En el último capítulo estábamos considerando la idea cristiana de «hacernos como Cristo», o «disfrazarnos primero de hijos de Dios» para poder finalmente convertirnos en Sus auténticos hijos. Lo que quiero dejar claro es que ésta no es una entre muchas tareas que un cristiano debe llevar a cabo, y que no se trata de una suerte de ejercicio especial para la clase superior. En eso consiste todo el cristianismo. El cristianismo no ofrece absolutamente nada más. Y quisiera señalar cómo difiere esto de las ideas comunes acerca de la «moralidad» o el «ser bueno».
La idea común que todos tenemos antes de convertirnos en cristianos es ésta. Tomamos como punto de partida nuestro yo ordinario con sus varios deseos e intereses. Luego admitimos que algo más —llámese «moralidad» o «comportamiento decente» o «el bien de la sociedad»— le hace reclamos a este yo: reclamos que interfieren con sus propios deseos. Lo que entendemos por «ser buenos» es someternos a esos reclamos. Algunas de las cosas que el yo ordinario quería hacer resultan ser lo que llamamos «malas»; pues bien, debemos renunciar a ellas. Otras cosas, que el yo no quería hacer, resultan ser lo que llamamos «buenas»; pues bien, tendremos que hacerlas. Pero en todo momento tenemos la esperanza de que cuando todas las exigencias han sido satisfechas, el pobre yo ordinario aún tendrá una oportunidad, y un poco de tiempo, de seguir con su vida y con lo que le gusta. De hecho, nos parecemos mucho a un hombre honrado que paga sus impuestos. Los paga, ciertamente, pero tiene la esperanza de que aún le quede un poco de dinero para vivir. Porque aún seguimos tomando nuestro yo ordinario como punto de partida.
Mientras pensemos de ese modo, se dará probablemente uno de los dos resultados siguientes. O renunciamos a intentar ser buenos, o somos realmente muy desgraciados. Porque, y no os equivoquéis, si realmente vais a intentar satisfacer todas las exigencias impuestas al yo natural, a éste no le quedará lo suficiente para seguir viviendo. Cuanto más obedezcáis a la conciencia, más os exigirá. Y vuestro yo natural, que de este modo se ve despojado, impedido y preocupado a cada recodo del camino, se pondrá más y más furioso. Al final, dejaréis de seguir intentando ser buenos, u os convertiréis en una de esas personas de las que se dice «viven para los demás», pero que siempre están insatisfechos y gruñendo, preguntándose por qué los demás no prestan atención a sus esfuerzos y haciéndose los mártires. Y cuando os hayáis convertido en eso, seréis un incordio mucho mayor para la gente que tiene que convivir con vosotros que si hubierais seguido siendo francamente egoístas.
El camino cristiano es diferente: más difícil, y más fácil. Cristo dice: «Dádmelo todo. Yo no quiero tanto de vuestro tiempo o tanto de vuestro dinero o tanto de vuestro trabajo: os quiero a vosotros. Yo no he venido a atormentar vuestro ser natural, sino a matarlo. Ninguna medida a medias me sirve. No quiero podar una rama aquí y una rama allí. Tengo que derribar el árbol entero. No quiero perforar el diente, o coronarlo, o taponarlo; quiero arrancarlo. Entregadme por entero vuestro ser natural, todos los deseos que creéis inocentes además de aquellos que creéis malos: lo quiero todo. Y a cambio os daré un nuevo yo. De hecho, me daré a Mí Mismo: mi propia voluntad se convertirá en la vuestra».
Mucho más difícil y más fácil de lo que estamos intentando hacer. Os habréis dado cuenta, espero, de que Cristo mismo describe a veces la vida cristiana como muy difícil y a veces como muy fácil. Dice: «Coge tu cruz». En otras palabras, es como dirigirse a que le maten a uno a palos en un campo de concentración. Y al momento siguiente dice: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». Y ambas cosas las dice de verdad. Y uno puede comprender por qué ambas cosas son verdad.
Los maestros os dirán que el más perezoso de la clase es aquel que trabaja más duramente al final. Y lo dicen de veras. Si a dos alumnos se les da, por ejemplo, una proposición en geometría para hacer, el que está dispuesto a tomarse el trabajo intentará comprenderla. El alumno perezoso intentará aprendérsela de memoria porque, por el momento, esto requiere menos esfuerzos. Pero seis meses más tarde, cuando ambos estén preparándose para el examen, el alumno perezoso tendrá que dedicar horas y horas de fatigoso trabajo a cosas que el otro alumno comprende, y positivamente disfruta, en unos pocos momentos. La pereza, a largo plazo, significa más trabajo. O consideradlo de esta manera. En una batalla, o en alpinismo, a menudo hay una cosa que requiere mucho valor, pero que es, a la larga, lo más seguro. Si os echáis atrás os encontraréis, horas más tarde, en un peligro mucho mayor. La actitud más cobarde es también la más peligrosa.
