Como es de suponer, he dormido mal. Y encima hoy es fiesta en Madrid y no tengo absolutamente nada que hacer. Para rematarlo, todos mis amigos están desaparecidos y hoy es una putada, porque resulta que hoy lo mismo sí me vendría bien hablar. Estoy de mal humor y los cereales orgánicos, el yogur orgánico y el cigarro no orgánico no me levantan el ánimo.
Me he despertado y en el móvil ya tenía un sms del vecino, que me dice que ha llegado bien y que se marcha directo a trabajar. Me manda un beso grande y me dice que me echa de menos. Me siento en el suelo de la cocina con un bajón enorme y me fumo otro cigarro. Y yo que quería dejar de fumar, pero para la ansiedad casi mejor esto que el chocolate, que no quiero volver a ponerme gordo.
Tengo que contarle al vecino que tengo un blog que lo lee mucha gente (el mes pasado han sido más de 126.000 visitas) y que todas las noches publico esta especie de diario. Pero no tengo ni idea de cómo enfocar el tema, porque me ha dado por pensar que lo mismo se enfada y me manda a tomar por culo. Yo, con el carácter que tengo, creo que me sentaría realmente mal.
Me pongo a trabajar en el segundo single de Lanka. Jake (el coproductor) me ha mandado una demo siguiendo unas instrucciones que le he pasado. Hay cosas que están muy bien y cosas que no. Me pongo a tomar notas y escucho la canción aproximadamente quince veces. Hay que repetir y repetir para encontrarle el secreto a una canción, y en ese momento pienso que lo mismo pasa con las personas. Uno tiene que insistir, equivocarse, y volver a insistir para poder tener un poco de criterio y la esperanza de acertar algún día.
Al mediodía, absolutamente nadie ha dado señales de vida. Parece que es cosa del destino que, cuanto más necesitas a la gente alrededor, menos aparecen. Y yo no llamo a nadie porque tengo la sensación de que soy un coñazo y no me apetece que la conversación gire en torno a esto. No quiero ser pesado. No me siento nada cómodo y, además, siempre he sido bastante práctico. Si contarlo me solucionara la papeleta, pues les daría el coñazo día y noche, pero, como no es así, pues calladito.
Sigo fumando y mirando por la ventana y veo que ha salido el sol, lo que me levanta un poco el ánimo. Esta noche he dormido en el sofá. Cuando llegué a casa del aeropuerto, entré en el dormitorio y vi la cama desecha y me di cuenta de que el vecino había dejado su olor. Me entró una mezcla de tristeza, de soledad y de pereza vital. Me puse un DVD e intenté quedarme dormido. Y me costó mucho. Me estoy volviendo a agobiar y me voy a la calle, a ver si me da el sol y me animo.
He decidido ir andando hasta la plaza de Santa Ana (una de mis plazas favoritas de Madrid) para comer en La Mucca, un restaurante al que iba mucho con mi amigo Philippe cuando vivía en Madrid. Han tardado un poco en darme mesa, pero ha merecido la pena porque me he comido unas croquetas y una pizza que estaban para morirse.
Salgo del restaurante y no sé qué hacer. Justo me llega un mensaje de mi amiga Ana, que me dice que está en los cines Ideal y que a ver qué hago en hora y media. Como estoy supercerca de los cines, voy hacia allí pero, para cuando llego, ella ya debe de estar dentro del cine porque no me contesta al teléfono. ¿Y qué narices hago yo en hora y media? Pues decido que voy a ir a ver una tienda de la que me han hablado muy bien, y la respuesta al «¿qué coño hago ahora?» me llega en forma del consultor pelirrojo, con el que directamente me estampo en medio de la calle. Él también va solo.
Me quedo muy cortado y él se da cuenta. Me pregunta que a ver adónde voy, y le digo que no tengo ni idea porque mis amigos han desaparecido y me han dejado abandonado como a un cachorrillo. Él me dice que había pensado ir al cine a ver Thor, que hay que ver lo tremendo que está el marido de la Pataky. Yo, sin pensarlo dos veces (porque soy muy idiota a veces), le digo que sí. Como él tiene iPhone (yo tengo BlackBerry, que es más de hombres, por Dios), se pone a mirar y resulta que en unos cines de la calle Fuencarral la ponen a un horario que nos viene fenomenal.
