11. Los hombres nuevos

En el último capítulo comparé la manera de Cristo de hacer hombres nuevos con el proceso de convertir un caballo en una criatura alada. Utilicé ese ejemplo extremo para subrayar el hecho de que no se trata de un simple mejoramiento sino de una transformación. El paralelo más cercano a esto en el mundo de la naturaleza ha de encontrarse en las asombrosas transformaciones que podemos llevar a cabo en los insectos aplicándoles ciertos rayos. Algunos piensan que así es como se desarrolló la evolución. Las alteraciones en las criaturas de las que todo depende pueden haber sido producidas por rayos provenientes del espacio. (Naturalmente, una vez que las alteraciones están ahí, lo que ellos llaman «selección natural» empieza a actuar; por ejemplo, las alteraciones útiles persisten y las otras desaparecen).

Tal vez un hombre moderno pueda comprender mejor la idea cristiana si la concibe en relación con la evolución. Ahora todo el mundo conoce la teoría de la evolución (aunque, por supuesto, algunos hombres instruidos no la creen): a todos se nos ha dicho que el hombre ha evolucionado a partir de especies menos desarrolladas de vida. En consecuencia, la gente a menudo se pregunta: «¿Cuál es el próximo paso? ¿Cuándo aparecerá aquello que va más allá del hombre?». Escritores imaginativos intentan a veces concebir este próximo paso —el «Superhombre», como lo llaman—, pero generalmente sólo consiguen imaginarse a alguien mucho más malo que el hombre tal como lo conocemos, y luego intentan compensar esto añadiéndole brazos y piernas extra. Pero supongamos que el próximo paso fuera algo aún más diferente de los primeros pasos que lo que jamás soñaran. ¿Y no es muy probable que así fuera? Hace miles de siglos se desarrollaron criaturas con durísimas armaduras. Si alguien en aquel momento hubiera estado observando el curso de la evolución seguramente habría supuesto que las armaduras iban a volverse cada vez más duras. Pero se habría equivocado. El futuro tenía una carta en la manga que nada en aquel tiempo le hubiera llevado a sospechar. Iba a sorprenderle con unos animales pequeños, desprovistos de armadura, que tenían mejores cerebros: y con esos cerebros iban a convertirse en los amos de todo el planeta. No solamente iban a tener más poder que los monstruos prehistóricos; iban a tener una nueva clase de poder. El siguiente paso no sólo iba a ser diferente, sino diferente con una clase de diferencia nueva. La corriente de la evolución no iba a fluir en la dirección en que él la veía; de hecho, iba a dar un giro muy brusco.

Y me parece a mí que la mayor parte de las conjeturas populares sobre el siguiente paso en la evolución están cometiendo el mismo error. La gente ve (o al menos cree ver) al hombre desarrollando cerebros más poderosos y adquiriendo un mayor dominio sobre la naturaleza. Y porque piensan que la corriente fluye en esa dirección imaginan que seguirá fluyendo en esa dirección. Pero yo no puedo evitar pensar que el próximo paso será realmente nuevo; que irá en una dirección que jamás habríamos podido soñar. Apenas merecería llamársele el próximo paso si así fuera. Yo esperaría no solamente una diferencia, sino una nueva clase de diferencia. Esperaría no solamente un cambio sino un nuevo método de producir ese cambio. O, para decirlo más claramente, esperaría que el próximo paso en la evolución no fuera en absoluto un paso en la evolución: esperaría que la evolución misma como método que produce el cambio fuera superada. Y, finalmente, no me sorprendería que, cuando esto ocurriera, muy poca gente se diera cuenta de que estaba ocurriendo.

Y, si hablamos en estos términos, el punto de vista cristiano es precisamente que el próximo paso ya ha aparecido. Y es realmente nuevo. No se trata de un cambio de hombres inteligentes a hombres aún más inteligentes: es un cambio que va en una dirección totalmente diferente… un cambio de ser criaturas de Dios a ser hijos de Dios. La primera muestra apareció en Palestina hace dos mil años. Ciertamente, el cambio no es una «evolución» en absoluto, porque no es algo que surge del proceso natural de los acontecimientos sino que adviene a la naturaleza desde fuera. Pero eso es lo que cabría esperar. Llegamos a nuestra idea de la «evolución» estudiando el pasado. Si se nos reservan auténticas novedades está claro que nuestra idea, basada en el pasado, no las cubrirá. Y, de hecho, este nuevo paso se diferencia de todos los anteriores no sólo en que viene de fuera sino también en varios otros aspectos.

