Hoy llegamos a esa parte de la moral cristiana que difiere mucho más rotundamente de todas las demás. Hay un vicio del que ningún hombre del mundo está libre, que todos los hombres detestan cuando lo ven en los demás y del que apenas nadie, salvo los cristianos, imagina ser culpable. He oído a muchos admitir que tienen mal carácter, o que no pueden abstenerse de las mujeres, o de la bebida, o incluso que son cobardes. No creo haber oído a nadie que no fuera cristiano acusarse de este otro vicio. Y al mismo tiempo, pocas veces he conocido a alguien que no fuera cristiano que demostrase la más mínima compasión con este vicio en otras personas. No hay defecto que haga a un hombre más impopular, y ninguno del que seamos más inconscientes en nosotros mismos. Y cuanto más lo tenemos en nosotros mismos más nos disgusta en los demás.
El vicio al que me refiero es el orgullo o la vanidad, y la virtud que se le opone es, en la moral cristiana, la humildad. Tal vez recordéis, cuando hablaba de moral sexual, que os advertí que el centro de la moral cristiana no residía allí. Pues bien, ahora hemos llegado a ese centro. Según los maestros cristianos, el vicio esencial, el mal más terrible, es el orgullo.
La falta de castidad, la ira, la codicia, la ebriedad y cosas tales son meros pecadillos en comparación. Fue a través del orgullo como el demonio se convirtió en demonio: el orgullo conduce a todos los demás vicios: es el estado mental completamente anti-Dios.
¿Os parece esto exagerado? Si es así, pensadlo un poco. He señalado hace un momento que cuanto más orgullo tenía uno más aborrecía el orgullo en los demás. De hecho, si queréis averiguar lo orgullosos que sois lo más fácil es preguntaros: «¿Hasta qué punto me disgusta que otros me desprecien, o se nieguen a fijarse en mí, o se entrometan en mi vida, o me traten con paternalismo, o se den aires?». El hecho es que el orgullo de cada persona está en competencia con el orgullo de todos los demás. Es porque yo quería ser el alma de la fiesta por lo que me molestó tanto que alguien más lo fuera. Dos de la misma especie nunca están de acuerdo. Lo que es necesario aclarar es que el orgullo es esencialmente competitivo —es competitivo por su naturaleza misma—, mientras que los demás vicios son competitivos sólo, por así decirlo, por accidente. El orgullo no deriva de ningún placer de poseer algo, sino sólo de poseer algo más de eso que el vecino. Decimos que la gente está orgullosa de ser rica, o inteligente, o guapa, pero no es así. Están orgullosos de ser más ricos, más inteligentes o más guapos que los demás. Si todos los demás se hicieran igualmente ricos, o inteligentes o guapos, no habría nada de lo que estar orgulloso. Es la comparación lo que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por encima de los demás. Una vez que el elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece. Por eso digo que el orgullo es esencialmente competitivo de un modo en que los demás vicios no lo son. El impulso sexual puede empujar a dos hombres a competir si ambos desean a la misma mujer. Pero un hombre orgulloso os quitará la mujer, no porque la desee, sino para demostrarse a sí mismo que es mejor que vosotros. La codicia puede empujar a dos hombres a competir si no hay bastante de lo que sea para los dos, pero el hombre orgulloso, incluso cuando ya tiene más de lo que necesita, intentará obtener aún más para afirmar su poder. Casi todos los males del mundo que la gente atribuye a la codicia o al egoísmo son, en mucha mayor medida, el resultado del orgullo.
Tomemos el dinero. La codicia hará sin duda que un hombre desee el dinero, para tener una casa mejor, mejores vacaciones, mejores cosas que comer y beber. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué es lo que hace que un hombre que gane 10.000 libras al año ansíe ganar 20.000 libras? No es la ambición de mayor placer. 10.000 libras le darán todos los lujos que un hombre puede realmente disfrutar. Es el orgullo… el deseo de ser más rico que algún otro hombre rico, y (aún más) el deseo de poder. Puesto que, naturalmente, el poder es lo que el orgullo disfruta realmente: no hay nada que haga que un hombre se sienta superior a los demás como ser capaz de manipularlos como soldados de juguete. ¿Qué hace que una muchacha bonita reparta miseria allí donde vaya coleccionando admiradores? Ciertamente no su instinto sexual: esa clase de muchacha suele ser sexualmente frígida. Es el orgullo. ¿Qué es lo que hace que un líder político o una nación entera sigan pidiendo más y más, exigiendo más y más? Otra vez el orgullo. El orgullo es competitivo por su naturaleza misma: por eso cada vez demanda más y más poder. Si yo soy orgulloso, mientras haya otro hombre en el mundo que sea más poderoso, más rico o más inteligente que yo, ese hombre será mi rival y mi enemigo.
