VEINTIOCHO

Me levanto un poco espeso porque he vuelto a soñar la cosa esa de la playa e incluso puedo ver que quien está a mi lado lleva un bañador rojo, pero sigo sin saber quién es y lo único que oigo es la frase «Es todo muy fácil». En cuanto pongo un pie en la cocina, Sam me pega cuatro berridos y comprendo cuando veo que su cuenco de pienso está vacío. Se lo relleno y se tira de cabeza. Calculo que me quedan cinco minutos antes de que empiece a bramar porque tiene sed.

Tengo una reunión con mi amigo Andrés a las diez y media y, como somos los dos unos modernos, decidimos que la vamos a tener en un Starbucks. Antes de eso (siempre me levanto temprano), me pongo a contestar los mails pendientes de ayer y de nuevo me encaro al drama del «folio en blanco». Y esto ya empieza a tocarme las narices. Es irritante saber exactamente lo que quiero contar y no poder hacerlo de una manera fluida. Es como si quisiera hablar y me entrara una afonía enorme de golpe.

Antes de salir para la reunión, decido que este va a ser un gran día sí o sí y me pongo musicón para bailar en la ducha. Siempre he bailado en la ducha una barbaridad y me asombra el hecho de que a estas alturas aún no me haya estampado vivo. Por supuesto, también hago playbacks con el teléfono y esta mañana canto a berrido limpio el «Rock Dj» de Robbie Williams, para desgracia de Sam, que me mira con cara de ir a denunciarme al defensor del menor de un momento a otro.

De camino a la reunión en Gran Vía, sigo escuchando a Robbie y, cuando llega Andrés, nos descojonamos porque a mí me dan una taza de porcelana y a él le dan un vaso de plástico. Andrés tiene la teoría de que, como es sudamericano, lo mismo las del Starbucks tienen miedo de que les robe la vajilla. Andrés y yo estamos trabajando a medias en un nuevo proyecto audiovisual, y parece que poco a poco la cosa va cogiendo color y vamos a empezar a currar prontito. Siempre me lo paso bien con Andrés, porque es un tío con un humor muy inteligente y eso, perdonen, pero no es frecuente. Le digo que me haga una foto con las dos bebidas para el blog y él se descojona. Tengo muchas ganas de currar con él porque pienso que entre los dos somos capaces de muchas barbaridades y, por lo menos, nos vamos a divertir.

De vuelta a casa, mi madre me llama por teléfono y me cuenta que la noche anterior ha llovido una barbaridad en Ayamonte y que tiene mono de playa. Yo le cuento que en Madrid ha salido un poco el sol y que tengo ganas de verla. La mujer se emociona siempre que se lo digo, pero es verdad: tengo muchas ganas de verla.

Y justo cuando pongo un pie en casa, me suena el teléfono y es el vecino, que me dice que tiene un cuarto de hora para hablar conmigo. Yo, completamente instalado en el nervio, le digo que de qué tenemos que hablar. Y él me cuenta que anoche me buscó en el Google y que ahora ya sabe muchas más cosas y que se ha quedado sorprendido. Como soy bromista por naturaleza, le digo que a ver si no le importa que haya tenido una carrera en el porno y él tarda unos segundos en darse cuenta de que estoy de coña, lo que me tiene a carcajada limpia unos dos minutos.

Me da un poco de pudor que el vecino haya hecho eso. Me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de habérselo contado yo. Él me dice que no se lo he contado porque no he querido. Yo le respondo que cuando conozco a alguien me interesa mucho más que me cuente cosas que contarlas yo. Él me dice que, a priori, mi vida es mucho más interesante. Yo le cuento que mi vida es como la de cualquiera, solo que mi trabajo es un poco más peculiar. Me levanto a las siete y media casi todos los días y me pongo a escribir, a veces con suerte, otras no tanto. Soy un currante como los demás y no soy millonario. Es decir, una persona normal y corriente. Él me dice que, si yo soy normal y corriente, él es Cindy Crawford, y yo le digo que ni hablar, porque no tiene ni lunar ni los labios gordos, con todo lo que implica tener unos labios gordos. Como la conversación está ya teniendo unos tintes surrealistas, ambos decidimos que nos vemos por la noche en Skype para comentar el partido de fútbol. Yo le digo que, además de perder la liga, esta noche van a perder el partido. Su respuesta es: «No tengo el horno para bollos», una frase con la que siempre he identificado a María del Monte, no me digan por qué.

