Crecí en un sitio donde no había cuadros buenos que ver, de modo que mi primer contacto con el arte del pintor o el dibujante se realizó sólo a través de las ilustraciones de los libros. Las de los Cuentos de Beatrix Potter hicieron las delicias de mi niñez; y en mis años de colegio disfruté contemplando las de El anillo de Arthur Rackham. Aún conservo todos aquellos libros. Cuando los hojeo en la actualidad nunca pienso «¿Cómo pudieron gustarme obras tan malas?». Lo que me asombra es que no supiera distinguir entre obras de tan desigual calidad. Ahora percibo de inmediato la gracia del dibujo y la pureza del color en algunas láminas de Beatrix Potter, y la fealdad, los defectos de composición e incluso el carácter repetitivo de otras ilustraciones suyas. (En cambio, la clásica concisión de su estilo literario no presenta esos desniveles). En Rackham veo ahora cielos, árboles y formas grotescas admirables, pero también observo que las figuras humanas suelen parecer maniquíes. ¿Cómo pude no verlo? Creo que mi recuerdo es lo suficientemente preciso para poder responder a esta pregunta.
Las ilustraciones de Beatrix Potter me gustaban en una época en que estaba fascinado —quizá más aún que la mayoría de los niños— por la idea de los animales humanizados; en cuanto a las de Rackham, me gustaban en una época en que la mitología noruega constituía el principal interés de mi vida. Es evidente que lo que me atraía en las imágenes de ambos artistas era el contenido representativo. Eran sucedáneos. Si (en una época) hubiese podido ver realmente animales humanizados, o si (en la otra) hubiese podido ver realmente valquirias, me habría quedado con ellos en lugar de con sus representaciones. Del mismo modo, un paisaje pintado sólo me atraía si representaba un lugar por el que realmente me hubiese gustado pasear. En una etapa un poco más avanzada, un cuadro que representaba a una mujer sólo me parecía admirable si ésta me hubiera atraído en caso de estar realmente presente.
Ahora comprendo que no prestaba la debida atención a lo que miraba. Me interesaba muchísimo lo que el cuadro representaba, y casi nada lo que el cuadro era. Su función apenas se diferenciaba de la de un jeroglífico. Todo lo que quería extraer de él eran estímulos para que mis emociones y mi imaginación pudieran aplicarse a los objetos representados. La observación prolongada y cuidadosa del cuadro mismo era innecesaria; habría constituido incluso un obstáculo para la actividad subjetiva.
Todo me lleva a pensar que aquella experiencia mía de entonces frente a la pintura era similar a la que normalmente tienen los miembros de la mayoría. Casi todos los cuadros que, a través de las reproducciones, gozan de vasta popularidad representan cosas que de una u otra manera agradarían, divertirían, excitarían o emocionarían en la realidad a las personas que los admiran: El monarca de la cañada, El que primero plañe la muerte del viejo pastor, Burbujas; escenas de caza y batallas; lechos de muerte y banquetes; niños, perros, gatos y garitos; jóvenes pensativas (vestidas) que excitan los sentimientos, y jóvenes lozanas (menos vestidas) que excitan los apetitos.
Los comentarios de aprobación de los que compran tales cuadros son siempre del mismo tipo: «Nunca he visto un rostro más delicioso», «Fíjese en la Biblia del anciano, sobre la mesa», «Mire usted: los personajes, parece que estuviesen escuchándonos», «¡Qué hermosa es esa vieja casa!». El interés recae sobre lo que podríamos llamar las cualidades «narrativas» del cuadro. Es muy raro que se mencione la línea, el color (como tal) o la composición. A veces, la habilidad del artista sí se menciona («Mire usted cómo ha logrado reproducir el efecto de la luz de la vela en las copas de vino»). Pero lo que se admira es el realismo —incluso rozando el trompe-l'oeill—, y la dificultad, real o supuesta, que entraña lograrlo.
Sin embargo, todos estos comentarios, así como casi todo el interés por el cuadro, desaparecen poco después de la compra. No tarda mucho en morir para sus propietarios, igual que la novela ya leída para el tipo de lectores que adoptan una actitud similar: ya ha sido usado, ya ha cumplido su misión.
