Una vez montado el aparato que necesitaba para realizar mi experimento ya puedo poner manos a la obra. Normalmente, nos basamos en la calidad de lo que alguien lee para apreciar si se trata de un buen o un mal lector. Nuestro propósito consistía en averiguar qué ventajas podían derivarse de la inversión de ese procedimiento, o sea de juzgar la literatura a partir de cómo es leída. De no mediar inconvenientes, podríamos llegar a una definición de los buenos libros según la cual éstos serían los que permiten, proponen o, incluso, imponen una buena lectura; y algo similar podríamos decir en el caso de los malos libros y la mala lectura. Sin embargo, ésta es una simplificación ideal. De hecho, tendremos que conformarnos con algo menos nítido. Pero ahora me interesa exponer la posible utilidad de esta inversión.
En primer lugar, dirige nuestra atención hacia el acto de leer. Cualquiera que sea el valor de la literatura, éste sólo se verifica cuando hay buenos lectores que la leen. Los libros que están en un anaquel sólo son literatura potencial. La única forma de actualizarla consiste en esa experiencia pasajera. La erudición y la crítica literarias son actividades ancilares de la literatura sólo y exclusivamente porque multiplican, prolongan y preservan las experiencias de buena lectura. Lo que necesitamos es un método que nos aparte de la literatura potencial, abstracta, para situarnos en el centro mismo de su actualización.
En segundo lugar, el método que he propuesto nos permite caminar por un terreno sólido; a diferencia del habitual, que nos lleva por arenas movedizas. Por ejemplo: usted descubre que me gusta Lamb, y, como está seguro de que Lamb es un mal escritor, afirma que mi gusto es malo. Pero su opinión sobre Lamb es, igual que la mía, producto de una experiencia puramente personal; o bien, reflejo de la opinión dominante en el mundo literario. En el primer caso, al condenar mi gusto usted comete una insolencia, y, si no fuese por buena educación, yo tendría todo el derecho de decirle: tu quoque. Y si su actitud se basa en la opinión «dominante», ¿cuánto tiempo cree que ésta seguirá en vigor? Usted no ignora que hace cincuenta años nadie me hubiera condenado porque me gustase Lamb; tampoco ignora que en la década de 1930 el gusto por Tennyson era muchísimo más censurado que en la actualidad. Ese tipo de derrocamientos y restauraciones se produce casi todos los meses. Por tanto, no puede confiar en que haya uno que vaya a ser permanente. Pope llegó, se fue, y volvió. Milton, colgado, destripado y descuartizado por dos o tres críticos influyentes —con la aquiescencia de todos sus discípulos—, parece haber revivido. Las acciones de Kipling, que en tiempos estuvieron muy altas, cayeron estrepitosamente, y ahora muestran leves signos de recuperación. En este sentido, el «gusto» es sobre todo un fenómeno cronológico. Si me dice su fecha de nacimiento, puedo hacer gala de mi sagacidad adivinando sus eventuales preferencias por Hopkins o Housman, por Hardy o Lawrence. Dígame que cierta persona despreciaba a Pope y admiraba a Ossian, y seguro que adivinaré la época en que floreció. Lo único que tiene derecho a decir de mi gusto es que es anticuado; el suyo no tardará en serlo.
Supongamos, en cambio, que su forma de proceder haya sido muy diferente. Supongamos que me haya ido soltando toda la cuerda que necesitaba para colgarme a mí mismo. Así, alentándome a hablar de Lamb, podría haber descubierto que yo ignoraba algunos aspectos de su obra y proyectaba en ella muchos elementos que en modo alguno le pertenecían; que rara vez leía lo que tanto alababa, y que, incluso, los mismos elementos de mi alabanza revelaban hasta qué punto utilizaba su obra como mera fuente de estímulos para mis propias ensoñaciones extravagantes y melancólicas. Y supongamos que después haya aplicado el mismo método de detección a otros admiradores de Lamb, siempre con iguales resultados. Entonces, si bien nunca con una certeza matemática, habría podido disponer de una base sólida para considerar cada vez más fundada su opinión de que Lamb era un mal autor. Su razonamiento podría haber sido el siguiente: «Puesto que todos los que se deleitan leyendo a Lamb practican con su obra el peor tipo de lectura, es probable que se trate de un mal autor». La observación del tipo de lectura que practican las personas es una base sólida para juzgar la calidad de lo que leen; en cambio, los juicios sobre lo que leen representan una base precaria, e incluso pasajera, para juzgar los méritos del tipo de lectura que practican. Porque la valoración dominante de las obras literarias cambia según la moda, pero la diferencia entre las maneras de leer —atenta o desatenta, obediente o empecinada, desinteresada o egoísta— es permanente; si vale, vale siempre y en todas partes.
En tercer lugar, este método exigiría trabajar mucho antes de poder emitir un juicio negativo sobre determinada obra. Considero que esto sería ventajoso, porque en la actualidad resulta demasiado fácil condenar un libro.
