Diez largos y dolorosos minutos después, entraba por la puerta trasera de mi casa. Por suerte mamá estaba en el piso de arriba. Eso evitó que me viera la nariz ensangrentada, los arañazos y moraduras de los brazos y los desgarrones de la camiseta.

Lo único que me hubiera faltado habría sido ella empeñándose en mimarme y dispuesta a llamar a los padres de aquellos chicos. Si dejaba que lo hiciera, la vez siguiente que me encontrara con Barry, Marv y Karl seguro que me mataban.

Subía las escaleras despacio, sin hacer ruido, cuando Claus, el gato, saltó sobre mí.

¡Miaau!

—¡Aaaaah! —me dio tal susto que a punto estuve de caerme por las escaleras.

—¡Quítate de en medio, bicho repugnante!

Aparté al gato y me fui corriendo al cuarto de baño. Me miré en el espejo y por poco me mareo: ¡parecía que acabara de tener un accidente! Me lavé la nariz con agua fría, me limpié toda la sangre y me fui tambaleando hasta mi habitación.

Me quité la camiseta y la escondí debajo de la cama. Luego me puse una camisa de invierno de manga larga. Iba a pasar calor pero al menos no se me verían los arañazos.

Abajo, en la cocina, encontré a mamá y a Krissy. Mamá estaba cogiendo unos huevos y un cuenco grande y Krissy se estaba atando a la cintura un enorme delantal. Claus, como siempre, ronroneaba y se enrollaba por entre las piernas de Krissy. ¿Por qué con ella se comportaba como un inocente gatito y en cambio conmigo era un verdadero demonio?

—¡Hola, Gary! —me saludó mamá—. ¿Quieres ayudarnos a hacer galletas de manteca de cacahuete?

—No, gracias —respondí—, pero luego rebañaré el cuenco.

Me acerqué a la mesa y cogí la bolsa de patatas fritas que había dejado allí antes.

—Mira, ya sé lo que puedes hacer. Coge ese tarro de manteca de cacahuete que hay en el armario y ábrelo —dijo mamá—. Necesitamos mucha manteca de cacahuete para hacer estas galletas.

—¡Estarán buenísimas! —exclamé—. Siempre que no lleven miel, claro.

Abrí el armario y cogí la manteca de cacahuete. Traté de desenroscar la tapa. Apreté todo lo que pude pero no se aflojaba. Golpeé el tarro contra el mármol de la cocina y volví a probar. Tampoco hubo suerte.

—Mamá ¿tienes una llave inglesa o algo así? —pregunté—. Esta tapa no se mueve.

—Prueba a meter el bote en agua caliente —sugirió mi madre.

—¡Oh, pero qué inútil! —dijo Krissy dando un resoplido. Luego se secó las manos en el delantal, atravesó la cocina y me arrebató el tarro.

Cogió la tapa con dos dedos y la desenroscó. Entonces, empezó a reírse a carcajada limpia. Mamá también se echó a reír.

¿Te lo imaginas? ¡Mi propia madre se estaba riendo de mí!

—Me parece que esta mañana te olvidaste de tomar los cereales —bromeó mamá.

—Me voy —refunfuñé—. Para siempre.

Las dos continuaron riéndose. Ni siquiera creo que me oyeran.

Me sentía muy desdichado. Salí de casa después de dar un sonoro portazo. Decidí coger la bici y dar unas cuantas vueltas alrededor de la manzana. Al llegar al garaje y sacar la bicicleta, empecé a animarme un poco. Mi bici es fantástica: es nueva, de color azul y tiene veintiún velocidades. Es superguay. Me la regaló papá al cumplir los doce años.

Me subí a la bici y seguí por el camino que va a dar a la calle. Al llegar, vi a unas chicas andando por la acera. Miré de reojo: las conocía.

¡Uau!, pensé. ¡Pero si son Judy Donner y Kaitlyn Davis!

Judy y Kaitlyn van a mi colegio. Las dos son muy guapas y caen muy bien a todo el mundo. La verdad es que desde cuarto estoy loco por Judy. Una vez, cuando hicimos la excursión de quinto, hasta me sonrió. O por lo menos eso me pareció.

Así que cuando vi a aquellas chicas caminando por la calle, decidí que era un buen momento para impresionarlas. Me puse la gorra de béisbol al revés, con la visera hacia atrás, crucé los brazos por delante del pecho y empecé a pedalear sin manos. Al pasar por su lado, miré hacia atrás y les dirigí la más encantadora de mis sonrisas.

Antes de que se desvaneciera mi hermosa sonrisa noté que algo me tiraba de una zapatilla: ¡el cordón se me había enganchado en la cadena!

Se oyó un chirrido horrible. La bicicleta dio una sacudida, se tambaleó y me fue imposible controlarla.

—¡Gary! —oí el grito de Judy—. ¡Gary, cuidado con el coche!