3. La chocante alternativa

Los cristianos, pues, creen que un poder maligno se ha constituido de momento en Príncipe de este Mundo. Y, naturalmente, esto presenta problemas. ¿Está esta situación de acuerdo con la voluntad de Dios o no? Si lo está, es un Dios muy extraño, diréis; y si no lo está, ¿cómo puede suceder algo contrario a la voluntad de un ser con poder absoluto?

Pero cualquiera que haya tenido autoridad sabe que una cosa puede estar de acuerdo con su voluntad en un aspecto y no en otro. Puede ser muy sensato por parte de una madre decirle a sus hijos: «No voy a pediros que ordenéis el cuarto de jugar todas las noches. Tenéis que aprender a mantenerlo ordenado por vuestra cuenta». Pero una noche entra en el cuarto de jugar y se encuentra el oso de juguete y la tinta del tintero y el libro de gramática tirados por el suelo. Eso va en contra de su voluntad. Ella preferiría que los niños fueran ordenados. Pero por otro lado, es su voluntad la que ha permitido a los niños ser desordenados. Lo mismo sucede en un regimiento, en un sindicato o en una escuela. Si haces que algo sea voluntario, la mitad de la gente no lo hará. Eso no es lo que pretendías, pero tu voluntad lo ha hecho posible.

Probablemente lo mismo ocurre en el universo. Dios creó seres con libre albedrío. Eso significa criaturas que pueden acertar o equivocarse. Algunos creen que pueden imaginar una criatura que fuese libre pero que no tuviera posibilidad de equivocarse; yo no. Si alguien es libre de ser bueno también es libre de ser malo. Y el libre albedrío es lo que ha hecho posible el mal. ¿Por qué, entonces, nos ha dado Dios el libre albedrío? Porque el libre albedrío, aunque haga posible el mal, es también lo único que hace que el amor, la bondad o la alegría merezcan la pena tenerse. Un mundo de autómatas —de criaturas que funcionasen como máquinas— apenas merecería ser creado. La felicidad que Dios concibe para Sus criaturas más evolucionadas es la felicidad de estar libre y voluntariamente unidas a Él y entre sí en un éxtasis de amor y deleite comparado con el cual el amor más arrobado entre hombre y mujer en este mundo es mera insignificancia. Y para ello deben ser libres.

Por supuesto que Dios sabía lo que ocurriría si utilizaban mal su libertad; aparentemente, le pareció que merecía la pena arriesgarse. Tal vez nos sintamos inclinados a disentir de Él. Pero hay una dificultad acerca de disentir de Dios. Él es la fuente de donde proviene todo vuestro poder razonador: no podríais tener razón y estar Él equivocado del mismo modo que un arroyo no puede subir más alto que su propio manantial. Cuando argumentáis en Su contra, estáis argumentando en contra del poder mismo que os capacita para argumentar: es como cortar la rama del árbol en la que estáis sentados. Si Dios piensa que este estado de guerra en el universo es un precio que vale la pena pagar por el libre albedrío —es decir, por crear un mundo vivo en el que las criaturas pueden hacer auténtico bien y auténtico mal, y en el que algo de auténtica importancia pueda suceder, en vez de un mundo de juguete que sólo se mueve cuando Él tira de los hilos—, entonces podemos suponer que es un precio que vale la pena pagar.

Cuando hemos comprendido lo del libre albedrío nos damos cuenta de la necedad que es preguntar, como alguien me preguntó una vez: «¿Por qué hizo Dios a una criatura de tan mala pasta que salió mal?». Cuanto mejor sea la pasta de la que está hecha una criatura —cuanto más inteligente, más fuerte y más libre sea esa criatura— mejor será si sale bien y peor será si sale mal. Una vaca no puede ser muy buena ni muy mala; un perro puede ser mejor o peor; un niño, aún mejor y aún peor; un hombre corriente, mejor y peor todavía; un genio, mejor y peor aún, y un espíritu sobrehumano, mejor o peor que todos los anteriores.

¿Cómo salió mal el Poder Oscuro? Aquí, sin duda, hacemos una pregunta a la que los seres humanos no pueden responder con ninguna certeza. Podemos, sin embargo, aventurar una suposición razonable (y tradicional), basada en nuestra propia experiencia. En el momento en que tenemos un ego, existe la posibilidad de poner a ese ego por encima de todo —de querer ser el centro— de querer, de hecho, ser Dios. Ése fue el pecado de Satán: y ese fue el pecado que él enseñó a la raza humana. Algunos piensan que la caída del hombre estuvo relacionada con el sexo, pero eso es un error. (La historia del Libro del Génesis sugiere que una cierta corrupción de nuestra naturaleza sexual siguió a la caída y fue su resultado, no su causa). Lo que Satán puso en la cabeza de nuestros antepasados remotos fue la idea de que podían «ser como dioses», que podían desenvolverse por sí solos como si se hubieran creado a sí mismos, ser sus propios amos, inventar una suerte de felicidad para sí mismos fuera de Dios, aparte de Dios. Y de ese desesperado intento ha salido casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición, la guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia del hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz.

