Antes de seguir avanzando debo desviarme para aclarar un posible malentendido suscitado por el capítulo precedente. Compárense los siguientes textos:
1. Había un hombre que cantaba y tocaba el arpa tan bien que hasta los animales y los árboles se apiñaban para oírlo. Cuando su esposa murió, descendió vivo al país de los muertos y tocó ante el Rey de los Muertos hasta que éste se apiadó de él y le devolvió a su mujer, con la condición de que la sacase de allí sin volverse en ningún momento para mirarla antes de que llegaran a la luz. Pero cuando ya casi estaban fuera, por un brevísimo instante, el hombre miró hacia atrás, y la perdió para siempre.
2. «Alguien está ausente durante muchos años; Poseidón sigue estrechamente sus pasos, y el héroe está solo; en su casa las cosas están de tal modo perturbadas que su hacienda es dilapidada por los pretendientes, y su hijo, objeto de una conjura. Llega, por fin, maltrecho a su hogar; se da a conocer, ataca a sus enemigos; él se salva y logra eliminarlos». (Así resume Aristóteles la Odisea en su Poética- 1455b).
3. Imaginemos —porque, sin duda, no lo escribiré— un resumen igualmente sucinto de Barchester Towers, de Middlemarch o de La feria de las vanidades; o bien de alguna obra mucho más breve, como Michael de Wordsworth, Adolphe de Constant u Otra vuelta de tuerca.
A pesar de su exigüidad, el primer resumen, escrito sin escoger mayormente las palabras, produciría —creo— una impresión muy intensa en cualquier persona sensible que lo leyese sin conocer antes la historia. En cambio, la lectura del segundo sería mucho menos satisfactoria. Aunque se vea que con esa trama podría escribirse una buena historia, el resumen por sí solo no constituye una buena historia. En cuanto al tercero, el que no he escrito, salta a la vista que sería inútil: no sólo para dar una idea del libro en cuestión, sino también por sí solo: aburrido, insoportable, ilegible.
Por tanto, hay un tipo particular de historia que tiene un valor en sí misma, independientemente de su inserción en cualquier obra literaria. La historia de Orfeo impresiona, impresiona muchísimo, por sí sola; el hecho de que Virgilio y otros autores la hayan contado en buenos versos es secundario. Pensamos en ella y nos emociona sin pensar necesariamente en esos poetas ni emocionarnos con sus versos. Sin duda, esa historia sólo puede llegarnos a través de palabras. Pero esto es accidental, en el sentido lógico. Si existiera alguna mímica perfeccionada, algún filme mudo o alguna serie de imágenes capaces de explicarla sin recurrir en ningún momento a la palabra, seguiría afectándonos de la misma manera.
Cabe esperar, quizá, que esta cualidad extraliteraria también exista en el caso de las tramas de las historias de aventuras más rudimentarias, escritas para quienes sólo se interesan por los hechos. Sin embargo, no sucede así. Es imposible quitárselos de encima proporcionándoles sólo un resumen en lugar de toda la historia. Sólo les interesan los hechos, pero éstos sólo pueden llegarles si están «aderezados». Además, las más sencillas de sus historias son demasiado complicadas para que se puedan resumir de forma legible; en ellas suceden demasiadas cosas. En cambio, las historias a que me estoy refiriendo tienen una forma narrativa muy simple: una forma satisfactoria e inevitable, como la de un buen jarrón o un tulipán.
Es difícil dar a tales historias otro nombre que el de mitos, pero esta denominación es en muchos sentidos inadecuada.
En primer lugar, recordemos que la palabra griega mythos no designa específicamente este tipo de historias sino cualquier historia. En segundo lugar, no todas las historias que el antropólogo clasificaría como mitos poseen la cualidad que me interesa analizar. Cuando hablamos de mitos —como cuando hablamos de baladas—, solemos pensar en los mejores especímenes y olvidar los restantes. Si examinamos pacientemente todos los mitos de determinado pueblo, la mayoría nos dejarán perplejos. Al margen de lo que hayan podido significar para los antiguos o para los salvajes, los encontraremos absurdos y chocantes. Chocantes no sólo por su crueldad y obscenidad, sino también por su aparente estupidez, casi como las historias de los locos. De esa maleza sórdida y vulgar emergen como olmos los grandes mitos: el de Orfeo, el de Démeter y Perséfone, el de las Hespérides, el de Balder, el de Ragnarok, o el de Ilmarinen forjador de los sampo. En cambio, ciertas historias que no son mitos en el sentido antropológico, pues han sido inventadas por individuos pertenecientes a períodos totalmente civilizados, poseen lo que yo llamaría «cualidad mítica». Es el caso de las tramas de El doctor Jekyll y el señor Hyde, La puerta en la muralla de Wells o El castillo de Kafka. También la posee el personaje de Gormenghast en Titus Groan de Peake, o los Ents y los Lothlorien de El señor de los anillos del profesor Tolkien. A pesar de estos inconvenientes, como mi única alternativa sería acuñar un nuevo término, utilizaré la palabra mito, porque me parece un mal menor. Quienes leen para comprender —me tienen sin cuidado los fanáticos del estilo— tomarán la palabra en el sentido que yo le doy. En este libro, un mito es una historia que tiene las características que enumero a continuación.