Salgo de casa de camino al gimnasio y se me funde la bombilla de la lámpara de la entrada, lo que me da una angustia tremenda porque nunca me acuerdo de comprar bombillas. Cuando uno sale a la calle se acuerda del pan, de la leche o de una camiseta molona. Pero… ¿una bombilla? Ni de coña. Haré lo de siempre, escribírmelo en la mano y comprar siete u ocho.

En la recepción del gimnasio, me encuentro a Chris y me pongo contento como una ardilla, pero la alegría me dura poco porque Chris me dice que no se puede quedar a entrenar, que ha venido a pagar y que se pira al curro. En el gimnasio resulta que hay un cliente nuevo y la gente está revolucionada porque es alguien muy famoso que sale en la tele en programas muy famosos. Al natural, desde luego, no es como en las fotos y no tiene para nada un culazo, lo que le quita unos 2000 puntos de golpe.

Como es lunes, entreno pecho, que es el día más cómodo. Las musculocas entrenan pecho el viernes para estar golosos el fin de semana. Yo lo hago el lunes no por llevar la contraria, sino porque es más cómodo y hace como siete años que no me quito la camiseta en una discoteca, que eso es de horteras que se han quedado pillados en 1997. Hay tanta gente en tetas en una discoteca que, precisamente, la única gente que me llama la atención es la que va vestida.

Al salir del gimnasio me doy cuenta de que está cayendo una tormenta de granizo apocalíptica y que voy en pantalones cortos. En la recepción hay una actriz muy famosa que sale en películas de Almodóvar y comentamos que vaya asco de tiempo. Hay que ver cómo se está poniendo el gimnasio de celebrities, lo cual no mola nada porque se enteran las cuatro modernas de turno y se puede poner petado en dos semanas de gente con camisetas de Dolce & Gabanna (un icono para los wannabes mundiales).

Consigo llegar a casa empapado y pensando que es el fin del mundo, y me hago una pasta con pollo y una cosa de avena que, según pone en el bote, «es el sustituto perfecto de la nata para cocinar». Si eso es el sustituto perfecto, yo soy Marifé de Triana, por decirlo de una forma elegante, porque, digan lo que digan, eso sabe a limpiacristales. Y no, nunca he bebido limpiacristales, pero me imagino que tiene que saber así.

A la tarde tengo una cita. Todos los años me hago las pruebas del VIH. Soy de una generación que ha crecido educada en los riesgos de contraer la enfermedad y me las hago casi anualmente desde los 19 años. Me he enterado que los chicos de Apoyo Positivo (una organización con la que colaboro siempre que me lo piden) hacen una prueba fiable al cien por cien y con resultados inmediatos. Así que prefiero hacerla ahí y así no tengo que esperar una semana, como en la Seguridad Social.

Una vez que llego allí después de perderme veinte veces, me recibe una chica encantadora que me explica cómo va a ser la prueba y que me tengo que pasar un aparato rollo CSI por las encías y ensalivarlo. Mientras esperamos el resultado, yo me pongo nervioso y comienzo a repasar mentalmente mi vida sexual desde el divorcio. Por mucho que uno esté tranquilo y que siempre haya tomado precauciones, es imposible no ponerse nervioso mientras se espera. También tengo que rellenar un formulario donde confirmo que no follo ni con drogas ni borracho. Asimismo, confirmo también que no han abusado sexualmente de mí y que no tengo pareja.

Mientras espero el resultado, salgo a fumar con la chica y me dice (para mi sorpresa) que el grupo de mayor riesgo de infección es el de las mujeres heterosexuales menores de 30 años, lo que me deja a cuadros. Después del cigarrito me da lo resultados y sale todo bien. Respiro un poco más aliviado y de camino al metro voy pensando en lo importante que es cuidarse y tomar precauciones siempre. Es una enfermedad terrible que siempre ataca a los inocentes, y me pongo un poco triste pensando en que quizá hoy le tienen que contar a alguien un resultado distinto al mío, y se me encoge un poco el corazón pensando en lo duro que debe de ser recibir esa noticia. La gente nunca rechazaría a alguien con un tumor en el pie, pero a alguien con VIH, claro que lo rechazan. Ni somos tan modernos, ni hemos avanzado tanto. Y hay muy poca información.

