Quiero empezar diciendo algo a lo que me gustaría que todos prestaseis especial atención. Y es esto. Si este capítulo no significa nada para vosotros, si parece estar intentando responder a preguntas que jamás habéis hecho, pasadlo por alto. No lo leáis en absoluto. Hay ciertas cosas en el cristianismo que pueden ser comprendidas desde fuera, antes de que os hayáis convertido al cristianismo. Pero hay muchísimas otras que no pueden ser comprendidas hasta que no hayáis recorrido una cierta distancia por el camino cristiano. Estas cosas son puramente prácticas, aunque no lo parecen. Son instrucciones para tratar con diferentes encrucijadas y obstáculos a lo largo del viaje, y no tienen sentido hasta que el hombre no ha llegado a esos lugares. Cada vez que encontréis en escritos cristianos una afirmación que no comprendáis, no os preocupéis. Dejadla. Llegará un día, tal vez años más tarde, en que súbitamente os daréis cuenta de lo que significa. Si uno pudiese comprenderla ahora, sólo podría perjudicarle.
Naturalmente, todo esto habla en contra de mí al igual que de los demás. Puede que lo que voy a intentar explicar en este capítulo esté más allá de mis posibilidades. Tal vez crea que ya he llegado allí aunque no sea así. Sólo puedo pedirles a los cristianos instruidos que estén muy atentos, y me digan cuándo me equivoco; y a otros, que se tomen lo que diga con cierta dosis de ligereza: como algo que les es ofrecido, porque podría servirles de ayuda, y no porque yo esté seguro de tener razón.
Estoy intentando hablar de la fe en el segundo sentido, el sentido más alto. La semana pasada dije que la cuestión de la fe en este sentido surge después de que un hombre ha hecho lo posible por practicar las virtudes cristianas, y ha descubierto su fracaso, y ha visto que incluso si pudiera ponerlas en práctica sólo le estaría devolviendo a Dios lo que ya es de Dios. En otras palabras, descubre su insolvencia. Pues bien; una vez más, lo que a Dios le importa no son exactamente nuestras acciones. Lo que le importa es que seamos criaturas de una cierta calidad —la clase de criaturas que Él quiso que fuéramos—, criaturas relacionadas con Él de una cierta manera. No añado «y relacionadas entre ellas de una cierta manera», porque eso ya está incluido: si estáis a bien con Él inevitablemente estaréis a bien con todas las demás criaturas, del mismo modo que si todos los rayos de una rueda encajan correctamente en el centro y en el aro estarán inevitablemente en la posición correcta unos con respecto de otros. Y mientras un hombre piense en Dios como en un examinador que le ha puesto una especie de examen, o como la parte contraria en una especie de pacto —mientras esté pensando en reclamaciones y contrarreclamaciones entre él y Dios— aún no está en la relación adecuada con Él. No ha comprendido lo que él es o lo que Dios es. Y no puede entrar en la relación adecuada con Dios hasta que no haya descubierto el hecho de nuestra insolvencia.
Cuando digo «descubierto» realmente quiero decir descubierto: no simplemente repetido como un loro. Naturalmente, todo niño, si recibe una cierta clase de educación religiosa, pronto aprenderá a decir que no tenemos nada que ofrecerle a Dios que no sea ya Suyo, y que ni siquiera le ofrecemos eso sin guardarnos algo para nosotros. Pero estoy hablando de descubrir esto realmente: descubrir por experiencia que esto es verdad.
