Epílogo

En el curso de esta investigación he rechazado las ideas de que la literatura deba valorarse a) porque nos diga verdades sobre la vida o b) porque contribuya a nuestra formación cultural. También he afirmado que, cuando leemos una obra, su recepción debe ser para nosotros un fin en sí mismo. Y no he coincidido con los críticos vigilantes en la creencia de que sólo lo que es bueno sin más puede ser bueno en literatura. Todo esto entraña la idea de un «bien» o de un «valor» específicamente literario. Algunos lectores se quejarán de que no haya aclarado en qué consiste ese valor. Se preguntarán, por ejemplo, si lo que estoy proponiendo es una teoría hedonista, según la cual el valor literario se identificaría con el placer. ¿O acaso considero, como Croce, que existe un modo de experiencia «estético», irreductible tanto al modo lógico como al práctico? ¿Por qué no pongo las cartas sobre la mesa?

Ahora bien, personalmente no estoy convencido de que en un libro como éste deba hacerlo. Escribo sobre la práctica y la experiencia literaria desde dentro de ellas, porque me considero una persona dotada de sensibilidad literaria y me dirijo a otras personas igualmente sensibles a la literatura. ¿Acaso a mis lectores y a mí nos incumbe en especial aclarar en qué consiste ese valor literario? Explicar el valor de determinada actividad y, más aún, fijar su posición en una escala de valores, no es tarea que suela incumbir a quienes la practican. Aunque no está excluido que lo haga, el matemático no necesita analizar el valor de las matemáticas. Los cocineros y los bon viveurs tienen todo el derecho del mundo a hablar de cocina, pero no les corresponde a ellos decidir si es importante —y en qué medida— que los alimentos se cocinen con exquisitez. Como diría Aristóteles, este tipo de problemas pertenece a una disciplina «más arquitectónica», de hecho, a la Reina de las Ciencias, suponiendo que en la actualidad hubiese alguna pretendiente indiscutible a dicho trono. No debemos asumir demasiadas «responsabilidades». Incluso podría ser perjudicial introducir en nuestro experimento sobre la buena y la mala lectura una teoría completa del valor literario y de su importancia. Podríamos sentir la tentación de deformar las experiencias para que confirmasen nuestra teoría. Cuanto más específicamente literarias sean nuestras observaciones, cuanto menos contaminadas estén por una teoría del valor, más útiles serán para el que emprenda ese estudio arquitectónico. Lo que decimos sobre el bien literario servirá mejor para verificar o refutar sus teorías si no pensamos en esta aplicación.

Sin embargo, puesto que el silencio podría permitir alguna interpretación aviesa, pondré sobre la mesa las pocas y mediocres cartas que poseo.

Si tomamos la literatura en el sentido más amplio, abarcando tanto la literatura de conocimiento como la de poder, la pregunta «¿Qué valor tiene leer lo que alguien escribe?» equivale a la pregunta «¿Qué valor tiene escuchar lo que alguien dice?». Salvo que una persona sea capaz de encontrar en sí misma todas las informaciones, las diversiones, los consejos, las críticas y las alegrías que desee, la respuesta es obvia. Y si vale la pena escuchar o leer, entonces también puede valer muchas veces la pena incluso para poder descubrir que algo no la merece.

Si, en cambio, tomamos la literatura en el sentido más restringido, el problema es más complejo. Una obra de arte literaria puede considerarse desde dos puntos de vista. Significa y, al mismo tiempo, es. De una parte es Logos (algo dicho) y, de otra, Poiema (algo hecho). En el primer sentido, cuenta una historia, expresa una emoción, exhorta, critica o hace reír. En el segundo, tanto por su belleza sonora como por el equilibrio y el contraste, y por la multiplicidad integrada de sus sucesivas partes, es un objet d'art, algo dotado de una forma capaz de suscitar un placer muy intenso. Desde un punto de vista —y, quizá, sólo desde él—, la vieja comparación entre pintura y poesía resulta pertinente.

Para separar estos dos aspectos de la obra de arte literaria es necesario un acto de abstracción, y cuanto mejor es la obra más violenta parece esta abstracción. Lamentablemente, no podemos evitarla.