Esta actitud ante la pintura —que fue también la mía en cierta época— casi podría definirse como «uso» de los cuadros. Mientras se persiste en ella, el cuadro —o más bien una selección apresurada e inconsciente de algunos de sus elementos— es usado como un arranque automático para ciertas actividades imaginativas y emocionales del sujeto. Dicho de otro modo: se hace algo con él. La persona no se abre a lo que el cuadro es capaz de hacer en ella por el hecho de ser en su totalidad precisamente lo que es.
Lo que sucede en tal caso es que el cuadro es tratado como se impone hacerlo con otros dos tipos de objetos representativos: el icono y el juguete. (No uso la palabra «icono» en el sentido estricto que le asigna la Iglesia ortodoxa; yo me refiero a cualquier objeto representativo, ya sea bi o tridimensional, que se utiliza como un auxiliar para la devoción).
Aunque determinado juguete o determinado icono puedan ser de por sí obras de arte, eso es accidental desde el punto de vista lógico, porque sus eventuales valores artísticos en nada contribuyen a su excelencia como juguete o como icono. Incluso pueden ir en detrimento de ella, porque su finalidad no consiste en atraer la atención sobre sí mismos, sino en estimular y liberar ciertas actividades en el niño o en el devoto. El osito de felpa existe para que el niño pueda dotarlo de una vida y de una personalidad imaginaria, y para que establezca con él una relación casi social. «Jugar con él» significa eso. Cuanto mejor se desarrolla esa actividad, menos importancia tiene el aspecto concreto del objeto. Si se presta demasiada atención a su rostro inmutable e inexpresivo, es más difícil jugar. Un crucifijo existe para dirigir el pensamiento y las emociones del devoto hacia la Pasión. Lo mejor es que carezca de excelencias, sutilezas u originalidades, pues éstas distraerían la atención. Por eso, las personas devotas prefieren quizá los iconos más rudimentarios y despojados. Los más vacíos, los más permeables… como si desearan atravesar la imagen material, ir más allá. Por la misma razón, el juguete más caro y más realista no suele conquistar el amor del niño.
Si así es como la mayoría de las personas usan los cuadros, entonces debemos rechazar de inmediato la idea despreciativa de que ese uso es siempre y necesariamente vulgar y necio. Puede serlo o no serlo. Las actividades subjetivas a que se entregan las personas a partir de los cuadros pueden ser de muy distintos niveles. Las tres Gracias de Tintoretto pueden ser, para determinada persona, un mero apoyo para su imaginación libidinosa; esa persona usa la obra como pornografía. Otra persona puede usarla como punto de partida para una reflexión sobre el mito griego, que, en sí mismo, es valioso. A su manera, ese mito podría obrar efectos tan buenos como el cuadro mismo. Quizá sucedió algo así cuando Keats contempló una urna griega. Ese uso del vaso habría sido admirable. Pero admirable a su manera, no como observación adecuada de una pieza de arte cerámico. Los usos que pueden hacerse de los cuadros son variadísimos y habría bastante que decir sobre muchos de ellos, pero lo único que, con seguridad, podemos decir en contra de todos y cada uno de ellos es que, esencialmente, no constituyen apreciaciones adecuadas de los cuadros.
Para eso se requiere el procedimiento inverso. No debemos soltar nuestra propia subjetividad sobre los cuadros haciendo de éstos su vehículo. Debemos empezar por dejar a un lado, en lo posible, nuestros prejuicios, nuestros intereses y nuestras asociaciones mentales. Debemos hacer sitio para el Marte y Venus de Botticelli, o para la Crucifixión de Cimabue, despojándonos de nuestras propias imágenes. Después de este esfuerzo negativo, el positivo. Debemos usar nuestros ojos. Debemos mirar y seguir mirando hasta que hayamos visto exactamente lo que tenemos delante. Nos instalamos ante un cuadro para que éste nos haga algo, no para hacer nosotros algo con él. Lo primero que exige toda obra de arte es una entrega. Mirar. Escuchar. Recibir. Apartarse uno mismo del camino. (No vale preguntarse primero si la obra que se tiene delante merece esa entrega, porque sin haberse entregado es imposible descubrirlo).
