Me he levantado muy inquieto. No dejo de darle vueltas a lo que el vecino tiene que decirme y, la verdad, no estoy para estreses. Hasta Sam se da cuenta de que estoy un poco revirado, porque no me hace mucho caso y esta mañana, mientras me daba la ducha, ni siquiera ha entrado en el baño. Y Sam siempre está mirándome cuando me ducho, que lo mismo tiene complejo de «vigilante de la playa» y siempre se pone ahí, no vaya a ser que me ahogue.
Después de organizar un equipo de producción para una canción en la que voy a trabajar, me piro al gimnasio porque Chris y yo esta semana entrenamos por la mañana, que es el mejor momento para darle a la mancuerna. Chris, nada más llegar, me pregunta por el vecino nuevo (y guapo) y me dice que le encantó conocerle y que hay que ver la buena pinta que tiene. También me dice que a ver a qué narices estoy esperando para saltarle encima cuando le cuento lo del beso y lo de las manos en el cubo de las palomitas.
Mientras entrenamos, yo pienso que poco a poco estoy en un sitio de mi vida donde todo está bastante en su sitio, me empiezo a encontrar seguro, el curro va de maravilla y, claro, pues me da un miedo terrible arriesgar todo esto que me está costando conseguir. Porque todo es un riesgo y yo sigo sin estar para sustos. Disfruto más que nunca de sentarme en el suelo de la cocina a leer un libro que ha escrito Ariel Capone (un amigo supertalentoso) y de que se me pase el tiempo así, a lo tonto.
Me agobio un poco y llamo a Vanessa desde el vestuario para contárselo. Vanessa hoy no va a estar disponible hasta tarde, porque está de curro hasta arriba. Y yo la echo de menos una barbaridad, porque a pesar de tener la capacidad de ponerse como las locas en dos minutos, es al mismo tiempo una tía muy centrada y con una capacidad de decisión admirable. Apenas podemos hablar, porque la pillo entre reuniones, pero me dice que, ante todo, no deje que nada me perturbe el momento tan bueno que estoy pasando, que ella me ve cada día más animado, más gracioso, y me recuerda que he estado en un after y eso solo puede ser una buena señal.
Salgo del gimnasio y me sigo notando un poco ansioso. Pienso un rato en «el difunto» y me da casi dolor de estómago. No es que «el difunto» me lo provoque, es la situación. Ni me apetece repasar ni recordar. Solo quiero guardar lo bueno en el disco duro.
Llego a casa y compruebo con espanto que, o me como dos trapos de cocina o tengo que ir al supermercado, porque, desde que estoy soltero, hay que ver lo que estoy comiendo. Menos mal que con el calorcito de los últimos días me ha dado por la fruta, que me llega a dar por los mazapanes y ya estaría como Antonio Resines, es decir, con mi futuro sentimental reducido a los bares de osos. Y eso ni Paqui la Fandanguilla ni yo lo queremos.
Suena el teléfono justo cuando voy al supermercado cargado de bolsas de esas reciclables (Al Gore, cuánto daño me has hecho), suena el teléfono y es el vecino, que me dice que me invita a tomar un té con hielo en el Starbucks de Fuencarral. Yo le digo que voy con la condición de que me acompañe al supermercado. Él accede.
Y justo ahí se produce el minidesastre. Mientras espero a que el vecino saque los tés del bar, aparecen en la misma terraza «el difunto» y su hermana (una tía maravillosa a la que tengo un cariño enorme). Y claro, la situación es de un incómodo que asusta, al menos para mí. El vecino me rescata de la conversación y, claro, tengo que explicar quién es el otro, y entonces comenzamos una conversación sobre los ex de camino al súper. El vecino nuevo (y guapo) es listo y él solito se da cuenta de que lo mejor que puede hacer es sacarme de esa terraza en menos de lo que Malena Gracia te hace un Interviú. No quiero que nadie piense que me llevo mal con «el difunto». No lo he dicho nunca, pero es un tipo encantador. No era para mí, pero es alguien que se merece toda la felicidad del mundo y me siento orgulloso del tiempo que pasamos. Eso de poner verde a los ex siempre me ha parecido un horror. Tengo dos ex parejas y ambos dos son hoy grandes amigos. Si he pasado una parte de mi vida con ellos, digo yo que sería porque me parecen grandes personas… no voy ahora a ponerles verdes.
Mientras hablo con el vecino, estoy como un muelle porque estoy esperando a que me diga lo que me tiene que decir. Y tengo la sensación de que no me va a hacer mucha gracia. No sé por qué, pero tengo esa sensación. Y cuando ya (hasta los belfos de esperar) le digo que me cuente, él me dice que había pensado en invitarme a cenar y así charlar «con calma». ¿Con calma? Claro, yo le digo que no hay problema, pero por dentro que sepan que estoy como cuando Rosa de España fue a Eurovisión. Es decir, empezando a marearme y sin saber muy bien cómo mover los brazos y las piernas a la vez.
Ya de vuelta a casa me digo a mí mismo que hay que tener tranquilidad, y que lo mismo el vecino lo que quiere es que le aconseje sobre gimnasios o supermercados ecológicos. Porque el vecino es un hombre muy de ahora, que come comida orgánica y recicla. Como lo oyen, el tío además recicla. Tiene 40 tacos, un buen curro y se le ve muy independiente y muy de solucionarse la vida sin problemas.