Ahora bien: no podemos, en ese sentido, descubrir nuestro fracaso en guardar la ley de Dios, salvo haciendo todo lo posible por guardarla y después fracasando. A menos que realmente lo intentemos, digamos lo que digamos, en lo más recóndito de nuestra mente siempre estará la idea de que si la próxima vez lo intentamos con mayor empeño conseguiremos ser completamente buenos. Así, en un sentido, el camino de vuelta hacia Dios es un camino de esfuerzo moral, de intentarlo cada vez con más empeño. Pero en otro sentido, no es el esfuerzo lo que nos va a llevar de vuelta a casa. Todo este esfuerzo nos lleva a ese momento vital en el que nos volvemos a Dios y le decimos: «Tú debes hacerlo. Yo no puedo». No empecéis, os lo imploro, a preguntaros: «¿He llegado yo a ese momento?». No os sentéis a contemplar vuestra mente para ver si va haciendo progresos. Eso le desvía mucho a uno. Cuando ocurren las cosas más importantes de nuestra vida, a menudo no sabemos, en ese momento, lo que está sucediendo. Un hombre no se dice a menudo: «¡Vaya! Estoy madurando». Muchas veces es sólo cuando mira hacia atrás cuando se da cuenta de lo que ha ocurrido y lo reconoce como lo que la gente llama «madurar». Esto puede verse incluso en las cosas sencillas. Un hombre que empieza a observar ansiosamente si se va a dormir o no es muy probable que permanezca despierto. Del mismo modo, aquello de lo que estoy hablando ahora puede no ocurrirle a todos como un súbito relámpago —como le ocurrió a San Pablo o a Bunyan—: tal vez sea tan gradual que nadie pueda señalar una hora en particular o incluso un año en particular. Y lo que importa es la naturaleza del cambio en sí, no cómo nos encontramos mientras está ocurriendo. Es el cambio de sentirnos confiados en nuestros propios esfuerzos al estado en que desesperamos de hacer nada por nosotros mismos y se lo dejamos a Dios.
Sé que las palabras «dejárselo a Dios» pueden ser mal interpretadas, pero por el momento deben quedar ahí. El sentido en el que un cristiano se lo deja a Dios es que pone toda su confianza en Cristo; confía en que Cristo de alguna manera compartirá con él la perfecta obediencia humana que llevó a cabo desde Su nacimiento hasta Su crucifixión: que Cristo hará a ese hombre más parecido a Él y que, en cierto sentido, hará buenas sus deficiencias. En el lenguaje cristiano, compartirá Su «filiación» con nosotros; nos convertirá, como Él, en Hijos de Dios. En el Libro IV intentaré analizar un poco más el significado de estas palabras. Si preferís verlo de este modo, Cristo nos ofrece algo por nada. Incluso nos lo ofrece todo por nada. En cierto modo, toda la vida cristiana consiste en aceptar este asombroso ofrecimiento. Pero la dificultad está en alcanzar el punto en el que reconocemos que todo lo que hemos hecho y podemos hacer es nada. Lo que nos habría gustado es que Dios hubiera tenido en cuenta nuestros puntos a favor y hubiese ignorado nuestros puntos en contra. Una vez más, en cierto modo, puede decirse que ninguna tentación es superada hasta que no dejamos de intentar superarla… hasta que no tiramos la toalla. Pero, claro, no podríamos «dejar de intentarlo» del modo adecuado y por la razón adecuada hasta que no lo hubiéramos intentado con todas nuestras fuerzas. Y, en otro sentido aún, dejarlo todo en manos de Cristo no significa, naturalmente, que dejemos de intentarlo. Confiar en Él quiere decir, por supuesto, intentar hacer todo lo que Él dice. No tendría sentido decir que confiamos en una persona si no vamos a seguir su consejo. Así, si verdaderamente os habéis puesto en Sus manos, de esto debe seguirse que estáis tratando de obedecerle. Pero lo estáis haciendo de una manera nueva, de una manera menos preocupada. No haciendo estas cosas para ser salvados, sino porque Él ya ha empezado a salvaros. No con la esperanza de llegar al Cielo como recompensa de vuestras acciones, sino inevitablemente queriendo comportaros de una cierta manera porque una cierta visión del Cielo ya está dentro de vosotros.
