Descubro que hay un gran número de personas que se han sentido molestas por lo que dije en el último capítulo acerca de las palabras de Nuestro Señor: «Sed perfectos». Algunos parecen pensar que esto significa «A menos que no seáis perfectos, no os ayudaré», y como no podemos ser perfectos, si eso es en verdad lo que Él quiso decir, nuestra posición es desesperada. Pero yo no creo que haya querido decir eso. Creo que quiso decir: «La única ayuda que yo os daré es para que os hagáis perfectos. Es posible que queráis algo menos, pero yo no os daré nada menos».
Dejadme que os lo explique. Cuando yo era niño a menudo me dolían las muelas, y sabía que si acudía a mi madre ella se daría algo que mitigase el dolor por aquella noche y permitiría que me durmiese. Pero yo no acudía a mi madre a menos que el dolor fuera demasiado intenso. Y la razón por la que no lo hacía es ésta. Yo no dudaba de que ella me daría la aspirina, pero sabía que también haría algo más. Sabía que a la mañana siguiente me llevaría al dentista. Yo no podía obtener de ella lo que quería sin obtener algo más, algo que no quería. Yo quería un alivio inmediato para el dolor, pero no podía obtenerlo sin que al mismo tiempo mis muelas fuesen curadas del todo. Y yo conocía a esos dentistas. Sabía que empezarían a hurgar en otras muelas diferentes que aún no habían empezado a dolerme. No dejarían en paz a los tigres dormidos; si se les daba una mano cogerían el brazo entero.
Pues bien, si se me permite ese símil, Nuestro Señor es como los dentistas. Si se le da una mano cogerá el brazo entero. Cientos de personas acuden a Él para que se les cure de un pecado en particular del cual se avergüenzan (como la masturbación o la cobardía física), o que está obviamente interfiriendo con la vida cotidiana (como el mal carácter o el alcoholismo). Pues bien, Él lo curará, por supuesto: pero no se quedará ahí. Es posible que eso fuera todo lo que vosotros pedíais, pero una vez que Le hayáis llamado, os dará el tratamiento completo.
Por eso parece advertir a la gente que «calculen el precio» antes de convertirse en cristianos. No os equivoquéis, viene a decir, si me dejáis, Yo os haré perfectos. En el momento en que os ponéis en Mis manos, es eso lo que debéis esperar. Nada menos, ni ninguna otra cosa, que eso. Poseéis el libre albedrío y, si queréis, podéis apartarme. Pero si no me apartáis, sabed que voy a terminar el trabajo. Sea cual sea el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrena, y por inconcebible que sea la purificación que os cueste después de la muerte, y me cueste lo que me cueste a Mí, no descansaré, ni os dejaré descansar, hasta que no seáis literalmente perfectos… hasta que Mi Padre pueda decir sin reservas que se complace en vosotros, como dijo que se complacía en Mí. Esto es lo que puedo hacer y lo que haré. Pero no haré nada menos.
Y sin embargo… este es el otro lado, igualmente importante, de esto: este Ayudante que no se sentirá satisfecho, a la larga, con nada menos que con la absoluta perfección, también se sentirá deleitado con el primer esfuerzo, por débil y torpe que sea, que hagáis mañana para cumplir con el deber más sencillo. Como señaló un gran escritor cristiano (George McDonald), todo padre se deleita con los primeros intentos que hace su bebé por caminar: ningún padre se sentiría satisfecho con nada menos que un caminar libre, firme y valiente en un hijo adulto. Del mismo modo, dijo: «Dios es fácil de agradar, pero difícil de satisfacer».
El resultado práctico es éste. Por un lado, no es necesario que la exigencia de perfección por parte de Dios os descorazone en lo más mínimo en vuestros actuales esfuerzos por ser buenos, o incluso en vuestros actuales fracasos. Cada vez que os caigáis Él os levantará de nuevo. Y Él sabe perfectamente bien que vuestros propios esfuerzos no os llevarán ni siquiera cerca de la perfección. Por otro lado, debéis daros cuenta desde el principio de que la meta hacia la cual Él está empezando a guiaros es la perfección absoluta, y que ningún poder en todo el universo, excepto vosotros mismos, puede impedirle que os haga alcanzarla. Esto es lo que debéis esperar. Y es muy importante que nos demos cuenta de esto. Si no lo hacemos, es muy probable que empecemos a apartarnos y a resistirnos después de un cierto punto. Yo creo que muchos de nosotros, cuando Cristo nos ha permitido superar uno o dos pecados que resultaban una auténtica molestia, nos sentimos inclinados a sentir (aunque no lo pongamos en palabras) que ahora ya somos lo bastante buenos. Él ha hecho todo lo que queríamos que hiciese, y le agradeceríamos que ahora nos dejara en paz. Y decimos: «Yo no esperaba convertirme en un santo. Lo único que quería era ser una buena persona». Y cuando decimos esto nos imaginamos que estamos siendo humildes.