Cualquiera que sea el método utilizado, ya juzguemos los libros por sus lectores o viceversa, siempre hacemos una doble distinción. Primero separamos las ovejas de las cabras, y luego las mejores ovejas de las peores. Dejamos algunos lectores o libros fuera de los límites, y luego vamos elogiando o censurando los que quedan dentro. Así, si comenzamos por los libros, trazamos una línea entre la mera «basura comercial», las novelas de misterio, los libros pornográficos, los cuentos breves de las revistas femeninas, etc., y la literatura que podemos calificar de «culta», «adulta», «auténtica» o «seria». Pero después distinguimos entre las obras buenas y malas que hay en este último grupo. Para la crítica moderna más acreditada, por ejemplo, Morris y Housman serán malos, y Hopkins y Rilke buenos. Si juzgamos a los lectores, haremos lo mismo. Trazaremos una distinción general, y prácticamente indiscutible, entre los que leen poco, con prisa, de forma confusa y descuidada, sólo para matar el tiempo, y los que consideran la lectura una actividad importante y difícil. Pero después diremos que algunos de estos últimos tienen «buen» gusto y otros «mal» gusto.
Cuando un crítico que utiliza el método vigente hace la primera distinción, cuando traza los límites, dice que lo que está haciendo es juzgar libros. Sin embargo, nunca ha leído la mayoría de las obras que coloca fuera de esos límites. ¿Cuántas novelas del Oeste ha leído? ¿Cuántas novelas de ciencia ficción? Si sólo se guía por el bajo precio de ese tipo de libros y por las extravagantes ilustraciones de sus cubiertas, no pisa un terreno demasiado firme. Corre el riesgo de causar una pobre impresión a la posteridad, porque una obra que, para una generación de cognoscenti, sólo es basura comercial, para otra puede convertirse en un clásico. Si, en cambio, se guía por la mala opinión que le merecen los lectores de ese tipo de libros, está utilizando, sin mayor sutileza, mi método… aunque no lo reconozca. Más valdría que lo reconociese, y que procediera con menor torpeza. Convendría que se asegurara de que su desprecio por esos lectores no se debe, entre otras posibles razones, a un mero esnobismo social o a una pedantería intelectual. El método que propongo trabaja al descubierto. Si no podemos observar los hábitos de lectura de las personas que compran novelas del Oeste, o de las que creen que no vale la pena perder el tiempo con ellas, simplemente no emitimos juicio alguno sobre ellas. Cuando podemos observarlos, no suele costarnos demasiado descubrir si los suyos son buenos o malos hábitos de lectura. Si comprobamos que determinado libro suele merecer este último tratamiento —y más aún si comprobamos que nunca se lo lee del otro modo—, disponemos en principio de un argumento válido para considerar que se trata de un mal libro. En cambio, aunque sólo encontremos un lector que extraiga un deleite inagotable de algún librito barato, impreso a doble columna y con una cubierta ilustrada del modo más chillón, que lo lea y lo relea, y descubra, y no esté dispuesto a admitir, la más mínima alteración de su texto, entonces, por insignificante que dicho libro pueda parecemos, o por mala que sea la opinión que les merezca a nuestros amigos y colegas, no nos atreveremos a dejarlo fuera de los límites. Tengo algunas razones para pensar que el método usual no es demasiado seguro. La ciencia ficción es una provincia literaria que en tiempos solía visitar muy a menudo; si ahora rara vez la visito, no es porque mi gusto haya mejorado sino porque la provincia ha cambiado y ahora está llena de nuevas edificaciones por cuyo estilo no siento especial preferencia. Pero en los buenos tiempos pude comprobar que, cuando los críticos decían algo de ella, quedaba en evidencia su profundo desconocimiento del tema. Hablaban de la ciencia ficción como si se tratase de un género homogéneo. Pero, en sentido literario, no cabe hablar de género alguno. Lo único que comparten los autores que la practican es el uso de alguna «máquina». Algunos, los de la familia de Jules Verne, se interesan fundamentalmente por la tecnología. Otros utilizan la máquina como un mero estímulo para la fantasía literaria, y sus obras son sobre todo Marchen o mitos. Muchos otros la utilizan con fines satíricos; las críticas más mordaces que los escritores norteamericanos han dirigido contra el estilo de vida norteamericano adoptan casi siempre esta forma y, si esos autores se hubiesen atrevido a expresarlas de cualquier otra manera, sus obras habrían sido acusadas inmediatamente de antinorteamericanas. Por último, hay una gran cantidad de escritores mercenarios que simplemente se aprovecharon del auge de la ciencia ficción y utilizaron los planetas, e incluso las galaxias, más distantes como mero telón de fondo para unas novelas de espionaje o de amor que lo mismo, si no mejor, podían haber estado ambientadas en Whitechapel o en el Bronx. A estas diferencias entre los distintos tipos de libros corresponden, desde luego, otras entre los diversos tipos de lectores. Desde luego, nada impide agrupar todos los libros de ciencia ficción en una sola clase; pero sería casi tan sutil como incluir obras de Ballantyne, de Conrad y de W. W. Jacobs en una única clase que llevase el rótulo de «novela marítima», y después querer hacer la crítica de ese «género».
