DIECINUEVE

Por culpa de los malditos polvos esos que me van a poner de un macizo tremendo (es un decir), he dormido como el culo. Hoy me los voy a tomar a las cuatro de la tarde, porque como me vuelva a dar un subidón de hambre y ansiedad como el de ayer soy capaz de enchufar la webcam, de llamar al vecino nuevo (y guapo) y de dejarle con la mandíbula a la altura de los tobillos.

Dormir es fundamental para mirarlo todo con claridad. Y como he dormido mal, me he levantado de un humor de perros, pensando en tres mil cosas a la vez y sin encontrar nada en claro. Está más que visto que la cabeza es una fábrica de problemas, y cada día suspiro más por hacerme mayor y mutar en Paris Hilton, que una vez leí en una entrevista que ella no había vuelto a pensar desde 1993. Y miren ustedes lo bien que le va a la chica que ni baila, ni canta, ni actúa pero factura millones de dólares al año.

La primera sonrisa del día me la arranca mi amigo Dani, que ya está felizmente instalado en Montpellier después de haber vivido muchos años en Fráncfort. Ya sé que es una bobada, pero me alegra mucho que esté un poco más cerca. Dani es una persona que conocí a través del blog y con los años se ha convertido en un amigo casi imprescindible por su generosidad y también (para qué voy a mentir) por un sentido del humor salvaje que nos une mucho. Además, termina todas las frases con la palabra «tía», que empiezo a pensar que es el nuevo «cari».

Para sorpresa mía, me llega un whatsapp a la BlackBerry y es mi amigo Isidro (el policía exótico), que me comunica que está en Madrid porque tiene cita con el dermatólogo y también tiene cita con un señor de metro noventa y cinco que juega al rugby. Por supuesto, es oír la palabra «rugby» y le aviso de todos los males y barbaridades que le pueden suceder, aunque luego me relajo porque hace varios días que no sé nada del señor de rugby casado que mandaba mensajes de amor de manera compulsiva. Isidro me hace reír constantemente y ya se me ha olvidado que me he levantado con un humor de perros. Me pregunta si voy a comer con su jugador de rugby y con él, y le digo que casi mejor que no, que luego me meto en líos.

Curro un rato en casa con lo de la producción de la nueva canción de Lanka (que va a quedar cojonuda), y pienso al mismo tiempo que la música es siempre fundamental para mí. A otros les da por hacerse gogós y a mí por escuchar música constantemente. Me doy cuenta de que hay ciertas canciones que ya forman parte de la banda sonora de mi vida y decido que me voy a hacer una lista para el iPod con esas canciones para evocar ciertos momentos (buenos y malos) y ver qué sensación me provocan ahora al escucharlas.

Por la tarde tengo una reunión en el estudio de Juan Marrero, el director de videoclips más internacional (hablamos de España) que conozco. Como siempre, nada más llegar todo son abrazos y risas y locura, porque Juan (no me canso de decirlo) es energía y optimismo en vena. Total, que ya me están esperando el artista y su equipo de management y le damos al play. El vídeo me gusta mucho porque es raro y refleja perfectamente lo que es Juan como artista visual y Lanka como intérprete. De hecho, estoy feliz como una perdiz porque el estreno absoluto del videoclip tendrá lugar el próximo lunes dentro de esta misma sección para que así ustedes puedan entender más cosas. Y no… la letra que escribí para la canción ya no me hace daño. Nada de nada.

Vuelvo caminando a casa, que así hago cardio, y paro en una tienda de comida orgánica cerca de la plaza Vázquez de Mella para comprar avena (sí, me estoy haciendo adicto al alpiste) y unas tortitas de arroz cubiertas de chocolate que me como con una ansiedad que cualquiera pensaría que soy un exyonqui, que hay que ver lo que les gusta a los exyonquis un dulce. También me paso por una administración de lotería para ver si me ha tocado la primitiva. Y voy pensando en qué haría exactamente si me tocase un millón de euros. Lo primero que me viene a la cabeza es irme al aeropuerto con lo puesto y comprarme un billete para un destino con playa y fuera de España. Cuanto más lejos, mejor. Pero claro, lo chulo del plan ese sería escaparse con alguien, y ahora mismo pues como que la cosa está fatal. La cruda realidad me espera en la administración de lotería, donde me dice que no, que no me ha tocado, y así me ahorro la molestia de buscar un candidato para fugarme. Sería un mentiroso enorme si no dijera que el vecino nuevo (y guapo) me ha venido a la cabeza.

