—¡Papá! ¡Me estás oyendo! —exclamé lleno de alegría—. ¡Papá tienes que ayudarme!
Se me cayó el alma a los pies cuando vi que papá pasaba de largo y empezaba a hablar con el falso Gary.
Furioso, me puse a revolotear alrededor de sus cabezas.
—Parece que Andretti ha perdido una de sus obreras —dijo papá bromeando.
Trató de ahuyentarme con el periódico doblado que llevaba. Por poco me dio. Me aparté de ellos rápidamente.
—Sí, es verdad —respondió el falso Gary entre risas y fingiendo saber de qué hablaba papá—. Andretti.
—Vamos a ayudar a preparar la cena —sugirió papá. Y apoyó una mano en mi antiguo hombro—. ¿De acuerdo, hijo?
—Claro, papá.
Como si hubieran sido los mejores amigos del mundo, papá y su farsante hijo cruzaron el jardín y abrieron la puerta de rejilla.
—¡Esperad! —chillé—. ¡Esperad!
Me lancé tras ellos cual cohete espacial. Pensé que si iba a toda velocidad, podría llegar antes de que cerraran la puerta y entrar. Corre, corre, corre…
¡Blam!
La puerta de rejilla se cerró de golpe, justo delante de mi cuerpecillo de abeja.
Una vez más, me hundí en un profundo pozo de oscuridad.
—¡Ohhhh! ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? ¿Sigo siendo una abeja?
Aturdido, trataba de volver a la realidad. Cuando conseguí abrir los ojos, comprobé que seguía siendo una abeja —una pequeña, frágil, y ligeramente herida abeja— que se había librado por muy poco de ser aplastada por una puerta.
Estaba tendido boca arriba en el césped de nuestro jardín con las seis patas ondeando en el aire.
—¡Era un patoso como ser humano y soy un patoso como abeja! —me lamenté. Intenté darme la vuelta—. Hace sólo una hora que soy una abeja y han estado a punto de matarme dos veces.
De pronto supe lo que tenía que hacer. Tenía que ir a la oficina de la señora Karmen y contarle lo que había pasado.
No sabía si podría hacerlo pero sabía que debía intentarlo.
Así, di un pequeño gruñido y haciendo un gran esfuerzo conseguí ponerme boca abajo. Utilizando los cinco ojos miré en qué condiciones estaba mi cuerpo. Las alas parecían estar bien y todavía contaba con las seis patas.
—Muy bien —me dije—. Puedes hacerlo. Sólo tienes que volar hasta la oficina de Vacaciones Intercambio y entrar.
Batí las alas y comencé a alzar el vuelo. Pero apenas me había levantado unos centímetros del suelo cuando escuché algo que me dejó helado.
Era Claus, el gato. Sacó sus largas y afiladas uñas y pegó un salto.
Me puse a chillar al ver que se arrojaba sobre mí, me cogía con una de las garras y me apretaba entre las uñas.