ONCE

Estoy melancólico. Y todo porque mi madre y yo estábamos en la calle y ella me ha contado que hay una canción muy especial para ella pero que no sabe cómo se llama. Inmediatamente, y no me pregunten por qué, yo sabía qué canción era. Así que nos hemos ido a El Corte Inglés y nos hemos comprado el disco de Pablo Alborán. Porque la canción se llama «Solamente tú».

Esta mañana he tenido una reunión con Lanka, un cantante que está a punto de lanzar un single que he compuesto y producido. Tengo un poco de vértigo porque hace muchos años que no se oye una canción escrita por mí y no sé cómo la gente la va a recibir. Pero Lanka está tan contento que esta mañana hemos cerrado el trato para componer y producir su segundo single, que saldrá a finales de verano. Es una de las cosas que ayudan mucho ahora. Cuando escribo una canción, en cierta manera se queda un trocito de mí. Y les prometo que la próxima canción va a tener más de un trocito. Lanka me mira a los ojos y entiende la letra, se emociona y es una manera especial de vivir. Y es bueno para mí.

Esta mañana nos hemos ido al banco (un banco vasco, que mi madre es muy suya) y después nos hemos ido al Mercado de San Miguel a tomar unos rebujitos. Por unos momentos pienso que, a este ritmo, mi madre y yo estamos mutando en Paris Hilton, pero ella me tranquiliza cuando me dice que estamos los dos viviendo un momento muy hippies, que cualquier día nos atropella un autobús y que mientras tanto tenemos que ser felices. Y las madres siempre tienen razón.

Me llega a la BlackBerry otro mensaje del señor del rugby y estoy a punto de desearle una vaginitis agresiva. Por supuesto sigo sin contestarle, porque esto ya raya en la idiotez suprema.

Del rebujito nos hemos ido a comer a la terraza de El Corte Inglés de Callao (nos atienden fatal) y por la calle nos vemos rodeados de fans de Justin Bieber. La cosa es de miedo. ¿Están ciegas estas niñas? Pero claro, me alegra mucho porque hay gente que tiene la cabeza mucho peor que yo, y eso que ellas no están divorciadas ni tienen un gato macarra que se prostituye por jamón de york.

El poder de una madre es increíble. Ni rastro de «el difunto» en mi cabeza. Nada de nada. Y mientras ella se pone a plancharme camisas como si no hubiera un mañana, yo me echo un cigarrito en el suelo de la cocina y le digo que la quiero mucho y que con ella cerca las cosas duelen mucho menos. Y de fondo nos ponemos el disco de Pablo Alborán y en ese ratillo no existen difuntos en el mundo para despistarme.

Por la tarde, el vecino nuevo (y guapo) me invita a una cerveza y me comenta sus planes de curro, que tienen una pinta muy buena. También me dice que a ver si me parece bien salir el sábado con sus amigos para tomarnos algo. Yo le digo que sí, porque estoy en un momento en que me apetece mucho conocer gente nueva, sitios nuevos…

Me choco por la calle con el vecino masajista (no se imaginan cómo está el barrio) que se parece al señor del rugby. Me pregunta por mis contracturas y me dice que cuando quiera me relaja. Le doy las gracias y le digo que las tengo muy apañadas y que de momento no necesito un masaje. Me tuerce un poco el morro. Qué le vamos a hacer.

Hoy hablo mucho con Vanessa por teléfono y me doy cuenta también de que la quiero mucho. Como nos reímos tanto, no tenemos demasiados momentos para la ternura, pero si algún día vuelvo a ser heterosexual, ella debería ser la madre de mis hijos, de todos mis hijos.