El vecino me manda un sms diciéndome que lleva un día liado y que no sabe si a la noche me va a poder llamar. Yo me quedo entre plof y nervioso porque estaba haciéndome a la idea de que esta noche íbamos a tener la conversación de «eso» y al final lo mismo no puede ser. Le contesto que no pasa nada, que él a su rollo y que ya hablamos cuando pueda. Me contesta que ya le están dando algunas respuestas a sus reuniones y que parece que todo pinta bien. Y yo me alegro. Me encanta que me den buenas noticias, aunque no tengan nada que ver conmigo. Me gusta ver gente feliz a mi alrededor.

Recibo alrededor de 140 mails de fans de Lady Gaga llamándome de todo menos «linsilojan» por la crítica que le he hecho al nuevo single de ese travesti con un Casio. Son casi más malunos que los fans de Mónica Naranjo, y con eso lo digo todo.

Mi amiga Begoña, que es una trendsetter, una it girl y una aficionada a las hamburguesas de tofu, ha escrito un artículo en su blog diciendo que soy «Bridget Jones con pene». Y claro, me meo de la risa pensando en que, si hicieran una película de esto, lo mismo contratan a Paquirrín (que es muy tendencia y muy trending topic ahora mismo) para que haga de mí. Llamo a Begoña y me dice que está enloquecida con la fiesta de Kiehl’s y que mañana mismo nos vemos para un café y para hacer planes.

Empiezo a preparar la bolsa del gimnasio para entrenar con Chris, que me va a dar una paliza con los brazos hoy que me muero. Y es que resulta que Chris y su amigo se van a Bélgica a darlo todo en una fiesta que se llama «La Demence» (al loro con el nombre) y quiere ir hecho un Maciste. A mí me viene bien, porque luego me quedo tan cansado que vuelvo a casa arrastrando los brazos por la calle y no me quedan ganas ni para prepararme la ensalada de lechuga orgánica, tomate orgánico y atún sin aceite que me tomo por las noches. Vamos, un drama.

Llego al gimnasio y aquello está tan lleno de gente que solo faltan unos pódiums para pensar que estoy en una Supermartxé. Total, sudan lo mismo pero por distintas razones. Me lo tomo con calma en el vestuario, porque así la gente se va yendo poco a poco y a Chris le quedan aún diez minutos de cardio, porque estos días está corriendo como si no hubiera un mañana.

Ceno en casa unas hamburguesas de ternera a la plancha con ensalada y pienso que por todo tenemos que pagar un precio en la vida. Si uno quiere tener tipazo, se tiene que pasar los días comiendo cosas que no saben a nada, básicamente. Y es que, como siga comiendo ensaladas a este ritmo, en menos de dos semanas en vez de hablar voy a relinchar.

Y por la noche, por fin, aparece el vecino y yo me armo de valor. Noto que se pone un poco raro cuando le digo que enchufe la webcam, pero la pone. Y entonces hago lo que tengo que hacer: agarrar el toro por los cuernos. Y es que hay que contar las cosas y además decirlas lo más clarito posible. Mientras le estoy contando al vecino lo que pienso sobre esa cosa que podría separarnos muchísimo, me doy cuenta de que el hablar de eso podría suponer que esto que hay entre nosotros se acabe de repente. Y mientras se lo cuento, me da un poco de miedo y me digo a mí mismo que lo mismo me he arrebatado y estoy metiendo la pata porque quizá tenía que haber esperado y decírselo enfrente de un té verde.

El vecino me escucha atento y no dice nada mientras yo hablo. Solo me interrumpe un par de minutos para beberse un té. Yo sigo hablando como un loro y trato de hacerme entender, lo cual no es fácil. Y termino de hablar.

Entonces nos quedamos callados los dos y le digo que a ver qué opina. Y él me mira y me dice que en este tipo de cosas «todo es negociable» y que dos personas cuando quieren estar juntos tienen que aprender a ceder terreno y a negociar «parcelas de libertad» porque, si no, es imposible. Me explica que «eso» de alguna manera siempre va a formar parte de su vida, pero que por supuesto que sería negociable.