1) No se lleva a cabo por medio de la reproducción sexual. ¿Debe esto sorprendernos? Hubo un tiempo, antes de que apareciera el sexo, en que el desarrollo se daba según diferentes métodos. En consecuencia podríamos haber esperado que llegaría un momento en que el sexo desapareciera, o si no (que es lo que está ocurriendo actualmente), que llegara un momento en que el sexo, aunque continuara existiendo, dejara de ser el canal principal del desarrollo.

2) En las primeras etapas los organismos vivos han tenido poca o ninguna elección en cuanto al siguiente paso a dar. El progreso era, principalmente, algo que les sucedía, no algo que ellos hicieran. Pero el nuevo paso, el paso de ser criaturas a ser hijos, es voluntario. No es voluntario en el sentido de que nosotros, por nosotros mismos, podríamos haber elegido darlo o incluso imaginarlo, pero es voluntario en el sentido de que cuando nos es ofrecido podemos rechazarlo. Podemos, si queremos, echarnos atrás; podemos clavar los talones en el suelo y dejar que la nueva humanidad siga su camino sin nosotros.

3) He dicho que Cristo fue Él «la primera muestra» del hombre nuevo. Pero, naturalmente, Cristo fue mucho más que eso. Cristo no es meramente un hombre nuevo, un individuo de la especie, sino que es el hombre nuevo. Él es el origen, el centro y la vida de todos los hombres nuevos. Llegó al universo creado, por Su propia voluntad, trayendo consigo el Zoe, la nueva vida. (Y quiero decir nueva para nosotros, por supuesto; en su lugar de origen Zoe ha existido desde la eternidad). Y Cristo la transmite no por herencia sino por lo que hemos llamado la «buena infección». Todo el mundo que la adquiere lo hace por medio de un contacto personal con Él. Otros hombres se hacen «nuevos» estando «en Cristo».

4) Este paso se está dando a una velocidad diferente de los anteriores. Comparada con el desarrollo del hombre en nuestro planeta, la difusión del cristianismo entre la raza humana parece ir a la velocidad de un rayo, puesto que dos mil años no es casi nada en la historia del universo. No olvidéis nunca que aún seguimos siendo «los primeros cristianos». Las actuales nefastas e inútiles divisiones entre nosotros son, esperemos, una enfermedad de la infancia: aún seguimos echando los dientes. El mundo no cristiano, sin duda, piensa justamente lo contrario. Cree que nos estamos muriendo de viejos. ¡Pero ha pensado eso tantas veces! Una y otra vez el mundo no cristiano ha pensado que el cristianismo se moría, que se moría de persecuciones desde fuera y de corrupción desde dentro, que se moría por el auge del islamismo, el de las ciencias físicas, el de los grandes movimientos revolucionarios anti-cristianos. Pero cada vez el mundo se ha visto defraudado. Su primera decepción vino después de la crucifixión. El Hombre volvió de nuevo a la vida. En cierto sentido —y me doy cuenta de lo terriblemente injusto que esto debe parecerles a ellos— eso ha venido ocurriendo desde entonces. Siguen matando aquello que Él comenzó, y cada vez, cuando están alisando la tierra sobre su tumba, oyen súbitamente que el cristianismo aún sigue vivo y que ha surgido en algún otro lugar. No es extraño que nos detesten.

5) Es mucho lo que está en juego. Quedándose atrás en sus primeros pasos una criatura perdía, como mucho, los pocos años de vida que tenía sobre esta tierra: a menudo ni siquiera perdía eso. Quedándonos atrás en este paso perdemos un premio que es (en el sentido más estricto de la palabra) infinito. Porque ahora ha llegado el momento crítico. Siglo tras siglo Dios ha guiado a la naturaleza hasta el punto de hacerla producir criaturas que pueden (si así lo quieren) ser extraídas de esa naturaleza y transformadas en dioses. ¿Permitirán ellas que esto ocurra? En cierto modo esto es semejante a la crisis del nacimiento. Hasta que no nos levantemos y sigamos a Cristo seguimos siendo parte de la naturaleza y seguimos en el vientre de nuestra gran madre. Su embarazo ha sido largo, doloroso y lleno de ansiedad, pero ahora ha llegado a su clímax. El gran momento ha llegado. Todo está listo. El doctor ya está aquí. ¿Saldrá bien el parto? Aunque naturalmente esto se diferencia de un nacimiento ordinario en un aspecto importante. En un nacimiento ordinario el bebé no tiene muchas opciones. Es posible que prefiera permanecer en la oscuridad, la tibieza y la protección que le proporciona el útero. Porque, por supuesto, el bebé puede pensar que el útero significa protección. Y ahí es justamente donde se equivoca: porque si se queda allí se morirá.

