He tenido el peor despertar posible de todos. Tengo una contractura en el hombro que me suele dar problemas de vez en cuando y hoy me he levantado con un dolor enorme que me llega al cuello. Me levanto de un rígido que pienso que estoy empatizando con los andares de la Duquesa de Alba después de haber visto su tv-movie…
Me hago un descafeinado (sigo empeñado en dejar la cafeína como sea) y me siento en el suelo de la cocina. Me da un pinchazo tan grande que me acuerdo de toda la discografía de Merche de golpe. Cuando consigo levantarme le mando un mensaje a Chris y le digo que no puedo entrenar porque la contractura me está matando. Él me contesta superrápido y me dice que él está también como los zorros y que entonces hoy descansamos.
Me voy a la ducha y me pongo un buen rato debajo del chorro de agua caliente, a ver si la cosa se alivia un poco, que no me apetece nada volver al fisio y a los antiinflamatorios. Oigo que suena el teléfono, pero pienso que ya lo cogeré luego. Salgo de la ducha y veo que tengo dos llamadas perdidas: una de mi representante (Carmen) y otra de Vanessa, que me dice que tenemos que quedar ya para escribir la crónica del ¡Hola!, que hoy sale la «Cholo Boda» en portada. Y es que se ha casado una sobrina de Rocío Jurado y aquello va a ser un «me enveneno de oros».
De camino a ver a Vanessa, me pongo al día con Carmen de asuntos de trabajo y nos cuadramos fechas para una reunión que tenemos pendiente con una productora y una agencia de social media para después de Semana Santa. Carmen, que es la primera vez que sale en estas crónicas, es una pieza fundamental en mi trabajo. Es más una amiga que una representante, es una mujer a la que admiro por su inteligencia, por su generosidad con todo lo que le rodea y porque siempre que me llama por teléfono me dice «mi vidaaaaaaaa» y «te quierooooooo» con una alegría que ella en sí misma es el Carnaval de Cádiz. Además de todo esto, Carmen es un pibón como para caerse de espaldas.
Llego antes que Vanessa a la cafetería y un camarero que me hace ojitos (estoy que no paro… cuanto menos quieres, más te dan) me trae el café (el único que tomo al día) y me dice que si quiero comer algo. Yo le digo que sí, que quiero dos sándwiches mixtos y una napolitana de chocolate. Me mira raro pero me lo trae todo enseguida. Y llega Vanessa hecha una explosión de primavera con el ¡Hola! bajo el brazo y un escote por el que se podrían derrocar gobiernos.
Hablamos de muchas cosas. Me pregunta si echo de menos al vecino, y yo, en lugar de contestarle, le cuento lo del pelirrojo que me quiere llevar al cine. Ella insiste en lo del vecino y me dice que me ve un poco plof y que debería hacerme una mascarilla o algo así. Luego nos morimos de la risa con las fotos de la «Cholo Boda» y hablamos de problemas de colegios, maestros, tatuajes en las muñecas y aceite de oliva orgánico. Exactamente por ese orden. Vanessa está enamorada y es una maravilla ver el proceso desde fuera. Quizá hay quien piense que se actúa de manera ilógica, pero me da mucha envidia (de la sana) porque últimamente lo tengo todo bajo control y a veces echo de menos que se me vaya la pinza. Todo está muy bien, pero tengo poco sitio para la emoción y el despiporre.
De vuelta a casa caigo en la cuenta de que no había mirado los mensajes de teléfono y veo que tengo dos. Uno es del vecino, que me cuenta que se acaba de levantar y que está viendo un amanecer tremendo y que si quiero vaya, que me invita a un té verde. Le contesto que no se emocione tanto, que el Barça ha ganado y va a volver a ganar al Madrid el próximo sábado. Él me contesta con un «¿Es esta nuestra primera discusión?» y yo, la verdad, me descojono.
El otro mensaje es del consultor pelirrojo, que me da los buenos días, que me manda «un abrazote» y que me dice que a última hora estará por mi barrio y que lo mismo le da tiempo a una «caña rápida». Le digo que me llame cuando llegue al barrio y que le cuento si estoy libre.