Pero este es el error fatal. Por supuesto que no queríamos, y nunca pedimos, convertirnos en la clase de criatura en las que Él quiere convertirnos. Pero la cuestión no es lo que nosotros teníamos intención de ser, sino lo que Dios tenía intención de que fuéramos cuando nos creó. Él es el inventor; nosotros sólo somos las máquinas. Él es el pintor; nosotros sólo somos los cuadros. ¿Cómo vamos a saber lo que Él quiere que seamos? Porque Él ya nos ha convertido en algo muy diferente de lo que éramos. Hace muchos años, antes de que naciéramos, cuando estábamos dentro del vientre de nuestra madre, pasamos por varias etapas. En un momento nos parecimos de algún modo a vegetales, y en otro, a pescados; fue sólo más tarde cuando nos convertimos en bebés humanos. Y si hubiéramos estado conscientes en aquellas primeras etapas, me atrevo a decir que nos hubiésemos contentado con seguir siendo vegetales o pescados… que no hubiésemos querido convertirnos en humanos. Pero en todo momento Dios sabía cuál era Su plan para nosotros y estaba decidido a llevarlo a cabo. Algo parecido está ocurriendo ahora a un nivel más alto. Tal vez nos contentemos con seguir siendo «buenas personas», pero Él está decidido a llevar a cabo un plan muy diferente. Apartarse de ese plan no es humildad; es pereza y cobardía. Someterse a él no es vanidad o megalomanía: es obediencia.
He aquí otra manera de exponer los dos lados de la verdad. Por un lado, nunca debemos imaginar que podemos depender de nuestros propios esfuerzos para que nos lleven incluso a través de las próximas veinticuatro horas a salvo de algún grave pecado. Por otro, ningún grado posible de santidad o heroísmo que haya sido alcanzado por los grandes santos está más allá de lo que Dios está decidido a producir en cada uno de nosotros al final. El trabajo no será completado en esta vida: pero Él quiere llevarnos lo más lejos posible antes de la muerte.
Por tanto no debemos sorprendernos si nos esperan momentos duros. Cuando un hombre se vuelve hacia Cristo y le parece que le está yendo muy bien (en el sentido de que algunos de sus malos hábitos se han corregido), a menudo piensa que sería natural que las cosas salieran con cierta facilidad. Cuando se presentan problemas —enfermedades, dificultades económicas, nuevas tentaciones— se sienta defraudado. Estas cosas, piensa, podrían haber sido necesarias para despertarle y hacerle arrepentirse en sus antiguos días de maldad, ¿pero por qué ahora? Porque Dios le está forzando hacia adelante, o hacia arriba, a un nivel más alto, poniéndolo en situaciones en las que tendrá que ser mucho más valiente, o más generoso, de lo que jamás hubiera soñado antes. A nosotros todo eso nos parece innecesario, pero eso es porque aún no hemos tenido ni la más remota noción de la grandeza de lo que Él quiere hacer de nosotros.
Veo que aún tengo que pedir prestada otra parábola de George MacDonald. Imaginaos a vosotros mismos como una casa viva. Dios entra para reconstruir esa casa. Al principio es posible que comprendáis lo que está haciendo. Está arreglando los desagües, las goteras del techo, etcétera: vosotros sabíais que esos trabajos necesitaban hacerse y por lo tanto no os sentís sorprendidos. Pero al cabo de un tiempo Él empieza a tirar abajo las paredes de un modo que duele abominablemente y que parece no tener sentido. ¿Qué rayos se trae entre manos? La explicación es que Dios está construyendo una casa muy diferente de aquella que vosotros pensabais —poniendo un ala nueva aquí, un nuevo suelo allí, erigiendo torres, trazando jardines—. Vosotros pensasteis que os iban a convertir en un pequeño chalet sin grandes pretensiones: pero Él está construyendo un palacio. Tiene pensado venirse a vivir en él.
El mandamiento «Sed perfectos» no es una banalidad idealista. Tampoco es un mandamiento para hacer lo imposible. Dios va a convertirnos en criaturas que puedan obedecer ese mandamiento. En la Biblia, Dios dijo que éramos «dioses», y va a llevar a cabo Sus palabras. Si Le dejamos —porque podemos impedírselo si así lo deseamos— convertirá al más débil y sucio de nosotros en un dios o una diosa, en criaturas luminosas, radiantes, inmortales, latiendo en todo su ser con una energía, un gozo, un amor y una sabiduría tales que devuelvan a Dios la imagen perfecta (aunque, naturalmente, en una menor escala) de Su poder, deleite y bondad infinitos. El proceso será largo y en parte muy doloroso, pero eso es lo que nos espera. Nada menos. Él hablaba en serio.