VEINTISÉIS

Aquí está lo que me ha pasado este fin de semana. Probablemente el más intenso en años…

VIERNES NOCHE

Salgo de casa con todos los bártulos necesarios para la fiesta. Cuando llego a Kiehl’s, Janneth aún no ha llegado y el técnico de sonido está en un atasco. Maravilloso. Me va a dar un parraque, pero me arrastro por los suelos para apañar yo lo del sonido. Los del catering también llegan tarde. Yuju.

Sorprendentemente, en unos quince minutos todo se ha arreglado y la fiesta va a comenzar. De las primeras que llegan es mi amiga Amalia Enríquez, y como aún no hay mucho jaleo pongo en play el disco nuevo de Melody Gardot para hablar con Amalia y contarnos todo lo que ha pasado porque hace casi dos meses que no nos vemos y, por supuesto, hay novedades.

Los invitados van llegando en manada y se producen los típicos líos de «usted no está en la lista de puerta». Yo meto a todo el mundo para dentro, que esto es una fiesta. Me doy cuenta de que estoy muy nervioso y no me entiendo, porque todo está saliendo rodado. Los vips han llegado puntuales, se han hecho sus fotos y todo el mundo sonríe, come y bebe como si no hubiera un mañana. Y justo cuando está sonando «The One» de Kylie Minogue (una mujer con la altura de un taburete que gusta mucho a los gays), el portero me dice que hay dos personas en la puerta que preguntan por mí y que salga para ver si se permite el acceso.

EL VECINO NUEVO (Y GUAPO) SE HA PRESENTADO.

No sé qué decir. No sé qué hacer. ¿Dos besos o la mano? ¿Me caigo al suelo espatarrado como Paqui la Fandanguilla? Tiene una sonrisa en la cara que me deja mudo, pero no tan mudo como para decirles a él y a su mejor amigo que pasen y que en cuanto pueda les atiendo.

Desde ese momento el estado de mis nervios, de mi cerebro, de la bragueta, de las manos y hasta de las puntas del pelo se descontrola. Me pongo nervioso porque de repente caigo en la cuenta de que hay muchos lectores del blog en la fiesta y se pueden dar cuenta de que el vecino es el vecino y… es que el vecino no tiene ni repajolera idea de que yo estoy escribiendo esto. Terror absoluto que lo arreglo con dos gin-tonics.

Son casi las doce de la noche y la fiesta está a punto de acabar. Me despido de toda la gente (que me dicen que quieren seguir bailando) y quedo con el vecino en verle a la vuelta de la esquina. Salgo de la tienda como alma que lleva el diablo y me reúno con el vecino, que me dice que hay unos amigos suyos esperándonos en un club que está muy cerca.

Vamos andando por la calle y me dice: «Bueno… ¿qué?», y le pongo cara de «¿y ahora qué coño te cuento si es que estoy volado?». Le digo que antes de ir al club necesito pasar por casa a dejar los trastos. Me acompaña a casa y lo que pasa en el ascensor no lo puedo contar aquí porque no quiero que mi madre deje de hablarme por el resto de mi vida.

Estamos de camino al club y casi que lo agradezco, porque verme a solas con el vecino así, de golpe y porrazo, me deja un poco espeso y necesito un par de horas en mi cabeza para ver lo que quiero hacer. Estoy bloqueado. «¿Te gustan las sorpresas?» me dijo el cabrón. Y me ha dejado con la boca abierta.

En el club seguimos con los gin-tonics, y yo me encuentro tan gracioso que no puedo parar de hablar de Raffaella Carrà, que, aparentemente, es una cosa que al vecino y a mi amigo Gus les hace una gracia horrorosa.

Y claro, llega el momento de irse. Y resulta que el club está exactamente a una calle de donde vivimos el vecino y yo. Y entonces nos vemos solos andando por la calle y llegamos al portal, y el vecino me dice que a ver si le voy a dar un beso de buenas noches en condiciones. Le digo que no, que no le voy a dar el beso, que casi mejor le invito a dormir a mi casa. Y claro, me dice que sí.

SÁBADO

Apenas he dormido y no me voy a poner a explicar la cosa, que no es de buen gusto. Son como las dos de la tarde y creo que hemos dormido unas tres horas. Mientras me cepillo los dientes en el baño y compruebo que no tengo la cara de un oso hormiguero, pienso en el concepto de «lo estamos dando todo».