Es evidente que nuestra experiencia de la obra como poiema nos proporciona un placer muy intenso. Quienes lo han sentido desean volver a sentirlo. Y buscan nuevas experiencias de ese tipo, aunque su búsqueda no responda a ninguna necesidad moral, material o pragmática. Si alguien afirmase que en tales conclusiones no puede haber una experiencia que sea placentera, cabría exigirle una definición del placer que excluyese estos casos. Lo que sí puede objetarse a una teoría meramente hedonista de la literatura, o de las artes en general, es que la idea de «placer» es muy abstracta y, por tanto, muy vacía. Denota demasiadas cosas y connota muy pocas. Si alguien me dice que determinada cosa es un placer, no sé si se parece a una venganza, a una tostada con mantequilla, a un éxito, a una alabanza o al alivio por haber superado algún peligro o por poder rascarse donde tanto le picaba. Lo que quiero es que me digan qué tipo de placer proporciona la literatura. La verdadera tarea comienza al tratar de definir ese placer específicamente literario. Y una vez lograda esa definición se comprende que la palabra «placer» no era demasiado importante.

Por tanto, aunque sea cierto, es inútil decir que nuestro placer deriva de la forma del poiema. Conviene recordar que, cuando se aplica a algo cuyas partes se suceden en el tiempo (como ocurre con las partes de una pieza musical o de una obra literaria), la palabra «forma» es una metáfora. El placer que nos depara la forma de un poiema es muy diferente del que sentimos por la forma (literal) de una casa o de un jarrón. Las partes del poiema son cosas que hacemos nosotros; consideramos una serie de fantasías, sentimientos imaginarios e ideas, siguiendo el orden y el ritmo que prescribe el poeta. (Una de las razones de que un relato muy «emocionante» rara vez sea capaz de suscitar el mejor tipo de lectura reside en que azuza la curiosidad del lector incitándole a forzar ese ritmo). Esto se parece menos a contemplar un jarrón que a «hacer ejercicios» siguiendo las instrucciones de un experto o a participar en una danza coral creada por un buen coreógrafo. Nuestro placer tiene diversos ingredientes. El ejercicio de nuestras facultades constituye de por sí un placer. También sentimos placer cuando logramos hacer lo que se nos indica, si vale la pena hacerlo y si las instrucciones no son fáciles de seguir. Cuando el poiema, los ejercicios o la danza han sido ideados por un maestro, los movimientos y las pausas, las aceleraciones y los retardos, los pasajes más fáciles y los más difíciles, se producirán exactamente según los necesitemos; experimentaremos la agradable sorpresa de ver satisfechos unos deseos de cuya existencia nada sabíamos hasta el momento de verlos satisfechos. Terminaremos con la dosis exacta de cansancio, y «con el último compás». Sería intolerable terminar un momento antes —o un momento después— o de una manera diferente. Cuando, luego, reflexionamos sobre lo que hemos hecho, sentimos que nuestros actos han seguido un orden o una pauta que correspondía a nuestro impulso natural.

Si la experiencia no fuese buena para nosotros —no buena como medio para llegar a algo situado más allá del poiema, de la danza o de los ejercicios, sino buena para nosotros aquí y ahora—, no podría afectarnos de esta manera, no podría proporcionarnos este placer. La relajación, la ligera (y agradable) sensación de lasitud, la ausencia de toda inquietud, que sentimos al acabar de leer una gran obra, demuestran claramente que nos ha hecho bien. Esto es lo que quiso explicar Aristóteles con su teoría de la katharsis, o lo que quiere decir el doctor I. A. Richards cuando afirma que la «serenidad» que sentimos después de haber asistido a la representación de una gran tragedia significa en realidad que «el sistema nervioso se encuentra perfectamente bien aquí y ahora». Por mi parte, no puedo aceptar ninguna de esas teorías. La de Aristóteles, porque nadie se ha puesto aún de acuerdo sobre el significado de ese término. La del doctor Richards, porque casi equivale a una consagración del tipo más elemental y menos exigente de fantasía egoísta. Según él, la tragedia nos permite combinar, en el nivel de la acción incipiente o de las imágenes mentales, determinados impulsos que serían incompatibles en la acción explícita, como el impulso a acercarnos a lo terrible y el impulso a huir de ello[22]. Muy bien. Entonces, cuando leo que el señor Pickwick es una persona generosa puedo combinar (en el nivel de la acción incipiente) mi deseo de dar dinero y mi deseo de guardarlo; cuando leo Maldon combino (en ese mismo nivel) mi deseo de comportarme como un valiente y mi deseo de huir. Por tanto, el nivel de la acción incipiente es un sitio donde podemos comernos el pastel y conservarlo intacto, donde podemos ser heroicos sin correr riesgo alguno, y generosos sin tener que hacer el menor gasto. Si pensase que éste es el efecto que me produce la literatura, no volvería a leer. Pero, aunque rechace tanto la teoría de Aristóteles como la de Richards, pienso que ninguno de ellos se equivoca de perspectiva. Frente a todos los que buscan el valor de las obras literarias en las «visiones», «filosofías» o, incluso, «comentarios» de la vida que éstas serían capaces de proporcionarnos, ellos, en cambio, lo buscaron en lo que nos sucede al leerlas; o sea, ese valor no reside en unas consecuencias remotas, y meramente probables, de la lectura, sino allí donde de hecho lo sentimos.