Los cristianos tienen razón: es el orgullo el mayor causante de la desgracia en todos los países y en todas las familias desde el principio del mundo. Otros vicios pueden a veces acercar a las personas: es posible encontrar camaradería y buen talante entre borrachos o entre personas que no son castas. Pero el orgullo siempre significa la enemistad: es la enemistad. Y no sólo la enemistad entre hombre y hombre, sino también la enemistad entre el hombre y Dios.
En Dios nos encontramos con algo que es en todos los aspectos inconmesurablemente superior a nosotros. A menos que reconozcamos esto —y, por lo tanto, que nos reconozcamos como nada en comparación— no conocemos a Dios en absoluto. Un hombre orgulloso siempre desprecia todo lo que considera por debajo de él, y, naturalmente, mientras se desprecia lo que se considera por debajo de uno, no es posible apreciar lo que está por encima.
Eso nos plantea una terrible pregunta. ¿Cómo es posible que personas que evidentemente están devoradas por el orgullo puedan decir que creen en Dios y aparecer ante sí mismas como muy religiosas? Me temo que significa que están venerando a un Dios imaginario. En teoría admiten no ser nada en presencia de ese fantasma que es Dios, pero en realidad están imaginando en todo momento que Él los aprueba y los considera mucho mejores que el resto de la gente corriente; es decir, pagan un insignificante tributo de imaginaria humildad a Dios y sacan de ello una ingente cantidad de orgullo con respecto a sus congéneres. Supongo que Cristo pensaba en personas así cuando dijo que algunos predicarían acerca de Él y arrojarían demonios en Su nombre, sólo para escuchar de Sus labios, al final de los tiempos, que Él jamás los había conocido. Y cualquiera de nosotros puede caer en cualquier momento en esta trampa mortal. Afortunadamente, tenemos una prueba. Cada vez que pensemos que nuestra vida religiosa nos está haciendo sentir que somos buenos —y sobre todo que somos mejores que los demás— creo que podemos estar seguros de que es el diablo, y no Dios, quien está obrando en nosotros. La auténtica prueba de que estamos en presencia de Dios es que, o nos olvidamos por completo de nosotros mismos, o nos vemos como objetos pequeños y despreciables. Y es mejor olvidarnos por completo de nosotros mismos.
Es terrible que el peor de todos los vicios pueda infiltrarse en el centro mismo de nuestra vida religiosa. Pero podemos comprender por qué. Los otros, y menos malos, vicios, vienen de que el demonio actúa en nosotros a través de nuestra naturaleza animal. Pero éste no viene a través de nuestra naturaleza animal en absoluto. Éste viene directamente del infierno. Es puramente espiritual, y en consecuencia, es mucho más mortífero y sutil. Por la misma razón, el orgullo puede ser a menudo utilizado para combatir los vicios menores. Los maestros, de hecho, a menudo acuden al orgullo de los alumnos, o, como ellos lo llaman, a la estimación que sienten por sí mismos, para impulsarles a comportarse correctamente: más de un hombre ha superado la cobardía, la lujuria o el mal carácter aprendiendo a pensar que estas cosas no son dignas de él… es decir, por orgullo. El demonio se ríe. Le importa muy poco ver cómo os hacéis castos y valientes y dueños de vuestros impulsos siempre que, en todo momento, él esté infligiendo en vosotros la dictadura del orgullo… del mismo modo que no le importaría que se os curasen los sabañones si se le permitiera a cambio infligiros un cáncer. Porque el orgullo es un cáncer espiritual, devora la posibilidad misma del amor, de la satisfacción, o incluso del sentido común.