La razón por la cual este intento no puede salir bien es ésta: Dios nos hizo: nos inventó del mismo modo que un hombre inventa una máquina. Un coche está hecho para funcionar con gasolina, y no funcionaría adecuadamente con ninguna otra cosa. Pues bien, Dios diseñó a la máquina humana para que funcionara con Él. El combustible con el que nuestro espíritu ha sido diseñado para funcionar, o la comida que nuestro espíritu ha sido diseñado para comer es Dios mismo. No hay otra cosa. Ésa es la razón por la que no sirve de nada pedirle a Dios que nos haga felices a nuestra manera sin molestarnos con la religión. Dios no puede darnos paz ni felicidad aparte de Él, porque no existen. No existe tal cosa.

Ésa es la clave de la historia. Se gasta una tremenda energía, se construyen civilizaciones, se pergeñan excelentes instituciones, pero cada vez algo sale mal. Algún defecto fatal acaba por llevar a la cima a las gentes crueles y egoístas y todo se desploma en la miseria y en la ruina. De hecho, la máquina se rompe. Parece empezar bien, consigue avanzar unos cuantos metros, y luego se rompe. Porque intentan que funcione con el combustible equivocado. Eso es lo que Satán nos ha hecho a los seres humanos.

¿Y qué hizo Dios? En primer lugar, nos dejó la conciencia, el sentido del bien y del mal: y a lo largo de la historia ha habido individuos que han intentado (algunos de ellos con gran empeño) obedecerlo. Ninguno de ellos lo consiguió del todo. En segundo lugar Dios envió a la raza humana lo que yo llamo sueños felices: me refiero a esas extrañas historias esparcidas por todas las religiones paganas acerca de un Dios que muere y vuelve después a vida y que, por medio de su muerte, ha dado de algún modo nueva vida a los hombres. En tercer lugar, escogió a un pueblo en particular y pasó varios siglos metiéndoles en la cabeza la clase de Dios que era —que sólo había uno como Él y que le interesaba la buena conducta—. Ese pueblo era el pueblo judío, y el Antiguo Testamento nos relata todo ese proceso.

Pero entonces viene lo más chocante. Entre estos judíos aparece de pronto un hombre que va por ahí hablando como si Él fuera Dios. Sostiene que Él perdona los pecados. Dice que Él siempre ha existido. Dice que vendrá a juzgar al mundo al final de los tiempos. Pero aclaremos una cosa. Entre los panteístas, como los hindúes, cualquiera podría decir que él es parte de Dios, o uno con Dios: no habría nada de extraño en ello. Pero este hombre, dado que era un judío, no podía referirse a esa clase de Dios. Dios, en el lenguaje de los judíos, significaba el Ser aparte del mundo que Él había creado y que era infinitamente diferente de todo lo demás. Y cuando hayáis caído en la cuenta de ello veréis que lo que ese hombre decía era, sencillamente, lo más impresionante que jamás haya sido pronunciado por ningún ser humano.

Una parte de su pretensión tiende a pasar inadvertida porque la hemos oído tantas veces que ya no nos damos cuenta de lo que significa. Me refiero al hecho de perdonar los pecados: todos los pecados. Ahora bien; a menos que el que hable sea Dios, esto resulta tan absurdo que raya en lo cómico. Todos podemos comprender el que un hombre perdone ofensas que le han sido infligidas. Tú me pisas y yo te perdono, tú me robas el dinero y yo te perdono. ¿Pero qué hemos de pensar de un hombre, a quien nadie ha pisado, a quien nadie ha robado nada, que anuncia que él te perdona por haber pisado a otro hombre o haberle robado a otro hombre su dinero? Necia fatuidad es la descripción más benévola que podríamos hacer de su conducta. Y sin embargo esto es lo que hizo Jesús. Les dijo a las gentes que sus pecados eran perdonados, y no esperó a consultar a las demás gentes a quienes esos pecados habían sin duda perjudicado. Sin ninguna vacilación se comportó como si Él hubiese sido la parte principalmente ofendida por esas ofensas. Esto tiene sentido sólo si Él era realmente ese Dios cuyas reglas son infringidas y cuyo amor es herido por cada uno de nuestros pecados. En boca de cualquiera que no fuese Dios, estas palabras implicarían lo que yo no puedo considerar más que una estupidez y una vanidad sin rival en ningún otro personaje de la historia.

Y sin embargo (y esto es lo más extraño y significativo), incluso Sus enemigos, cuando leen los Evangelios, no suelen tener la impresión de estupidez o vanidad. Aún menos la tienen los lectores sin prejuicios. Cristo dice que Él es «manso y humilde» y le creemos, sin darnos cuenta de que, si Él fuera meramente un hombre, la humildad y la mansedumbre serían las últimas características que atribuiríamos a algunas de Sus enseñanzas.

Intento con esto impedir que alguien diga la auténtica estupidez que algunos dicen acerca de Él: «Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro moral, pero no acepto su afirmación de que era Dios». Eso es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro moral. Sería un lunático —en el mismo nivel del hombre que dice ser un huevo escalfado— o si no sería el mismísimo demonio. Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle y matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no nos dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo.