VEINTITRÉS

Por supuesto, me he levantado de un rayado que da miedo. ¿Te gustan las sorpresas? Eso es lo último que escuché del vecino. Y lo curioso del caso es que también me lo preguntó la semana pasada. Claro, mientras me preparo el desayuno (todo orgánico menos el cigarro) le digo a Sam que a ver si a él le gustan las sorpresas. Por supuesto, telepáticamente me contesta que «si vienen en forma de latita, sí». Yo le digo telepáticamente que es un hijo de mierda y que no me está solucionando la papeleta…

Me como los cereales y caigo en la cuenta de que mojar serrín con leche debe de ser una cosa parecida, porque desde luego el sabor es de todo menos excitante. También me percato de que los últimos días me apetece comer cordero asado una cosa mala. Me digo a mí mismo que esta tarde tengo que ir a la farmacia y pesarme para ver si la dieta esta funciona. En el fondo me da lo mismo (es una distracción como otra cualquiera), pero tengo que reconocer que duermo muchísimo mejor desde que no tomo cafeína ni bebidas con gas y que estoy flipando con el poder de la fibra. Ustedes ya me entienden, y no me hagan ser ordinario.

¿Te gustan las sorpresas? Pues no lo sé. En teoría a todo Cristo le gustan las sorpresas, pero todo en su momento justo. Yo no sé si ahora mismo estoy preparado para sorpresas. Poquito a poco voy sacando la cabeza y ya muevo un pie en los semáforos, pero tampoco me apetece algo que me venga grande y me sobrepase. No quiero que me den nada que no pueda devolver. Por lo menos quiero ser justo. Pero sí, me gustan las sorpresas y hace muchísimo tiempo que nadie me da una, al menos agradable.

Esta semana, como Chris está en Bruselas (aunque llega esta noche) me da una pereza enorme entrenar. Por eso llamo a mi amigo José y le digo que mueva el culo y se venga conmigo, que le invito a mi gimnasio. Es puro egoísmo, porque José tiene unos brazos un poco enormes también y me va a venir de perlas. Una vez ya con los calentadores (es un decir, coño), nos ponemos a darle a la mancuerna y ya de paso le explico lo de la fauna de mi gimnasio, que en realidad es una gente estupenda y muy discreta para como está la zona.

Mientras entreno, me llama por teléfono desde Buenos Aires mi otro amigo José, que es un cerebro del marketing farmacéutico y al que su empresa ha mandado allí a poner orden en la filial argentina. José 2 me dice que hay que ver la cantidad de gente guapa que ve por la calle y el poco tiempo libre que le queda para dejar a la madre patria en un buen lugar.

«¿Te gustan las sorpresas?», le pregunto a mi amigo José en el gimnasio. Se me pone superserio y me dice: «No mucho, depende. A veces me dan miedo». Y entonces le explico lo del vecino nuevo (y guapo) y él me dice que en este caso seguro que es una sorpresa agradable y que a ver si hago el favor de relajarme un poco y de dejarme llevar. José conoce al vecino y me deja un poco a cuadros cuando me dice que «lo vuestro es inevitable».

Salimos del gimnasio y me voy a ver a Janneth para terminar los detalles de la fiesta del viernes en Kiehl’s. Los dos estamos un poco nerviosos porque es el primer evento que organizamos a puerta cerrada y con lista de invitados. Nos juntamos a comprobar la lista de invitados y caemos en la cuenta de que hay varias celebrities de las que molan, lo cual siempre viene bien. Le digo a Janneth que tengo muchas ganas de que pase ya la fiesta, que esta semana está siendo un poco coñazo y que no veo la hora de que llegue el sábado para tirarme en el sofá y apagar el teléfono.

En casa, mi amigo Iván me manda un vídeo de Youtube donde Lady Gaga canta por Los Chichos y la Pantoja. A todo correr lo coloco en el blog y las visitas suben como la espuma. Me tranquiliza saber que España se siente aliviada riéndose de la nueva ídola de las peluqueras de provincias, con todo mi respeto para el gremio, por Dios.