Desde este punto de vista el acontecimiento ha ocurrido: el nuevo paso ha sido dado, y está siendo dado. Ya los nuevos hombres empiezan, diseminados aquí y allá, a poblar la tierra. Algunos, como he admitido, aún son apenas reconocibles, pero a otros puede reconocérseles. De vez en cuando nos encontramos con alguno. Sus voces y sus rostros mismos son diferentes de los nuestros: más fuertes, más tranquilos, más felices, más radiantes. Ellos parten del sitio al que nosotros hemos llegado.

Son, como digo, reconocibles, pero ha de saberse cómo buscarlos. No se parecerán mucho a la idea de las personas «religiosas» que nos hemos hecho a partir de nuestras lecturas. No llaman la atención sobre sí mismos. Tendemos a pensar que estamos siendo amables con ellos cuando en realidad son ellos los que están siendo amables con nosotros. Nos aman más de lo que nos aman otras personas, pero nos necesitan menos. (Debemos sobreponernos a la idea de ser necesitados: en algunas personas que «hacen el bien», especialmente las mujeres, ésta es la tentación más difícil de resistir). Generalmente parecerán tener mucho tiempo libre: os preguntaréis de dónde lo sacan. Cuando hayáis reconocido a una de esas personas reconoceréis a la siguiente con mayor facilidad. Y yo sospecho mucho (¿pero cómo iba a saberlo?) que entre ellas se reconocen inmediata e infaliblemente, por encima de cualquier barrera de color, sexo, clase, edad o incluso credo. En ese aspecto, determinarse a ser santo es como ingresar en una sociedad secreta. Para decirlo en términos vulgares, debe de ser muy divertido.

Pero no debéis imaginar que los nuevos hombres son, en el sentido ordinario, todos iguales. Mucho de lo que he estado diciendo en este último libro podría haceros suponer que eso sería así. Convertirse en un hombre nuevo significa perder lo que ahora llamamos «nosotros mismos». Debemos salir de nosotros y dirigirnos hacia Cristo. Su voluntad debe convertirse en la nuestra y debemos pensar Sus pensamientos, tener «la mente de Cristo», como dice la Biblia. Y si Cristo es uno, y si está destinado a estar «en nosotros», ¿no seremos todos iguales? Podría parecer que sí, pero de hecho no es así.

Es difícil en este caso presentar una buena ilustración porque, por supuesto, no hay otras dos cosas relacionadas entre sí como lo están el Creador con una de Sus criaturas. Pero intentaré ofreceros dos ilustraciones muy imperfectas que podrían daros una idea de la verdad. Imaginaos un montón de gente que siempre ha vivido en la oscuridad. Vosotros intentáis describirles lo que es la luz. Podríais decirles que si salen a la luz esa luz caerá sobre todos ellos y ellos la reflejarán y se harán lo que nosotros llamamos visibles. ¿No es acaso posible que imaginasen que, dado que todos estaban recibiendo la misma luz y todos reaccionaban a ella de la misma manera (es decir, todos la reflejaban), todos ellos se parecerían entre sí? Mientras que vosotros y yo sabemos que la luz, de hecho, hará resaltar, o mostrará, lo diferentes que son entre ellos. Pensemos ahora en una persona que no conoce la sal. Le dais una pizca para que la pruebe y él experimenta un sabor particular, fuerte e intenso. A continuación le decís que en vuestro país la gente utiliza la sal en todo lo que cocina. ¿No es posible que él replique: «En ese caso, todos vuestros platos tendrán exactamente el mismo sabor, porque el sabor de eso que acabas de darme es tan fuerte que matará el sabor de todo lo demás?». Pero vosotros y yo sabemos que el verdadero efecto de la sal es exactamente el contrario. Lejos de matar el sabor del huevo, de la carne o de la col, en realidad lo aumenta. Los alimentos no muestran su verdadero sabor hasta que no les habéis puesto sal. (Como ya os he dicho, este no es, por supuesto, un ejemplo muy bueno, ya que se puede, después de todo, matar el sabor de los alimentos si se les añade demasiada sal, mientras que no se puede matar el sabor de la personalidad humana añadiéndole «demasiado» Cristo. Estoy haciendo lo que puedo).

