2. Algunas objeciones

Si esos hechos son el fundamento, será mejor que me detenga a consolidar esos cimientos antes de seguir adelante. Algunas de las cartas que he recibido demuestran que mucha gente encuentra difícil de comprender qué es exactamente esa ley de la naturaleza, o ley moral, o regla del comportamiento decente.

Por ejemplo, algunas personas me han escrito diciendo: «¿No es lo que usted llama la ley moral sencillamente nuestro instinto gregario y no se ha desarrollado del mismo modo que los demás instintos?». Bien; yo no niego que podamos tener un instinto gregario, pero eso no es lo que yo entiendo por ley moral. Todos sabemos lo que se siente al ser impulsados por el instinto: por el amor maternal, o el instinto sexual, o el instinto por la comida. Significa que uno siente una intensa necesidad o deseo de actuar de una cierta manera. Y, por supuesto, es cierto que a veces sentimos justamente esa clase de deseo al querer ayudar a otra persona. Y no hay duda de que ese deseo se debe al instinto gregario. Pero sentir un deseo de ayudar es muy diferente de sentir que uno debería ayudar lo quiera o no. Suponed que oís un grito de socorro de un hombre que se encuentra en peligro. Probablemente sentiréis dos deseos: el de prestar ayuda (debido a vuestro instinto gregario), y el de manteneros a salvo del peligro (debido al instinto de conservación). Pero sentiréis en vuestro interior, además de estos dos impulsos, una tercera cosa que os dice que deberíais seguir el impulso de prestar ayuda y reprimir el impulso de huir. Bien: esta cosa que juzga entre dos instintos, que decide cuál de ellos debe ser alentado, no puede ser ninguno de esos instintos. Sería lo mismo decir que la partitura de música que os indica, en un momento dado, tocar una nota de piano y no otra, es ella misma una de las notas del teclado. La ley moral nos indica qué canción tenemos que tocar; nuestros instintos son simplemente las teclas.

Otra manera de comprender que la ley moral no es sencillamente uno de nuestros instintos es la siguiente: si dos instintos están en conflicto, y no hay nada en la mente de la criatura excepto esos dos instintos, es evidente que ganará el más fuerte de los dos. Pero en esos momentos en que somos más conscientes de la ley moral, ésta normalmente parece decirnos que nos aliemos con el más débil de los dos. Probablemente querréis estar a salvo mucho más de lo que queréis ayudar al hombre que se está ahogando, pero la ley moral os dice que lo ayudéis a pesar de esto. ¿Y no nos dice a menudo que hagamos que el impulso correcto sea más fuerte de lo que naturalmente es? Quiero decir que a menudo sentimos que es nuestro deber estimular el instinto gregario despertando nuestra imaginación o nuestra piedad, etc., para generar estímulos suficientes que nos lleven a hacer lo correcto. Pero está claro que no estamos actuando impulsados por el instinto cuando nos empeñamos en hacer que un instinto sea más fuerte de lo que es. Lo que os dice: «Tu instinto gregario está dormido. Despiértalo», no puede ser en sí el instinto gregario. Aquello que os dice qué nota del piano debéis tocar más fuerte no puede ser en sí esa nota.

He aquí una tercera manera de verlo: si la ley moral fuera uno de nuestros instintos, deberíamos ser capaces de señalar algún impulso particular en nuestro interior que fuera siempre lo que llamamos «bueno»; que siempre estuviera de acuerdo con las reglas del buen comportamiento. Pero no podemos hacerlo. No hay ninguno de nuestros impulsos que la ley moral no pueda en algún momento decirnos que reprimamos y ninguno que no pueda en algún momento decirnos que alentemos. Es un error pensar que algunos de nuestros impulsos —digamos el amor maternal o el patriotismo— son buenos, y otros, como el sexo o el instinto de lucha, son malos. Lo que queremos decir es que las ocasiones en que el instinto de lucha o el deseo sexual necesitan ser reprimidos son bastante más frecuentes que aquellas en las que es necesario restringir el amor maternal o el patriotismo. Pero hay situaciones en las que es el deber de un hombre casado alentar su impulso sexual, y de un soldado alentar su instinto de lucha. Hay también ocasiones en las que el amor de una madre por sus hijos o el de un hombre por su país tienen que ser reprimidos, o conducirán a una injusticia hacia los hijos o los países de los demás. Hablando con propiedad, no hay tal cosa como impulsos malos o impulsos buenos. Pensad otra vez en un piano. No tiene dos clases de notas, las «correctas» y las «equivocadas». Cada una de las notas es correcta en un momento dado y equivocada en otro. La ley moral no es un instinto ni un conjunto de instintos: es algo que compone una especie de melodía (la melodía que llamamos bondad o conducta adecuada) dirigiendo los instintos.

Por cierto, este punto es de una gran aplicación práctica. Lo más peligroso que podéis hacer es tomar cualquier impulso de vuestra propia naturaleza y fijarlo como lo que tenéis que seguir a toda costa. No hay uno solo de ellos que no nos convierta en demonios si lo fijamos como guía absoluta. Podríais pensar que el amor hacia la humanidad en general es algo seguro, pero no lo es. Si dejáis fuera la justicia os encontraréis violando acuerdos y falseando pruebas en un juicio «en nombre de la humanidad», y finalmente os convertiréis en hombres crueles y traidores.

