4. El perfecto penitente

Nos encontramos, pues, con una alternativa aterradora. O este hombre del que hablamos era (o es) justamente lo que Él dijo ser o, si no, era un lunático o algo peor. Bien: a mí me parece evidente que no era ni un lunático ni un monstruo y que, en consecuencia, por extraño o terrible o improbable que pueda parecer, tengo que aceptar la idea de que Él era y es Dios. Dios desembarcó en este mundo ocupado por el enemigo asumiendo una forma humana.

¿Y cuál era el propósito de todo esto? ¿Qué vino Él a hacer aquí? Vino a enseñar, por supuesto; pero en cuanto se examina el Nuevo Testamento o cualquier otro escrito cristiano se descubre que están constantemente hablando de algo diferente… de Su muerte y Su resurrección. Es evidente que los cristianos consideran que lo más importante de esa historia reside en estos dos hechos. Creen que lo más importante que Él vino a hacer a la tierra fue sufrir y ser crucificado.

Antes de que me convirtiese al cristianismo yo creía que lo primero en lo que debían creer los cristianos era una teoría en particular en cuanto a la razón de esta muerte. Según esa teoría, Dios quería castigar a los hombres por haberle abandonado y haberse unido al Gran Rebelde, pero Cristo se ofreció como voluntario para ser castigado en lugar de ellos, y de ese modo Dios nos perdonó a nosotros. Ahora admito que ni siquiera esta teoría me parece tan inmoral y tan tonta como solía parecerme, pero ese no es el punto al que yo quería llegar. Lo que llegué a comprender más adelante fue que ni esta teoría ni ninguna otra son el cristianismo. La principal creencia cristiana es que la muerte de Cristo nos ha puesto de alguna manera a bien con Dios y nos ha otorgado un nuevo comienzo. Las teorías acerca de cómo Su muerte logró esto son un asunto aparte. Se han elaborado muchas y muy diferentes acerca de cómo funciona esto, pero en lo que todos los cristianos están de acuerdo es en que funciona. Os diré cómo lo veo yo. Cualquier persona sensata sabe que si uno está cansado y tiene hambre una buena comida le hará bien. Pero las teorías modernas acerca de la alimentación —todo lo que se refiere a las vitaminas y proteínas— es una cuestión diferente. Las personas comían y se sentían mejor mucho antes de que se oyese hablar de las vitaminas, y si alguna vez se abandona la idea de las vitaminas, los hombres seguirán comiendo igual que siempre. Las teorías acerca de la muerte de Cristo no son el cristianismo: son explicaciones de cómo esa muerte funciona. No todos los cristianos estarían de acuerdo en cuanto a la importancia de estas doctrinas. Mi propia Iglesia —la Iglesia Anglicana— no establece ninguna de ellas como la única verdadera. La Iglesia Católica va un poco más allá. Pero creo que todas estarán de acuerdo en que el hecho en sí es infinitamente más importante que cualquier explicación que los teólogos hayan podido ofrecernos. Opino que éstos probablemente admitirían que ninguna explicación será jamás del todo adecuada a la realidad. Pero como dije en el prefacio de este libro, yo no soy más que un profano, y en este punto nos adentramos en aguas profundas. Sólo puedo deciros, por lo que pueda valer, cómo yo, personalmente, considero este tema.

En mi opinión, las teorías no son en sí mismas lo que se os pide que aceptéis. Sin duda muchos de vosotros habéis leído a Jeans o a Eddington. Lo que ellos hacen cuando quieren explicar el átomo o algo parecido es daros una descripción a partir de la cual podéis haceros una imagen mental. Pero luego os advierten que esta imagen no es aquello en lo que en realidad creen los científicos. En lo que los científicos creen es en una fórmula matemática. Las imágenes están allí sólo para ayudaros a comprender la fórmula. No son realmente válidas del modo en que la fórmula es válida; no os enseñan la cosa real sino algo más o menos parecido. Sólo están allí para ayudar, y si no lo hacen podéis prescindir de ellas. La cosa en sí no puede ser representada; sólo puede ser expresada matemáticamente.