Cuando vuelvo al dormitorio (que huele a choto, por Dios), me encuentro al vecino apoyado en la cama y a Sam subido encima. El vecino me dice: «Parece que le caigo bien», y yo me callo porque lo que en realidad pienso es que Sam está desesperado por comer jamón de york y está utilizando todas sus malas artes para conseguirlo. Pero claro, ver la escena me gusta y se me debe de notar en la cara, porque el vecino me dice que se me pone una sonrisa de «tonto encantador» que le deja desarmado.

Otra vez vuelvo a la cama y, para cuando caemos en la cuenta, son casi las cinco de la tarde. Me levanto, me ducho, voy a la nevera y le pregunto al vecino si quiere algo. Cuando el vecino abre la nevera y ve tanta lechuga, tanta zanahoria, tanta cosa orgánica desnaturalizada y tanta fruta me dice que no se esperaba esta nevera y que se alegra de que me haya tomado en serio lo de comer mejor. Yo le digo que es por su culpa, y él me dice que me está saliendo un cuerpazo peligroso y que lo mismo me raptan por la calle.

Nos ponemos morados a fresas y plátanos, que es una cosa rápida que te quita el hambre en un pis pas y ya, de paso, es sexy. Porque ponerte morado a fruta en calzoncillos me hace recordar aquella película en la que Mickey Rourke (antes de operarse) se lo daba todo a Kim Bassinger (antes de engordar).

Después de eso nos duchamos y el vecino me pide que le acompañe a su casa, es decir, al portal de enfrente, a cambiarse de ropa. Una vez allí (nunca había estado en su casa) y mientras se está cambiando en el baño (pero si ya le he visto desnudo), por supuesto hago lo que cualquier hombre sensato: escaneo el apartamento como si fuera un superespía internacional. Gracias a Dios no encuentro nada raro. No hay ni pistolas, ni cadenas ni discos de Mariah Carey. Parece que es una casa como la mía, de soltero. Me quedo más tranquilo y le pregunto si nos vamos a la calle a dar una vuelta.

La calle Fuencarral está hasta arriba de gente, y el vecino decide ponerme la mano en el hombro. Me siento un poco raro. Me siento bastante raro, pero no es plan de quitarle la mano. No me molesta en absoluto, pero es raro. Lo primero que hacemos es ir al bar adonde íbamos siempre y pedirnos un té verde.

Después de eso, el vecino me dice que tiene que reunirse un ratillo con una gente del proyecto en el que trabaja y que va a terminar pronto. Mientras tanto, yo me voy a tomar un café con Janneth y a terminar de editar las fotos de la fiesta del viernes. Miro el móvil varias veces hasta que me aparece un mensaje del vecino, que me dice que me echa de menos y que vaya a buscarle, que hemos quedado para ver a su mejor amigo.

Pasamos la noche en casa de su mejor amigo y de ahí nos volvemos otra vez a mi casa, donde Sam recibe al vecino con unos pasos de flamenco para caerse de espaldas. El vecino me pregunta si el gato es siempre así de original, y yo le digo que el gato, por una loncha de jamón de york es capaz de cantar pop bielorruso si hace falta. Llevo al vecino a la nevera y le doy instrucciones para que le dé el jamón a Sam, que está a punto de cantar algo de Hannah Montana de la ilusión.

Luego le pregunto que a ver qué le apetecería hacer, y me contesta que tirarse en el sofá conmigo a ver una peli. Empezamos a hacer zapping y vemos a Jordi González en La Noria y presenciamos la entrevista más surrealista e incómoda que hemos visto en años. Al vecino le cae realmente mal el presentador de Sálvame, y yo le intento defender diciendo que lo que él hace debe de ser bastante difícil. Pero el vecino es de ideas fijas y dice que no le soporta. Cuando acaba la entrevista, nos ponemos a hacer zapping e intentamos concentrarnos en una película donde sale Kim Bassinger (otra vez), pero no hay manera y terminamos como terminamos.

DOMINGO

Nos hemos levantado sorprendentemente pronto y con un hambre como para comernos una vaca. El vecino me dice que, si yo quiero, él prepara el desayuno. Yo encantado de la vida, porque me pone tarumba que alguien me cocine. Probablemente soy de las personas que peor cocina en el mundo, entonces soy agradecidísimo para estas cosas.

