Me he levantado raro. Ayer me quedé hasta las tantas comiendo palomitas y viendo capítulos de 24. Y pasa lo que pasa. Había quedado para entrenar con Chris y he llegado tarde y de un humor extraño. Menos mal que me río mucho con él y hemos desdramatizado lo del señor del rugby, al que supongo (por la cuenta que me trae) metidito en un avión a Lisboa. A ver si le cantan un fado cuando llegue a casa y se relaja un poco. Que estas intensidades me dejan atascado.
Vuelvo a casa a dejar la bolsa del gym y a contestar un montón de correos que llevo atrasados. Hoy es el día oficial de la pereza en casa. Incluso le miro a Sam con cara de «ya podías hacerme de secretario» y él me mira con cara de «sin latitas no hay paraíso». Y es que tener un gato que se comporta como un adolescente macarra es un poco estresante a veces.
De ahí me voy al rodaje del nuevo videoclip de Lanka. Muchos de ustedes quizá no lo sepan, pero durante muchos años fui productor y compositor musical. Y las pasadas navidades conocí a Lanka y me dijo que quería que yo le escribiera y le produjera el primer single de su nuevo disco. Y lo hice y supongo que dentro de poco escucharán la canción. Y en medio del rodaje, al escuchar el playback he caído en la cuenta de que la letra de la canción me hace mal. Muy discretamente les he dicho que me salía del plató y he salido a un patio interior. Me he fumado un cigarro y he intentado dejar la mente en blanco. A todos nos persiguen nuestras palabras, y la letra de esa canción me persigue especialmente hoy. No la quiero escuchar. Ni de coña.
Les digo que volveré por la tarde y pillo un taxi para ir a comer con mi amiga Janneth. En el taxi saco el iPod y me pongo la canción. Los miedos hay que enfrentarlos. Como llevo unas gafas de esas de folclórica en el aeropuerto, el taxista no se da cuenta de que lloro un poco. Y creo que es la primera vez que lloro en mucho tiempo y, por lo tanto, estoy a un paso de caer en lo de Raquel Bollo. Y ese pensamiento me aterra tanto que se me corta la lágrima de golpe.
Hoy hace un poco más de sol, y cuando el taxi me deja en Gran Vía con Fuencarral hay mucha luz, y eso ya saben que me anima una barbaridad. Tengo que rodearme de cosas que me gusten y que me animen y me hagan feliz. Tengo unos amigos excepcionales, tengo un gato que, cuando no es un cabrón, me hace reír mucho y me despierta todas las mañanas a besos, tengo la mejor madre del mundo… y, sin embargo, sigo muy incompleto. No tanto como Karmele sin los pómulos, pero casi. De camino a la comida en Fuencarral me pongo «Firing Line», de Digital Dog, que es una canción trance de subidón, y llego a la cita con Janneth sobreexcitado, con los ojos hinchados y las gafas de folclórica. Y cada día entiendo más a las folclóricas, aunque al mismo tiempo me dan un miedo muy grande.
Por la tarde, antes de volver al rodaje del clip, hablo con Juan Ramón y le cuento lo del señor del rugby. Incluso le mando por mail una foto, y la actitud de Juan Ramón es un poco de «yo a este le dejo hasta que me robe». Pero cuando le cuento los detalles, Juan Ramón piensa que alguien está envenenando los batidos de proteínas en Lisboa.
Siempre se me olvida contarles que, desde el divorcio, no he vuelto a dormir en la cama. Tengo una cama inmensa de 1,60 de ancho. Una barbaridad de cama. No sé por qué, pero me encuentro mucho más a gusto en el sofá viendo pelis y tapado con una manta cojonuda que me regalaron por mi cumple. Obviamente, el sofá es mucho más pequeño que la cama, pero me siento más arropado. Y Sam, que se está currando las latitas y no deja de abrazarme por las noches, pues lo hace todo mejor. Supongo que hay algo en mi cabeza que no quiere que vuelva a la cama durante unos días. Se me hace demasiado grande, hay quizá demasiados recuerdos, y como mejor puedo estar es una temporadita lejos de esos recuerdos. Eso, o tengo una alergia a las sábanas de cojones.