Y aquí nos encontramos en una situación parecida. Creemos que la muerte de Cristo es aquel momento de la historia en el que algo absolutamente inimaginable llega desde fuera y aparece en nuestro mundo. Y si ni siquiera podemos imaginarnos los átomos de los que está construido nuestro mundo es evidente que no podremos imaginarnos esto. De hecho, si descubriésemos que podemos comprenderlo totalmente, esto mismo demostraría que el hecho no es lo que pretende ser… lo inconcebible, lo increado, lo que se halla fuera de la naturaleza, e irrumpe en la naturaleza como un relámpago. Podréis preguntar de qué nos sirve si no lo comprendemos. Pero eso tiene fácil respuesta. Un hombre puede comerse su cena sin comprender exactamente de qué modo lo alimenta la comida. Un hombre puede aceptar lo que hizo Cristo sin saber de qué modo opera: de hecho, no sabrá ciertamente cómo opera hasta que lo haya aceptado.

Se nos dice que Cristo fue muerto por nosotros, que Su muerte ha redimido nuestros pecados y que por el hecho de morir derrotó a la muerte misma. Ésa es la fórmula. Eso es el cristianismo. Eso es lo que debe ser creído. Todas las teorías que elaboremos con respecto a cómo la muerte de Cristo logró esto son, a mi modo de ver, secundarias: meros planos o diagramas para ser abandonados si no nos ayudan, e incluso si nos ayudan, para no ser confundidos con el hecho en sí. De todos modos, algunas de estas teorías merecen ser examinadas.

La teoría que han escuchado la mayoría de las personas es la que mencioné antes: la de ser perdonados porque Cristo se había ofrecido voluntario para sufrir el castigo en lugar de nosotros. Pero en apariencia esta teoría es bastante absurda. Si Dios estaba dispuesto a perdonarnos, ¿por qué no lo hizo sin más? ¿Y qué sentido tenía castigar en cambio a una persona inocente? Ninguno, a mi parecer, si estáis pensando en un castigo como los que inflige un juzgado de guardia. Por otro lado, si pensáis en una deuda, tiene mucho sentido el que una persona que tenga medios pague en nombre de otra que no los tiene. O si pensamos en «pagar la multa», no en el sentido de ser castigado sino en el sentido más general de «aguantar el chaparrón» o «correr con los gastos», entonces, por supuesto, es del todo sabido que cuando una persona se ha metido en un lío, la responsabilidad de sacarlo de él suele recaer sobre un amigo generoso.

¿Y cuál era el «lío» en que se había metido el hombre? Había intentado valerse por sí solo, comportarse como si se perteneciera a sí mismo. En otras palabras, el hombre caído no es simplemente una criatura imperfecta que necesita mejorarse: es un rebelde que debe deponer sus armas. Deponer vuestras armas, rendiros, pedir perdón, daros cuenta de que habéis escogido el camino equivocado y disponeros a empezar vuestra vida nuevamente desde el principio… esa es la única manera de salir del «lío». Este proceso de rendición —este movimiento hacia atrás a toda máquina— es lo que los cristianos llaman arrepentimiento. Y el arrepentimiento no es divertido en absoluto. Es algo mucho más difícil que bajar la cabeza humildemente. El arrepentimiento significa desaprender toda la vanidad y la autoconfianza en las que nos hemos estado ejercitando durante miles de años. Significa matar parte de uno mismo, padecer una especie de muerte. De hecho, hay que ser muy bueno para arrepentirse. Y aquí está la trampa. Sólo una mala persona necesita arrepentirse; sólo una buena persona puede arrepentirse perfectamente. Cuanto peor seas más lo necesitas y menos puedes hacerlo. La única persona que podría hacerlo perfectamente sería una persona perfecta… y ella no lo necesitaría.

