Estaba esperando a que me aplastaran.

Pasaron unos segundos y abrí los ojos. Las iracundas abejas se habían apartado hacia un lado de la colmena. No me prestaban la más mínima atención. Vi que había una abeja que estaba interpretando una especie de danza en el suelo: saltaba, giraba, se balanceaba.

¡Qué extraño!, pensé. Las demás la miraban con mucha atención, como si aquello hubiera sido la cosa más interesante del mundo.

Yo no les importaba en absoluto, me dije. Lo que querían era quitarme de en medio para que esta abeja pudiera llevar a cabo su danza.

Me di. cuenta de que había perdido mucho tiempo. Tenía que seguir buscando el camino para escapar de allí. Traté de apartarme del grupo de abejas pero había tantas que era imposible moverse.

La abeja danzaba cada vez más rápido. Movía el cuerpo hacia la derecha. Las demás abejas la miraban fijamente.

¿Qué pasaba?

En ese momento me vino a la cabeza algo que había leído en mi viejo libro sobre las abejas. Recordé que estos animales envían exploradoras para localizar la comida y que luego éstas «danzan» para indicarles a las demás dónde deben ir a buscarla.

Si la exploradora les estaba informando de dónde podían conseguir comida, es que había estado fuera de la colmena. ¡Eso significaba que tenía que haber un modo de salir de aquel lugar!

¡Estaba tan emocionado que estuve a punto de ponerme a bailar yo también!

Claro que no tuve oportunidad ya que, de repente, todas las abejas de la colmena se echaron a volar. Yo extendí las alas y seguí a aquel nubarrón de insectos. Enseguida formaron una única y ordenada fila y pasaron por un diminuto agujero que había en lo alto de la colmena. Di unas vueltas hasta encontrar el final de la hilera y me preparé para escapar.

¿Lo conseguiría?

Fui la última en atravesar el agujero y salir al exterior. Durante unos segundos contemplé cómo las demás abejas buscaban afanosamente néctar y polen. Sabía que era igual que ellas. Nuestra única diferencia era que mientras ellas regresarían encantadas a la colmena de Andretti yo procuraría no volver jamás.

—¡He salido! —exclamé alegremente con mi vocecita—. ¡He salido! ¡Soy libre!

Deslumbrado por la repentina luminosidad exterior, me puse a revolotear y revolotear por el recinto. A continuación me dirigí al agujero que había visto en la tela metálica cuando estaba todavía en mi verdadero cuerpo.

Sabía que estaba en la pared que da al jardín de mi casa. Volaba ya cerca de ella cuando me paré de golpe y suspiré decepcionado.

Habían tapado el agujero. ¡El señor Andretti había reparado la tela metálica!

—¡Oh, no! —gemí—. ¡No puede ser que esté encerrado! ¡No puede ser!

El corazón empezó a latirme con violencia. Me temblaba todo el cuerpo. Traté de calmarme y echar un vistazo a mi alrededor.

Todas las demás abejas habían desaparecido del recinto. Se habían marchado fuera a recolectar el polen y eso significaba que debía de haber otra forma de salir de allí.

No podía pensar con claridad: estaba muy cansado, agotado de tanto volar. Me posé en lo alto de la colmena para descansar un poco.

En ese instante, se abrió la puerta que comunicaba el recinto de las abejas con el garaje.

—¡Buenos días, abejita! —tronó la voz del señor Andretti—. ¿Qué haces ahí tan tranquila en lo alto de la colmena? ¿Por qué no estás dentro haciendo miel? ¿Estás enferma? Ya sabes que no podemos tener ninguna abeja enferma por aquí.

Levanté un poco la vista. El señor Andretti se estaba acercando. Su enorme y oscura sombra cayó sobre mí.

Traté de hacerme un ovillo y desaparecer pero fue inútil. ¡Sus grandes dedos se alargaban directos hacia mí!

Grité, aterrorizado. Por supuesto, no me oyó. ¿Qué va a hacer conmigo?, me pregunté. ¿Qué hace con las abejas enfermas?