Me vuelvo a pasar por el rodaje del clip. Y la canción me sigue fastidiando. Sigo siendo víctima de las palabras que escribí hace tiempo. Por un momento creo que estoy instalado en el pantojismo y me preocupa, porque ni pienso dejarme melena, ni me gustan los claveles, ni en la vida me he tocado los genitales con un alcalde de la Costa del Sol. Menudo soy yo para las jerarquías.
Al salir me encuentro con un amigo actor (el nombre no lo digo ni de coña) que ahora mismo está teniendo un subidón de popularidad, y nos alejamos del centro para tomar un café y contarnos cosas. Es siempre una alegría verle y escuchar sus proyectos. Nos tomamos un café en una terraza (para poder fumar) y, cuando le cuento la historia del señor del rugby, me entra frío. El señor del rugby, en estos momentos, está ya volando a Lisboa y me siento como el culo. El papel de malo insensible es muy goloso, pero difícil de llevar a cabo. No me mola la idea de que me haya tocado ser el malo. Y me acuerdo de que «el difunto» me decía que todo es cuestión de timing (para los no amigos de Gwyneth Paltrow, el momento adecuado). Y el señor de Lisboa no ha podido tener peor timing en su puta vida. Es como si a Lady Gaga le da por sacar disco el mismo día que Britney Spears. Una de las dos va a salir mal parada, y eso siempre es chungo. Se me encoge un poco el corazón pensando en el señor del rugby. Espero que se arregle con su novio (que tiene unos cuernos estupendos y un novio muy relajado), que se le pase el tabardillo que le ha dado y que no se cambie de acera la próxima vez que me vea.
Tengo que volver a casa porque me van a llamar de Nueva York para una historia en la que estoy echando una mano a una amiga y, aunque la conversación va bien, sigo sin poder concentrarme y me sigo encontrando espeso. Como cuando una tertuliana de Sálvame habla de los gays (y ustedes vuelven a saber de quién hablo). Solo me animo un poco cuando leyendo el periódico me entero de que esta noche vuelve Enemigos íntimos, y claro, yo volveré a sentirme una persona supernormal con una vida estupenda, sobre todo si sale Paqui la Fandanguilla y me ilustra con ese acento tan suyo que hace que las desgracias parezcan una peli de Ozores. Y si no sale Paqui, pues no pasa nada, que seguro que alguien se insulta, alguien tiene tres querellas criminales o alguien se ha puesto más tetas de las que debería.
Salgo porque resulta que desde el divorcio me encuentro especialmente despistado y se me ha acabado el pan de molde. Bajo al chino y, además del pan, compro cuatro donuts de chocolate para desayunar mañana, una bolsa de chuches, una de patatas fritas (pero light), unos yogures griegos y, ya de paso, dos paquetes de chicles de fresa ácida.
Además de no dormir en la cama, últimamente me ha dado por sentarme en el suelo de la cocina y echar un cigarrito mirando por la ventana, lo que es una soberana estupidez, porque desde la ventana de mi cocina se ve el apartamento de arriba, donde vive un divorciado calvo con muy mala hostia y un hijo con pinta de ser gogó en un par de años. Al tiempo. Y cuando Sam ve que entro en la cocina, viene y se sienta al lado, porque el pobre vive con la ilusión de la latita. Lo que quiero decir es que Sam y yo vivimos con una ilusión. Él de ponerse hasta el culo de una cosa que huele a pies, y yo de hacerme una lobotomía que me deje esa expresión facial de «vaca mirando al tren» que tan grande ha hecho a Paris Hilton (modelo, actriz y cantante).
Cocino ansiando el momento en el que la gente de Tele 5 comience a insultarse, pero me llama mi madre y decide que tiene que hacerme una visita. Ella no pregunta, ella viene y punto. Y si ella decide que estoy mal y que me hace falta comida casera, pues es así. Ya no tengo miedo. Ahora tengo terror.
Y más miedo me entra cuando me mandan un vídeo donde sale Britney Spears presentando su nuevo disco en la tele. Si con toda la medicación que toma está así… ¿qué pasaría si le quitaran las pastillas? Me consuela saber que a mi edad puedo bailar con más gracia que Britney, y todo esto lo pienso mientras me tuesto tres sándwiches de pavo con queso.
Me duermo esperando a que empiece Enemigos íntimos mientras compruebo que el arte de la interpretación persigue a Mar Saura, pero ella es más rápida.
A ver qué pasa mañana… que antes de cerrar los ojos he visto en la BlackBerry que el señor del rugby había mandado un mail.
Terror.