Lo que debemos dejar a un lado no son sólo nuestras propias «ideas» sobre, por ejemplo, Marte y Venus. Con eso sólo haríamos sitio para las «ideas» de Botticelli, en el mismo sentido de la palabra. Sólo recibiríamos aquellos elementos de su invención que comparte con el poeta. Pero, como se trata ante todo de un pintor y no de un poeta, eso sería erróneo. Lo que debemos recibir es su invención específicamente pictórica: aquello que, con los volúmenes, colores y líneas, crea la compleja armonía del cuadro en su conjunto.
La mejor manera de expresar esta diferencia entre la mayoría y la minoría consiste en decir que mientras unos usan el arte otros lo reciben. La mayoría se comporta en este caso como un hombre que habla cuando debería escuchar o que da cuando debería tomar. Con esto no afirmo que el buen espectador sea pasivo. También él está entregado a una actividad imaginativa, pero se trata de una actividad obediente. Parece pasivo al principio porque está atendiendo a lo que se le ordena. Si, una vez que ha comprendido plenamente, decide que no vale la pena obedecer —dicho de otro modo: si piensa que el cuadro es malo—, se aparta sin más.
El ejemplo del hombre que hace un uso pornográfico del Tintoretto demuestra que una buena obra de arte puede usarse mal. Sin embargo, una mala obra de arte se presta mucho más a este tipo de utilización. De no mediar la hipocresía moral o cultural, el hombre que utiliza así a Tintoretto preferirá valerse de Kirchner o de imágenes fotográficas, porque allí no existen detalles superfluos: hay más jamón y menos adornos.
En cambio, la operación inversa me parece imposible. No se puede disfrutar de un cuadro malo con la actitud de plena y disciplinada «recepción» que la minoría adopta ante uno bueno. Me di cuenta de esto hace poco cuando, mientras esperaba en una parada de autobuses, me encontré mirando con atención, durante más o menos un minuto, un anuncio pegado a una cartelera próxima donde aparecían un hombre y una muchacha bebiendo cerveza en un local público. El cartel no toleraba ese tipo de examen. Cualesquiera que fuesen los méritos que pudiese haber presentado a primera vista, éstos se iban desvaneciendo con cada segundo de contemplación. Las sonrisas se convertían en muecas de muñeco de cera. El color era —al menos así me parecía— pasablemente realista, pero no tenía nada de agradable. En la composición el ojo no encontraba nada que pudiera satisfacerlo. Además de representar algo, el cartel no era un objeto capaz de producir deleite. Pienso que lo mismo sucede cuando se examina con atención un cuadro malo. Entonces es inexacto decir que la mayoría «disfruta con los cuadros malos». Disfruta con las ideas que esos cuadros malos le sugieren. Esas personas no ven realmente los cuadros tal como son. Si los vieran así, les resultarían insoportables. En cierto sentido, nadie disfruta —ni puede disfrutar— con una obra mala. A la gente no le gusta la mala pintura porque en ella los rostros se parezcan a los de los títeres ni porque las líneas que deberían expresar movimiento carezcan de verdadero dinamismo ni porque el conjunto esté exento de gracia o de energía. Sencillamente, no perciben esos defectos: son tan invisibles como lo es el rostro real del osito de felpa para el niño ingenuo e imaginativo que juega absorto con él. Sus ojos son sólo cuentas de vidrio, pero el niño no las ve.
Si el mal gusto artístico es el gusto por lo malo como tal, no estoy totalmente convencido de que exista. Suponemos que existe porque solemos aplicar el adjetivo «sentimental» al conjunto de esas formas populares de disfrutar. Si esto significa que ese tipo de deleite consiste en la actividad de lo que podríamos llamar «sentimientos», entonces (aunque pienso que podría encontrarse un término mejor) no andamos demasiado desencaminados. En cambio, si significa que todas esas actividades se caracterizan por la sensiblería, la blandura, la exageración y, en general, la impureza, entonces ya no estamos tan seguros. El hecho de conmoverse por la idea de la muerte de un viejo pastor solitario y la fidelidad de su perro no constituye —en sí mismo y al margen del tema que estamos tratando— signo alguno de inferioridad. La auténtica objeción que cabe hacer a esa manera de disfrutar la pintura consiste en que en ella la persona nunca va más allá de sí misma. Cuando el cuadro se utiliza de ese modo, sólo puede extraer de la persona lo que ésta ya tenía dentro de sí. Hay una nueva región que el arte pictórico como tal ha añadido al mundo, pero la persona permanece más acá de su frontera. Zum Eckel find'ch immer nur mich. [Para sentir asco, me basta con lo que encuentro en mí.]
