6. El matrimonio cristiano

El último capítulo ha sido principalmente negativo. En él he hablado de lo que iba mal con el impulso sexual en el hombre, pero dije muy poco acerca de su funcionamiento correcto… en otras palabras, del matrimonio cristiano. Hay dos razones por las que particularmente no quiero tratar del matrimonio. La primera es que las doctrinas cristianas sobre este tema son extremadamente impopulares. La segunda es que yo mismo no he estado casado nunca y, por lo tanto, sólo puedo hablar de lo que conozco de oídas. Pero a pesar de esto pienso que no puedo dejar fuera este tema en un escrito sobre la moral cristiana.

La idea cristiana del matrimonio está basada en las palabras de Cristo de que un hombre y una mujer han de ser considerados como un único organismo… ya que eso es lo que las palabras «una sola carne» significarían en lenguaje moderno. Y los cristianos creen que cuando Cristo dijo esto no estaba expresando un sentimiento, sino estableciendo un hecho, del mismo modo que uno establece un hecho cuando dice que una cerradura y su llave son un solo mecanismo, o que un violín y su arco son un solo instrumento musical. El inventor de la máquina humana nos estaba diciendo que sus dos mitades, la masculina y la femenina, estaban hechas para combinarse entre ellas en parejas, no simplemente en el nivel sexual sino combinadas totalmente. La monstruosidad de la unión sexual fuera del matrimonio es que aquellos que la practican están intentando aislar una sola clase de unión (la sexual) de todas las demás clases de unión que habían sido destinadas a acompañarla para realizar la unión. La actitud cristiana no significa que haya nada malo en el placer sexual, como tampoco lo hay en el placer de comer. Significa que no debemos aislar el placer e intentar obtenerlo por sí mismo, del mismo modo que no debemos intentar obtener el placer del gusto sin tragar ni digerir, masticando cosas y escupiéndolas después.

En consecuencia, el cristianismo enseña que el matrimonio es para toda la vida. Aquí existe, por supuesto, una diferencia entre las diferentes Iglesias: algunas no admiten el divorcio en absoluto; otras lo permiten de mala gana en casos muy especiales. Es una pena que los cristianos estén en desacuerdo con respecto a un tema como éste, pero para un simple profano lo que debe ser notado es que las Iglesias están de acuerdo entre ellas acerca del matrimonio en mucha mayor medida de lo que cualquiera de ellas lo está con el mundo exterior. Con esto quiero decir que todas ellas consideran el divorcio como algo parecido a seccionar un cuerpo vivo; como una especie de operación quirúrgica. Algunas piensan que la operación es tan violenta que no puede ser llevada a cabo en absoluto; otras la admiten como un remedio desesperado para casos extremos. Todas están de acuerdo en que se parece más a cortarle las piernas a una persona que a disolver una sociedad de negocios o incluso a desertar de un regimiento. Con lo que todas difieren es con el punto de vista moderno de que se trata de un simple reajuste de parejas, que se puede hacer cuando marido y mujer creen que ya no están enamorados o cuando uno de los dos se enamora de un tercero.

Antes de considerar este punto de vista moderno en relación con la castidad, no debemos olvidar considerarlo en relación con otra virtud: la justicia. La justicia, como he dicho antes, incluye el hecho de mantener las promesas. Todos aquellos que se han casado en una iglesia han hecho una promesa pública y solemne de permanecer junto a su compañero (o compañera) hasta la muerte. El deber de mantener esa promesa no tiene una conexión especial con la moralidad sexual: está en la misma posición que cualquier otra promesa. Si, como la gente moderna no deja de decirnos, el impulso sexual es igual a todos nuestros demás impulsos, debería ser tratado como todos ellos; y como la satisfacción de esos impulsos está controlada por nuestras promesas, también debería estarlo la de éste. Si, como yo creo, el impulso sexual no es como todos los demás impulsos, sino que está morbosamente inflamado, deberíamos ser especialmente cuidadosos de no permitirle que nos condujese a la deshonestidad.

A esto alguien puede responder que él consideró la promesa hecha en la iglesia como una mera formalidad y que jamás tuvo intención de cumplirla. ¿A quién, entonces, estaba intentando engañar cuando la hizo? ¿A Dios? Eso es muy poco inteligente. ¿A sí mismo? Esto es poco más inteligente que lo primero. ¿A la novia, o al novio, o a la familia política? Eso es una traición. En la mayoría de los casos, creo, la pareja, (o uno de los dos) esperaba engañar al público. Querían la respetabilidad que lleva consigo el matrimonio sin tener la intención de pagar su precio: es decir, eran impostores, hicieron trampa. Si siguen siendo tramposos satisfechos, no tengo nada que decirles: ¿quién impondría el gran y difícil deber de la castidad a personas que aún no desean siquiera ser honestas? Si han vuelto a sus cabales y desean ser honestos, su promesa, ya expresada, los constriñe. Y esto, como veréis, pertenece al apartado de la justicia, no al de la castidad. Si la gente no cree en el matrimonio permanente, tal vez sea mejor que vivan juntos sin casarse antes que hacer promesas que no tienen la intención de cumplir. Es verdad que viviendo juntos sin casarse serán culpables (a los ojos del cristianismo) de fornicación.

Pero una falta no es enmendada añadiéndole otra: la falta de castidad no mejora añadiéndole el perjurio.

La idea de que «estar enamorados» es la única razón para permanecer casados no deja realmente espacio en absoluto para el matrimonio como un contrato o una promesa. Si el amor lo es todo, la promesa no puede añadir nada, y si no puede añadir nada entonces no debería hacerse. Lo curioso es que los enamorados mismos, mientras siguen realmente enamorados, saben esto mejor que aquellos que hablan del amor. Como señaló Chesterton, los que están enamorados tienen una inclinación natural a vincularse por medio de promesas. Las canciones de amor del mundo entero están llenas de promesas de fidelidad eterna. La ley cristiana no impone sobre la pasión del amor algo que es ajeno a la naturaleza de esa pasión: exige que los enamorados se tomen en serio algo que su pasión por sí misma los impulsa a hacer.

Y, por supuesto, la promesa, hecha cuando estoy enamorado y porque estoy enamorado, de ser fiel al ser amado durante toda mi vida, me compromete a ser fiel aunque deje de estar enamorado. Una promesa debe ser hecha acerca de cosas que yo puedo hacer, acerca de actos: nadie puede prometer seguir sintiendo los mismos sentimientos. Sería lo mismo que prometiese no volver a sufrir ningún dolor de cabeza o tener siempre apetito. ¿Pero de qué sirve, podría preguntarse, mantener juntas a dos personas cuando ya no están enamoradas? Hay varias razones sociales de peso: proporcionarle un hogar a sus hijos, proteger a la mujer (que seguramente ha sacrificado o perjudicado su propia carrera para casarse) de ser abandonada cuando su marido se ha cansado de ella. Pero también hay otra razón de la cual estoy seguro, aunque la considere difícil de explicar.

Es difícil porque hay mucha gente que no puede llegar a comprender que cuando B es mejor que C, A puede ser aún mejor que B. A la gente le gusta pensar en términos de bueno y malo, no en términos de bueno, mejor y óptimo, o de malo, peor y pésimo. Quieren saber si crees que el patriotismo es bueno: si tú contestas que es, por supuesto, mucho mejor que el egoísmo individual, pero que es inferior a la caridad universal y que siempre debería dejar paso a la caridad universal cuando ambos entran en conflicto, creen que tu respuesta es evasiva. Te preguntan qué piensas de los duelos. Si respondes que es mucho mejor perdonar a un hombre que librar un duelo con él, pero que incluso un duelo podría ser mejor que una enemistad de por vida que se manifiesta en secretos intentos de perjudicar a ese hombre, se alejan lamentándose de que no quieres darles una respuesta directa. Espero que nadie cometa este error acerca de lo que ahora voy a decir.

