—¡Es hora de volver a casa pequeñas! —decía el señor Andretti—. Como decía el poeta: volverán las oscuras abejillas, de mis colmenas sus…

Se echó a reír. Le parecía graciosa aquella tontería.

—De mis colmenas sus… ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya! Sus… ¿qué?

Bzzzz.

Aquel zumbido tan fuerte significaba que no era la única abeja que Andretti había capturado con la red. Efectivamente, con el ojo derecho estaba viendo una abeja que era igual que yo. En un instante, ésta se plantó frente a mí y agitó sus antenas en mi cara.

¡Aaaaah! ¡Qué monstruo!

Las patas me temblaban de miedo. Giré y giré sobre mí mismo tratando de alejarme de aquel bicho.

Conseguí, por fin, ponerme del otro lado pero entonces vi que tenía otra abeja justo delante. Y otra y otra. Cada una de ellas me parecía más terrorífica que la anterior.

¡Todas tenían unos enormes ojos saltones y unas horripilantes antenas! ¡Y todas me miraban amenazadoras mientras zumbaban!

El espeluznante zumbido iba haciéndose cada vez más fuerte ya que el señor Andretti no paraba de capturar abejas con la red. De pronto, la red empezó a agitarse. Arriba y abajo, arriba y abajo —como un violento terremoto— hasta que llegó un momento en que ni siquiera podía pensar con claridad.

Con el movimiento, perdí el equilibrio y fui a caer al fondo de la red, encima de un enorme y alborotado grupo de abejas.

—¡Aaaah!

Tropecé con el montón de peludos insectos. Me tambaleé aterrorizado y entonces empezaron a caer sobre mí abejas y más abejas.

¡Aquello era una pesadilla!

Nunca en mi vida había estado tan asustado: no cesaba de dar chillidos con mi vocecita. Intenté subir por un lado de la red pero tenía los pies aplastados bajo el cuerpo de una abeja. ¡Cómo odiaba el tacto de su repugnante pelo!

Estaba aterrorizado y sabía que debía escapar de allí. Tema que salir. Tenía que llegar hasta la oficina de la señora Karmen y pedirle que me ayudara.

Entonces se me ocurrió la más horrorosa de las ideas. Si no podía escapar, descubrí de repente, ¡seguiría siendo una abeja para el resto de mi vida!

Estábamos ya atravesando el jardín del señor Andretti. Yo temblaba de miedo y había empezado a zumbar. ¿Cómo era posible que me hubiera pasado aquello?, me preguntaba. ¿Cómo había sido tan estúpido de querer intercambiar mi cuerpo con el de otra persona? ¿Por qué no me había bastado con el cuerpo que ya tenía y que era perfecto?

Mi vecino abrió la puerta del recinto donde tenía las colmenas.

—Ya hemos llegado, pequeñitas —susurró.

La red empezó a moverse y deduje que el señor Andretti le estaba dando la vuelta poco a poco. Nos fue sacando una a una del fondo de la red y colocándonos dentro de las colmenas.

Cuando Andretti cogía a alguna de las abejas —sus prisioneras— ésta empezaba a zumbar con todas sus fuerzas. Finalmente, me llegó el turno y mi vecino se dispuso a sacarme de la red.

Cuando vi la punta de sus dedos buscándome, retrocedí y me aferré a la red. Recordé entonces cómo alardeaba de no usar guantes porque sus abejas «confiaban» en él.

Vi cómo alargaba los dedos hacia mí.

Sería tan maravilloso hundir mi aguijón en su blanda y rolliza piel, pensé.

¿Debía hacerlo?

¿Debía picarle?

¿Sí?