Otras personas me han escrito diciendo: «¿No es lo que usted llama la ley moral simplemente una convención social, algo que nos ha sido inculcado por educación?». Creo que en este punto hay un malentendido. La gente que hace esa pregunta suele dar por sentado que si hemos aprendido una cosa de nuestros padres o maestros, tal cosa debe ser sencillamente una convención humana. Pero, naturalmente, no es así. Todos hemos aprendido las tablas de multiplicar en el colegio. Un niño que hubiera crecido solo en una isla desierta no las sabría. Pero ciertamente no se sigue de esto que las tablas de multiplicar sean sólo una convención humana, algo que los seres humanos han inventado para sí mismos y podrían haber hecho diferentes si lo hubieran querido. Estoy completamente de acuerdo en que aprendemos las reglas del comportamiento decente de los padres y maestros, los amigos y los libros, del mismo modo que aprendemos todo lo demás. Pero algunas de las cosas que aprendemos son meras convenciones que podrían haber sido diferentes —aprendemos a mantenernos en el lado derecho de la carretera, pero igualmente la regla podía haber sido que nos mantuviésemos a la izquierda— y otras de ellas, como las matemáticas, son verdades auténticas. La cuestión es a qué clase pertenece la ley de la naturaleza humana.

Hay dos razones para decir que pertenece a la misma clase que las matemáticas. La primera es, como dije en el primer capítulo, que aunque hay diferencias entre las ideas morales de una época o país y las de otro, las diferencias no son realmente muy grandes —no tan grandes como la mayoría de la gente se imagina— y puede reconocerse la misma ley presente en todas, mientras que las meras convenciones, como las normas de la carretera o la clase de ropa que viste la gente, pueden variar hasta cierto punto. La otra razón es ésta: cuando pensáis en estas diferencias entre la moral de un pueblo y la de otro, ¿pensáis que la moral de un pueblo es mejor que la de otro? ¿Algunos de los cambios han sido mejoras? Si no, naturalmente, no podría haber habido ningún progreso moral. El progreso no sólo significa cambiar, sino cambiar para mejor. Si ningún conjunto de ideas morales fuera más verdadero o mejor que otro, no tendría sentido preferir la moral civilizada a la moral salvaje, o la moral cristiana a la moral nazi. De hecho, por supuesto, todos creemos que algunas morales son mejores que otras. Creemos que algunas de las personas que intentaron cambiar las ideas morales de su época eran lo que llamamos reformadores o pioneros, personas que comprendían la moralidad mejor que sus vecinos. Pues bien, en el momento en que decís que un conjunto de ideas morales puede ser mejor que otro estáis, de hecho, midiendo a ambos por una norma; estáis diciendo que uno de ellos se ajusta más a esa norma que el otro. Pero la norma que mide dos cosas es diferente de esas dos cosas. Estáis, de hecho, comparando a ambos con una Moral Auténtica, admitiendo que existe algo como el auténtico bien, independientemente de lo que piense la gente, y que las ideas de algunas personas se acercan más a ese auténtico bien que otras. O pongámoslo de esta manera: si vuestras ideas morales pueden ser más verdaderas, y las de los nazis menos verdaderas, debe de haber algo —alguna Moral Auténtica—, que haga que las primeras sean verdad. La razón por la que vuestra idea de Nueva York puede ser más verdadera o menos verdadera que la mía es que Nueva York es un lugar auténtico, que existe aparte de lo que cualquiera de nosotros pueda pensar. Si cuando cualquiera de nosotros dijera «Nueva York» simplemente quisiera decir «la ciudad que estoy imaginando en mi cabeza», ¿cómo podría uno de nosotros tener ideas más verdaderas que el otro? No habría cuestión de verdad o falsedad en absoluto. Del mismo modo, si la regla del comportamiento decente significara simplemente «lo que a cada uno le dé por aprobar», no tendría sentido decir que un país habría estado más acertado en su aprobación que cualquier otro; no tendría sentido decir que el mundo podría volverse progresivamente mejor o progresivamente peor.

Llego por tanto a la conclusión de que, aunque las diferencias entre las ideas de la gente acerca del comportamiento correcto a menudo nos hacen sospechar que no hay una auténtica ley de comportamiento en absoluto, lo que podemos pensar acerca de estas diferencias realmente prueban lo contrario. Pero, una palabra antes de terminar. He conocido a gente que exagera las diferencias porque no ha hecho una distinción entre diferencias de creencia y hechos. Por ejemplo, un hombre me dijo: «Hace trescientos años había gente en Inglaterra que quemaba a las brujas. ¿Es eso lo que usted llama la regla de la naturaleza humana o el comportamiento correcto?». Pero no hay duda de que si no ejecutamos a las brujas es porque no creemos que las brujas existan. Si lo creyéramos —si realmente creyéramos que hay gente por ahí que se había vendido al demonio y recibido poderes sobrenaturales a cambio, y estuvieran utilizando estos poderes para matar a sus vecinos o volverles locos o provocar el mal tiempo—, no dudo de que estaríamos todos de acuerdo en que si alguien merecía la pena de muerte eran estos traidores repugnantes. Aquí no hay diferencia de principio moral; la diferencia es simplemente un asunto de hecho. Puede que sea un gran progreso en nuestro conocimiento no creer en las brujas, pero no hay progreso moral en el hecho de no ejecutarlas cuando no se cree que existan. No llamaríamos a un hombre considerado con los animales por dejar de poner trampas para ratones, si lo hiciera porque no creyese que hubiera ratones en la casa.