Lo que llamáis «estar enamorados» es un estado glorioso y, en varios aspectos, es bueno para nosotros. Nos ayuda a ser generosos y valientes, nos abre los ojos no sólo a la belleza del ser amado sino a la belleza toda, y subordina (especialmente al principio) nuestra sexualidad meramente animal; en ese sentido, el amor es el gran conquistador de la lujuria. Nadie que estuviera en sus cabales negaría que estar enamorado es mucho mejor que la sensualidad común o que el frío egocentrismo. Pero, como he dicho antes, «lo más peligroso que podemos hacer es tomar cualquier impulso de nuestra propia naturaleza y ponerlo como ejemplo de que lo que deberíamos seguir a toda costa». Estar enamorado es bueno, pero no es lo mejor. Hay muchas cosas por debajo de eso, pero también hay cosas por encima. No se lo puede convertir en la base de toda una vida. Es un sentimiento noble, pero no deja de ser un sentimiento. No se puede depender de que ningún sentimiento perdure en toda su intensidad, ni siquiera de que perdure. El conocimiento puede perdurar, los principios pueden perdurar, los hábitos pueden perdurar, pero los sentimientos vienen y van. Y de hecho, digan lo que digan, el sentimiento de «estar enamorado» no suele durar. Si el antiguo final de los cuentos de hadas «y vivieron felices para siempre» se interpreta como «y sintieron durante los próximos cincuenta años exactamente lo que sentían el día antes de casarse», entonces lo que dice es lo que probablemente nunca fue ni nunca podría ser verdad, y algo que sería del todo indeseable si lo fuera. ¿Quién podría soportar vivir en tal estado de excitación incluso durante cinco años? ¿Qué sería de nuestro trabajo, nuestro apetito, nuestro sueño, nuestras amistades? Pero, naturalmente, dejar de «estar enamorados» no necesariamente implica dejar de amar. El amor en este otro sentido, el amor como distinto de «estar enamorado», no es meramente un sentimiento. Es una profunda unidad, mantenida por la voluntad y deliberadamente reforzada por el hábito; reforzada por (en los matrimonios cristianos) la gracia que ambos cónyuges piden, y reciben, de Dios. Pueden sentir este amor el uno por el otro incluso en los momentos en que no se gustan, del mismo modo que yo me amo a mí mismo incluso si no me gusto. Pueden retener este amor incluso cuando cada uno podría fácilmente, si se lo permitieran, estar «enamorado» de otra persona. «Estar enamorados» los llevó primero a prometerse fidelidad; este amor más tranquilo les permite guardar esa promesa. Es a base de este amor como funciona el motor del matrimonio: estar enamorados fue la ignición que lo puso en marcha.

Si no estáis de acuerdo conmigo diréis, por supuesto: «No sabe lo que está diciendo. Él no está casado». Es muy posible que tengáis razón. Pero antes de que digáis eso, aseguraos de que me estáis juzgando por lo que realmente sabéis a partir de vuestra propia experiencia y observando la vida de vuestros amigos, y no por ideas que habéis sacado de libros y películas. Esto no es tan fácil de hacer como la gente cree. Nuestra experiencia está totalmente influenciada por libros y obras de teatro y por el cine, y hace falta paciencia y habilidad para desenredar las cosas que realmente hemos aprendido de la vida por nosotros mismos.

