Miren que yo pensaba que iba a dormir como el culo después de leer el mensaje del pesado del rugby, y no. He dormido fenomenal. Hasta me duele menos la contractura de la espalda. Mientras me desperezo le digo a Sam que me da un poco de miedo salir del portal y encontrarme al señor del rugby. A veces puede sonar sexy lo de tener un stalker (en inglés queda más fino), pero luego en la vida real es un coñazo enorme y una cosa incómoda.
Tenía una reunión a primera hora de la mañana pero se cancela, por lo que aprovecho para quedarme en el calorcito de la cama un poco más. Y Sam encantado, que no se imaginan ustedes lo mimoso que está por las mañanas, y cualquier día de estos aprende a hablar para decirme que me quiere porque no ronco.
Me suena el portero automático y es la cartera, que me dice que tengo que bajar a recoger un paquete. Suena sexy. Me pongo un chándal y una chancla y me bajo al portal. Es otro paquete que me manda Jacobo desde Indianápolis y que contiene las siguientes cosas:
—Una gorra (yo colecciono gorras) del equipo local de béisbol de un azul muy chulo.
—Unos eyepads para Vanessa. Son una especie de mascarilla para el ojo que, aunque lleves siete días sin dormir subida a un pódium, después de ponértelos parece que estás descansadísimo y que trabajas en un ministerio.
—Un bote de lubricante que ha sacado un actor porno americano cuya textura imita al semen (sí, Jacobo es graciosísimo para sus cosas).
Me quedo mirando al bote y lo primero que hago es comprobar si lo de la textura es real. Y sí, lo es. Sam me mira con cara de a ver si eso es algo de comer y le digo que no, que lo mismo termina con los intestinos sobrehidratados y la liamos. Vuelvo a mirar el bote de lubricante y me pregunto a ver cuándo narices me van a entrar ganas de lubricar a alguien, que parezco una viuda de posguerra últimamente, y Jacobo es del escuadrón de «a follar, a follar, que el mundo se va a acabar».
Por la mañana sigo escribiendo con resultados irregulares, y Sam se sienta en mi regazo mientras escribo y se queda dormido. Y él sí ronca.
Recibo una llamada inesperada y me voy a comer con dos amigos que me cuentan una noticia que me hace feliz.
La noticia afecta al curro de estos dos amigos. Les veo tan contentos y con tantos planes que se me disparan las endorfinas, que es una cosa que supuestamente te pone tan feliz como cuando a Paqui la Fandanguilla (te echo de menos) le confirmaron que sí, que ella tenía un cerebro.
Luego nos vamos a una tienda moderna que se llama Isolee, porque uno de mis amigos me dice que está harto de vestir de negro y de gris y que quiere comprarse unas zapatillas que le den un toque de color. Veinte minutos después se ha comprado unas Adidas negras, mientras yo hablo con el dependiente, que es un encanto y lleva un tupé espectacular que no puedo dejar de mirar ni un segundo mientras imagino la buena mano que debe tener el chiquillo con el secador.
De allí me marcho a Kiehl’s para ultimar los detalles de la fiesta del 29. La avalancha de peticiones para asistir a la fiesta ha hecho que la lista se cierre en menos de 24 horas, y me da una pena horrorosa por la gente que quiere ir y no puede por motivos de aforo. Vamos, un putadón, porque va a ser una fiesta espectacular.
En casa enciendo un rato la tele para fumarme un cigarro y, claro, pongo Tele 5, que a estas alturas pienso que debería ser patrocinada por el Gobierno como «subidor de ego oficial». No he visto en mi vida tanta desgracia junta y tan bien contada. Se me queda la boca abierta cuando compruebo que Raquel Bollo se ha hecho una liposucción y las cámaras del programa la entrevistan mientras ella sale de la anestesia. Aunque, claro, si tenemos en cuenta que ella ha vivido mucho con Chiquetete, esto debe de ser pan comido para Raquel. Por cierto… ¿dónde coño está Paqui la Fandanguilla?
