El sábado fue espectacular y el domingo fue raro. Y el lunes me levanto con el cuerpo un poco del revés, como si tuviera frío por dentro. Pero resulta que cuando estaba empezando a pensar que tenía un desarreglo hormonal, van en la tele y me dicen que el tiempo sigue siendo una mierda y que las temperaturas siguen bajando. Vamos, un asco…
Y encima nada más levantarme tengo varias reuniones telefónicas que, realmente, no me solucionan nada. Estoy dentro de un equipo que va a sacar un proyecto adelante, y como resulta que estamos todos con unas vidas tan liadas, conseguir que podamos coincidir es como pretender que Carmen de Mairena salga a la calle con la cara lavada y que nadie pida socorro. Vamos, complicado.
Me voy al baño para comprobar si lo de la fibra sigue siendo cierto y me leo de un tirón la entrevista de Lady Gaga para Vanity Fair (mi revista favorita). Me llama la atención cuando ella dice: «Si me pongo mala, vomito entre bambalinas porque no quiero que mis fans me vean y piensen que soy humana». ¿Es Lady Gaga la única persona en el mundo más desgraciada que Paqui la Fandanguilla?
Acto seguido estoy tentado de darme otra ducha con la sal en la cabeza, pero caigo en la cuenta de que, con el planning que tengo hoy, lo mejor que puedo hacer es echarle valor, prepararme esa cosa que sabe a Fairy y largarme al gimnasio, que generalmente los días que no estoy de buen humor es cuando mejor entreno. Debe de ser la mala hostia, digo yo.
Llego al gimnasio y veo que en Semana Santa se han dedicado a hacer reformas y que parece hasta nuevo. Esta semana no voy a entrenar con Chris porque, aparentemente, sigue atrapado en esa fiesta de hombres modernos en Bruselas. Anoche le mandé un mensaje por el móvil para que me confirmase que seguía vivo, pero hasta el momento no he recibido respuesta, lo que quiere decir que o lo han asesinado y están vendiendo sus órganos o se lo está pasando tremendamente bien.
En el vestuario me llevo un susto de morirte porque me estampo contra un chico que podría ser el doble del vecino nuevo (y guapo). Él debe de darse cuenta de que se me ha quedado la cara rara y me saluda y me dice que acaba de apuntarse. Yo sigo un poco abrumado y no le miro a la cara, porque se parece muchísimo al vecino pero no tiene los ojos del vecino. Me pongo a entrenar el pecho y veo que el chico nuevo mira todo el rato por el espejo, pero evito la mirada porque los ojos no son los mismos… ni de coña.
Salgo del gimnasio y mi madre me llama por teléfono y por supuesto me echa una bronca enorme. En realidad, cada vez que le nombro que voy al gimnasio empieza una perorata un poco larga diciendo que con el cuerpo tan bonito que yo tenía… y que ahora parezco un descargador de camiones y que estos brazos que tengo son horrorosos. Me dice que a ver por qué narices no hago natación o ando en bici. Yo le explico que la natación te deja las tetas blandas, pero a ella le da exactamente igual y dice que los gimnasios, además, son un foco de bacterias terrible y que ni se me ocurra ducharme allí, incluso si llevo chanclas. En ese momento estoy a punto de explicarle a mi madre que los vestuarios de los gimnasios masculinos del centro de Madrid efectivamente tienen bacterias, pero no del tipo que ella piensa. Al final, decido no explicarle este asunto porque lo mismo se presenta en mi casa con un crucifijo y un cilicio.
Tengo que irme a la zona de Arturo Soria a una cosa de curro, pero antes tomo un café con Vanessa en la Calle Fuencarral. Y hoy, además de guapa, hasta parece que está más alta. Y teniendo en cuenta que mide 1,75 descalza y que lleva tacones de 12 centímetros, pues más alta empezaría a parecer raruna. Le cuento lo del pedo del fin de semana y ella se muere de la risa cuando le digo que sigo sin noticias del Yorkshire y que a ver qué va a ser de mí si ya ni consigo tener una relación formal con un perro de dos kilos. Por supuesto, a la vez que habla conmigo, ella lo sigue dando todo en Twitter, porque el Twitter y Vanessa, desde hace unos meses, son la misma cosa.