La gente saca de los libros la idea de que si te has casado con la persona adecuada puedes esperar seguir estando «enamorado» para siempre. Como resultado, cuando descubren que no lo están, creen que esto demuestra que se han equivocado y que tienen derecho a un cambio… sin darse cuenta de que, cuando hayan cambiado, el hechizo desaparecerá eventualmente de la nueva relación, del mismo modo que desapareció de la antigua. En este aspecto de la vida, como en muchos otros, las emociones vienen al principio, y no duran. La emoción que siente un muchacho ante la primera idea de volar no perdurará cuando se haya alistado en la R. A. F.[6] y realmente esté aprendiendo a volar. La emoción que uno experimenta cuando se ve por primera vez un lugar encantador desaparece cuando va a vivir allí. ¿Significa esto que sería mejor no aprender a volar o no vivir en ese lugar encantador? De ningún modo. En ambos casos, si se sigue adelante, la desaparición de la primera emoción será compensada por un interés más sosegado y duradero. Lo que es más (y apenas encuentro palabras para deciros lo importante que considero esto); es justamente la gente que está dispuesta a someterse a la pérdida de esa primera intensa emoción y amoldarse al interés más sobrio la que tiene más probabilidad de encontrar nuevas emociones en otras direcciones diferentes. El hombre que ha aprendido a volar y se convierte en un buen piloto descubrirá de pronto la música; el hombre que se ha establecido en ese lugar encantador descubrirá la jardinería.

Esto es, en mi opinión, una pequeña parte de aquello a lo que Cristo se refería cuando dijo que una cosa no vivirá verdaderamente a menos que muera primero. Es sencillamente inútil intentar conservar las emociones fuertes: eso es lo peor que se puede hacer. Dejad que esas sensaciones desaparezcan —dejad que mueran—, seguid adelante a través de ese período de muerte hacia el interés más sosegado y la felicidad que lo suceden, y descubriréis que estáis viviendo en un mundo que os proporciona nuevas emociones todo el tiempo. Pero si decidís hacer de las emociones fuertes vuestra dieta habitual e intentáis prolongarlas artificialmente, se volverán cada vez más débiles y cada vez menos frecuentes, y seréis viejos aburridos y desilusionados durante el resto de vuestra vida. Precisamente porque hay tan poca gente que comprenda esto encontramos muchos hombres y mujeres de mediana edad lamentándose de su juventud perdida a la edad misma en la que nuevos horizontes deberían aparecérseles y nuevas puertas deberían abrirse a su alrededor. Es mucho más divertido aprender a nadar que seguir interminablemente (y desesperadamente) intentando recobrar lo que sentisteis la primera vez que os mojasteis en la orilla de pequeños.

Otra idea que sacamos de novelas y obras de teatro es que «enamorarse» es algo casi irresistible, algo que simplemente le ocurre a uno, como el sarampión. Y porque creen esto, algunas personas casadas tiran la toalla y se rinden cuando se sienten atraídas por una nueva relación. Pero yo me inclino a pensar que estas pasiones irresistibles son mucho más raras en la vida real que en los libros, al menos cuando uno es un adulto. Cuando conocemos a una persona guapa, inteligente y simpática, deberíamos, por supuesto, admirar y apreciar estas buenas cualidades. ¿Pero no depende en gran medida de nuestra propia elección el hecho de que este amor se convierta, o no, en lo que llamamos «estar enamorados?». Es indudable que si nuestras mentes están llenas de novelas y obras teatrales y canciones sentimentales, y nuestros cuerpos llenos de alcohol, convertiremos cualquier tipo de amor que sintamos en esa clase de amor: del mismo modo que si tenéis un surco en vuestro camino, el agua de lluvia se acumulará en ese surco, y si lleváis gafas de color azul, todo lo que veáis se volverá azul. Pero eso será culpa nuestra.

Antes de abandonar el tema del divorcio, quisiera distinguir dos cosas que muchas veces se confunden. La concepción cristiana del matrimonio es una; la otra es una cuestión muy diferente. ¿Hasta qué punto deberían los cristianos, si son votantes o miembros del Parlamento, intentar imponer sus opiniones sobre el matrimonio al resto de la comunidad incorporándolas a las leyes del divorcio? Mucha gente parece pensar que si uno es cristiano debería hacer que el divorcio fuera difícil para todos. Yo no opino lo mismo. Al menos, sé que me indignaría si los musulmanes intentaran impedirnos beber vino a todos los demás. Mi opinión es que las Iglesias deberían reconocer francamente que la mayoría de los ingleses no son cristianos y que, por lo tanto, no se puede esperar que vivan vidas cristianas. Debería haber dos clases distintas de matrimonio: uno gobernado por el estado y cuyas reglas fuesen impuestas a todos los ciudadanos, y el otro gobernado por la Iglesia cuyas reglas fuesen impuestas por ella a sus miembros. La distinción debería ser muy nítida, de modo que cualquiera supiese qué parejas están casadas en el sentido cristiano y qué parejas no lo están.