Me llega un mensaje del vecino desde ese sitio donde hace un calor aplastante todo el rato y me dice que esta noche tenemos una cita. Como estoy que se me va el santo al cielo y estoy medio drogado porque en la tienda moderna esa he probado como veintisiete colonias distintas que me han dejado el cerebro y los sentidos rollo Paris Hilton versus Paqui la Piraña, le digo que no me entero y él me recuerda que esta noche vuelven a jugar el Madrid y el Barça y que, por lo tanto, nos toca videoconferencia. Y yo sin afeitar… que estoy de un vago con las rutinas de belleza que el otro día absolutamente dormido me puse en la cara una crema de manos que se había dejado mi madre y que es casi igual que la espuma de afeitar.
Sigo trabajando en casa hasta que mi amiga Begoña Antón (jefa oficial de las «Malas 2.0»), que es megatrendsetter y mega it girl, me dice que está con una amiga que tengo que conocer en un café nuevo que han abierto debajo de casa. No saben ustedes lo cómodo que es vivir en el barrio de moda, que todo quisqui se viene aquí para tomar el café y para hacer los shoppings. Mi madre cuando viene ve tanta gente que siempre dice: «Esto parece las fiestas de Bilbao».
En el café me meo de risa con Begoña, que es una mujer impresionante porque hay una parte de su vida que no es nada fácil, pero ella se sobrepone de una manera que es un ejemplo. Ojalá yo siempre pudiera aceptar las cosas de la vida como hace Begoña. Ella y su amiga consiguen que se me vaya la olla y que no me dé cuenta de que se ha puesto a llover a jarros. Y en ese momento Begoña se descojona porque se acuerda de todas las locas de las cofradías que lloran a mares cuando no pueden sacar al Cristo de turno. Es más, Begoña lo remata diciendo que a ella le mola Jesucristo porque es un hombre que nunca se «cruza de brazos». De verdad, me meo.
De ahí me voy al gimnasio, donde me espera Chris para hacer un maratón de bíceps y hombro. Les recuerdo a ustedes que Chris se va a una fiesta de esas de «hombres que bailan y sudan mogollón sin camiseta en bares donde huele a choto» y quiere ponerse como el increíble Hulk. Desde que tomo los polvos estos que saben a Fairy, estoy de un animado que incluso me pienso si a mi edad sería conveniente hacerme un cursillo intensivo de breakdance. Y esto lo pienso porque resulta que he visto en el Facebook (les juro que no les miento) que han abierto una «Escuela de Gogós» en Madrid. Claro, al verlo me ha entrado una risa floja que casi me caigo de la silla. Se lo comento a Chris y me dice que hay que ver lo loca que está la gente y que gogó se nace y no se hace. Yo estoy súper de acuerdo. Para ser gogó hay que saber decir en cada frase las palabras «pelazo», «claaaaro, boba» y «amore» unas siete veces, y eso ahora mismo se me antoja muy complicado. ¿Será «amore» el nuevo «cari»?
Mientras voy a mear, le echo un vistazo a la BlackBerry y veo que tengo siete sms. Uno de ellos del señor del rugby, que me dice: «Estoy aquí». Y yo pienso que es una pena que no esté en Despeñaperros barranco abajo. Por supuesto, cuando terminamos de entrenar le digo a Chris que a ver si me acompaña a casa, que no quiero circos.
Una vez instalado en casa a salvo, y justo cuando me voy a meter en la ducha, me llama el vecino desde ese destino tan exótico y me dice que en diez minutos nos enchufamos al Skype para ver juntos el partido. Le digo que estaba a punto de meterme en la ducha y él me contesta que entonces casi mejor si me llevo el portátil al baño y hablamos mientras me ducho. Y miren ustedes, ahí me ha tocado el orgullo, y para huevos los míos. Y le digo que sí, que sin ningún problema.
Coloco el portátil en el baño en una posición donde solo se me ve de cintura para arriba y le doy a «conectar». El vecino está sentado en la cama comiendo algo que probablemente sea orgánico y que tenga un menos quince por ciento de grasa. Me ducho rápido mientras hablo con él a gritos (por el ruido del agua) y me seco enfrente de la cámara. El vecino tiene una sonrisilla en la cara que me da mucha risa y me doy cuenta de que me está empezando a gustar este juego. Y como dijo Mila Ximénez, «de puta a puta… taconazo».
