7. Finjamos

¿Me permitís que una vez más empiece por presentaros dos imágenes, o mejor dicho, dos historias? Una de ellas es la historia que todos habéis leído y que se llama La bella y la bestia. La chica, como recordaréis, tenía, por alguna razón, que casarse con un monstruo. Y lo hizo. Lo besó como si fuera un hombre. Y entonces, para su gran alivio, el monstruo realmente se convirtió en un hombre y todo salió bien. La otra historia trata de alguien que tenía que llevar una máscara; una máscara que lo hacía parecer mucho más guapo de lo que realmente era. Tuvo que llevarla durante años. Y cuando se la quitó se dio cuenta de que su cara se había amoldado a ella. Ahora era guapo de verdad. Lo que había empezado como un disfraz había terminado como una realidad. Creo que estas dos historias pueden (con cierta fantasía, por supuesto) ayudar a ilustrar lo que tengo que decir en este capítulo. Hasta ahora he estado intentando describir hechos: lo que Dios es y lo que ha realizado. Ahora quiero hablar de la práctica. ¿Qué hacemos a continuación? ¿Qué importancia tiene toda esta teología? Esta noche puedo empezar a atribuirle una importancia. Si estáis lo suficientemente interesados como para haber leído hasta aquí seguramente también estaréis lo bastante interesados como para intentar rezar vuestras oraciones, y recéis la oración que recéis, probablemente rezaréis el Padre Nuestro.

Sus primerísimas palabras son Padre Nuestro. ¿Veis ahora lo que esas palabras significan? Significan, con toda franqueza, que os estáis poniendo en el lugar de un hijo de Dios. Para decirlo abruptamente, estáis disfrazándoos de Cristo. Estáis fingiendo, si lo preferís. Porque, naturalmente, en el momento en que os dais cuenta de lo que esas palabras significan, os dais cuenta de que no sois hijos de Dios. No sois como el Hijo de Dios, cuya voluntad e intereses son los mismos que los del Padre; sois un manojo de miedos, esperanzas, avaricia, celos y vanidad egoístas, destinados a la muerte. De manera que, en cierto modo, este disfrazarse de Cristo es un acto de hipocresía insultante. Pero lo extraño es que Él nos ha ordenado que lo hiciéramos.

¿Por qué? ¿De qué sirve fingir que somos lo que no somos? Pues bien, incluso en el nivel humano hay dos clases de fingimiento. Está la clase mala, en la que el fingimiento está ahí en vez de la cosa auténtica: como cuando un hombre finge que va a ayudaros en vez de ayudaros realmente. Pero también está la clase buena, en la que el fingimiento conduce a la cosa real. Cuando no os sentís particularmente amistosos pero sabéis que deberíais sentiros, a menudo lo mejor que podéis hacer es poner cara de buenos amigos y comportaros como si en realidad fuerais una mejor persona de lo que realmente sois. Y en pocos minutos, como todos hemos podido darnos cuenta, realmente os sentiréis más amistosos de lo que os sentíais. A menudo, la única manera de adquirir una cualidad en realidad es empezar a comportarnos como si ya la tuviéramos. Por eso los juegos de niños son tan importantes. Ellos siempre están fingiendo ser adultos: juegan a los soldados, o juegan a las tiendas. Pero en todo momento están endureciendo sus músculos y agudizando sus sentidos, para que la ficción de ser adultos les ayude a crecer de verdad.

Pues bien; en el momento en que os dais cuenta de que estáis fingiendo ser Cristo, es sumamente probable que instantáneamente veáis una manera en que el fingimiento pudiera tener menos de fingimiento y más de realidad. Encontraréis que en vuestras mentes tienen lugar varias cosas que no tendrían lugar si verdaderamente fuerais hijos de Dios. Pues bien, detenedlas. O tal vez os deis cuenta de que, en vez de estar rezando vuestras oraciones, deberíais estar abajo escribiendo una carta, o ayudando a vuestra mujer a fregar los platos. Pues bien, hacedlo.

Ya veis lo que está ocurriendo. El Cristo en Persona, el Hijo de Dios que es hombre (igual que vosotros), y Dios (igual que Su Padre) está realmente a vuestro lado y está ya desde ese momento ayudándoos a transformar vuestro fingimiento en realidad. Ésta no es meramente una manera elaborada de decir que vuestra conciencia os está diciendo lo que debéis hacer. Si interrogáis a vuestra conciencia, sencillamente, obtenéis un resultado. Si recordáis que os estáis disfrazando de Cristo, obtenéis otro. Hay muchas cosas que vuestra conciencia podría no llamar definitivamente malas (especialmente las cosas en vuestra mente), pero que reconoceréis de inmediato que no podéis seguir haciendo si intentáis seriamente ser como Cristo. Puesto que ya no estáis pensando simplemente en lo bueno y en lo malo: estáis intentando adquirir la buena infección de una Persona. Esto se parece más a pintar un retrato que a obedecer una serie de reglas. Y lo extraño es que mientras que por un lado es mucho más difícil que pintar un cuadro, por otro es mucho más fácil.