En el caso de la música, supongo que muchos de nosotros, quizá casi todos, empezamos en las filas de la mayoría. Lo único que nos interesaba era la «melodía», la parte del sonido que podía silbarse o tararearse. Una vez captado ese aspecto de la pieza, el resto se volvía prácticamente inaudible. No advertíamos cómo la había tratado el compositor ni cómo expresaban los intérpretes su composición. En cuanto a la melodía, creo que reaccionábamos de dos maneras.
Primero, y más obviamente, una reacción social y orgánica. Queríamos «participar»; cantar, tararear, marcar el compás, balancear nuestros cuerpos con el ritmo. Sabemos muy bien cuan a menudo la mayoría siente este impulso y se deja llevar por él.
En segundo lugar, una reacción emocional. Según la melodía pareciese sugerírnoslo, nos volvíamos heroicos, nos poníamos melancólicos o alegres. Tengo razones para ser cauteloso: si digo «pareciese» es porque algunos puristas de la música me han asegurado que la correspondencia entre ciertos aires y ciertas emociones es una ilusión. Sin duda, esa conexión desaparece a medida que se desarrolla la verdadera comprensión de la música. Y no es en modo alguno universal. Ya en Europa Oriental el tono menor no presenta la importancia que tiene para la mayoría de los ingleses. Por mi parte, al escuchar un canto guerrero zulú no me pareció percibir el avance de un impi ávido de sangre sino el sonido dulce y melancólico de una berceuse. A veces también sucede que este tipo de reacciones emocionales responden mucho más a los títulos caprichosos de ciertas composiciones que a la música misma. Cuando la reacción emocional es suficientemente intensa excita la fantasía. Surgen vagas imágenes de tristezas inconsolables, de deslumbrantes bacanales o de arrasados campos de batalla. Estas imágenes se van convirtiendo en la verdadera fuente de nuestro placer. Casi dejamos de oír la melodía, y más aún de percibir el uso que el compositor hace de ella y la calidad de la ejecución. Hay un instrumento, la gaita, que todavía escucho de esta manera. Soy incapaz de distinguir entre una pieza y otra, como tampoco entre un buen y un mal gaitero. Sólo escucho «gaitas», todas igualmente embriagadoras, acongojantes, orgiásticas. Así reaccionaba Boswell frente a la música en general. «Le dije que me afectaba hasta tal punto que a menudo mis nervios eran presa de una dolorosa agitación en virtud de la cual mi mente oscilaba entre un sentimiento de patética congoja, que casi me hacía derramar lágrimas, y otro de intrépido arrojo, que me impulsaba a lanzarme hacia el sitio donde el combate era más intenso». La respuesta de Johnson es digna de recordarse: «Señor, si me va a volver tan tonto prefiero no escucharla».[2]
Antes hemos tenido que recordar que, si bien el uso popular de los cuadros no constituye una apreciación auténtica de éstos, no necesariamente es vulgar y degradado en sí mismo… aunque, desde luego, con frecuencia lo sea. En el caso del uso popular de la música no es preciso hacer esa declaración. Una condena general de la reacción orgánica o de la emocional sería inaceptable. Equivaldría a una descalificación de la especie humana. Obviamente, cantar y bailar al son del violín en una fiesta (reacciones orgánica y social) son actividades correctísimas. Que «el arpa haga brotar saladas lágrimas en tus ojos» no es ridículo ni vergonzoso. Ninguna de esas reacciones es específica de las personas carentes de cultura musical. También los cognoscenti pueden ser sorprendidos tarareando o silbando. También ellos, o algunos de ellos, son sensibles a las sugerencias emocionales de la música.
