4. La moral y el psicoanálisis

He dicho que jamás llegaríamos a una sociedad cristiana a menos que la mayoría de nosotros nos convirtamos en personas cristianas. Eso no significa, por supuesto, que podamos aplazar el hacer algo por la sociedad hasta una fecha imaginaria en un futuro lejano. Significa que debemos emprender ambas cosas inmediatamente: 1) la tarea de ver cómo el «Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti» puede aplicarse en detalle a la sociedad moderna, y 2) la tarea de convertirnos en la clase de personas que realmente lo aplicarían si supiéramos cómo. Ahora quiero empezar a considerar cuál es la idea cristiana de un hombre bueno… la especificación cristiana para la máquina humana.

Antes de entrar en detalles hay dos temas más generales que quisiera establecer. En primer lugar, dado que la moral cristiana dice ser capaz de corregir la máquina humana, creo que os gustará saber cómo se relaciona con una técnica que parece preciarse de algo similar: en concreto, el psicoanálisis.

Es necesario hacer una clara distinción entre dos cosas: entre las teorías y técnicas médicas de los psicoanalistas, y la perspectiva filosófica general del mundo que Freud y otros han añadido a las primeras. Lo segundo —la filosofía de Freud— está en directa contradicción con el cristianismo, y también en directa contradicción con ese otro gran psicólogo, Jung. Además, cuando Freud habla de cómo curar a los neuróticos habla como especialista en su propio tema, pero cuando procede a hablar de filosofía en general habla como un aficionado. Es por lo tanto sensato escucharle con respeto en un sentido y no hacerlo en el otro… y eso es justamente lo que yo hago. Y estoy aún más dispuesto a hacerlo porque he descubierto que cuando habla fuera de su propio tema y sobre un tema sobre el que yo conozco algo (idiomas, por ejemplo), demuestra ser muy ignorante. Pero el psicoanálisis en sí, aparte de todas las connotaciones filosóficas que Freud y otros le han añadido, no es en absoluto contradictorio con el cristianismo. Su técnica se superpone a la moral cristiana en ciertos puntos, y no sería mala cosa que todos supiéramos algo de él. Pero no transcurre enteramente por el mismo curso.

La elección moral de un hombre implica dos cosas. Una de ellas es el acto de elegir. La otra son los diversos sentimientos, impulsos, etc. que le presenta su estructura psicológica, y que son el material en bruto de su elección. Este material en bruto puede ser de dos clases. Una de ellas es lo que llamaríamos normal: puede consistir en la clase de sentimientos que son comunes a todos los hombres. O, si no, puede consistir en sentimientos antinaturales debido a que algo ha ido mal en su subconsciente. Así, el miedo a cosas que son realmente peligrosas sería un ejemplo de la primera clase, y un miedo irracional a los gatos o las arañas sería un ejemplo de la segunda. El deseo de un hombre por una mujer sería un ejemplo de la primera clase; el deseo pervertido de un hombre por otro hombre sería un ejemplo de la segunda. Lo que el psicoanálisis se encarga de hacer es eliminar los sentimientos anormales; es decir, darle al hombre un mejor material en bruto para llevar a cabo sus elecciones: la moral se ocupa de las elecciones en sí.

Pongámoslo de otra manera. Imaginaos a tres hombres que van a la guerra. Uno de ellos tiene el miedo común y natural al peligro que puede tener cualquier hombre, lo domina a través de un esfuerzo moral y se convierte en un hombre valiente. Supongamos que los otros dos tienen, como resultado del contenido de sus subconscientes, miedos exagerados e irracionales que ningún esfuerzo moral consigue dominar. Supongamos que llega un psicoanalista y cura a estos dos últimos, es decir, los pone a ambos en la posición del primero. Pues bien, es justamente entonces donde termina el problema psicoanalítico y empieza el problema moral. Porque, ahora que están curados, estos dos últimos hombres podrían seguir caminos bien diferentes. El primero podría decir: «Gracias a Dios que me he librado de estos miedos absurdos. Ahora por fin puedo hacer lo que quería… cumplir con mi deber en la causa de la libertad». Pero el otro podría decir: «Bueno, me alegra saber que ahora me sentiré relativamente tranquilo en la batalla, pero naturalmente eso no altera el hecho de que sigo totalmente decidido a cuidar de mí mismo y dejar que otro haga el trabajo peligroso siempre que pueda. De hecho, una de las ventajas de no sentirme tan asustado es que ahora puedo cuidar de mí mismo con mucha más eficacia y ser más astuto para disimularlo ante los demás». Pues bien; esta diferencia es puramente moral, y el psicoanálisis no puede hacer nada al respecto. Por mucho que se mejore el material en bruto de un hombre, aún tenemos algo más: la auténtica y libre elección de ese hombre, basada en el material que se le facilita, de anteponer su propio beneficio o relegarlo a un último lugar. Y esta libre elección es lo único que le concierne a la moral.