Sin embargo, las diferencias entre mi método y el habitual aparecen de forma mucho más nítida cuando pasamos a la segunda distinción, a la distinción entre las diversas calidades de ovejas, entre las obras o lectores que hemos dejado más acá de los límites. Para el método usual, la diferencia entre este tipo de distinciones y la distinción realizada en primer término sólo puede ser de grado. Milton es malo, pero Patience Strong es peor; Dickens (la mayor parte de su obra) es malo, pero Edgar Wallace es peor. Mi gusto es malo porque me gustan Scott y Stevenson; pero el gusto de los que prefieren a E. R. Burroughs es peor. En cambio, el método que propongo permitiría trazar una distinción no de grado sino de clase entre los diferentes tipos de lectura. Las palabras «gusto», «gustar» y «disfrutar» tienen significados distintos según se trate del tipo de lectura que he calificado de incorrecto o del que yo practico. No existen pruebas de que alguien haya sentido jamás por los libros de Edgar Wallace lo que yo siento por los de Stevenson. Así que la diferencia entre afirmar que alguien carece de sensibilidad literaria y afirmar que mi gusto es malo es la misma que media entre decir: «Este hombre no está enamorado», y decir: «Este hombre está enamorado, pero de una mujer horrible». Y así como el mero hecho de que un hombre sensible y educado ame a una mujer que no nos gusta es suficiente para obligarnos a revisar nuestro juicio sobre ella y a mirarla de nuevo buscando, y a veces encontrando, alguna virtud que antes no habíamos percibido, también con mi método el mero hecho de que haya personas, aunque se trate sólo de una, capaces de leer bien y auténticamente, y de apreciar durante toda la vida, determinado libro que nos había parecido malo, será suficiente para que sospechemos que en realidad no puede tratarse de una obra tan mala como pensábamos. Desde luego, la amada de nuestro amigo puede seguir pareciéndonos tan fea, estúpida y desagradable que sólo seamos capaces de explicar esa pasión por algún comportamiento misterioso e irracional de las hormonas. Análogamente, el libro que le gusta puede seguir pareciéndonos tan malo que sólo seamos capaces de explicar esa preferencia por alguna asociación que éste pudiera haberle sugerido en su juventud, o por cualquier otro accidente psicológico. Pero debemos —debiéramos— conservar siempre cierto margen de duda. Siempre puede suceder que el libro tenga alguna virtud que no logramos percibir. Hay muchísimas posibilidades de que, en principio, una obra que haya merecido la consideración atenta y el aprecio constante de un lector tenga alguna virtud. Por tanto, desde la perspectiva de mi método, condenarla es algo muy serio. Nuestro juicio condenatorio nunca es definitivo. No tiene nada de disparatado reabrir en cualquier momento el proceso.
Sostengo que en esto mi método resulta más realista que el habitual. Porque, dígase lo que se diga, cuando consideramos la cuestión con serenidad, todos percibimos que las distinciones que hacemos más acá de los límites son mucho más precarias que la que hacemos al trazar esos límites, y que nada se gana con disimular este hecho. Si no queremos desmoralizarnos, podemos llegar a afirmar que estamos tan seguros de la inferioridad de Tennyson respecto de Wordsworth como de la de Edgar Wallace respecto de Balzac. En medio de una acalorada discusión usted puede decir que mi gusto por Milton es sólo un caso más leve del mismo tipo de mal gusto que atribuimos a los lectores de tebeos. Podemos decir ese tipo de cosas, pero ninguna persona sensata creerá que sean ciertas. Las distinciones que hacemos entre lo mejor y lo peor que encontramos más acá de los límites son totalmente distintas a la que hacemos entre la «basura» y la «auténtica» literatura. Todas aquellas distinciones se basan en juicios precarios y reversibles. El método que propongo reconoce abiertamente esta situación, y excluye de entrada la posibilidad de que un autor que, durante cierto tiempo, haya estado dentro de los límites, pueda ser total y definitivamente «desenmascarado» y «expulsado». Partimos del principio de que, si las personas aficionadas a leer bien consideran que algo es bueno, hay bastantes probabilidades de que en realidad se trate de algo bueno. Todo parece indicar que quienes afirman lo contrario se equivocan. Lo único que pueden esperar estos críticos es convencer a los lectores de que la obra en cuestión no es tan buena como ellos creen; pero al mismo tiempo deben reconocer abiertamente que incluso esta última afirmación puede no ser aceptada.
De modo que uno de los resultados de mi método sería el de hacer callar al tipo de críticos para los que —salvo la media docena de autores protegidos por el grupo que momentáneamente decide sobre los méritos y los deméritos de las obras literarias— todos los grandes nombres de la literatura inglesa son como otros tantos postes de alumbrado en los que cualquier perro puede hacer sus necesidades. Creo que esto es positivo. Esos derrocamientos constituyen un gran desperdicio de energía. El tipo de polémicas que encienden produce más calor que claridad. No contribuyen a mejorar en lo más mínimo la competencia para la buena lectura. Lo mejor para corregir el gusto de una persona no es denigrar a sus autores favoritos, sino enseñarle a disfrutar con otros mejores.
Éstas son, en mi opinión, las ventajas que podrían obtenerse si nuestros juicios sobre los libros se basaran en nuestros juicios sobre la forma en que son leídos. Pero hasta ahora hemos descrito el funcionamiento ideal de nuestro método, sin tomar en cuenta los escollos que surgen al querer aplicarlo. En la práctica, tendremos que contentarnos con algo menos perfecto.