Me intento concentrar en cosas de trabajo con el equipo de producción y pongo, con bastante esfuerzo, el proyecto en marcha. No me gusta nada estar disperso cuando curro. Un proyecto artístico exige una concentración enorme desde el primer minuto, porque se trata de establecer unas bases que eviten futuros obstáculos.
Pongo Tele 5 y me encuentro a una que era peluquera de Rocío Jurado a lágrima viva porque resulta que a su hija le van a joder una exclusiva porque se ha casado preñada y alguien va a filtrar las fotos. Por unos instantes me relajo pensando que, si algún día me caso embarazado, esto no me va a pasar a mí, aunque nunca se sabe.
Me cuentan en un mail que hoy acaba de salir a la venta en formato digital la nueva canción que he compuesto y producido para Lanka. Estoy acojonado y tengo pánico escénico. Vamos, lo que me faltaba hoy. Y Sam, que está muy pitoniso últimamente, ha decidido que hoy ni me pide jamón de york, ni latita, ni nada, que por lo visto me ve muy efervescente.
A pesar de que esta mañana he currado en el gimnasio con Chris de maravilla, me da un «parraque» y decido que el agotamiento físico es lo mejor y, por lo tanto, me casco el disco nuevo de Britney Spears a toda leche (pobres mis vecinos) y me pongo a hacer flexiones y dominadas. Hasta que me duelen tanto los brazos que pienso que la masturbación ahora mismo no es una opción, que lo mismo me desencajo una clavícula y no quiero ir escayolado a la cena.
Llega un sms del vecino, que me dice que me recoge en una hora en mi portal, que está justo enfrente del suyo. ¿Pánico? Que va. Estoy ahora mismo como un concursante de El juego de tu vida cuando le preguntaron si se masturbaba en la caseta del perro mientras pensaba en travestis. Resumiendo, estoy nerviosito.
Ducha, crema, afeitado, camisa de rayas. Limpieza de dientes (no vaya a ser que me caiga otro beso) y a la calle. Y ya no estoy nervioso… estoy directamente atacado.
Nos vamos andando hasta la plaza de Santa Ana, donde ha reservado mesa. Hablamos de tonterías varias hasta que llega el postre y me dice que tiene que hablarme de varias cosas, entre ellas de su trabajo. Desde que no se puede fumar en los restaurantes, esto es una putada muy gorda. Gordísima.
Me cuenta que está metido en un proyecto de moda bastante grande y que por eso va a tener que marcharse mañana mismo una temporada corta de Madrid. Y cuando lo escucho se me encoge un poco el estómago, porque me estaba acostumbrando al té verde, al beso en el portal y a las palomitas en el cine.
Yo le pregunto que eso qué tiene que ver conmigo exactamente. Entonces él me empieza a contar que lleva casi dos semanas viéndome casi a diario y que le gusta mucho lo que ve. Me dice que le parezco una persona diferente porque jamás le he dicho que quiero que nos acostemos sabiendo que podría ser muy fácil. Me dice que sabe perfectamente que conmigo todo tiene que ir muy lento. Me cuenta que le gusta hasta la manera en la que ando y que siempre he sido correcto y educado con él. No entiendo que le guste la manera en la que ando, siempre he pensado que soy un poco pato.
Por supuesto, yo escucho callado a cuadros.
Me sigue diciendo que a él le gustaría que esto avanzara un poco más y que, como se tiene que ir una temporada, pues que a ver si me parece bien y me lo pienso y que cuando vuelva, pues que le cuente lo que he decidido. Todo esto me lo ha dicho sin apartar un segundo sus ojos de los míos, y ahora sí que tengo el estómago del revés. Porque cuando el vecino me habla, no me aparta la mirada ni un segundo. Es más, hasta consigue que yo baje la mirada, cosa que no es frecuente.
Yo le digo que pasa lo que pasa y que estoy dispuesto a pensármelo exactamente por las mismas razones que él. También le digo que estoy hecho un lío y que me da mucho vértigo y mucho miedo todo ahora mismo. Él me escucha atento y me dice que el miedo es bueno cuando te mueve y se convierte en un desafío. Pero yo creo que el miedo a «algo más» me tiene paralizado. Él no presiona en absoluto y soy yo el que le digo que a ver si, aunque esté lejos, podemos llamarnos por teléfono, o mandarnos mails o lo que sea. Porque el vecino no tiene ni Facebook ni Twitter. Él me dice que por supuesto que sí, que faltaría más.
Volvemos a casa y, cuando nos vamos a despedir, me vuelve a dar un beso, y esta vez dura más que el primero. No sé qué decir. No tengo ni idea de lo que tengo que decir. El vecino se va mañana y esta es la última vez que le veo en no sé cuánto. No me ha querido decir cuánto tiempo va a estar fuera. Solo me ha dicho la palabra «semanas».
Me voy a la cama e intento dormir, pero me cuesta una barbaridad. Sam se me pone al lado a pesar de que cuando hace calor le gusta dormir solo. La última vez que miro el reloj son las cuatro y cuarto de la madrugada. Mañana será otro día.
Estoy hecho un lío…