Antes de abandonar este tema quiero advertiros de algunos posibles malentendidos:
1) El placer ante el elogio no es orgullo. El niño al que se felicita por haberse aprendido bien su lección, la mujer cuya belleza es alabada por su amante, el alma redimida a la que Cristo dice «Bien hecho», se sienten complacidos, y así debería ser. Porque aquí el placer reside no en lo que somos, sino en el hecho de que hemos complacido a alguien a quien queríamos (y con razón) complacer. El problema empieza cuando se pasa de pensar: «Le he complacido: todo está bien», a pensar: «Qué estupenda persona debo ser para haberlo hecho». Cuanto más nos deleitamos en nosotros mismos y menos en el elogio, peores nos hacemos. Cuando nos deleitamos enteramente en nosotros mismos y el elogio no nos importa nada, hemos tocado fondo. Por eso la vanidad, aunque es la clase de orgullo que más se muestra en la superficie, es realmente la menos mala y la más digna de perdón. La persona vanidosa quiere halagos, aplauso, admiración en demasía, y siempre los está pidiendo. Es un defecto, pero un defecto infantil e incluso (de un modo extraño) un defecto humilde. Demuestra que no estás del todo satisfecho con tu propia admiración. Das a los demás el valor suficiente como para querer que te miren. Sigues, de hecho, siendo humano. El orgullo auténticamente negro y diabólico viene cuando desprecias tanto a los demás que no te importa lo que piensen de ti. Naturalmente está muy bien, y a menudo es un deber, el no importarnos lo que los demás piensen de nosotros, si lo hacemos por las razones adecuadas; por ejemplo, porque nos importe muchísimo más lo que piense Dios. Pero la razón por la que al hombre orgulloso no le importa lo que piensen los demás es diferente. Él dice: «¿Por qué iba a importarme el aplauso de esa gentuza, como si su opinión valiera para algo? E incluso si su opinión tuviera algún valor, ¿soy yo la clase de hombre que se ruboriza de placer ante un cumplido como una damisela en su primer baile? No, yo soy una personalidad integrada y adulta. Todo lo que he hecho ha sido hecho para satisfacer mis propios ideales —o mi conciencia artística, o las tradiciones de mi familia— o, en una palabra, porque soy esa clase de hombre. Si eso le gusta al vulgo, que le guste. No significan nada para mí». De este modo el puro y auténtico orgullo puede actuar como un freno de la vanidad, porque, como he dicho hace un momento, al demonio le encanta «curar» un pequeño defecto dándonos a cambio uno grande. Debemos tratar de no ser vanidosos, pero jamás hemos de recurrir a nuestro orgullo para curar nuestra vanidad: la sartén es mejor que el fuego.
2) Decimos que un hombre está «orgulloso» de su hijo, o de su padre, o de su escuela o de su regimiento, y podría preguntarse si el «orgullo» en este sentido es pecado. Creo que esto depende de qué exactamente queremos decir con estar «orgulloso» de algo. Muy a menudo, en frases como ésas, las palabras «estar orgulloso» significan «sentir una cálida admiración» por algo o alguien. Tal admiración está, por supuesto, muy lejos de ser un pecado. Pero podría tal vez significar que la persona en cuestión se jacta de su distinguido padre, o de pertenecer a un famoso regimiento. Esto, indudablemente, sería una falta, pero aún así sería mejor que sentirse orgulloso sencillamente de sí mismo. Amar o admirar cualquier cosa que no sea uno es alejarse un paso de la ruina espiritual absoluta; aunque no estaremos bien mientras amemos o admiremos cualquier cosa más de lo que amamos y admiramos a Dios.
3) No debemos pensar que el orgullo es algo que Dios prohíbe porque se siente ofendido por él, o que la humildad es algo que él exige como algo debido a Su dignidad… como si Dios mismo fuese orgulloso. A Dios no le preocupa en lo más mínimo Su dignidad. El hecho es que Él quiere que le conozcamos: quiere entregarse a Sí mismo. Y Él y nosotros somos de tal especie que si realmente entramos en algún tipo de contacto con Él nos sentiremos, de hecho, humildes… alegremente humildes, sintiendo el infinito alivio de habernos librado por una vez de toda la necia insensatez de nuestra propia dignidad, que nos ha hecho sentirnos inquietos y desgraciados toda la vida. Dios está intentando hacernos humildes para que este momento sea posible; está intentando despojarnos de todos los vanos adornos y disfraces con los que nos hemos ataviado y con los que nos paseamos como pequeños imbéciles que somos. Ojalá yo mismo hubiese llegado un poco más lejos con la humildad: si así fuera, probablemente podría deciros más acerca del alivio, la comodidad de quitarme ese disfraz… de quitarme ese falso ego con todos sus «Miradme» y «¿No soy un buen chico?» y todas sus poses y posturas. Acercarse apenas un poco a ese alivio, aunque sólo sea por un momento, es lo que un vaso de agua fresca para un hombre en medio de un desierto.
4) No imaginéis que si conocéis a un hombre realmente humilde será lo que la mayoría de la gente llama «humilde» hoy en día. No será la clase de persona untuosa y reverente que no cesa de decir que él, naturalmente, no es nadie. Seguramente lo que pensaréis de él es que se trata de un hombre alegre e inteligente que pareció interesarse realmente en lo que vosotros le decíais a él. Si os cae mal será porque sentís una cierta envidia de alguien que parece disfrutar con tanta facilidad de la vida. Ese hombre no estará pensando en la humildad: no estará pensando en sí mismo en absoluto.
Si alguien quiere adquirir humildad, creo que puedo decirle cuál es el primer paso. El primer paso es darse cuenta de que uno es orgulloso. Y este paso no es pequeño. Al menos, no se puede hacer nada antes de darlo. Si pensáis que no sois vanidosos, es que sois vanidosos de verdad.