El auténtico Hijo de Dios está junto a vosotros. Está empezando a transformaros en Él Mismo. Está empezando, por así decirlo, a «inyectar» Su clase de vida y pensamiento, Su Zoe, en vosotros: está empezando a convertir el soldado de plomo en un hombre vivo. La parte de vosotros a la que esto no le gusta es la parte que sigue siendo de plomo.

Algunos de vosotros podréis pensar que esto se parece muy poco a vuestra propia experiencia. Tal vez digáis: «Yo nunca he tenido la sensación de ser ayudado por un Cristo invisible, pero a menudo he sido ayudado por otros seres humanos». Esto se parece bastante a aquella mujer que durante la Primera Guerra dijo que si hubiera escasez de pan esto no le afectaría demasiado porque en su casa siempre se comían tostadas. Si no hay pan, no habrá tostadas. Si no hubiera ayuda de Cristo no habría ayuda por parte de otros seres humanos. Cristo actúa en nosotros de muchas maneras, no sólo a través de lo que nosotros llamamos nuestra «vida religiosa». Actúa a través de la naturaleza, de nuestros propios cuerpos, de los libros, a veces a través de experiencias que parecen, en su momento, anti-cristianas. Cuando un joven que ha estado asistiendo a misa de manera rutinaria, sinceramente se da cuenta de que no cree en el cristianismo y deja de hacerlo —siempre que lo haga en nombre de la honestidad y no sólo por enojar a sus padres— el espíritu de Cristo está probablemente más cerca de él de lo que nunca estuvo antes. Pero, sobre todo, Cristo actúa en nosotros a través de los demás.

Los hombres son espejos, o «portadores» de Cristo para los demás hombres. A veces portadores inconscientes. Esta «buena infección» puede ser portada por aquellos que no la tienen en sí mismos. Personas que no eran cristianas me ayudaron a mí a llegar al cristianismo. Pero normalmente son aquellos que Le conocen los que Le llevan a otros. Por eso la Iglesia, el cuerpo entero de cristianos enseñándose a Cristo unos a otros es tan importante. Podríais decir que cuando dos cristianos están siguiendo a Cristo juntos no hay dos veces más cristianismo que cuando no están juntos, sino dieciséis veces más.

Pero no olvidéis esto. Al principio es natural que un bebé tome la leche de su madre sin conocer a su madre. Es igualmente natural para nosotros ver al hombre que nos está ayudando sin ver a Cristo detrás de él. Pero no debemos permanecer como bebés. Debemos progresar hasta conocer al auténtico Dador. Es una locura no hacerlo. Porque, si no lo hacemos, estaremos dependiendo de los seres humanos. Y eso va a decepcionarnos. Los mejores de entre ellos cometerán errores; todos van a morir. Debemos estar agradecidos a todos aquellos que nos han ayudado; debemos honrarlos y amarlos. Pero jamás, jamás pongáis toda vuestra fe en ningún ser humano: aunque sea el mejor y más sabio del mundo entero. Hay muchas cosas bonitas que se pueden hacer con arena, pero no intentéis construir una casa sobre ella.

Y ahora empezamos a ver qué es aquello sobre lo que siempre está hablando el Nuevo Testamento. Habla de los cristianos como «nacidos de nuevo»; habla de ellos como «haciéndose en Cristo»; sobre Cristo «formándose en nosotros»; sobre nuestro alcanzar a «tener la mente de Cristo».

Sacaos de la cabeza la idea de que éstas son sólo maneras rebuscadas de decir que los cristianos han de leer lo que dijo Cristo y luego intentar llevarlo a cabo, del mismo modo que un hombre puede intentar leer lo que Marx o Platón dijeron y luego intentar ponerlo en práctica. Significan algo mucho más importante que eso. Significan que una auténtica Persona, Cristo, aquí y ahora, en esa misma habitación donde estáis rezando, está haciéndoos cambiar. No se trata de un hombre bueno que murió hace dos mil años. Se trata de un Hombre vivo tan hombre como vosotros, y aún tan Dios como lo fue cuando creó el mundo, que realmente aparece y entra en contacto con vuestro ser más íntimo, mata el viejo yo natural en vosotros y lo sustituye por la clase de Yo que Él tiene. Al principio, sólo por momentos. Luego, durante períodos más largos. Finalmente, si todo va bien, os transforma permanentemente en alguien diferente; en un nuevo pequeño Cristo, en un ser que, a su humilde manera, tiene la misma vida que Dios, que comparte Su poder, Su gozo, Su conocimiento y Su eternidad. Y enseguida hacemos dos descubrimientos más.