Me tengo que poner en serio con el nuevo libro, porque el de los crímenes (en realidad solo hay un crimen pero es la hostia) lo tengo completamente bloqueado. Y es una cosa rara, porque sé exactamente todo lo que pasa, sé quién es el asesino y por qué mata. Lo sé todo y, sin embargo, me cuesta una barbaridad escribirlo. El prólogo y el primer capítulo me han quedado espectaculares, y creo que puede ser de lo mejor que haya escrito. Del resto no estoy nada, pero nada satisfecho.

Mañana tengo una reunión con una editorial que podría estar interesada. Ellos conocen el concepto del libro y les gusta mucho. Ahora quiero hablar con ellos de qué pueden hacer para promocionarlo en condiciones. El negocio editorial es muy complicado, y la verdad es que hay que currárselo mucho y hace falta mucha promoción. Hasta ahora he publicado en una editorial pequeña, con pocos recursos, y tengo la suerte de que las dos primeras novelas estén ya en la segunda edición. Pero quiero más.

Me voy a dar unos rayos UVA (se entera mi madre y me mata) porque me veo un color cetrino y quiero estar presentable el viernes. Estos sarcófagos me dan claustrofobia y me pongo música para que el tiempo pase rápido. Salgo de allí con olor a patata frita.

Mi madre me llama por la tarde y hablamos de la boda del hijo de Lady Di, que es el que parecía que iba a ser el guapo pero los años le han dejado fatal. Yo le digo a mi madre que no entiendo nada las bodas y ella me dice que se alegra una barbaridad, porque no quiere que me case. Me dice que ahora hay muchas maneras de compartir la vida con alguien sin tener que casarse y que, al final, no sirve para mucho. También me dice que en sus tiempos era impensable vivir con un hombre sin estar casada y hablamos de que las cosas han cambiado una barbaridad y casi siempre para bien. Cuando le cuelgo el teléfono, me doy cuenta de que todos los días ella me sigue enseñando y me gusta mucho que me trate como si fuera un descerebrado de 14 años. Me reconforta mucho su cariño y sus broncas. Además, llevamos una semana sin discutir si es peor la Campanario o la Esteban, y eso solo puede ser bueno.

¡SORPRESA! Paqui la Fandanguilla ha vuelto a Tele 5 (mi terapia favorita), y me entero porque un lector me avisa por el Twitter. Pongo la tele y me dejo fascinar por el nuevo peinado de Paqui con unas mechas que parecen haber sido diseñadas por James Cameron directamente. Paqui tiene un momento en que quiere ir a una sala VIP para pegarle dos hostias a una hermana suya que tiene una dentadura horrorosa y los de seguridad se tiran en plancha para evitar el desastre. Paqui está aprendiendo a dosificar los «parraques» y yo me alegro mucho, a pesar de las mechas y de esas botas que lleva que me recuerdan una barbaridad a Chenoa.

Me tiro a las calles de nuevo porque tengo que seguir haciendo cosas de la fiesta del viernes. Por el camino me suena el teléfono y es el vecino desde el más allá (porque está lejísimos) y me pregunta por mi día. Yo luego le pregunto por el suyo. Me cuenta que está bien, aunque tiene muchas ganas de volver a Madrid y poder instalarse definitivamente en su nueva casa. Yo le pregunto que cuándo vuelve y él me dice que aún no lo sabe, que el nuevo proyecto está siendo más complicado de lo que pensaba y que la cosa se alarga. Le pregunto por una fecha aproximada y me dice que no lo sabe, así, un poco seco. Él me dice si tengo ganas de verle y le contesto que sí, porque es verdad y porque día a día se está metiendo un poco más en mi vida. Incluso caigo en la cuenta de que le he hablado a mi madre de él y se lo digo. Él se ríe y me dice que tiene que dejarme y que a ver si nos vemos a la noche por Skype. Por supuesto, antes de colgarme me dice que tenemos una cita de la que no me puedo escapar porque vuelven a jugar el Madrid y el Barça. Yo resoplo.

Janneth y yo nos sentamos en una terraza de Fuencarral y se nos va la olla comentando lo arriesgado de algunos estilismos. También decidimos que el naranja nunca puede ser el nuevo negro y nos quedamos alucinados cuando comprobamos que los del catering de la fiesta van a servir algo que se llama «nubes de pollo», y le digo a Janneth que yo creo que Isabel Coixet debe de alimentarse exclusivamente de eso.