Por la calle vamos hablando sobre todo de su trabajo, lo que me viene de perlas, porque, como se le ocurra preguntarme por mi fin de semana, lo mismo le da un «parraque» como a Paqui la Fandanguilla. Me cuenta que lo del consulting es una cosa que le da pasta para vivir tranquilamente pero que en realidad lo que le gustaría es poder dedicarse a la fotografía, que es su verdadera pasión. En el iPhone me enseña un montón de fotos suyas. Ha ganado concursos e incluso ha expuesto en galerías buenas, lo que me deja gratamente sorprendido.
Llegamos al cine y en la cola de las palomitas él quiere palomitas dulces y yo saladas. Me quedo ojiplático con el precio de las cosas en los cines, y pienso que o se relajan en los precios o al final me veo solo en la sala, porque aún me niego a descargarme las pelis. No hay nada comparable con la pantalla grande. Y el doblaje sudamericano no lo pillo, porque ver a Julia Roberts llamar a Dustin Hoffman «pinche güey» pues como que no me encaja.
Comienza la película y me emboto una barbaridad, porque caigo en la cuenta de que no me va a pasar lo mismo que con el vecino. Él tiene su bolsa de palomitas y yo la mía, por lo tanto, no va a haber frotamiento de manos. La película es un coñazo enorme, y casi que mejor, porque me da por acordarme de cuando fui con el vecino al cine y, claro, esto no tiene nada que ver. Mira que el consultor es majo, está tremendo y tiene una cabeza para los negocios y un cuerpo para el porno. Pero no hay manera.
Salimos del cine riéndonos de lo mala que ha sido la película y que Kenneth Brannagh hubiera tenido mejor publicidad haciendo una sex tape con el marido de la Pataky, que tiene una pinta de flojo que te mueres. Me dice que me invita a un café y le digo que vale, porque al final estoy pasando la tarde entretenido y todo.
Lo malo es cuando me pregunta por cómo me va la vida. Y en ese momento sé que estoy a punto de cagarla de una manera enorme, pero, a pesar de todo, no puedo evitarlo y le cuento la historia del vecino, le explico por qué no le he besado y le explico absolutamente todo. Por contarle, hasta le cuento que me he vuelto del aeropuerto hecho unos zorros. Él me pregunta que por qué narices no le doy una oportunidad al vecino, porque lo describo como alguien estupendo. Y le digo que no lo sé, que no tengo ni idea y me agobio un montón y le digo que me tengo que marchar, que se me hace muy tarde y tengo que poner lavadoras.
Le he dicho a un buen chico que le dejo porque tengo que poner lavadoras. Tócate los huevos. Por supuesto, camino de vuelta a casa sabiendo que lo más probable es que la próxima vez que el consultor me vea por la calle se cambie de acera o se coloque un collar de ajos alrededor del cuello, porque me he portado de verdadero espanto. Y esto me hace sentirme fatal.
Nada más llegar a casa, me suena el fijo con número desconocido, y es una pesada de esas de las que me quiere ofrecer un servicio de telefonía. Me pilla tan sensible que estoy a punto de contarle el ridículo que he hecho con el consultor pelirrojo buenorro, pero miento como un becerro (¿los becerros mienten?) y le digo que no soy el titular de la línea y que no puedo apuntarme a ese plan que tanto me conviene.
Mientras estoy en el baño comprobando en carne propia de nuevo lo bien que funciona lo de la fibra, vuelve a sonar el fijo y lo pillo con los pantalones por la rodilla y dispuesto a decirle a la teleoperadora por dónde se puede meter la tarifa plana. Pero resulta que es el vecino y lo primero que me dice es que al día siguiente se celebra el último partido entre el Madrid y el Barça y que no se me puede olvidar.