Cuando me levanto hay tostadas, huevos revueltos, un bol con fresas, otro con piña («es muy digestiva», me dice) y un descafeinado. Él se ha hecho un té con unas bolsas que un lector del blog (gracias, Fernando) me regaló el viernes en la fiesta y que por lo visto está buenísimo (el té, quiero decir).

Después del desayuno, llama mi amiga Begoña Antón (soy el mal 2.0), y se me había olvidado que había quedado con ella para irnos de cañas por La Latina el domingo. Le cuento por teléfono que han cambiado los planes, y ella me dice que vaya inmediatamente con el vecino, porque ella le tiene que dar el visto bueno a todo. Y es que Begoña, además de mona, vegetariana y muy inteligente, ella es muy como de «aquí lo tengo yo todo controlado, y como te pases un pelo te destruyo en Internet con un clic».

Nos encontramos en el Mercado de San Miguel con ella y nos ponemos morados a butifarras, pintxos (a veces echo mucho de menos la comida de mi tierra), trozos de tarta y, por supuesto, vinitos. Vemos que nos hemos enchispado un poco y llamamos a nuestra amiga Ana para que se una a nosotros. Ana es un poco como Cameron Díaz (la llamamos Cameron de la Isla) cuando se toma un par de copas, para que se hagan una idea. Por supuesto, nos morimos de la risa.

Pero la risa se me corta en seco a eso de las seis de la tarde cuando el vecino me informa de que tenemos que ir yendo porque tiene que recoger la bolsa y marcharse al aeropuerto. Es un poco como lo de La Cenicienta, que el vecino tiene que pirarse antes de convertirse en calabaza.

Nos despedimos de las chicas y vamos a casa del vecino a recoger sus cosas. De ahí nos vamos al aeropuerto en un taxi y me dice con un poco de sorna que se ha dejado su cepillo de dientes en mi casa. Yo le digo que no pasa nada, pero realmente no sé si pasa algo o no.

Aunque es muy tarde, hay una cafetería del aeropuerto que está abierta y decidimos que podemos cenar algo porque, como el vecino no factura, hay tiempo. Yo me como un bocadillo de jamón serrano y, como me doy cuenta de que tengo un poco de ansiedad, pues me como otros dos.

El vecino me pregunta si siempre como tanto y hace una broma diciéndome que no piensa casarse conmigo en la vida solo para no pagarme una pensión alimenticia si nos divorciamos.

Y llega el momento de despedirse. Le acompaño hasta el control de pasaportes y allí, claro, hay un silencio incómodo de narices. Odio las despedidas, nadie se imagina cuánto las odio. Me hace daño ver a gente marcharse. Cada vez que acompaño a mi madre al AVE, paso un rato fatal y no creo que esto se me pase con la edad. Nos damos un abrazo largo, le doy las gracias por la sorpresa y nos damos un beso. Lo surrealista de la historia viene cuando un par de chicas se nos acercan y nos dicen que son lectoras del blog y le preguntan a él que a ver si es mi vecino. Él se queda con cara de «no entiendo nada y quiénes son estas dos», y yo me quiero morir.

Él se queda asombrado y me pregunta: «¿Qué blog?». Y es que resulta que el vecino no sabe nada de esto. Le digo que mañana por la noche se lo cuento todo. Nos damos otro beso y él se va hacia el control de pasaportes.

Salgo del aeropuerto y no quiero mirar atrás para ver si él se ha dado la vuelta para mirarme, porque, conociendo al vecino, lo más probable es que se haya dado la vuelta. Y lo sé porque yo, en otro tipo de circunstancias, me hubiera dado la vuelta y no me hubiera movido de allí hasta que le hubiera visto desaparecer entre el resto de los pasajeros, pero no lo hago.

Salgo a la calle y lo primero que hago es encenderme un cigarro, y me noto que estoy nervioso y muy incómodo. Y también me noto que se me caen unas lágrimas. Y claro, eso me agobia y, cuanto más lo quiero controlar, evidentemente, menos lo controlo. Vuelvo en el taxi a casa pasando un mal rato como en tiempo no lo había pasado, y otra vez tengo la sensación de pérdida y pienso que esta historia, no sé por qué, no va a funcionar.

Solo quiero llegar a casa y meterme en la cama.