Lo que ocurre con Cristo y nosotros es algo parecido. Cuanto más nos liberemos de lo que llamamos «nosotros mismos» y le dejemos a Él encargarse de nosotros, más nos convertiremos verdaderamente en nosotros mismos. Hay tanto de Él que millones y millones de «otros Cristos», todos diferentes, serán aún demasiado pocos para expresarlo totalmente. Él los hizo a todos. Él inventó —como un autor inventa los personajes de su novela— todos los hombres diferentes que vosotros y yo estábamos destinados a ser. En ese sentido nuestros auténticos seres están todos esperándonos en Él. Es inútil intentar ser «nosotros mismos» sin Él. Cuanto más nos resistamos a Él e intentemos vivir por nuestra cuenta, más nos vemos dominados por nuestra herencia genética, nuestra educación, nuestro entorno y nuestros deseos naturales. De hecho, lo que tan orgullosamente llamamos «nosotros mismos» se convierte simplemente en el lugar de encuentro de cadenas de acontecimientos a los que jamás dimos comienzo y que no podemos detener. Lo que llamamos «nuestros deseos» se convierte simplemente en los deseos manifestados por nuestro organismo físico o instilados en nosotros por los pensamientos de otros hombres o incluso sugeridos por los demonios. Los huevos, el alcohol o un buen descanso nocturno serán el auténtico origen de lo que nos complacemos en considerar como nuestra propia decisión, altamente personal y discriminadora, de hacerle la corte a la chica que se sienta frente a nosotros en el vagón del tren. La propaganda será el verdadero origen de lo que tengamos como nuestros propios y originales ideales políticos. No somos, en nuestro estado natural, tan personales como nos gustaría creer: la mayor parte de lo que llamamos «nosotros» puede ser fácilmente explicable. Es cuando nos volvemos a Cristo, cuando nos entregamos a Su Personalidad, cuando empezamos a tener una auténtica personalidad propia.

Al principio dije que había Personalidades en Dios. Ahora voy a ir más lejos. No hay auténticas personalidades en ningún otro sitio. Hasta que no hayáis entregado vuestro ser a Cristo no tendréis un auténtico ser. La igualdad se encuentra sobre todo entre los hombres más «naturales», no en aquellos que se entregan a Cristo. ¡Cuán monótonamente iguales son los grandes conquistadores y tiranos; cuán gloriosamente diferentes son los santos!

Pero ha de haber una auténtica entrega del ser. Debéis rendirlo «ciegamente», por así decirlo. Cristo os dará ciertamente una auténtica personalidad: pero no debéis acudir a Él sólo por eso. Mientras que sea vuestra propia personalidad lo que os preocupa no estáis acudiendo a Él en absoluto. El primer paso es intentar olvidar el propio ser por completo. Vuestro auténtico nuevo ser (que es de Cristo, y también vuestro, y vuestro sólo porque es Suyo) no vendrá mientras lo estéis buscando. Vendrá cuando estéis buscando a Cristo. ¿Os parece esto extraño? El mismo principio rige para asuntos más cotidianos. Incluso en la vida social, nunca causaréis una buena impresión en los demás hasta que no dejéis de pensar en la buena impresión que estáis causando. Incluso en la literatura y el arte, ningún hombre que se preocupa por la originalidad será jamás original; mientras que si simplemente intenta decir la verdad (sin importarle cuántas veces esa verdad haya sido dicha antes), será, nueve veces de cada diez, original sin ni siquiera haberse dado cuenta. Y este principio aparece a lo largo de la vida en su totalidad. Entregad vuestro ser y encontraréis vuestro verdadero ser. Perded vuestra vida y la salvaréis. Someteos a la muerte, a la muerte de vuestras ambiciones y vuestros deseos favoritos de cada día, y a la muerte de vuestros cuerpos enteros al final: someteos con todas las fibras de vuestro ser, y encontraréis la vida eterna. No os guardéis nada. Nada que no hayáis entregado será auténticamente vuestro. Nada en vosotros que no haya muerto resucitará de entre los muertos. Buscaos a vosotros mismos y encontraréis a la larga sólo odio, soledad, desesperación, furia, ruina y decadencia. Pero buscad a Cristo y le encontraréis, y con Él todo lo demás.