La objeción más obvia que puede formularse a nuestra propuesta se basa en el hecho de que un mismo libro puede leerse de diferentes maneras. Como bien sabemos, algunos lectores, sobre todo algunos escolares, hacen un uso pornográfico de ciertos pasajes pertenecientes a novelas y poemas de excelente calidad; y ahora que las obras de Lawrence se publican en ediciones de bolsillo, las ilustraciones de sus cubiertas y el tipo de libros que suelen hacerles compañía en los puestos de venta revelan con toda claridad a qué clase de compradores, y, por tanto, a qué clase de lectores esperan satisfacer los libreros. Por consiguiente, debemos decir que lo que condena un libro no es la existencia de malas lecturas, sino la ausencia de buenas. Desde el punto de vista ideal, nos gustaría poder definir un buen libro como el que «permite, propone o impone» una buena lectura. Sin embargo, deberemos contentarnos con que «permita y proponga». De hecho, puede haber libros que impongan una buena lectura, en el sentido de que los malos lectores probablemente sean incapaces de pasar de sus primeras páginas. Cualquier persona que coja Samson Agonistes, Rasselas o Urn Burial sólo para matar el tiempo, buscar emociones o para alimentar sus fantasías egoístas, no tardará en dejarlos de lado. Sin embargo, los libros que, de este modo, no admiten una mala lectura, no son necesariamente mejores que los que sí pueden sufrirla. Desde el punto de vista lógico, el hecho de que cierto tipo de belleza no admita ultrajes, y otro, en cambio, sí, tiene una significación meramente accidental. En cuanto a «propone», es evidente que en esto puede haber grados. Por tanto, nuestro último recurso radica en «permite». Desde el punto de vista ideal, el mal libro es el que necesariamente excluye toda buena lectura. Las palabras que lo componen no toleran un examen cuidadoso, y su contenido es totalmente inconsistente cuando lo que se busca no es sólo alimento para las emociones o la mera fantasía egoísta. Sin embargo, nuestra idea de lo que es un buen libro entraña también la segunda nota mencionada en esa definición: la obra debe «proponer» una buena lectura. No basta con que exista cierta posibilidad de que, esforzándonos, consigamos realizar una lectura atenta y obediente. El autor no debe dejarlo todo en nuestras manos. Debe mostrar, lo más pronto posible, que su obra merece —porque tiene con qué recompensarla— una lectura cuidadosa y disciplinada.
También se objetará que no tomar como criterio los libros sino el tipo de lectura que se les aplica, supone alejarse de lo conocido para volverse hacia lo incognoscible. Al fin y al cabo, siempre podemos acceder a los libros e inspeccionarlos personalmente; pero ¿qué podemos saber en realidad sobre la forma en que son leídos por los demás? Sin embargo, esta objeción es mucho menos poderosa de lo que parece.
Como ya hemos dicho, el juicio sobre los tipos de lectura tiene dos etapas. Primero, excluimos a algunos lectores por considerarlos desprovistos de sensibilidad literaria. Después, observamos a los restantes y distinguimos entre los que tienen mejor y peor gusto. En la primera operación, los lectores afectados no nos proporcionan ninguna ayuda explícita. No hablan de la lectura, y si intentasen hacerlo no lograrían decir nada claro. Pero en ese caso la observación externa puede realizarse sin la menor dificultad; porque la lectura desempeña un papel muy exiguo en sus vidas, y, una vez que han usado un libro, lo dejan inmediatamente de lado, como el periódico del día anterior; de manera que la falta de sensibilidad literaria puede diagnosticarse con toda certeza. En cambio, por malo que nos parezca el libro, y por inculto o inmaduro que nos parezca el lector, si observamos que siente un interés vivo y renovado por él y nunca se cansa de leerlo, el diagnóstico no puede ser el mismo. (Por supuesto, me refiero a los casos en que el lector elige esa relectura. Un niño solitario que vive en una casa donde los libros no abundan, o un marino que realiza una travesía muy larga, pueden sentirse impulsados a releer cualquier libro faute de mieux).
Para la segunda distinción —entre los gustos buenos y malos de los lectores cuya sensibilidad literaria está fuera de duda— la observación externa no nos resulta de gran ayuda. Pero, en cambio, tenemos la ventaja de que se trata de personas capaces de expresarse con toda claridad. Hablarán, e incluso escribirán, sobre sus libros preferidos. A veces nos dirán explícitamente —y más a menudo nos revelarán en forma involuntaria— qué tipo de placer encuentran en ellos, y qué tipo de lectura es capaz de proporcionárselo. Así, solemos reconocer —no con certeza total, pero sí con un alto grado de probabilidad— quién ha recibido a Lawrence por sus valores literarios, y quién se ha sentido atraído sobre todo por la imago del Rebelde o del Muchacho Pobre que Triunfa; quién ama al Dante poeta, y quién al Dante tomista; quién acude a un autor para enriquecer su mundo mental, y quién sólo busca desarrollar su vanidad. Cuando descubrimos que el penchant de todos o de la mayoría de los panegiristas de determinado autor obedece a motivos no literarios, antiliterarios o extraliterarios, podemos abrigar ciertas sospechas sobre la calidad literaria de su obra.
Desde luego, no descartaremos la impresión que podríamos obtener leyéndolo personalmente. Pero debemos tener mucho cuidado al hacerlo. Nada es menos esclarecedor que leer los libros de un autor que ha caído en desgracia (Shelley, por ejemplo, o Chesterton), con el propósito de confirmar la mala opinión que ya teníamos de él. Lo único que se consigue con ello es llegar a una conclusión ya conocida. Cuando nos encontramos con una persona de la que ya desconfiamos, todo lo que dice o hace confirma nuestras sospechas. Para descubrir que un libro es realmente malo debemos leerlo suponiendo que quizá sea muy bueno. Debemos vaciar nuestra mente y abrirnos. En todo libro pueden encontrarse defectos; ninguno puede revelar sus virtudes sin un acto previo de buena voluntad por parte del lector.