Sólo porque también es un poiema, puede un logos convertirse en una obra de arte literaria. Y a la inversa, sólo el logos es capaz de hacer surgir en nosotros, y de orientar, las imaginaciones, las emociones y los pensamientos con los que el poiema construye su armonía, y que sin ese logos no podrían existir. Nos imaginamos a Lear en medio de la tormenta, compartimos su furia, sentimos compasión y terror por todo lo que sucede. Estas reacciones surgen de algo que en sí mismo no es literario ni verbal. El aspecto literario de la cuestión reside en las palabras que describen la tormenta, la furia, lo que le ocurre a Lear, logrando suscitar esas reacciones en un orden o pauta análogos al de una «danza» o un «ejercicio». La pauta formal de The Apparition de Donne es muy sencilla pero muy eficaz: sorprendentemente, el tono injurioso del comienzo no conduce a un clímax, sino a una reticencia muchísimo más siniestra. Lo que esa pauta modela es el rencor que, al leer el poema, compartimos con Donne. La pauta lo convierte en algo definitivo y le infunde una especie de gracia. Análogamente, y en una escala mucho más amplia, Dante ordena y modela nuestros sentimientos e imágenes del universo según sus propias ideas e, incluso, fantasías al respecto.

La lectura estrictamente literaria se distingue de la lectura de textos científicos o, en general, de textos que transmiten información, porque en su caso el logos —lo que el texto dice— no necesita ser creído ni aprobado. La mayoría de nosotros no cree que el universo de Dante se parezca para nada al universo real. En la vida real, a la mayoría de nosotros la emoción que expresa The Apparition de Donne nos parecería necia y vil o incluso, lo que es aún peor, trivial. Ninguno de nosotros puede aceptar al mismo tiempo las concepciones de la vida de Housman y de Chesterton o la del Omar de Fitzgerald y la de Kipling. ¿Qué valor tiene —e, incluso, qué justificación puede tener— interesarse con tanto entusiasmo por unas historias que narran cosas que nunca han sucedido, y participar indirectamente de unos sentimientos que no nos interesaría en absoluto experimentar en nuestras vidas? ¿Qué valor tiene concentrarse para imaginar cosas que nunca podrían existir, como el paraíso terrenal de Dante, el pasaje de la Riada en que Tetis surge del mar para consolar a Aquiles, la Dama Naturaleza de Chaucer o de Spenser, o la barca esquelética de La balada del viejo marinero?

Es inútil tratar de eludir estas preguntas atribuyendo todo el valor de la obra literaria a su aspecto de poiema, porque éste se construye con las diferentes reacciones que el logos suscita en nosotros.

Por el momento sólo puedo responder de forma aproximada diciendo que en ese tipo de lectura lo que buscamos es una ampliación de nuestro ser. Queremos ser más de lo que somos. Por naturaleza, cada uno de nosotros ve el mundo desde un punto de vista, y con un criterio selectivo, que le son propios. E, incluso, nuestras fantasías desinteresadas están llenas de peculiaridades psicológicas que las condicionan y limitan. En el plano de la sensibilidad, sólo los locos aceptan sin más —o sea, sin corregir los errores de perspectiva— esta visión personal. No podemos creer que los raíles se estrechan a medida que se alejan. Pero no sólo en ese nivel inferior queremos evitar las ilusiones de perspectiva. Queremos ver también por otros ojos, imaginar con otras imaginaciones, sentir con otros corazones. No nos conformamos con ser mónadas leibnizianas. Queremos ventanas. La literatura, en su aspecto de logos, es una serie de ventanas e, incluso, de puertas. Una de las cosas que sentimos después de haber leído una gran obra es que hemos «salido»; o, desde otro punto de vista, «entrado», porque hemos atravesado la concha de alguna otra mónada y hemos descubierto cómo es por dentro.