Me pongo ante el ordenador enfrentado al libro nuevo. Aunque en realidad son dos libros y muy distintos entre sí. Especialmente tengo predilección por uno, pero quiero contar una historia que no conozco demasiado y estoy agarrotado. Escribo dos páginas del asesino (en este libro hay muertes) y una me gusta mucho, pero la otra me parece un verdadero espanto. Y es que este libro en concreto no tiene nada de humor, y a la vez que escribo me entra la duda de si a la gente le gustaría leer algo serio y diferente a lo que he escrito hasta ahora.
Más tarde en la calle me encuentro con el mejor amigo de mi vecino, que resulta que es amigo de una de mis mejores amigas, y quedamos que lo mismo a la noche igual cenamos los tres. El mundo es realmente pequeño a veces. Y decido llamar a esta amiga en común para ver si me puede recomendar un supermercado chulo donde vendan comida sana, que entre mi madre y los anuncios del Danacol estoy empezando a tener un terror absoluto al mundo del colesterol. Y yo no tengo el horno para accidentes cardiovasculares. Ni de coña.
Pánico nuclear: el señor del rugby me informa en un mensaje que dentro de poco vuelve a Madrid y que me tiene que decir unas cosas «a la cara». Inmediatamente me visualizo en un aeropuerto rumbo a Uganda con peluca y bigote postizo como cuando a Andrés Pajares le dio un jamacuco gigante y amenazó con una pistola de plástico a un ficus y a una secretaria. Las cosas, que se las diga el del rugby a la cara a su madre. No tengo que hablar nada con este señor y no me da la gana. Es más, me pongo un poco de mala hostia porque no entiendo cómo sigue escribiendo después de no haber contestado a sus últimos veinte mensajes. Veinte.
Por la tarde tengo que echar una mano a una amiga a la que le llega un cargamento de cosas y debe subirlas a casa.
Con el estado en el que está la contractura de mi hombro, peor timing no se puede tener. Pero por una amiga, si hay que romperse una clavícula, uno se la rompe. Por un novio no, pero por una amiga sí.
Ya hay gente que ha escuchado la canción nueva que he escrito y producido. Es aquella canción que hace días les conté que me «hacía un poco de daño» escuchar. Me la he vuelto a poner y ya apenas me hace daño. Es más, esta mañana me he comprado en iTunes el nuevo single de Robyn y lo he escuchado tranquilamente. No me ha molestado nada de nada. Y como siempre pasa con Robyn, es un temazo. La canción se llama «Call Your Girlfriend» y la letra es peliaguda, pero como es tan moderna, tan electro y tan de todo, pues listo.
El vecino me llama por teléfono y me dice que tanto calor le agobia. Yo le digo que hace un día espectacular y que debería ver el reportaje de la «Cholo Boda». Me dice que ya ha encontrado una manera de ver el sábado el partido Madrid-Barça y que podemos hablar por teléfono mientras lo den para discutir. Me dice que a ver si tengo ganas de verle y le digo que sí, que Vanessa no puede con el té verde y que no es lo mismo. También le digo que un chico me ha invitado al cine. Él me pregunta que qué voy a hacer y le digo que no lo sé. Me pregunta si me gusta el chico y yo le digo que es guapo. Me dice que «vale» y que me llama a la noche si me parece bien. Uf.
Me adentro en el mundo del supermercado ecológico con mi amigo José, que se ríe mucho viéndome ahogarme entre hamburguesas de tofu, leche de avena ecológica y siete mil clases diferentes de inciensos. Me compro tortitas de arroz con chocolate ecológico, azúcar moreno de caña y varias cosas más. Y es que ahora cualquier motivación es buena. Si como bien y consigo alejarme de los McDonald’s una temporada, pues lo mismo me quedo con tipazo y no tengo los terrores del colesterol rondándome.