Una vez ya instalado en el sofá, comienza el partido y yo, sin faltar al respeto a nadie, a los del Madrid los veo muy chungos y muy brutos. El vecino me lleva la contraria con una fuerza que me lo imagino callándole la boca en La Noria a María Antonia Iglesias. Mientras vemos el partido, me dice que él ha estado pensando también en los traumas esos de la adolescencia y que es verdad que todos tenemos alguno. Me pregunta por los míos y yo, sinceramente, le digo que no me da la gana contárselos. Primero que nada, tengo que hablar con mi madre, y luego ya veremos si me apetece compartir una cosa así. Él me dice que me entiende.
Estamos terminando el segundo tiempo y nos damos cuenta de que vamos directos a la prórroga. El vecino no está nervioso, directamente está histérico. Y al poco tiempo de comenzar la prórroga, Cristiano Ronaldo (que debería apuntarse a la escuela de gogós) mete un gol y el vecino lo celebra tanto que observo con alegría cómo se pega una hostia del copón contra la mesilla de noche. Por supuesto, le digo que Dios existe y que este es un castigo que él sufre ante la injusticia de este gol. Él se descojona.
Al final el Madrid gana y el vecino está directamente que se sale. Es más, me llega a decir: «Tengo últimamente tanta suerte que hasta gana el Madrid… Ahora solo me falta una cosa», y sigue descojonándose. No hace falta que diga qué cosa le falta porque la sé perfectamente. Pero es que… ¿saben una cosa? Pues que me encuentro de maravilla así. Estoy viviendo un momento chulo en el que no me siento nada presionado gracias a la distancia y, sobre todo, a la inteligencia del vecino, que sabe de sobra que al primer susto podría salir corriendo.
Tras la euforia me pita otra vez el móvil, y el vecino me pregunta que a ver quién narices me envía a estas horas mensajes. Le digo que es el señor del rugby, que me pregunta que a ver por qué no le contesto. Le digo que le voy a contestar y le pongo la pantalla del móvil para que vea la respuesta. El vecino opina que soy un poco bruto, pero es que el vecino no sabe todos los detalles. El sms que le mando dice: «No te contesto porque me tienes hasta los cojones. Tengo tantas ganas de verte como de tener un herpes. Das miedo».
Me quedo un rato charlando con el vecino ya tumbado en el sofá y hablamos del fin de semana. Todo el mundo se va fuera en Semana Santa y creo que me voy a quedar solo, pero es una cosa que me apetece una barbaridad. Tengo que aprovechar para escribir, para hacer planes, para terminar de organizar la fiesta del próximo viernes (tiene que ser un éxito sí o sí), para pillar a mi madre con un ratillo y charlar con ella de cosas que me hacen falta, para dedicarle tiempo a Sam y empezar a concienciarle de que se acerca la fecha de su baño anual y para un montón de cosas más.
El vecino me pregunta por la trilogía de Historias de Chueca y quiere saber si va a descubrir cosas de mí leyendo los libros. Le digo que por supuesto que no, que la ficción debe ser siempre ficción, porque si metiera cosas mías aquello sería un lío terrible y no se entendería nada de nada. Se encoge de hombros y me dice que cuando vuelva a España se los piensa comprar de todas formas. Yo le digo que no se preocupe, que se los regalo, que con todo lo que su empresa va a pagar en factura de teléfono este mes, así como que le compenso un poco.
Sam me pega cuatro berridos como diciéndome que ya es hora de dormir y que empieza a estar del ciberromance este hasta las zarpas. El vecino me dice que a ver si me importa dejar la cámara encendida y que hagamos como el otro día. No me importa nada de nada y hasta me parece algo diferente. Nunca utilizo la webcam y creo que le estoy dando un uso bastante humano y bastante menos carnal de lo que debería. Se lo cuento al vecino y me pone cara de «no te creo» cuando le digo que nunca he sido muy de Internet para las relaciones personales. Ni tengo perfiles en sitios para ligar, ni chateo por el Messenger. Siempre he sido mucho más de contacto directo. Necesito oler, ver y tocar para saber si quiero comprar.
Me queda todo el fin de semana por delante para seguir avanzando, porque ahora sí sé que me queda muchísimo menos para bailar en un semáforo.
Sam y yo nos dormimos mientras el vecino nos mira desde muy lejos.
Hasta el lunes.