Recordad que este arrepentimiento, esta voluntaria sumisión a la humillación y a una especie de muerte, no es algo que Dios os exige antes de recibiros de nuevo y de lo cual podría libraros si quisiera: es simplemente una descripción de lo que es volver a Él. Si le pedís a Dios que os reciba de nuevo sin arrepentiros, lo que realmente le estáis pidiendo es volver a Él sin volver a Él. No puede ocurrir. Pues bien; entonces debemos pasar por ahí. Pero la misma maldad que nos hace necesitarlo nos imposibilita el hacerlo. ¿Podemos hacerlo si Dios nos ayuda? Sí, ¿pero qué queremos decir cuando hablamos de la ayuda de Dios? Queremos decir que Dios nos ponga dentro un trocito de Sí, por así decirlo. Él nos presta un poquito de Su capacidad para razonar, y de ese modo pensamos; nos presta un poquito de Su amor y así es como nos amamos los unos a los otros. Cuando se le enseña a un niño a escribir, se le sostiene la mano mientras él forma las letras; es decir, él forma las letras porque vosotros las estáis formando. Nosotros amamos y razonamos porque Dios ama y razona y nos sostiene la mano mientras lo hacemos. Si no hubiéramos caído, todo eso sería facilísimo. Pero desgraciadamente ahora necesitamos la ayuda de Dios para hacer algo que Dios, en Su propia naturaleza, no haría jamás… rendirnos, sufrir, someternos, morir. Nada en la naturaleza de Dios corresponde a este proceso en absoluto. De modo que el único camino para el que ahora necesitamos más que nunca la ayuda de Dios es un camino que Dios, en Su propia naturaleza, jamás ha recorrido. Dios sólo puede compartir lo que Él tiene, y esto, en Su propia naturaleza, no lo tiene.

Pero supongamos que Dios se hace hombre… supongamos que nuestra naturaleza humana que puede sufrir y morir se amalgamase con la naturaleza de Dios en una persona. Esa persona, entonces, podría ayudarnos. Podría entregar su voluntad, sufrir y morir, porque era un hombre, y podría hacerlo perfectamente porque era Dios. Vosotros y yo sólo podemos pasar por este proceso sólo si Dios lo hace en nosotros, pero Dios sólo puede hacerlo si se hace hombre. Nuestros intentos de padecer esta muerte podrán llegar a buen fin sólo si, como hombres, compartimos la muerte de Dios, del mismo modo que nuestros pensamientos sólo pueden llevarse a cabo sólo porque son una gota del océano de Su inteligencia. Pero no podemos compartir la muerte de Dios a menos que Dios muera, y Él no puede morir a menos que se haga hombre. Es en este sentido en el que Él paga nuestras deudas, y sufre por nosotros lo que, como Dios, no es necesario que sufra.

He oído decir a algunos que si Jesús era Dios además de hombre, Su sufrimiento y Su muerte pierden todo valor para ellos «porque tiene que haber sido muy fácil para Él». Otros pueden (con razón) rechazar la ingratitud y descortesía de esta objeción; lo que a mí me asombra es el malentendido que revela. En un sentido, por supuesto, aquellos que la hacen tienen razón. Incluso se han quedado cortos. La perfecta sumisión, el perfecto sufrimiento, la muerte perfecta no sólo fueron más fáciles para Jesús porque Él era Dios, sino que fueron posibles sólo porque era Dios. Pero ¿no es esa una extraña razón para no aceptarlos? El maestro puede formar las letras del niño sólo porque es un adulto y sabe escribir. Eso, naturalmente, lo hace más fácil para el maestro, y sólo porque para él es más fácil enseñar al niño. Si el niño lo rechazara porque «para los adultos es fácil», y esperase aprender a escribir de otro niño de su edad que no supiera hacerlo (y así no le llevaría una ventaja «injusta»), no haría demasiados progresos. Si yo me estoy ahogando en un río turbulento, un hombre que aún tenga un pie en la orilla puede echarme una mano que me salve la vida. ¿Debería gritarle, entre jadeos, «¡No, no es justo! ¡Tú tienes ventaja! ¡Aún tienes un pie en la orilla!»?. Esa ventaja —llamadla «injusta», si queréis— es la única razón por la que ese hombre puede serme útil. ¿A quién recurriréis en busca de ayuda si no a aquél que es más fuerte que vosotros?

Ésa es mi manera de entender lo que los cristianos llaman Redención. Pero recordad que esto es sólo una imagen más. No lo confundáis con la cosa en sí. Y si no os ayuda, abandonadla.