CUANDO encuentro una hermosa joven y le ruego: «Tenga la bondad de acompañarme», y ella pasa sin contestar, su silencio quiere decir esto:
—No eres ningún duque de famoso título, ni un fornido americano con porte de piel roja, con ojos equilibrados y tranquilos, con una piel curtida por el viento de las praderas y de los ríos que las atraviesan, no has hecho ningún viaje por los grandes océanos, y por esos mares que no sé dónde se encuentran. En consecuencia, ¿por qué yo, una joven hermosa, habría de acompañarte?
—Olvidas que ningún automóvil te pasea en largos recorridos por las calles; no veo a los caballeros de tu séquito que se abalanzan detrás de ti, y que te siguen en estrecho semicírculo, murmurándote bendiciones; tus pechos parecen perfectamente comprimidos en tu blusa, pero tus caderas y tus muslos los compensan de esa opresión; llevas un vestido de tafetán plegado, como los que tanto nos alegraron el otoño pasado, y sin embargo, sonríes —con ese peligro mortal en el cuerpo— de vez en cuando.
—Ya que los dos tenemos razón, y para no darnos irrevocablemente cuenta de la verdad, preferimos, ¿no es cierto?, irnos cada uno a su casa.