Por tanto, leer bien, sin ser esencialmente una actividad sentimental, moral o intelectual, comparte algo con las tres. En el amor salimos de nosotros para entrar en otra persona. En el ámbito moral, todo acto de justicia o caridad exige que nos coloquemos en el lugar de otra persona y, por tanto, que hagamos a un lado nuestros intereses particulares. Cuando comprendemos algo descartamos los hechos tal como son. El primer impulso de cada persona consiste en afirmarse y desarrollarse. El segundo, en salir de sí misma, corregir su provincianismo y curar su soledad. Esto es lo que hacemos cuando amamos a alguien, cuando realizamos un acto moral o cognoscitivo y cuando «recibimos» una obra de arte. Sin duda, este proceso puede interpretarse como una ampliación o como una momentánea aniquilación de la propia identidad. Pero se trata de una vieja paradoja: «el que pierde su vida la salvará».

Por tanto, disfrutamos participando de las creencias de otros hombres (por ejemplo, las de Lucrecio o las de Lawrence), aunque puedan parecemos falsas; de sus pasiones, aunque puedan parecemos depravadas, como, a veces, las de Marlowe o las de Carlyle; y también de sus imaginaciones, aunque carezcan de todo realismo de contenido.

Con esto no quiero decir que la literatura de poder deba interpretarse, una vez más, como un sector de la literatura de conocimiento, destinado a satisfacer nuestra curiosidad racional por la psicología de las otras personas. No se trata en absoluto de una cuestión de conocimiento (en este sentido del término) . Se trata de connaitre, no de savoir, se trata de erleben; nos convertimos en esas otras personas. No sólo, ni fundamentalmente, para ver cómo son, sino para ver lo que ven, para ocupar por un momento sus butacas en el gran teatro, para ponernos sus gafas y contemplar desinteresadamente lo que se puede comprender, gozar, temer, admirar o festejar a través de esas gafas. Por tanto, no importa si el estado de ánimo expresado en un poema corresponde real e históricamente al que sintió el poeta, o sólo se trata de algo que éste imaginó. Lo que importa es su poder, su capacidad para hacérnoslo vivir. Dudo de que el estado de ánimo expresado en The Apparition tuviese para el Donne real otro peso que el de un mero juego o ficción dramática. Y dudo mucho más de que el Pope real sintiera, salvo al escribirlo —e, incluso entonces, de otro modo que como una mera ficción dramática—, el sentimiento expresado en el pasaje que comienza: «sí, estoy orgulloso».[23] Pero ¿qué importa?

Aquí reside, si no me equivoco, el valor específico de la buena literatura considerada en su aspecto de logos; nos permite acceder a experiencias distintas de las nuestras. Al igual que éstas no todas esas experiencias valen la pena. Algunas resultan, como suele decirse, más «interesantes» que otras. Desde luego, las causas de ese interés son muy variadas, y son diferentes para cada persona. Algo puede interesarnos porque nos parece típico (decimos: «¡Qué verdadero!»), anormal (decimos: «¡Qué extraño!»), hermoso, terrible, pavoroso, regocijante, patético, cómico o sólo excitante. La literatura nos da la entrée a todas esas experiencias. Los que estamos habituados a la buena lectura no solemos tener conciencia de la enorme ampliación de nuestro ser que nos ha deparado el contacto con los escritores. Es algo que comprendemos mejor cuando hablamos con un amigo que no sabe leer de ese modo. Puede estar lleno de bondad y de sentido común, pero vive en un mundo muy limitado, en el que nosotros nos sentiríamos ahogados. La persona que se contenta con ser sólo ella misma, y por tanto, con ser menos persona, está encerrada en una cárcel. Siento que mis ojos no me bastan; necesito ver también por los de los demás. La realidad, incluso vista a través de muchos ojos, no me basta; necesito ver lo que otros han inventado. Tampoco me bastarían los ojos de toda la humanidad; lamento que los animales no puedan escribir libros. Me agradaría muchísimo saber qué aspecto tienen las cosas para un ratón o una abeja; y más aún percibir el mundo olfativo de un perro, tan cargado de datos y emociones. La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus privilegios. Hay emociones colectivas que también curan esa herida, pero destruyen los privilegios. En ellas nuestra identidad personal se funde con la de los demás y retrocedemos hasta el nivel de la sub-individualidad. En cambio, cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo. Como el cielo nocturno en el poema griego veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve. Aquí, como en el acto religioso, en el amor, en la acción moral y en el conocimiento, me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser más yo.