Los cristianos a menudo han discutido sobre si lo que conduce al cristiano de vuelta a casa son las buenas acciones o la fe en Cristo. En realidad yo no tengo derecho a hablar de una cuestión tan difícil, pero a mí me parece algo así como preguntar cuál de las dos cuchillas de una tijera es la más útil. Un serio esfuerzo moral es lo único que os llevará al punto en el que tiréis la toalla. La fe en Cristo es lo único que en ese punto os salvará de la desesperación: y de esa fe en Él deben venir inevitablemente las buenas acciones. Hay dos parodias de la verdad de las que diferentes grupos de cristianos han sido, en el pasado, acusados de creer por otros cristianos: tal vez nos ayuden a ver más claramente la verdad. Uno de los grupos fue acusado de decir: «Las buenas acciones son lo único que importa. La mejor de las buenas acciones es la caridad. La mejor clase de caridad es dar dinero. La mejor cosa a la que dar dinero es la Iglesia. De modo que dadnos 10.000 libras y nosotros os ayudaremos». La respuesta a esta insensatez, por supuesto, sería que las buenas acciones hechas por ese motivo, hechas con la idea de que el Cielo puede comprarse, no serían buenas acciones en absoluto, sino sólo especulaciones comerciales. Al otro grupo se le acusó de decir: «La fe es lo único que importa. En consecuencia, si tenéis fe, no importa lo que hagáis. Pecad sin tasa, amigos míos, y pasadlo bien, y Cristo se ocupará de que al final eso no importe». La respuesta a esta insensatez es que, si lo que llamáis vuestra «fe» en Cristo no implica prestar la menor atención a lo que Él dice, entonces no es fe en absoluto… no es fe ni confianza en Él, sino sólo aceptación intelectual de alguna teoría acerca de Él.
La Biblia parece dar por zanjado el asunto cuando pone ambas cosas juntas en una misma frase. La primera mitad de esa frase es: «Trabajad en vuestra propia salvación con temor y estremecimiento», lo que hace pensar que todo depende de nosotros y de nuestras buenas acciones. Pero la segunda mitad dice: «Porque es Dios quien trabaja en vosotros», lo que hace pensar que Dios lo hace todo y nosotros nada. Me temo que esa es la clase de cosa con la que nos encontramos en el cristianismo. Estoy intrigado, pero no sorprendido. Porque ahora estamos intentando comprender, y separar en compartimentos estancos, exactamente lo que hace Dios y lo que hace el hombre cuando Dios y el hombre trabajan juntos. Y, naturalmente, empezamos por pensar que es como dos hombres que trabajan juntos, de modo que se podría decir: «Él hizo esto, y yo hice aquello». Pero esta manera de pensar hace agua. Dios no es así. Él está dentro de vosotros además de fuera; incluso si pudiéramos comprender quién hace qué, no creo que el lenguaje humano pudiera expresarlo adecuadamente. En un intento de expresarlo, diferentes Iglesias dicen cosas diferentes. Pero encontraréis que incluso aquellos que insisten con más vehemencia en la importancia de las buenas acciones os dicen que necesitáis fe; e incluso aquellos que insisten con más vehemencia en la fe os dicen que hagáis buenas acciones. En todo caso yo no voy a pasar de aquí.
Creo que todos los cristianos estarán de acuerdo conmigo si digo que a pesar de que el cristianismo parece en un principio tratar sólo de moralidad, sólo de reglas y deberes y culpa y virtud, nos conduce más allá de todo eso hasta algo que lo trasciende. Uno tiene una visión de un país en el que no se habla de esas cosas, salvo tal vez en broma. Todos los que allí habitan están llenos de lo que llamamos bondad del mismo modo que un espejo está lleno de luz. Pero ellos no lo llaman bondad. No lo llaman nada. Ni siquiera piensan en ello. Están demasiado ocupados mirando la fuente de la que ello mana. Pero esto se acerca al punto en que el camino pasa más allá de los confines de nuestro mundo. No hay nadie cuyos ojos puedan ver mucho más allá de eso. Pero los ojos de mucha gente pueden ver más lejos que los míos.