Me pregunta que a ver si ya he tomado una decisión y le digo que no. Porque la verdad es que no la he tomado, pero cuando la tome lo quiero hacer con todos los detalles que pueda. No tengo ni idea de si eso me puede ayudar a que mi decisión sea mejor, pero yo me siento más cómodo y con menos margen de error, lo cual supongo que es una tontería enorme. Respiro un poco aliviado porque el vecino, al menos, es una persona dialogante y que no se cierra en banda a las cosas. Y tengo que reconocer que estoy muy sorprendido y que ya, de golpe, ha ganado 20 puntos.

La conversación sobre «eso» termina ahí y nos ponemos a hablar otra vez de fútbol, porque resulta que el Madrid y el Barça vuelven a jugar este miércoles y me emplaza a una nueva sesión de Skype (bendita tecnología) y me dice que a ver si esta vez tengo cuidado con las palomitas, que la casa me va a terminar oliendo a churrería y eso no es plan. Mientras estoy sentado hablando en el sofá con la cámara puesta, Sam da un bote y se pone a mi lado y el vecino sonríe mucho y me dice que le dé un beso y que haga el favor de darle más latitas. Sorprendentemente, al oír la palabra «latitas», Sam pega dos maullidos como diciendo «esto es un clamor popular, estoy hasta el rabo de pienso». Antes de despedirse, el vecino me pregunta si soy de ese tipo de hombres a los que les gustan las sorpresas. Yo le digo que no y él se descojona. Miedo.

Acabo la charla con el vecino y me siento con Sam en el suelo de la cocina a fumarme un cigarrito y me pongo de fondo un disco de una cantante que se llama Melody Gardot y que siempre tiene un efecto balsámico en mí. Hablo con Sam y le pregunto que a ver qué opina él. Sam se me pega al cuerpo, porque es un friolero, y me mira con cara de «en peores plazas hemos toreado». Miro por la ventana el cachito de cielo y sé que estoy contento. La verdad es que no he tomado ninguna decisión, sobre todo porque me encuentro de maravilla así como estoy, pero, si soy sincero, creo que he dado un paso más hacia el vecino.

Antes de irme a la cama, recibo un mail de un lector del blog que me cuenta que está exactamente en la misma situación que estaba yo hace un tiempo ya, y me dice que leer esto le está ayudando un montón. Y ahí sé que todo, absolutamente todo lo que hacemos, provoca una reacción a nuestro alrededor. El mail que me manda este lector es muy largo y muy detallado, y creo que de alguna manera me está pidiendo consejo. Y no se lo puedo dar y se lo digo. Le cuento que cada día creo menos en las lágrimas y los lutos. Cada día quiero que haya menos espacio en mi vida para cosas que me resten. Seré un nazi de la felicidad y quizá esté huyendo hacia adelante, vaya usted a saber, pero solo quiero cosas que me sumen, cosas que me hagan sentir bien y cosas que me molesten lo justo.

Me acuerdo de una conversación que tuve con mi madre hace unos días mientras nos tomábamos un Martini y ella me decía que tenemos la obligación de ser felices porque «la vida es un ratito» y en cualquier momento todo cambia y no necesariamente a mejor. Ella me dijo que parte de su felicidad consistía en verme feliz a mí y que siempre respetaría que yo persiguiese la felicidad de la manera que fuese. «Si tú eres feliz, yo seré feliz», me dijo. Y las madres siempre tienen razón, por increíble que parezca. El tiempo me lo ha demostrado muchas veces.

Justo antes de dormir, me entran dos llamadas de curro (a estas horas) y las dos tienen una pinta estupenda. Me meto en la ducha y hago una cosa que escuché en la tele a una vidente. Me pongo un puñado de sal marina en la cabeza, pongo la mente en blanco (o sea, como Paris Hilton) y dejo que me caiga el agua caliente y que la sal se vaya con el agua.

Estoy ya metido en la cama y la BlackBerry me pita diciendo que hay un mensaje. ¿A estas horas? Abro el mensaje y veo que es del señor del rugby. «Estoy en Madrid. Quiero verte».

Y yo que quería tener una noche tranquila.