Forcejeé tratando de escapar pero entonces me apuntaron con sus aguijones.
¿Eran algo así como un cuerpo de policía? ¿Pensaban que estaba intentando huir de la colmena?
No tuve ocasión de discutirlo con ellas. Me alzaron en el aire. Tenía abejas delante de mí, abejas detrás y abejas por todas partes.
Pasamos cerca de la ventana de mi habitación.
—¡Socorro! —grité.
«Gary» levantó la vista del plato de galletas con miel. Sonrió y me saludó con la mano.
Yo estaba tan furioso que creí que iba a explotar. Pero entonces se me ocurrió una idea. Una idea desesperada. Una locura.
Me puse a zumbar todo lo fuerte que pude. Luego, de repente, me salí de la fila y me lancé hacia la ventana de mi cuarto.
¿Me seguían las demás?
¡Sí!
No querían dejarme escapar.
«Gary» se incorporó al verme entrar a mí y a mis ruidosas seguidoras. Enrolló el cómic dispuesto a darnos con él.
Empecé a dar vueltas por la habitación y las demás abejas me siguieron.
—¡Fuera! ¡Largo de aquí! —vociferaba «Gary».
No éramos suficientes, pensé. Necesitaba un gran enjambre.
Salí de la habitación. Las demás volaron tras de mí. En ese momento era el líder de las abejas.
Tan velozmente como pude, conduje a mi grupo hasta el garaje del señor Andretti y, una vez allí, a través del agujero que había en la tela metálica.
Vacilé al llegar a la entrada de la colmena. Inspiré profundamente.
¿Iba a volver a entrar allí?
Sabía que no tenía elección.
¡Adelante, Lutz!, me dije.
Entré y me puse a volar como un loco por la colmena: iba de un lado a otro zumbando con furia, chocando contra las paredes, tropezando con las demás abejas.
La colmena empezó a despertarse. El zumbido creció hasta convertirse, primero, en un rugido sordo y, luego, en un ensordecedor estruendo.
Yo daba vueltas y más vueltas, volaba cada vez más rápido, me lanzaba frenético contra las pegajosas paredes de la colmena, me caía, tropezaba, volvía a salir disparado y no cesaba de zumbar con todas mis fuerzas.
Toda la colmena estaba alborotada.
Había convertido a las abejas en una furiosa turba.
Salí de la colmena. Estaba oscureciendo. Atravesé el agujero de la tela metálica. Las abejas me seguían en tropel. Parecíamos un gran nubarrón recortándose sobre el cielo grisáceo.
Subíamos y subíamos.
Formábamos un ruidoso tumulto cuya silueta recordaba a un embudo.
Arriba, más arriba.
Las llevé hasta la ventana de mi cuarto.
Chocando unas contra otras, zumbando violentamente, entramos por fin en la habitación.
—¡Eh! —dijo «Gary» saltando de la cama.
No tuvo tiempo de decir palabra.
Me posé en su pelo. La furibunda muchedumbre de abejas siguió mis pasos: continuaron zumbando rabiosas, le rodearon, se posaron encima de su cabeza, de su cara, de sus hombros.
—¡So… socorro! —su débil grito apenas si se oía bajo el estruendo de las abejas.
—¡Socorro!
Bajé hasta la punta de la nariz de «Gary».
—¿Ya tienes bastante? —le pregunté—. ¿Estás dispuesto a devolverme mi cuerpo?
—¡Jamás! —respondió—. ¡Me da igual lo que me hagas! ¡No te devolveré jamás tu cuerpo! ¡Es mío ahora y me lo quedaré para siempre!
—¡Eeeh! —No podía creer lo que estaba oyendo.
¡Estaba cubierto de abejas y seguía sin entrar en razón!
No sabía qué hacer.
Las demás abejas empezaban a perder interés por todo aquello. Algunas se acercaban al plato de la miel. La mayoría se marchaban por la ventana.
—¡No te saldrás con la tuya, Dirk! —grité.
Gemí furioso y me di la vuelta. Entonces clavé mi afilado aguijón en la nariz de «Gary».
—¡Aaaay! —chilló mientras se tocaba la nariz.
Luego se tambaleó y cayó sobre la cama.
—¡Yuhuuu! —grité entusiasmado.
Durante unos breves instantes me sentí eufórico. ¡Lina minúscula abeja había vencido a un enemigo enorme! ¡Había conseguido la victoria! ¡Había ganado la batalla contra un gigante!
Mi celebración no duró mucho.
De pronto, comprendí lo que había hecho. Recordé lo que le pasa a una abeja tras picar a alguien.
—Voy a morir —susurré—. Le he picado y ahora voy a morir.