1. Es extraliteraria, en el sentido que ya he indicado. Quienes han accedido al mismo mito a través de Natalis Comes, de Lempriére, de Kingsley, de Hawthorne, de Robert Graves o de Roger Green comparten la misma experiencia mítica; se trata, de un contenido significativo, no de un mero máximo común divisor. En cambio, quienes han accedido a la misma historia a través de Romeus de Brook y del Romeo de Shakespeare sólo comparten un máximo común divisor, que en sí mismo carece de valor.
2. El placer que depara el mito no depende en modo alguno de recursos narrativos como el suspense o la sorpresa. Ya la primera vez que lo escuchamos nos parece inevitable. El principal valor de esa primera experiencia consiste en el contacto con un objeto inagotable de contemplación —más parecido a una cosa que a un relato— que influye en nosotros por su sabor o cualidad peculiar, casi como una fragancia o un acorde. A veces, ya esa primera experiencia prescinde de todo elemento narrativo. No puede decirse que haya una historia en la idea de que Ragnarok se cierne tanto sobre la vida de los dioses como sobre la de todos los hombres buenos. Las Hespérides, su manzano y el dragón constituyen de por sí un mito poderoso, antes de que aparezca Hércules para robar las manzanas.
3. En el caso de los mitos la identificación desempeña un papel muy reducido. Apenas puede decirse que nos proyectemos en los personajes. Son como espectros que se mueven en otro mundo. Sin duda, sentimos que sus evoluciones tienen una importancia profunda para nuestras vidas, pero no nos proyectamos con la imaginación en las suyas. La historia de Orfeo nos entristece, pero sentimos pena por todos los hombres en lugar de apiadarnos intensamente de él (como nos sucede, por ejemplo, con el Troilo de Chaucer).
4. El mito siempre es «fantástico», en una de las acepciones de esta palabra. Trata de cosas imposibles y sobrenaturales.
5. Las experiencias que comunica pueden ser tristes o alegres, pero siempre son serias. El mito cómico (en el sentido que doy a la palabra «mito») es imposible.
6. Esas experiencias no sólo son serias: además, nos infunden un temor reverencial. Sentimos la presencia de lo numinoso. Es como si se nos comunicara algo trascendente. El hecho de que la humanidad nunca haya dejado de forjar explicaciones alegóricas para los mitos revela los reiterados esfuerzos de la mente por tratar de aferrar —sobre todo mediante conceptos— ese algo que nos transmiten. Y una vez ensayadas todas las alegorías, seguimos sintiendo que el mito es más importante que cualquiera de ellas.
Estoy describiendo los mitos, no explicando su existencia. No me interesa en absoluto averiguar las causas de su aparición, determinar si constituyen una manifestación primitiva de la ciencia, restos fósiles de los ritos, invenciones de los hechiceros o afloraciones del inconsciente individual o colectivo. Lo que me interesa es su efecto en la imaginación consciente de mentes similares a las nuestras, no su hipotético efecto en mentes prelógicas ni su prehistoria en el inconsciente. Porque sólo el primero se puede observar directamente o puede situarse a tiro de los estudios literarios. Cuando hablo de los sueños, me refiero, y sólo puedo referirme, a los sueños tal y como los recordamos al despertar. Análogamente, cuando hablo de los mitos, me refiero a los mitos tal como podemos experimentarlos: o sea, a los mitos no creídos sino contemplados, presentes ante la imaginación plenamente despierta de una mente lógica. Sólo me ocupo de la parte del iceberg que aparece en la superficie; sólo ella tiene belleza, sólo ella es un objeto de contemplación. Sin duda, debajo hay muchas otras cosas. El deseo de investigar esa parte sumergida está plenamente justificado desde el punto de vista científico. Pero me temo que ese estudio resulta atractivo, al menos en parte, como consecuencia del mismo impulso que explica la invención de las explicaciones alegóricas de los mitos. Es un esfuerzo más por aferrar, por atrapar con conceptos ese contenido trascendente que parecen transmitirnos.
Como defino los mitos por el efecto que ejercen en nosotros, es evidente que considero que la misma historia puede ser un mito para una persona y no serlo para otra. Éste sería un defecto fatal si mi intención fuera proporcionar unos criterios para distinguir entre las historias míticas y las no míticas. Pero no es ése mi propósito. Lo que me interesa son las maneras de leer; y eso justifica la presente digresión sobre los mitos.
La persona que accede por primera vez a un mito mediante un relato pobre, vulgar o cacofónicamente escrito, deja de lado y no presta atención al mal estilo para concentrarse sólo en la significación que descubre en el mito. Apenas piensa en el estilo. Está contenta de tener el mito, sea cual sea su expresión verbal. Ahora bien: ¿no es eso exactamente lo que —como he dicho en el capítulo precedente— hace el mal lector? Ambos prestan el mínimo de atención a las palabras, ambos se concentran en los hechos. Sin embargo, incurriríamos en un grave error si identificáramos al amante de los mitos con la masa de los malos lectores.