Después, quedo con mi amiga Begoña Antón (soy el mal 2.0) y me cuenta que ella y sus amigas modernas van a retransmitir en streaming la fiesta del viernes gracias a un dispositivo que se han implantado todas ellas en los iPhones. Begoña y yo llegamos a la conclusión de que el mundo de las drogas y la alta peluquería están muy cerca el uno del otro cuando Begoña confunde el GHB con las planchas de pelo GHD y la Keratina con la Ketamina. Nos da un ataque de risa muy grande y decidimos que tenemos que hacer alguna maldad enorme con este concepto en el Facebook. Por cierto, el Facebook nos da un poco de pereza últimamente.

De camino a casa, caigo en la cuenta de que se me ha olvidado sacar el pollo del congelador. Pues vaya. Y además tengo que poner lavadoras y ahí hago un descubrimiento. Resulta que mi lavadora tiene tecnología Bluetooth y podría incluso programarla con el móvil (alucina, vecina). El descubrimiento me deja tan descolocado que le digo a Sam que somos una familia del siglo XXI y que esta noche ponemos la lavadora de color con el teléfono. Me paso unos veinte minutos intentando buscar las instrucciones pero, como soy un desastre, termino poniendo la lavadora digitalmente, es decir, con el dedo.

He cerrado un desayuno de curro mañana a las diez. Es decir, me tengo que levantar a las siete y media para hacer cosas de curro. Estoy a punto de un parraque pero, como Paqui, me contengo.

Descongelo el pollo en el microondas mientras curro en la nueva canción de Lanka con el equipo de producción. Me prometen tener hechos unos cambios que quiero para finales de esta semana. Lo de llegar al punto exacto de una canción es muy complicado. Producir o escribir una canción no es hacer churros. No hay un proceso demasiado mecánico, aunque se necesiten máquinas. Es complicado.

Ceno el pollo y le doy a Sam un poco de jamón de york, que el pobre, con la bajada de temperatura, me mira con cara de abuela que se ha caído por las escaleras. Menudo es el cabrón para hacerme chantaje.

El vecino llama a última hora y nos conectamos por Skype. Tiene cara de cansado y le pregunto si todo está bien. Me dice que a veces se siente un poco solo en el hotel y que tiene ganas de llegar a casa. Hablamos de lo que es estar con las maletas arriba y abajo, porque yo me pasé tres años así y al final uno va perdiendo calzoncillos por el mundo. Le hago reír un poco porque me parece que necesita que hoy alguien le haga la noche más llevadera. En realidad, para él es bastante tarde pero me dice que no hay problema, que esta tarde ha podido echarse una siesta de dos horas y que no tiene sueño.

Me cuenta que está un poco harto de estar todo el día rodeado de la gente del trabajo y que no tiene una noche buena. Me pongo a contarle tonterías e incluso me saco un as de la manga que nunca falla. Es un chiste de unas cerdas que necesitan ser inseminadas y, por supuesto, cuando se lo cuento le da un ataque de risa enorme. Me doy cuenta de que me gusta verle sonreír, y eso (si esto fuera una película de Meg Ryan) debe de ser una señal de algo.

Me he puesto el ordenador en el suelo de la cocina y me ha entrado una sed terrible. Le cuento que mañana el Barça les va a dar una paliza a los del Madrid mientras me bebo una cerveza de frambuesas que venden en una tienda cerca de mi casa. Sam pasa delante del ordenador ochocientas veces para insinuarme (a grito limpio) que ya es hora de que nos vayamos a la cama. Y tiene razón, que mañana hay que madrugar. El vecino me pregunta si alguna vez tengo pensado dejar de fumar y le digo la verdad, que la idea me ronda por la cabeza, pero que nunca encuentro el momento apropiado para hacerlo. Me dice que debería intentarlo y del tirón, que él lo dejó hace cinco años sin pastillas ni acupuntura ni parches y que se encuentra de maravilla y la vida es mucho mejor.

Me pregunta si hoy va a ver cómo Sam y yo nos quedamos sobados y le respondo que hoy no, que me está empezando a dar un jamacuco como si fuera un concursante de Gran Hermano.

Y antes de terminar, le digo la verdad. Le cuento que en realidad se me ha olvidado si me gustan las sorpresas o no porque hace mucho, mucho tiempo que nadie me ha dado una.