A última hora de la tarde me llama mi amigo Gus (yo soy la moda) y quedamos para tomarnos una cerveza (él) y un descafeinado (yo) en una terraza que los del Hotel Óscar han puesto en la plaza Vázquez de Mella. Hablamos de muchas cosas, pero sobre todo de trabajo. Y en ese momento le comento algo que no le he comentado a nadie. El vecino nuevo (y guapo) tiene una cosa que no me gusta. No es cuestión de contarlo. Es simplemente una cosa que quizá podría ser incompatible con mi vida y que a la larga, si yo al final decidiese dar un paso más, me podría hacer infeliz. Gus, que es como para comérselo de buena persona, me dice que al final lo del amor es todo cuestión de tolerancia y de aceptación. Y sé que tiene razón, pero es que me resulta muy difícil ahora mismo esto de la tolerancia.
Estar soltero es, al final del todo, un estado buenísimo porque se aprenden un montón de cosas. Estoy cada día más a gusto conmigo mismo (lo cual ya es un triunfo) y me mantengo muy entretenido entre la ecología gastronómica, el trabajo y mis amigos. Ahora mismo ya ni siquiera me da vértigo el fin de semana. Lo único que me preocupa, sinceramente, es que arranquen dos proyectos que tengo pendientes y sí, me preocupa lo del vecino porque, aunque no se lo digo, un poco sí que se le echa de menos en el barrio y siempre que paso por su portal (que está enfrente del mío) me acuerdo de los besos.
Y ya, para liarlo todo más, me encuentro con el vecino bombero. Yo le saludo desde lejos y él se acerca para darme dos besos (joder, cómo le pincha la barba), contarme que ha estado de vacaciones en la playa y que a ver si nos tomamos algo ya de una vez. Me da un poco la risa floja y le digo que voy con prisa.
El armario pelirrojo me manda un sms y me dice que al final no puede pasarse por el barrio esta noche porque está de trabajo hasta arriba. Se disculpa y me dice que tiene muy claro que quiere tomar algo conmigo. Para mí casi mejor, porque estoy raruno. No dejo de dar vueltas a esa cosa que me distancia mucho del vecino y que, desde que he hablado con Gus, no me quito de la cabeza.
De camino a casa me encuentro con unos amigos y nos tomamos algo. Desde que ha llegado el buen tiempo, hay que ver lo que nos gusta una calle, una terraza y un criticar. Pero la cosa se interrumpe porque me llega un mensaje del vecino, que me dice que a ver si está bien que me llame en veinte minutos.
Hablo con el vecino, que sigue teniendo muchísimo calor todo el rato, y la conversación es un poco difusa porque no se me va de la cabeza esa cosa que nos separa. Él se da un poco de cuenta y llega a preguntarme si estoy ocupado. Le digo que no y también le cuento que al salir del supermercado ecológico casi me atropella un autobús que estaba empapelado con pósteres de Scream 4 y me ha hecho una ilusión enorme. Lo de la película, no que me atropellen. El vecino me pregunta por Sam (porque un día subió a casa a que le prestara un colador de pasta y se conocieron), y yo le digo que está siendo un hijo admirable. Él me dice que con un padre como yo él también se portaría bien y se pondría panza arriba para que le rasquen. Y yo con el runrún de lo otro en la cabeza. Pero vamos, saco en claro que este sábado me toca ver el partido Madrid-Barça para discutir con él y, por supuesto, para ver cómo gana el Barça. A Guardiola que no me lo toquen, que la tenemos.
Me piro a dormir y el hombro ya me duele un poco menos. En general casi todo me duele un poco menos. Me llevo la tele al dormitorio y veo que en Enemigos íntimos una señora que se llama Marlene Morreau y que no tiene pinta de ser Fiscal del Estado tiene un pollo terrible con otra que dicen que es «madame de alto standing», vamos, jefa de un grupo de putas. Decididamente, Tele 5 parece destinada a que yo me sienta la persona más aburrida del mundo.
No tengo ni idea de lo que va a pasar el fin de semana, porque por primera vez en mucho tiempo no tengo planes. Sea lo que sea, me lo voy a pasar bien o, por lo menos, no pienso pasarlo mal. Ni un solo minuto. Porque yo lo valgo, hombre ya.
Me duermo abrazado a una almohada.
Nos vemos el lunes.