Por la noche en casa mi madre habla incansablemente por teléfono con sus 7512 mejores amigas íntimas y presume de hijo. Mientras tanto yo me pongo los cascos, me pongo a escribir y escucho el disco que me ha regalado. Y me gusta mucho una parte que dice «enseña tus heridas, que así se curarán». Supongo que yo estoy haciendo eso un poco con estas crónicas. Sería idiota contar que mi vida es siempre una maravilla y que no hay heridas: soy un hombre normal y corriente. Claro que hay heridas, algunas más grandes que otras, pero es que no quiero que me sigan escociendo. No hay nada más triste que ser una persona con la mochila cargada. Todos tenemos traumas de infancia, y ahí es donde se deben quedar. Porque los años han pasado y lo deja todo atrás. Es nuestra decisión volver a recordarlos. No siempre es fácil, pero prefiero cerrar los ojos, sentarme en el suelo de la cocina con Sam e intentar recordar (por ejemplo) el día que conocí a Vanessa o cuánto me ha cuidado mi amigo Pablo mientras yo escribía mis novelas. No me ayuda especialmente en lo del divorcio, pero cuando vuelvo a abrir los ojos me siento más cómodo y relajado, como cuando alguien te cuenta que, de momento, Nawja Nimri no va a volver a cantar.

Estos días no estoy viendo nada la tele y el estómago se me encoge al pensar en Paqui la Fandanguilla. Siento que le estoy fallando ahora que ella está embarazada (con lo sensibles que se ponen), que ha sido bonito, que ha sido intenso, pero que el romance con ella llega a su fin. Ya ven ustedes, a este paso voy a parecer Liz Taylor con bigote y pene. Maravilloso.

Mañana se va mi madre a la playa y tardaré en volver a verla unos tres meses. La verdad es que creo que me voy a quedar un poco tristón, porque tal cantidad de energía materna es terriblemente positiva. Me voy a la cama pensando que tengo más suerte de la que pienso. Y me concentro en ese pensamiento a pesar de que la tarada de Esperanza Gracia (mi queridísimo Piscis) me ha puesto al final de la tabla maldita de los horóscopos.

Me duermo solo porque, como Sam se ha convertido en el gigoló de mi madre, me abandona por ella y una loncha de jamón. Es un poco como lo de Madonna y Jesús Lu, para que se hagan idea.

Me cuesta despertarme una barbaridad. He soñado que estaba en una playa y no había nadie. Y luego sí había alguien, pero no sé quién era. Y yo sonreía. No quería despertarme. Quería quedarme en la playa.

Esta mañana desayuno con mi vecino y luego veo a Vanessa porque tenemos que escribir la sección semanal del ¡Hola!, que es una risa tremenda. Mi madre, mientras tanto, sigue empeñada en redecorar mi vida y ha decidido que el baño de casa necesita un repaso exhaustivo como sea.

A los dos minutos de salir del bar, me llega un tweet de Vanessa que dice lo siguiente: «@AbelArana tienes mi visto bueno!!!!! jaajajajjajaja es ideal de verdad!!!!! XDD». Por supuesto, ella se refiere al vecino.

Llego a casa y el baño ahora mismo parece un escenario de Las Vegas. No es que estuviera sucio (no soporto ni la suciedad ni el polvo), pero cada día estoy más convencido de que todas las madres buenas tienen poder desincrustante para la cal y cosas así. Y adonde va mi madre va Sam, que ha decidido que quiere más jamón de york y que las latitas me las puedo meter por donde amargan los pepinos.

Hoy entreno pecho con Chris, y este es un momento fundamental de la semana y ustedes lo saben. La teta es la teta, coño. Caigo en la cuenta de que en el gimnasio hay quien piensa que Chris y yo hacemos más cosas juntos aparte de entrenar. Y pienso que es un error grande. Yo conozco a su novio, que es un tipo encantador, y además… ¿es que no podemos ser amigos? ¿Tan difícil es que dos hombres sean amigos?

Esta noche he quedado para ver el final de temporada de Spartacus, una serie de gogós untados en aceite y que la gente ve con cualquier excusa. Tengo un amigo que dice que lo ve porque le encanta «el vestuario de ellas». Y creo que eso es un poco el nuevo «yo leo el Playboy por los artículos». Y el final de semana va a ser un poco movidito. Tengo la inauguración del piso del vecino guapo, la presentación de #FashionAsWave (donde he participado en el spot que se presenta mañana en Laydown), una fiesta el viernes en la que voy a conocer a gente nueva, y el fin de semana… que poco a poco me va pareciendo menos vacío y me va dando menos vértigo.

Por supuesto, antes de irme a la cama… hay otro mensaje del señor del rugby.

Mañana les hago la última crónica semanal. Les quiero mucho y me estoy planteando seriamente el casarme con ustedes. Con todos a la vez…