Sin embargo, no tararean ni silban mientras suena la música; sólo lo hacen cuando la evocan, como cuando repetimos para nosotros mismos nuestros versos preferidos. Además, el efecto emocional directo de este o aquel pasaje tiene una importancia muy pequeña. Una vez que hemos captado la estructura global de la obra, una vez que nuestra imaginación auditiva ha recibido la invención (al mismo tiempo sensible e intelectual) del compositor, podemos tener una reacción emocional ante ella.
Se trata de un tipo de emoción diferente ante un tipo de objeto diferente. Es una emoción impregnada de inteligencia. Y, sin embargo, es mucho más sensible que la del uso popular, más ligada al oído. Hay una atención total a los sonidos efectivamente emitidos. En cambio, la mayoría percibe la música o la pintura a través de una selección o resumen, extrayendo los elementos que puede utilizar y descartando el resto. Así como la primera exigencia de un cuadro es «Mira», la primera exigencia de una obra musical es «Escucha». El compositor puede empezar emitiendo una «melodía» que podría silbarse. Pero lo que importa no es si nos gusta esa melodía. Esperemos. Prestemos atención. Veamos qué está haciendo con ella.
Sin embargo, la música me plantea un problema que no encuentro en el caso de la pintura. Por más que lo intento, no logro librarme de la sensación de que, al margen del tratamiento que reciben por parte del compositor y al margen de la forma en que se los ejecuta, ciertos aires simples son intrínsecamente abominables y repulsivos. Pienso en algunas canciones e himnos populares. Si esta sensación no es infundada, indicaría que en el caso de la música puede existir el mal gusto en sentido positivo: indicaría que puede disfrutarse con lo malo por su sola calidad de tal. Sin embargo, quizá esto sólo se deba a que mi formación musical es incompleta. Quizá el hecho de que ciertos aires creen un clima emocional propicio para el contoneo vulgar o para el llanto por la propia desdicha me abrume hasta el punto de impedirme escucharlos como formas neutras, susceptibles de una utilización correcta. Prefiero que sean los verdaderos músicos quienes decidan si un gran compositor puede valerse de cualquier melodía, por odiosa que sea (sin excluir siquiera Home Sweet Home), para crear una buena sinfonía.
Afortunadamente, esta cuestión puede quedar en suspenso. En líneas generales, la semejanza entre los usos populares de la música y de la pintura es bastante estrecha. Ambos consisten en «usar» más que en «recibir». Ambos consisten en precipitarse a hacer cosas con la obra de arte en lugar de esperar a que ésta haga algo a quienes la perciben. Así, gran parte de lo que realmente aparece en la tela, o en la ejecución de la obra musical, queda descartado, descartado porque no es «utilizable». Si la obra carece de elementos aptos para esa utilización —si la sinfonía carece de melodías pegadizas, si el cuadro representa cosas que no interesan a la mayoría— se la rechaza en su totalidad. Ninguna de estas reacciones es censurable de por sí; pero tanto una como otra impiden que la persona alcance una experiencia plena de la música o de la pintura.
En ambas artes, cuando los jóvenes inician la transición desde la mayoría hacia la minoría, puede producirse un error ridículo pero, por suerte, pasajero. El joven que acaba de descubrir en la música una posibilidad de deleite mucho más duradero que el que proporcionan las melodías pegadizas, puede atravesar una etapa en el transcurso de la cual la simple aparición de una melodía de ese tipo baste para convencerlo de la «vulgaridad» de toda la obra. Paralelamente, un joven que se encuentre en esa etapa desdeñará por «sentimental» cualquier cuadro cuyo tema despierte de inmediato las emociones comunes del alma humana. Es como si, una vez que hemos descubierto que la comodidad no es la única virtud que cabe esperar de una casa, concluyésemos que ninguna casa cómoda puede tener valor arquitectónico.
He dicho que se trata de un error pasajero. Quiero decir que lo es en las personas que realmente aprecian la música o la pintura. Porque los buscadores de prestigio y los devotos de la cultura pueden persistir en él.