Decido llamar por teléfono al «difunto» y contarle que me he hecho los análisis y que todo bien. Es una manera de decirle que siempre me he cuidado (y le he cuidado) y que, si de ahora en adelante él tiene algo, no he sido yo el que se lo ha pasado. Me parece una responsabilidad básica. Solucionamos el trámite muy rápidamente (él es muy educado) y terminamos la conversación de manera civilizada.

Vuelvo al barrio y decido que voy a celebrar lo del análisis con un té verde. Desde ese bar llamo al vecino más que nada porque allí me tomé el primer té con él y le cuento la noticia. Me dice que se alegra pero que tiene mucha prisa y que se mete en una reunión.

Después de eso me vuelvo a casa a currar un poco y, como estoy un poco sensible, llamo a mi madre por teléfono. Me cuenta lo mismo que a la mañana, pero su voz siempre me tranquiliza. Cuando cuelgo pienso que no sé qué va a ser de mí el día que ella no esté. Vamos, que no soy el colmo de lo positivo hoy.

Tengo que escribir un documento que describa el concepto de mi nuevo libro para enviárselo a mi representante y que ella pueda corregirlo y pasarlo a tres editoriales que han mostrado interés. No ocupa más que un folio, pero me cuesta Dios y ayuda hacerlo. Se me da fatal venderme y creo que tengo el «síndrome del impostor». Le mando el mail a Carmen y le digo que corrija y añada todo lo que haga falta. Carmen está un poco flojilla porque se ha muerto el padre de su mejor amiga y ha sido un fin de semana bastante duro. La noto un poco menos alegre que de costumbre y le digo que la quiero «una jartá» y que nos vemos esta semana sin falta para achucharnos.

Llega la hora del partido de fútbol y ya estoy duchado y con dos sándwiches de pavo (orgánico, creo) y un vaso de leche desnatada frente a la webcam. Nos ponemos a hablar de todo y el vecino no hace mucho caso al partido porque cree que van a perder, y el vecino tiene un muy mal perder. La cosa termina con empate a uno, lo que quiere decir que el Barça pasa a la final, y yo estoy tremendamente feliz. Cada día me cae peor Mourinho y creo que tiene un karma pésimo que afecta a sus jugadores. Hasta Cristiano Ronaldo decía el otro día en un periódico que no le gustaba cómo Mourinho le hace jugar.

Después hablamos de la prueba del VIH y le pregunto si él se la hace. Me dice que sí porque le gusta mucho el sexo y siempre ha tenido bastante cuidado con lo que hacía porque quiere darlo todo muchos años. También me cuenta que los últimos resultados se los dieron a finales de enero y que estaba todo en orden. Y me reconoce que sí, que aunque uno vaya muy seguro, los diez minutos previos a recoger el resultado se pone uno nervioso.

No hablamos mucho más porque tengo que poner una lavadora, intentar escribir algo que sea coherente y preparar una reunión de marketing del día siguiente. Me manda un beso de buenas noches y me dan ganas de decirle que no he cambiado las sábanas y que Sam esta noche ha dormido en su almohada y que, por lo tanto, le gusta su olor.

Hace unos meses, recién divorciado, la cabeza se me despertaba muchísimo por la noche y era un hervidero de ideas. Sin embargo, ahora cada vez me entra el sueño antes y ya no me dan las tantas de la mañana viendo teletiendas y queriendo comprar unas zapatillas horrorosas que por lo visto te quitan la tripa.

Sam ya me grita que tengo que ir a dormir y se me frota entre las piernas mientras me cepillo los dientes. Voy a la cama y me duermo viendo una película que dan en La Sexta de desastres en la que el mundo se va a la mierda por una tormenta. Sueño que un día me levanto y que no queda absolutamente nada a mi alrededor. No está ni la playa ni la voz que me dice que «es todo muy fácil».

Me duermo asustado pensando que tengo que decidirme pronto, que lo mismo mañana ya es tarde y llega una tormenta y me quita la oportunidad. Estoy asustado. ¿Y si de repente todo desaparece?