Todo esto me pilla de improviso y resulta que es él mismo el que me saca el tema de las chicas del aeropuerto. Me veo obligado de golpe y porrazo a contarle que he estado escribiendo un diario y que lo he publicado en mi blog de Internet. Él se queda callado y me pregunta que a ver cuánta gente lo ha leído el mes pasado. Yo le cuento que más de 126.000 visitas, y él me dice que eso no puede ser posible. Después me pregunta que a ver si pongo su nombre y su apellido, y le digo que claro que no. Él me dice que a ver si lo puede leer y yo le digo que abra el Google y escriba «Abel Arana crónicas de un soltero». Me dice que lo va a hacer y que me vuelve a llamar en un rato. Y me lo dice en un tono absolutamente serio.
Justo en ese momento, y cuando contemplo seriamente la posibilidad de suicidarme por sobredosis de leche de avena (puag), suena el teléfono y es mi madre, que me cuenta que hoy no sale de casa porque en Ayamonte está lloviendo una barbaridad y que tiene unas ganas de playa enormes. Me pregunta por el fin de semana y se lo cuento todo. Absolutamente todo. Por supuesto, me pega una bronca horrorosa por escribir de alguien sin pedirle permiso, y me dice que ella no me ha educado así. Yo se lo intento explicar y al final la sangre no llega al río.
Me hago la cena.
El vecino sigue sin llamar y han pasado cuarenta y cinco minutos.
Me ducho y me lavo los dientes.
El vecino sigue sin llamar y ya ha pasado una hora.
A la hora y media, el vecino llama y me dice que, ahora que lo ha leído todo, lo comprende todo un poco más. Me dice que le han gustado mucho las crónicas y que le parece todo muy simpático. Le pregunto que a ver si le ha sentado mal y me dice que la verdad es que no. Me dice que él no tiene ninguna intención de ser conocido, pero que no le molesta. En concreto, me dice que desde este pasado fin de semana no le molesta en absoluto. Me pregunta que a ver qué repercusión puede tener esto en nosotros. Yo le digo que estoy escribiendo esto sin pensar en la repercusión, que escribo por instinto. Él me dice que, en cierta manera, es un honor que yo escriba sobre él y que me agradece las buenas palabras que le dedico. Yo le he dicho que es verdad lo que digo de él y él me pregunta que a ver si lo cuento absolutamente todo. Yo le digo que no, que absolutamente todo no. Me dice que me quiere preguntar una cosa. Yo le digo que dispare, y él me pregunta que a ver si me he tirado al consultor pelirrojo cachas y no lo cuento por quedar bien. Le digo que no, porque la verdad es que no lo he hecho, pero también le cuento que esta tarde he estado en el cine con él. Me dice que eso, sinceramente, no lo entiende. Y yo le digo que prometo darle una respuesta definitiva cuando vuelva. Más que nada porque no entiendo esto a distancia, para bien o para mal.
Me cuelga diciéndome que a partir de ahora lo va a leer todos los días y también me dice que haga el favor de no hablar así de Mariah Carey en el blog, lo que me da un poco de terror, para qué engañarnos. También me dice que hay que ver la mala hostia que tengo a veces y que (y esto me da pánico) me va a buscar en el Google a ver qué encuentra. Yo le digo que lo mejor que puede hacer es preguntarme a mí todo lo que quiera saber. Pero sé que no me va a hacer caso.
Quedamos al día siguiente para ver el partido de fútbol juntos vía Skype, y yo me quedo tan inquieto que, siguiendo los consejos de Esperanza Gracia, me vuelvo a duchar, pero esta vez con medio kilo de sal en la cabeza. Intento poner la mente en blanco, pero resulta que me he puesto tanta sal que se me mete en los ojos y he acabado estampado en el suelo del baño con los ojos como la niña del exorcista. Vamos, un cuadro flamenco.
Termino el día con Sam y le pregunto que a ver si quiere cama o sofá. Yo juraría que me entiende, porque pega un bote enorme a la cama. Le sigo a la cama y me acuesto y huelo la colonia del vecino. Y me quedo dormido abrazado a la almohada y pensando que tengo que ser valiente. Para lo que sea, pero tengo que atreverme.