Y lo mismo ocurre aquí. Lo terrible, lo que resulta casi imposible, es entregar todo vuestro yo —todos vuestros deseos y precauciones— a Cristo. Pero es mucho más fácil que lo que todos estamos intentando hacer a cambio. Porque lo que estamos intentando hacer es seguir siendo lo que llamamos «nosotros mismos», mantener la felicidad personal como nuestra meta más preciada en la vida, y sin embargo, al mismo tiempo, ser «buenos». Todos estamos tratando de que nuestra mente y nuestro corazón sigan su camino —centrado en el dinero, o el placer o la ambición— con la esperanza, a pesar de esto, de comportarnos honesta, casta y humildemente. Y eso es exactamente lo que Cristo nos advirtió que no podíamos hacer. Como Él dijo, un cardo no puede producir higos. Si yo soy un campo que no contiene más que hierba no puedo producir trigo. Puede que segar la hierba la mantenga corta, pero seguiré produciendo hierba y no trigo. Si quiero producir trigo el cambio tiene que ir más allá de la superficie. Mi campo debe ser arado y vuelto a sembrar.
Por todo esto el auténtico problema de la vida cristiana aparece allí donde la gente no suele buscarlo. Aparece en el instante mismo en que os despertáis cada mañana. Todos vuestros deseos y esperanzas para el nuevo día se precipitan sobre vosotros como bestias salvajes. Y lo primero que ha de hacerse cada mañana consiste sencillamente en echarlos atrás: en escuchar aquella otra voz, adoptando aquel otro punto de vista, dejando que aquella otra vida más grande, más fuerte y más silenciosa fluya en vosotros. Y así todo el día. Apartándoos de todos vuestros remilgos y resquemores; protegiéndose del viento.
Al principio sólo podemos hacerlo por momentos. Pero a partir de esos momentos la nueva clase de vida se extenderá por nuestro organismo: porque ahora estamos dejando que Él actúe en nuestra parte apropiada. Es la diferencia entre la pintura, que meramente se extiende sobre la superficie, y una tintura o mancha que penetra la materia. Cristo nunca habló de superficialidades vagas e idealistas. Cuando dijo «Sed perfectos», hablaba en serio. Quería decir que debemos someternos al proceso completo. Es difícil, pero la clase de compromiso por el que todos penamos es más difícil aún…, de hecho, es imposible. Puede que para un huevo sea difícil convertirse en pájaro, pero será muchísimo más difícil para él aprender a volar mientras siga siendo un huevo. Por el momento todos somos como huevos. Y no podemos seguir siendo meros huevos comunes y decentes indefinidamente. Hemos de romper el cascarón o estropearnos.
¿Puedo volver a lo que dije antes? Esto es todo el cristianismo. No hay nada más. Es muy fácil confundirse acerca de eso. Es fácil pensar que la Iglesia tiene un montón de objetivos diferentes: la educación, la edificación, las misiones, la celebración de misas. Del mismo modo que es fácil pensar que el Estado tiene un montón de objetivos diferentes: militares, políticos, económicos, etcétera. Pero en cierto modo las cosas son mucho más sencillas. El Estado existe simplemente para promover y proteger la cotidiana felicidad de los seres humanos en esta vida. Un marido y su mujer charlando junto al fuego, dos amigos jugando a los dardos en un bar, un hombre leyendo un libro en su habitación o cavando en su jardín… es para esas cosas para las que existe el Estado. Y a menos que estén ayudando a aumentar y prolongar y proteger esos momentos, todas las leyes, ejércitos, Parlamentos, juzgados, policía, economía, etc., son sencillamente una pérdida de tiempo. Del mismo modo, la Iglesia no existe más que para atraer a los hombres a Cristo, para convertirlos en otros Cristos. Si no cumple este cometido, todas las catedrales, el sacerdocio, las misiones, los sermones, incluso la Biblia misma, son sencillamente una pérdida de tiempo. Dios se hizo hombre para ese único fin. Incluso es dudoso que el universo haya sido creado para otro fin que ése. La Biblia dice que el universo entero fue creado para Cristo y que todo ha de ser reunido en Él. No creo que ninguno de nosotros comprenda cómo va a suceder esto en lo que respecta al universo entero. No sabemos qué o quién (si acaso) vive en aquellas partes del universo que están a millones de kilómetros de esta Tierra. Incluso en esta Tierra no sabemos cómo esto se aplica a otras cosas que no sean los hombres. Después de todo, eso es lo que cabía esperar. Se nos ha enseñado el plan sólo en lo que nos concierne a nosotros mismos.
A veces me gusta imaginar que puedo vislumbrar cómo podría aplicarse a otras cosas. Creo que puedo ver cómo los animales más desarrollados se sienten en un sentido atraídos hacia la cualidad de humano cuando el hombre los estudia y los utiliza y los ama. Y si hubiera criaturas inteligentes en otros mundos tal vez hagan lo mismo con ellos. Podría ser que cuando las criaturas inteligentes entrasen en Cristo trajeran consigo, de ese modo, todas las demás cosas. Pero no lo sé: no es más que una conjetura.
Lo que se nos ha dicho es cómo nosotros, los hombres, podemos ser atraídos hacia Cristo. Cómo podemos convertirnos en parte de ese maravilloso regalo que el joven Príncipe del Universo quiere ofrecerle a Su Padre… ese regalo que es Él mismo y por lo tanto nosotros en Él. Esto es lo único para lo que hemos sido hechos. Y hay extraños, excitantes indicios en la Biblia de que, cuando hayamos sido atraídos, un gran número de otras cosas en la naturaleza empezarán a funcionar bien. La pesadilla habrá terminado, y llegará el amanecer.