Baste esto acerca de la doctrina cristiana sobre la permanencia del matrimonio. Aún nos queda algo, más impopular aún, que tratar. Las esposas cristianas prometen obedecer a sus maridos. En un matrimonio cristiano se dice que el hombre es «la cabeza». Aquí se presentan, obviamente, dos cuestiones. 1) ¿Por qué ha de haber una «cabeza»? ¿Por qué no la igualdad? y 2) ¿Por qué tiene que ser el hombre?

1) La necesidad de una cabeza deriva de la idea de que el matrimonio es permanente. Naturalmente, siempre que el marido y la mujer estén de acuerdo, no es necesario que surja la idea de una «cabeza», y debemos esperar que éste sea el estado normal de las cosas en un matrimonio cristiano. Pero cuando haya un serio desacuerdo, ¿qué sucederá? Se discutirá, por supuesto, pero estoy asumiendo que la pareja ya ha hecho eso y sigue sin llegar a un acuerdo. ¿Qué hacen a continuación? No pueden decidir por el voto de la mayoría, porque en un grupo de dos no puede haber mayoría. Es indudable que sólo puede ocurrir una de dos cosas: o deben separarse e ir cada uno por su lado, o uno de los dos debe tener un voto decisivo. Si el matrimonio es permanente, una de las dos partes debe, en última instancia, tener el poder de decidir la política familiar. No es posible tener una asociación permanente sin una constitución.

2) Si ha de haber una cabeza, ¿por qué el hombre? Bueno, en primer lugar, ¿hay alguna razón de peso por la que debería ser la mujer? Como he dicho, yo no estoy casado, pero creo que incluso una mujer que quiere ser la cabeza de su propia familia no suele admirar el mismo estado de cosas si descubre que está sucediendo en la casa de al lado. Es más probable que diga: «¡Pobre Sr. X! No puedo entender cómo permite que esa espantosa mujer lo domine de la manera en que lo hace». Y no creo que incluso se sienta halagada si alguien le menciona el hecho de su propia «dominación». Debe de haber algo antinatural acerca de la supremacía de las mujeres sobre los maridos, porque las mujeres mismas se avergüenzan de ella y desprecian a los maridos a quienes dominan. Pero también hay otra razón, y aquí hablo francamente como soltero, porque es una razón que puede observarse desde fuera incluso mejor que desde dentro. Las relaciones de la familia con el mundo exterior —lo que podría llamarse su política exterior— deben depender, en última instancia, del hombre, porque éste siempre debería ser, y suele serlo, mucho más justo con los extraños. Una mujer principalmente está luchando por sus hijos y su marido contra el resto del mundo. Naturalmente, y casi, en un sentido, con justicia, sus derechos se imponen, para ella, a todos los demás. Ella es la fiadora especial de sus intereses. La función del marido es cuidar de que esta preferencia natural de la mujer no pase por encima de todo. Él tiene la última palabra con el fin de proteger a los demás del intenso patriotismo familiar de la mujer. Si alguien pone esto en duda, permítaseme hacer una sencilla pregunta. Si vuestro perro ha mordido al niño de la casa de al lado, o si vuestro niño ha hecho daño al perro de al lado, ¿con quién preferiríais entenderos, con el dueño de casa o con la dueña? O, si sois mujeres casadas, dejadme preguntaros lo siguiente: por mucho que admiréis a vuestro marido, ¿no diríais que su defecto principal es su tendencia a no defender sus derechos y los vuestros ante los vecinos tan contundentemente como quisierais? ¿No es un poco un pacificador?