Quizá alguien se pregunte si vale la pena tomarse tanto trabajo por una obra que casi con seguridad es mala, únicamente porque existe apenas una probabilidad entre cien de que contenga algo de valor. Sin embargo, sólo lo haremos en el caso de tener que emitir un juicio sobre ella. Nadie nos pide que escuchemos los testimonios presentados en todos los pleitos que se ven en los tribunales. Pero si formamos parte del jurado, y más aún si figuramos en él por propia decisión, creo que debemos hacerlo. Nadie me obliga a juzgar a Martin Tupper o a Amanda Ross, pero para hacerlo debo leer sus obras con total imparcialidad.
Lo más probable es que todo esto parezca una maniobra destinada a proteger los malos libros del castigo que tanto merecen. Algunos pensarán, incluso, que me interesa proteger a mis autores preferidos, o a los de mis amigos. Nada puedo hacer para evitarlo. Lo que me interesa es convencer a la gente de que los juicios condenatorios son siempre los más aventurados, porque creo que realmente lo son. Y debería ser evidente por qué los juicios condenatorios son siempre los más aventurados. Es más difícil probar una proposición negativa que una positiva. Basta una mirada para poder decir que hay una araña en este cuarto; en cambio, hay que hacer (al menos) una limpieza completa para poder decir con certeza que no la hay. Cuando afirmamos que un libro es bueno podemos basarnos en nuestra propia experiencia positiva. Hemos podido leerlo —porque el mismo libro nos lo ha permitido, propuesto o impuesto— de una manera que consideramos totalmente correcta, o, en todo caso, de la mejor manera que está a nuestro alcance. Aunque pueda, y deba, subsistir algún margen de duda sobre la calidad, incluso, del mejor tipo de lectura que somos capaces de practicar, es muy poco probable que nos equivoquemos al distinguir entre nuestra mejor y nuestra peor manera de leer. Pero para afirmar que un libro es malo no basta comprobar que es incapaz de inducir alguna respuesta positiva en nosotros, porque el fallo puede ser nuestro. Cuando decimos que un libro es malo no afirmamos que es capaz de inducir malas lecturas, sino que no es capaz de inducir buenas. Esta proposición negativa nunca puede verificarse con total certeza. Aunque pueda decir: «Si algún placer he de encontrar en la lectura de este libro, sólo será el de las emociones pasajeras que sea capaz de procurarme, el de las fantasías que me permita construir, o bien el placer de coincidir con las opiniones del autor», nada impide que otras personas encuentren en él lo que por mi parte no logro descubrir.
Por una lamentable paradoja, la crítica más refinada y sutil está tan expuesta como cualquier otra a cometer este tipo de errores; pesa las obras palabra por palabra y (con plena razón) juzga a cada autor por su estilo, si bien la forma en que procede no tiene nada que ver con la del fanático del estilo. Sólo mediante la observación de todo lo que entrañan o sugieren las palabras pueden detectarse los eventuales fallos en la actitud de un autor. En sí, esto es perfectamente correcto. Pero el crítico debe asegurarse, además, de que esos pequeños matices que él detecta también existen para las personas que no pertenecen a su propio círculo. Cuanto más sutil es un crítico, mayor es la probabilidad de que viva encerrado en un reducidísimo círculo de littérateurs que permanentemente se reúnen, y se leen, entre sí, y que han construido un lenguaje casi privado. Si el autor no forma parte de ese grupo —de cuya existencia no necesita estar enterado para ser un hombre de letras e, incluso, un genio—, sus miembros pueden percibir en las palabras que emplea todo tipo de alusiones que para él, y para quienes han hablado con él, sencillamente no existen. No hace mucho que se me ha acusado de introducir un matiz humorístico inoportuno por haber puesto cierta frase entre comillas. Lo hice porque la frase en cuestión era, a mi entender, un americanismo aún no adoptado en Inglaterra ni siquiera en el uso coloquial. Si se hubiera tratado de una expresión francesa, habría utilizado cursivas, pero en este caso no podía hacerlo porque los lectores hubiesen pensado que lo que quería era resaltar la frase. El crítico podría haber objetado —quizá con razón— que mi procedimiento no era el adecuado. Pero al acusarme de introducir un matiz humorístico inoportuno demostró que no había comprendido mi intención. Procedo de un medio en el que nadie ha pensado jamás que las comillas sean humorísticas; pueden ser innecesarias, o quizá estar fuera de lugar, pero nunca son humorísticas. Colijo que mi crítico procede, en cambio, de un medio donde siempre se las utiliza para ridiculizar de alguna manera determinada frase; deduzco además que, quizá, lo que para mí era un fragmento en lengua extranjera, es para él una expresión perfectamente usual. Supongo que este tipo de cosas suceden con frecuencia. Los críticos dan por descontado que el tipo de inglés que utilizan los miembros de su grupo —un uso que, en realidad, es muy esotérico, que no siempre es muy adecuado y que, en todo caso, cambia permanentemente— es el de todas las personas cultas. Detectan síntomas de ciertas peculiaridades del autor, como el tener determinada edad o vivir lejos de Londres. Éste se mueve entre ellos como el forastero que, con toda inocencia, dice algo que, en esa universidad, o en la familia con la que está cenando, alude a determinada historia —trágica o divertida— que él no podía conocer. Aunque sea inevitable «leer entre líneas», debemos hacerlo con mucha cautela porque es muy fácil engañarse.
No negaré que el método que propongo, y el espíritu que lo anima, atemperarían por fuerza nuestra creencia en la utilidad de la crítica estrictamente evaluativa, y, sobre todo, de sus juicios condenatorios. Este tipo de crítica —aunque esté autorizada por la etimología— no es el único tipo de actividad que se conoce con ese nombre. La concepción que Arnold tenía de la crítica asignaba un papel muy exiguo a la valoración. Para él, la crítica era «sobre todo» el ejercicio de la curiosidad, y la definía como el «amor desinteresado por el libre juego de la mente con cualquier cosa considerada sólo en sí misma»[16]. Lo importante es «ver el objeto tal como es en realidad»[17]. Es más importante ver con precisión qué tipo de poeta es Homero que indicar a la gente cuánto debe gustarle ese tipo de poeta. El mejor juicio de valor es aquel «que se forma por sí solo de un modo casi imperceptible en una mente clara e imparcial que conoce algo nuevo»[18]. Cuando este tipo de crítica es el indicado tanto en cantidad como en calidad, la crítica evaluativa resulta prácticamente innecesaria. La función del crítico nunca consiste, según Arnold, en imponer su juicio a los demás. «El gran arte de la crítica consiste en saber quitarse de en medio y dejar que la humanidad decida»[19]. Lo que debemos hacer es mostrar a los otros la obra que dicen admirar o despreciar tal como ésta es en realidad; debemos describir, definir casi, su carácter, y después dejar que los lectores obtengan (ya mejor informados) sus propias impresiones. En un pasaje, Arnold llega incluso a avisar al crítico de que no debe incurrir en un perfeccionismo inhumano. «Debe conservar su idea de lo mejor, de lo perfecto, y, al mismo tiempo, estar lo más abierto posible a todo lo que de bueno, aunque no óptimo, pueda ofrecérsele». En pocas palabras: debe tener el carácter que MacDonald atribuía a Dios, y Chesterton, inspirándose en él, al crítico: éste debe ser «fácil de agradar pero difícil de satisfacer». Considero que la crítica tal como la concebía Arnold (cualquiera que sea la opinión que nos merezca su manera de aplicarla) es una práctica muy útil. La que es problemática es la utilidad de la crítica que juzga los méritos de los libros, la utilidad de los juicios positivos o negativos. En tiempos se decía que este tipo de crítica era útil para los escritores. Pero, en general, esta opinión ha sido abandonada. Ahora se afirma que es útil para los lectores. En este último sentido he de considerarla aquí. Creo que su pertinencia depende de lo que sea o no capaz de hacer para multiplicar, conservar o prolongar los momentos en que un buen lector lee bien un buen libro, o sea los momentos en que el valor de la literatura existe in actu.
Esto me lleva a formular una pregunta que hasta hace unos pocos años nunca me había planteado. ¿Puedo afirmar con certeza que alguna crítica evaluativa me haya ayudado alguna vez realmente a comprender y apreciar alguna obra literaria o alguna parte de una obra de ese tipo?
Cuando pienso en las ayudas con que he contado para ello, creo descubrir algo sorprendente. Si las ordeno por su grado de importancia, la de la crítica evaluativa figura al final de la lista.
En el primer lugar figura la de los estudiosos menos brillantes, los que preparan las ediciones de las obras, los que realizan la crítica de los textos, los comentaristas y los lexicógrafos. Éstos son los que me han ayudado —y han de seguir ayudándome— más que cualquier otro. Saber qué escribió realmente el autor, qué significaban las palabras difíciles y a qué se referían las alusiones, es para mí muchísimo más útil que conocer cien nuevas interpretaciones o valoraciones.
El segundo lugar debo reservarlo para una clase despreciada: la de los historiadores de la literatura. Me refiero a los realmente buenos, como W. P. Ker y Oliver Elton. Lo primero que debo agradecerles es que me hayan permitido conocer la existencia de las obras. Pero su ayuda más importante ha sido la de habérmelas presentado en sus respectivos contextos. Así, pude descubrir a qué necesidades respondían, qué ideas se esperaba que hubiera en la mente de sus lectores. Estos historiadores me han ayudado a abandonar los enfoques incorrectos enseñándome qué debía buscar en las obras, y me han permitido reproducir hasta cierto punto la actitud mental de aquellos a quienes estaban dirigidas. Esto ha sido posible porque, en general, dichos estudiosos siguieron el consejo de Arnold y supieron quitarse de en medio. Les interesaba mucho más describir los libros que juzgarlos.
Es mi obligación situar en el tercer puesto a una serie de críticos emotivos que, hasta cierta edad, me ayudaron mucho contagiándome su propio entusiasmo por determinadas obras; por ello no sólo pude acceder, sino llegar con el apetito bien despierto, a sus autores preferidos. Ahora no sentiría demasiado placer releyendo a esos críticos, pero durante cierta etapa me fueron útiles. No hicieron gran cosa por mi intelecto pero sí por mi «coraje». Sí, incluso Mackail.
Pero cuando pienso en los críticos considerados grandes (excluyo a los actuales), no sé qué hacer. ¿Puedo decir con toda honradez y rigor que mis lecturas de Aristóteles, Dryden, Johnson, Lessing, Coleridge, el propio Arnold (en sus textos de crítica), Pater o Bradley hayan contribuido a mejorar de alguna manera mi apreciación de alguna escena, capítulo, estrofa o verso? No estoy seguro de poder hacerlo.
¿Y cómo podría ser de otro modo si siempre valoramos a los críticos por la luz que su obra es capaz de arrojar sobre los libros que ya hemos leído? La frase de Brunetiére aimer Montaigne, c'est aimer soi meme me parece la observación más aguda que he leído. Pero ¿cómo hubiese apreciado esa agudeza si antes no hubiera visto que Brunetiére acertó a señalar un componente del placer que siento leyendo a Montaigne, que reconozco tan pronto como me lo menciona, pero en el que no me había detenido a pensar? Por tanto, primero disfruto con Montaigne. No es la lectura de Brunetiére la que me ayuda a disfrutar con Montaigne; sólo porque he leído a éste puedo disfrutar con aquél. Podría haber disfrutado con la prosa de Dryden sin conocer la descripción que Johnson hizo de ella; pero para disfrutar con esa descripción antes debo haber leído la prosa de Dryden. Lo mismo vale, mutatis mutandis, para la magnífica descripción que hace Ruskin de la prosa de Johnson en Praeterita[20]. ¿Cómo podría saber si las ideas de Aristóteles sobre las características de una buena trama trágica son acertadas o estúpidas, si no soy capaz de decir: «Sí, así funciona exactamente Edipo rey»? De hecho, no necesitamos a los críticos para disfrutar con los autores, sino a la inversa.
Normalmente, la crítica arroja una luz retrospectiva sobre lo que ya hemos leído. A veces puede corregir algunas exageraciones u omisiones en esa lectura, contribuyendo así a mejorar una ulterior relectura. Pero no es frecuente que lo haga en el caso de un lector maduro y cuidadoso cuya relación con la obra no sea reciente. Si éste es tan estúpido como para haberse pasado años leyéndola mal, lo más probable es que lo siga haciendo. He comprobado que un buen comentarista o un buen historiador de la literatura, sin pronunciar una sola palabra de elogio o de condena, es mucho más capaz de corregir nuestros errores. Y lo mismo puede suceder cuando espontáneamente releemos la obra en el momento apropiado. Si hemos de elegir, siempre es mejor releer a Chaucer que leer una nueva crítica de su obra.
Estoy lejos de insinuar que esa luz retrospectiva sobre nuestras experiencias literarias previas carezca de valor. Pertenecemos a un tipo de personas que no se conforman con tener esas experiencias, sino que, además, quieren analizarlas, comprenderlas y expresarlas. Y como todo ser humano —o sea, como animales sociales que somos— queremos «comparar nuestras notas», no sólo en lo que se refiere a la literatura, sino también sobre la comida, el paisaje, el juego o las personas por las que compartimos admiración. Nos gusta saber con exactitud cómo disfrutan los demás de lo que nosotros disfrutamos. Es natural y totalmente acertado que nos produzca placer enterarnos de lo que piensa una inteligencia superior sobre una obra excepcional. Por eso leemos con tanto interés a los grandes críticos (aunque rara vez coincidamos con todo lo que afirmen) . Su lectura es muy provechosa, pero creo que se ha exagerado la ayuda que pueden aportar para la lectura de las obras literarias.
Mucho me temo que este enfoque de la cuestión no satisfaga a los críticos de la escuela que podríamos llamar «vigilante». Para ellos, la crítica es una forma de higiene social y ética. Desde su punto de vista, la propaganda, la publicidad, el cine y la televisión constituyen una amenaza permanente para el pensamiento claro, el sentido de la realidad y la pureza de la vida. Las huestes de Madián «acechan en todas partes». Pero esa acechanza es aún más peligrosa en la palabra escrita. Y el peligro es más sutil, capaz «de engañar, si fuese posible, a los propios elegidos», no donde bien se ve que sólo hay basura destinada a quedar fuera de los límites, sino en los autores que (hasta que no se los conoce mejor) parecen literalmente valiosos y dignos, por tanto, de figurar más acá de esos límites. Sólo el vulgo puede caer en la trampa de las novelas de Burroughs o de las novelas del Oeste; pero las obras de Milton, Shelley, Lamb, Dickens, Meredith, Kipling o De La Mare encierran un veneno más sutil. Los críticos de la escuela vigilante son perros guardianes o detectives que nos defienden de esa amenaza. Se les ha acusado de dureza, de «obstinación y exceso de vehemencia en sus odios y preferencias, vestigios, quizá, de nuestra ferocidad insular.»[21] Pero puede que esto sea injusto. Se comportan con total sinceridad y toman muy en serio su función. Están convencidos de que ésta consiste en descubrir y señalar una perversión gravísima. Así como san Pablo decía: «¡Ay de mí, si no predico el Evangelio!», ellos podrían decir sinceramente: «¡Ay de nosotros, si no perseguimos la vulgaridad, la superficialidad y el falso sentimiento, y no lo denunciamos dondequiera se oculten! El inquisidor o el cazador de brujas sincero no puede ser blando si ha de cumplir su especial cometido».
Evidentemente, es difícil encontrar un criterio literario general que nos permita decidir si este tipo de crítica favorece o perjudica la buena lectura.
