Es pronto para unos tirantes? ¿Vamos a salir a bailar? ¿Le podré decir a Kate Middleton que me cae muy bien y que se debería zumbar a su cuñado?

Me tengo que poner las pilas y llamo a Janneth, que es la tía oficial de Sam, para que se quede cuidándole este fin de semana. He hecho varios castings con Sam y él ha sido el que ha decidido que Janneth es una mujer que le gusta mucho que le vuelque el pienso. Con una llamada lo soluciono (Janneth es la hostia y tiene copia de las llaves de casa).

Miro el reloj y pienso que no me queda tanto tiempo. Me miro al espejo y no me afeito desde el lunes y parezco un homeless. Resumiendo, en una hora me he afeitado, recortado el vello púbico, me he puesto una mascarilla, me he vestido, he llamado a mi madre para avisarle de que no estaré en casa porque me voy a abortar a Londres y me encuentro en el metro ya camino del aeropuerto.

Al final supongo que todo se trata de enfocarlo como si fuera una aventura. Cada vez pienso más que la solución no es un «sí o no». Porque ese tipo de respuesta es bastante radical y puede cambiar el ritmo y la percepción de las cosas. Me recuerdo a mí mismo que soy un nazi de la felicidad y que me sigo moviendo por impulsos positivos exclusivamente. Fuera lo malo y bienvenido lo bueno. Y de verdad, de la buena, no me interesa nada más.

Ya tengo el e-ticket y me voy a comer algo antes de embarcar, que aún faltan cuarenta minutos y en Londres se cena superpronto y para cuando llegue tengo yo la sensación de que el plan no va a ser precisamente ponernos a buscar restaurantes. Aunque me da tiempo a buscar en la BlackBerry un sitio molón para invitar al vecino a cenar mañana por la noche.

De verdad, no tengo ni idea de adónde voy, ni cómo, ni con quién. Pero me gusta que las cosas sean así.

Besos desde el aeropuerto. Vuelvo el lunes…