Me voy a la reunión con Britney Spears gritándome en los oídos que «vamos a bailar hasta que el mundo se acabe» y me vuelvo a acordar del fin de semana y del momento en que empezó a llover. Y por un ratillo me vuelvo a encontrar triste. No es nada grave, es como si por unos minutos me diera miedo todo, y me baja el ánimo. Yo creo que entre la sal de Esperanza Gracia y los berridos de Britney esto lo soluciono yo en un pis pas.
Salgo del metro (siempre voy en metro a todos lados) y me suena el teléfono con «número desconocido» en la pantalla. Contesto y resulta que es el vecino, que está a punto de terminar de comer. La conversación es un poco incómoda, sobre todo cuando me pregunta por el mail que le envié. Me dice que la canción le gusta mucho y que incluso le gustaría más que un día fuéramos a bailarla juntos, porque resulta que al vecino le gusta mucho trabajarse una pista de baile. Se me va la lengua y le digo que me gustaría mucho. Después me dice que no sabe si ha entendido bien el mail. Me dice que la parte de la letra que le he subrayado termina con la palabra «quizás». Yo asiento y él me pregunta que a ver si le quiero decir algo. Yo le digo que no sé a qué se refiere. Y él directamente me pregunta si la respuesta a la pregunta que él me hizo es «quizás».
Me da mucho miedo contestar a la pregunta. Porque, a veces, con una simple respuesta se puede cambiar el curso de los acontecimientos de manera definitiva, ya saben, lo del «efecto mariposa». Y, a veces, la gente puede salir herida por estas decisiones y estas respuestas. Decido contestarle que sí, que quizás es una buena respuesta ahora mismo. Él se ríe y me dice que, desde luego, un «quizás» es muchísimo mejor que un no y que le acabo de alegrar la tarde.
Cuando cuelgo el teléfono sí que tengo miedo. Tanto que me meto en un bar y me pido una tila y llamo por teléfono a los de la reunión diciendo que llego un poco tarde. Me da miedo que el vecino se alegre tanto y que luego me dé el miedo, o que no responda a las expectativas, o yo qué sé. En ese momento prefiero que se me trague la tierra o, lo que es lo mismo, meterme debajo del edredón con Sam y no salir en dos días.
Mi madre vuelve a llamar por teléfono para preguntarme por el nombre de las vitaminas que tomo y también me dice que, como ella se entere de que tomo batidos de proteínas o alguna porquería de esas, que se coge un avión, se planta en mi casa y me estampa. Y en ese momento recuerdo que se me está acabando el batido de hidratos de carbono. También caigo en la cuenta de que llevo una barbaridad de tiempo sin tener sexo.
Después de la reunión regreso al centro y en el metro me pongo a hacer sudokus, que es una cosa que me relaja una barbaridad. Hace años era el Tetris, pero de un tiempo a esta parte no hay nada que me relaje más que un sudoku. Me bajo en Tribunal con el orgullo de haber resuelto dos sudokus del nivel «maestro» y me voy a la tienda de los batidos con el fantasma de mi madre en un hombro llamándome «mal hijo». El dependiente, que tiene el contorno de pecho de Hulk y las cejas de María Félix, me atiende como si me estuviera haciendo un favor y mentalmente pienso en que me encantaría arrancarle lo que le queda de cejas con cera hirviendo.
Vuelvo a casa, mando unos mails y le pongo la merienda a Sam, que sigue con el culo pegado a la manta eléctrica. Recuerdo que tengo que llevar tres pantalones a arreglar porque todos se me rompen por la parte de la entrepierna, y esto es una cosa que no consigo entender porque yo, lo que es deformidades, no tengo. En la tienda me dicen que pase el viernes a recogerlo todo.
Justo cuando me están cogiendo el bajo de un pantalón, que aún no se me ha estallado a la altura testicular, me llama el vecino y me dice que a ver qué pienso hacer este verano. Yo le digo que en principio trabajar y tomar el sol. El vecino me dice que este va a ser su primer verano sin playa y que lo lleva como el culo de mal. Yo le cuento que lo mismo la casa de Huelva está vacía en verano y que igual me bajo. Me dice que, si yo le invito a Huelva, él me invita a Cádiz. Le pregunto que a ver si es una proposición indecente y él me dice que por supuesto que sí, que a ver qué me había pensado. Me descojono.