Sus cultores se esfuerzan en fomentar el tipo de experiencias literarias que consideran buenas; pero su idea general sobre lo que es bueno en la literatura es inseparable de su idea general sobre lo que es bueno en la vida. Aunque no creo que nunca hayan expuesto en regle su esquema de valores, éste determina cada uno de sus actos críticos. Desde luego, en toda crítica influyen las ideas de su autor sobre cuestiones ajenas a la literatura. Pero cuando leemos una obra que expresa bien algo que, en general, consideramos malo, disponemos de cierta libertad que nos permite suspender la incredulidad (o la creencia) o, incluso, la repugnancia que sentimos por ese contenido. Aunque condenemos la pornografía como tal, podemos alabar a Ovidio por haberla practicado sin caer nunca en lo pegajoso y sofocante. Podemos reconocer que, cuando Housman escribe: «Cualquiera que haya sido el bruto y el bribón que hizo el mundo», logra expresar de forma breve y elegante un punto de vista muy repetido, y saber al mismo tiempo que si reflexionamos sobre este último lo encontraremos absurdo, independientemente de lo que pensemos sobre la situación actual del universo. Hasta cierto punto podemos disfrutar —puesto que «capta el sentimiento»— leyendo la escena de Hijos y Amantes donde la joven pareja que copula en el bosque se siente como un puñado de «semillas» esparcido en la gran «siembra» (de la Vida), y al mismo tiempo —por decirlo así, con otra parte de la mente— pensar que este tipo de biolatría bergsoniana y la consecuencia práctica que se extrae de ella son muy confusas y quizá incluso perniciosas. Pero para ello necesitamos disponer de esa libertad que los críticos vigilantes nos niegan, de hecho, cuando descubren en cada giro expresivo el síntoma de determinadas actitudes cuyo rechazo o aceptación es asunto de vida o muerte. Para ellos nada puede ser cuestión de gusto, porque no reconocen la dimensión estética de la experiencia. Para ellos nada puede ser bueno en un sentido específicamente literario, porque un libro o un pasaje sólo les parecen buenos cuando reflejan determinadas actitudes buenas, sin más, o sea esenciales para una vida buena. Por tanto, aceptar sus juicios críticos entraña aceptar su idea (implícita) de la vida buena. De modo que para admirar su crítica es imprescindible reverenciar su sabiduría. Pero para esto es necesario contar con una formulación explícita de su sistema de valores, presentado ya no como un instrumento para la crítica, sino como una concepción autónoma, dotada de sus propias credenciales y, por tanto, capaz de hacerlas valer ante quienes tienen autoridad para juzgarlas: los moralistas, los teólogos especializados en temas morales, los psicólogos, los sociólogos o los filósofos. Porque no hay que caer en el círculo vicioso de afirmar que son sabios porque son buenos críticos y creer que son buenos críticos porque son sabios.
Mientras no contemos con esa formulación debemos suspender el juicio sobre el bien que esa escuela sea capaz de hacer. Pero sin esperar a eso podemos percibir algunos signos del daño que puede provocar. La política nos ha enseñado que los comités de salvación pública, los cazadores de brujas, los miembros del Ku Klux Klan, los orangistas, los macartistas et hoc genus omne pueden llegar a ser tan peligrosos como aquellos a quienes se proponían destruir. El uso de la guillotina se convierte en una afición. Así, cuando impera la crítica vigilante, casi no hay mes en que no caiga una cabeza. La lista de los autores aprobados se vuelve absurdamente breve. Nadie está a salvo. Si la filosofía de la vida en que se basa esta escuela resultara falsa, sus juicios habrían impedido muchas uniones eventualmente felices entre buenos lectores y buenos libros. Y aunque fuese verdadera, podemos dudar de que esa cautela, esa decisión tan férrea de no dejarse atrapar, de no ceder a ninguna llamada que pudiera resultar engañosa —esa voluntad de «mirar al dragón con ojos desencantados»—, resulte compatible con la entrega que requiere la recepción de un buen libro. Es imposible estar armado hasta los dientes y al mismo tiempo rendirse.
Acorralar a alguien, exigirle que se explique, hacerle todo tipo de preguntas, arrojarse sobre cualquier atisbo de incoherencia, puede ser un buen método para desenmascarar a un testigo mentiroso o a un simulador. Lamentablemente, también es un buen método para no enterarse jamás de lo que podría tener que decir una persona tímida o con dificultades para hablar. La actitud desconfiada que puede salvarnos de caer en la trampa de un mal autor también puede impedir que veamos y oigamos lo que se oculta, y se resiste a aparecer —sobre todo cuando es algo que no está de moda—, en la obra de uno bueno.
Por eso, sigo siendo escéptico no con respecto a la legitimidad o al encanto de la crítica evaluativa, sino en cuanto a su necesidad o utilidad. Sobre todo en el presente. Cualquiera que haya tenido en sus manos las tesis universitarias que suelen redactar los estudiantes de inglés ha comprobado no sin cierta aflicción que tienden cada vez más a ver los libros a través de otros libros. Cuando deben escribir sobre una obra de teatro, un poema o una novela, sacan siempre a relucir lo que piensa sobre ella algún crítico eminente. A veces un asombroso conocimiento de la crítica chauceriana o shakesperiana coexiste con un conocimiento muy deficiente de Chaucer o de Shakespeare. Cada vez es menos frecuente encontrar la respuesta personal. La importantísima conjunción entre el lector y el texto, esa experiencia literaria esencial, cuya aparición y desarrollo espontáneos nunca parecen haber sido fomentados, es ahora directamente imposible para estos jóvenes empapados, aturdidos y acosados por la crítica. Esta situación me parece mucho más peligrosa para nuestra cultura que cualquiera de las amenazas contra las que querrían protegernos los críticos vigilantes.
Este exceso de crítica es tan peligroso que exige un tratamiento inmediato. Ya sabemos que la sociedad es la madre del ayuno. Pienso que diez o veinte años de abstinencia tanto en lo que se refiere a lectura como a producción de crítica evaluativa nos sentaría magníficamente a todos.