El material psicológico malo no es un pecado sino una enfermedad. No necesita del arrepentimiento sino de la curación. Y por cierto, esto es muy importante. Los seres humanos se juzgan unos a otros por sus actos externos. Dios los juzga por sus elecciones morales. Cuando un neurótico que tiene un terror patológico de los gatos se obliga a sí mismo a coger un gato por una buena razón, es bastante posible que a los ojos de Dios haya demostrado tener más coraje que un hombre sano que gana la V. C.[5] Cuando un hombre que ha sido pervertido desde su juventud y al que se le ha enseñado que la crueldad es lo natural hace una buena acción, por pequeña que sea, o se abstiene de algún acto de crueldad que podría haber cometido, arriesgándose por tanto a las burlas de sus compañeros, es posible que a los ojos de Dios esté haciendo más que vosotros o yo si renunciásemos a la vida misma por un amigo.

Lo mismo da presentar esto desde un punto de vista contrario. Algunos de nosotros, que parecemos buenas personas, podemos haber hecho tan poco uso de una buena herencia genética y una buena educación, que somos en realidad peores que aquellos a los que consideramos delincuentes. ¿Podemos estar seguros de cómo nos habríamos comportado si hubiéramos tenido que cargar con la estructura psicológica, la mala educación y por añadidura el poder de un hombre como Himmler? Por eso precisamente se les dice a los cristianos que no juzguen. Sólo vemos los resultados que las elecciones de un hombre extraen de su material en bruto. Pero Dios no juzga en absoluto a ese hombre por su material en bruto, sino por lo que ha hecho con él. La mayor parte de la estructura psicológica de un hombre se debe probablemente a su cuerpo: cuando su cuerpo muera todo eso se desprenderá de él, y el hombre central auténtico, aquello que eligió, el mejor o el peor partido que sacó de ese material, se quedará desnudo. Toda clase de cosas buenas que creíamos eran nuestras, pero que en realidad se debían a una buena digestión, se desprenderán de nosotros, y toda clase de cosas malas que se debían a los complejos o a la mala salud de los demás se desprenderán de ellos. Y entonces, por primerísima vez, veremos a todos tal como son. Y habrá sorpresas.

Y esto nos lleva a mi segundo punto. La gente a menudo piensa en la moral cristiana como una especie de trato en el que Dios dice: «Si guardáis una serie de reglas os recompensaré, y si no las guardáis haré lo contrario». Yo no creo que ésta sea la mejor manera de considerarla. Preferiría con mucho decir que cada vez que hacéis una elección estáis transformando el núcleo central de lo que sois en algo ligeramente diferente de lo que erais antes. Y considerando vuestra vida como un todo, con todas sus innumerables elecciones, a lo largo de toda ella estáis transformando este núcleo central en una criatura celestial o en una criatura infernal: en una criatura que está en armonía con Dios, con las demás criaturas y con sí misma, o en una que está en un estado de guerra con Dios, con sus congéneres y con ella misma. Ser la primera clase de criatura es el cielo: es alegría, y paz, y conocimiento y poder. Ser la otra clase de criatura significa la locura, el horror, la imbecilidad, la rabia, la impotencia y la soledad eterna. Cada uno de nosotros, en cada momento, progresa hacia un estado o hacia otro.

Eso explica lo que siempre solía intrigarme acerca de los escritores cristianos: parecen ser tan estrictos en un momento dado y tan libres y desenfadados en otro. Hablan acerca de meros pecados de pensamiento como si estos fueran inmensamente importantes, y luego hablan de los más terribles asesinatos y las más pavorosas traiciones como si lo único que hubiera que hacer fuese arrepentirse y todo será perdonado. Pero he llegado a darme cuenta de que tienen razón. En lo que siempre están pensando es en la marca que cada uno de nuestros actos deja en ese minúsculo núcleo central que nadie ve en esta vida pero que cada uno de nosotros tendrá que soportar —o disfrutar— para siempre. Un hombre puede estar situado de tal forma que su ira derrame la sangre de miles, y otro situado de forma tal que por muy airado que se encuentre sólo conseguirá que se rían de él. Pero la pequeña marca en el alma podría ser más o menos la misma en ambos casos. Cada uno de ellos se ha hecho algo a sí mismo que, a menos que se arrepienta, hará que sea más difícil para él mantenerse lejos de la ira la próxima vez que sea tentado, y hará que la ira sea peor cuando caiga en la tentación. Cada uno de ellos, si se vuelve de verdad a Dios, puede hacer que ese núcleo central se enderece de nuevo; cada uno de ellos está, a la larga, condenado si no lo hace. La importancia o insignificancia de la cosa, vista desde fuera, no es lo que realmente importa.

Un último punto. Recordad que, como he dicho, la dirección correcta lleva no sólo a la paz sino al conocimiento. Cuando un hombre se va haciendo mejor, comprende cada vez con más claridad el mal que aún queda dentro de él. Cuando un hombre se hace peor, comprende cada vez menos su maldad. Un hombre moderadamente malo sabe que no es muy bueno: un hombre totalmente malo piensa que está bastante bien. Esto, después de todo, es de sentido común. Comprendemos el sueño cuando estamos despiertos, no mientras dormimos. Podemos ver errores en aritmética cuando la mente nos funciona correctamente; cuando los estamos cometiendo no podemos verlos. Podemos comprender la naturaleza de la borrachera cuando estamos sobrios, no cuando estamos borrachos. La buena gente conoce lo que es el bien y lo que es el mal; la mala gente no conoce ninguno de los dos.