De camino a encontrarme con Gus en la terraza del Hotel Óscar, vamos hablando de las piscinas madrileñas y le digo que antes de frecuentar una piscina gay soy capaz de depilarme las pestañas con aceite hirviendo. Él me dice que está muy de acuerdo porque los guetos son una cosa malísima. Mira tú por dónde el vecino está empezando a dar señales de cosas que me agradan. Y esto es bueno porque, al final, si no pasa nada, tengo la sensación de que podríamos ser muy buenos amigos. Sobre todo porque me hace reír, y yo ya estoy en un momento en que necesito, y mucho, que me hagan reír, que es de lo más fundamental del mundo.
Gus acaba de llegar de Marbella y me dice que debido al mal tiempo han estado atrapados y que solo salieron una noche en Torremolinos, que para mí es uno de los sitios más artísticos del mundo. Cuando era un niñato, me fui a pasar varios años seguidos las vacaciones de verano, y recordar las cosas que hice me da mucho terror. Eso sí, no puedo parar de reírme cuando me acuerdo de que un día (pedo como Alfredo) me subí con mi exnovia Carolina al pódium de una discoteca y nos tiramos encima de la gente como si fuéramos estrellas de rock. Nos echaron a patadas, pero hay que ver lo que nos reímos. Como lo oyen, con una novia en Torremolinos, pero es que tenía 20 años y la sangre caliente.
Como siempre, me muero de la risa con Gus y hablamos de lo maravillosa que es nuestra amiga Begoña y que tiene un sentido del humor a prueba de bombas.
Llego a casa y veo con alegría que la nueva canción de Lanka está gustando muchísimo y se lo cuento a Sam en el suelo de la cocina mientras me pongo morado a tortitas de arroz, porque ahora siempre tengo hambre. También le cuento a Sam que estoy feliz de que mis libros ya hayan salido a la venta en Argentina y México y que a ver si me llevan a firmar libros, y le presento una gata argentina que creo que son de un sexy que te mueres. Él me mira con cara de «que me des latita y te dejes de idioteces, que me castraste a los cuatro años» y me hace sentirme el peor padre del mundo.
Para cenar me hago un pescado a la plancha y una ensalada de lechuga, tomate y queso fresco. Me siento un poco Cindy Crawford y casi tengo una erección pensando en un menú del McDonald’s, pero es cierto que la dieta esta sin cafeína y con menos grasas me tiene el cuerpo bien en su sitio. Hasta duermo mejor. Supongo que, en parte, es culpa del vecino, y así se lo cuento a mi amigo Phil, que está en Chicago y me manda fotos desde la ventana de su hotel. Me acuerdo de que la única vez que he estado en Chicago ligué en una discoteca con una negra de metro ochenta y al final la cosa me dio miedo y me fui solo a casa.
Termino el día tumbado en el sofá con Sam en el pecho y contándole al vecino lo de la fiesta que organizo con Kiehl’s este viernes y que estoy contento porque va a venir mucha gente a la que tengo ganas de ver y dar un abrazo y muchos besos. Menos mal que Janneth está pendiente de todo y me tranquiliza una barbaridad cuando ve que me da el pánico escénico. El vecino me dice que parece que Sam ha engordado, y yo le cuento que deberíamos inventar el pienso orgánico para gatos, porque, como la dieta le siente tan bien como a mí, en dos semanas lo tengo hecho una pantera.
También me cuenta que quiere ver la película Thor y que los rubios le ponen nerviosito. Yo, en un arrebato de orgullo, le digo que soy moreno y español, y él me aclara que no quiere producto extranjero en su vida, que una vez ya tuvo y que ni hablar del peluquín. Es curioso que el vecino y yo tengamos ambos un rubio extranjero en nuestras vidas.
Me quedo dormido en la cama con el portátil en un lado y Sam en el otro, y lo último que recuerdo es que el vecino me vuelve a hacer la misma pregunta:
¿Te gustan las sorpresas?