La diferencia consiste en que, aunque el procedimiento sea el mismo, uno lo aplica donde corresponde y donde es fructífero, y los otros donde no lo es. El valor del mito no es un valor específicamente literario, y otro tanto sucede con la apreciación del mito, que no es una verdadera experiencia literaria. El que lo aborda no espera —o no cree— que se trate de un buen material de lectura: sólo aporta información. Para lo que le interesa, sus méritos o defectos literarios importan casi tanto como los de un horario o un libro de cocina. Desde luego, puede suceder que las palabras usadas para transmitir el mito configuren por sí solas una exquisita obra literaria, como la prosa de los Edda. Si el lector es una persona cultivada —y casi siempre lo es—, disfrutará apreciando los valores específicamente literarios de la obra. Sin embargo, una cosa es este placer literario y otra la apreciación del mito; así como el goce pictórico que nos depara El nacimiento de Venus de Botticelli es distinto de cualquier reacción que podamos tener ante el mito exaltado en ese cuadro.
Por su parte, las personas carentes de formación literaria se sientan a «leer un libro». Entregan al autor el dominio de sus fantasías. Pero esa entrega no es auténtica. Muy poco pueden hacer por sí solas. Para que algo atraiga su atención, debe estar destacado, «aderezado», y vestido con el correspondiente cliché. Pero, al mismo tiempo, no saben qué significa obedecer a las palabras. En cierto sentido, se comportan con más criterio literario que la persona que busca, y aprecia, un mito a través del escueto resumen de un diccionario clásico: porque se ciñen al libro y dependen totalmente de él. Pero también van demasiado deprisa, y discriminan demasiado poco, para poder utilizar los elementos que un buen libro les ofrece. Son como los alumnos que quieren que todo se les explique y que después casi no atienden a la explicación. Aunque se concentren, como el amante de los mitos, en los hechos, se trata de un tipo distinto de hechos y de un tipo distinto de concentración. Mientras que uno será capaz de emocionarse con el mito durante toda la vida, los otros olvidarán para siempre los hechos una vez extinguida la emoción momentánea, y satisfecha la curiosidad momentánea. Y con toda razón, pues el tipo de hechos que valoran carece de interés duradero para la imaginación. En pocas palabras: el comportamiento del amante de los mitos es extraliterario, mientras que el de los malos lectores es aliterario. El primero extrae de los mitos lo que éstos ofrecen. Los segundos sólo extraen de lo que leen una décima o una quincuagésima parte de lo que se les ofrece.
Como ya hemos dicho, una historia puede ser más o menos mítica según la persona que la lea o escuche. De esto se desprende un corolario muy importante. Nunca debemos suponer[5] que sabemos exactamente qué es lo que sucede cuando otra persona lee un libro. Porque es indudable que el mismo libro puede ser sólo una «historieta» emocionante para una y transmitir un mito, o algo de similar calidad, para otra. La lectura de las obras de Rider Haggard es especialmente ambigua en este sentido. Si vemos a dos chicos leyendo novelas de este autor, no debemos concluir que ambos tienen la misma experiencia. Uno sólo está pendiente del peligro que corren los héroes; el otro quizá sienta lo «pavoroso». Mientras el primero sigue leyendo movido por la curiosidad, el otro quizá se detenga pasmado. Para el que sólo se interesa por las cacerías de elefantes y los naufragios éstos pueden ser tan buenos como el elemento mítico —pues son igualmente «emocionantes»—, y el entretenimiento que encuentra en las novelas de Haggard puede ser similar al que le brindan las de John Buchan. En cuanto al otro chico, el amante de los mitos, si además posee sensibilidad literaria, no tardará en descubrir que Buchan es un escritor muy superior; pero no por ello dejará de advertir que los libros de Haggard le permiten acceder a algo que nada tiene que ver con la mera emoción. Cuando lee a Buchan se pregunta: «¿Logrará escapar el héroe?». Cuando lee a Haggard piensa: «Nunca escaparé a esto. Esto nunca se me escapará. Estas imágenes han echado raíces en lo más profundo de mi mente».
Por tanto, la similitud que en cuanto al método se observa entre la lectura del mito y la que suele practicar el individuo carente de sensibilidad literaria es sólo superficial. Se trata de dos tipos diferentes de personas. He encontrado lectores con sensibilidad literaria pero incapaces de apreciar el mito; en cambio, nunca he encontrado malos lectores que fueran capaces de ese deleite. Estos últimos pueden aceptar historias que nos parecen excesivamente improbables porque la descripción psicológica, la situación social presentada y los vuelcos de la suerte son inverosímiles. Sin embargo, no están dispuestos a aceptar lo que se reconoce como imposible y sobrenatural. «No pudo haber sucedido realmente», dicen, y dejan de lado el libro. Lo consideran «tonto». De modo que, si bien algo que podríamos llamar «fantasía» desempeña un papel muy importante en su experiencia de lectura, rechazan sistemáticamente todo lo fantástico. Pero esta distinción me está indicando que, para poder ahondar más en sus preferencias, necesitamos definir ciertos términos.