1) Empezamos a darnos cuenta, además, de nuestros actos pecaminosos particulares, de nuestro estado de pecado; empezamos a alarmarnos no sólo por lo que hacemos sino también por lo que somos. Puede que esto os parezca algo difícil, así que intentaré aclarároslo basándome en mi propio caso. Cuando rezo mis plegarias nocturnas e intento hacer un recuento de los pecados del día, nueve veces de cada diez se trata de algún pecado contra la caridad; me he enfurruñado o he contestado bruscamente o me he burlado o he despreciado a alguien o he dado rienda suelta a mi ira. Y la excusa que inmediatamente surge en mi mente es que la provocación fue tan súbita e inesperada que me cogieron de sorpresa, que no tuve tiempo de controlarme. Es posible que esa sea una circunstancia atenuante en lo que respecta a esos actos en particular; evidentemente habrían sido peores si hubiesen sido premeditados o deliberados. Por otra parte, no cabe duda de que lo que un hombre hace cuando le cogen por sorpresa es la mejor evidencia de lo que ese hombre es. Está claro que lo que surge espontáneamente, antes de que el hombre tenga tiempo de ponerse un disfraz, es la verdad. Si hay ratas en el desván es más probable que las veáis si entráis allí de repente. Pero ese «de repente» no crea a las ratas; sólo les impide esconderse. Del mismo modo, lo intempestivo de la provocación no me convierte en un hombre de mal carácter; sólo demuestra el mal carácter que tengo. Las ratas siempre están allí en el desván; pero si entráis dando gritos se habrán puesto a cubierto antes de que hayáis encendido la luz. Aparentemente, las ratas de la vindicación y el resentimiento siempre están allí, en el desván de mi alma. Y ese desván está fuera del alcance de mi voluntad consciente. Puedo, hasta cierto punto, controlar mis actos, pero no tengo un control directo sobre mi temperamento. Y si (como dije antes) lo que somos importa aún más que lo que hacemos —si, ciertamente, lo que hacemos importa principalmente como evidencia de lo que somos— entonces se sigue que el cambio que más necesito llevar a cabo es un cambio que mis propios esfuerzos directos y voluntarios no pueden realizar. Y esto puede aplicarse también a mis buenas acciones. ¿Cuántas de ellas fueron hechas por el motivo correcto? ¿Cuántas por miedo a la opinión pública, o por un deseo de ostentación?

¿Cuántas por una suerte de obstinación o de sentido de superioridad que, en circunstancias diferentes, podrían haber conducido igualmente a una mala acción? Pero yo no puedo, a través de un esfuerzo moral directo, proporcionarme a mí mismo nuevos motivos. Después de los primeros pasos en la vida cristiana nos damos cuenta de que aquello que verdaderamente necesita hacerse en nuestras almas sólo puede ser hecho por Dios. Y esto nos lleva a algo que hasta ahora ha dado pie a malos entendidos en mi idioma.

2) Yo he estado hablando como si fuésemos nosotros los que lo hiciéramos todo. En realidad, por supuesto, es Dios quien lo hace todo. Nosotros, como mucho, permitimos que se nos haga. En cierto sentido podría decirse que es Dios quien lleva a cabo el fingimiento. El Dios Tripersonal, por así decirlo, ve de hecho ante Sí un animal humano egoísta, avaricioso, gruñón y rebelde. Pero Él dice: «Finjamos que esta no es una mera criatura, sino nuestro Hijo. Es como Cristo en cuanto que es un Hombre, puesto que Él se hizo Hombre. Finjamos que también es como Cristo en espíritu. Tratémoslo como si fuera lo que en realidad no es. Finjamos, para hacer que esa ficción se convierta en realidad». Dios os mira como si fueseis pequeños Cristos: Cristo se pone a vuestro lado para convertiros en Él. Me atrevo a decir que esta idea de un divino fingimiento parece algo extraña al principio. Pero ¿es en realidad tan extraña? ¿No es así como lo más alto siempre hace ascender a lo más bajo? Una madre le enseña a hablar a su hijo hablándole como si la entendiera mucho antes de que éste lo haga en realidad. Tratamos a nuestro perro como si fuera «casi humano»; es por eso que al final éstos se vuelven «casi humanos».