Minutos antes de las diez de la noche, en el andén, el jefe de estación y dos revisores inspeccionaban en cuclillas las ruedas de un vagón. Reían de manera ostensible, como para disipar los recelos que a las numerosas personas que pasaban a su lado podía infundir aquella revisión un tanto extraña. Sonaba rumor constante de muchedumbre y, de vez en cuando, el sonsonete de los mensajes difundidos por el altavoz. Una cuadrilla de soldados combatía el frío, y quizá la pena que lleva aparejada la partida forzosa, cantando, vociferando y bebiendo a morro de una garrafa compartida. Más allá, dos sombras jóvenes se abrazaban al amparo de una columna; al fondo, la niebla difuminaba los vagones de cola, perdidos en la noche.
Josu Ruiz me pidió que le comprara el periódico. A toda pastilla atravesé el túnel de acceso a los andenes, sorteando transeúntes y valijas, y entré en el recinto de la estación, donde se hallaba el quiosco. Por la ventana los vi fundidos en un abrazo. Se besaban, no con amoroso acaramelamiento, sino de forma tan descomedida, tan salvaje, que la gente en derredor se volvía a mirarlos. Comprendí que la compra del periódico era una excusa tramada por Josu Ruiz para quedarse a solas con la muchacha. Me desagradó la idea de regresar al andén e interrumpir aquella despedida apasionada, ser testigo de un coloquio íntimo o simplemente colocarme a dos o tres pasos de la escena como sirviente comedido que aguarda la ocasión propicia de entregar su recado. Determiné por ello permanecer en el recinto hasta tanto que Josu Ruiz hubiese subido al vagón. Lo hizo en breve, a una seña del revisor, que subió tras él y cerró la puerta. Yo escondí entonces, en el interior del periódico doblado a manera de rollo, un botellín que por la tarde había rellenado en casa con aquella bebida ambarina, símbolo de nuestra amistad. No me preocupaba saber que el fuego con limón estaría frío cuando Josu Ruiz lo descubriese entre las páginas del periódico, pues no se me ocultaba que se abstendría de probarlo ni en realidad se lo daba yo con ese fin; antes bien porque, pensando que nunca más volveríamos a encontrarnos, me acometió fortísimo antojo de que durante el viaje, y acaso meses o años después en tierras remotas, a la vista del pequeño presente se acordara de mí con una sonrisa.
Por los altavoces fue anunciada la inminente salida de aquel tren musco, atestado de viajeros, que ya iniciaba su marcha cuando llegué corriendo donde estaba Izaskun.
—Date prisa —me apremió, las gafas en la mano, los diminutos ojos cubiertos de lágrimas.
Corrí desalado a la par que el tren, y con el último resto de mis fuerzas logré alcanzar el periódico a Josu Ruiz, que alargó el brazo ventanilla afuera por cogerlo. En ese instante sonó a mis pies un ruido apenas perceptible en medio del creciente estrépito de hierros en marcha. No hubo tiempo de decirle, de explicarle. Noté bajo una de las suelas los añicos del botellín, y al levantar la mirada vi fugazmente en la perruna de mi compañero un fulgor, no sé si lacrimoso, y sobre su cabeza el nimbo azul, más nítido que nunca. Después lo perdí de vista, y con él a su vagón, al que sucedieron otros, también con gente asomada que se despedía. Pasó finalmente el último, rematado en dos faros rojos que se aproximaban entre sí a medida que el tren se alejaba, hasta confundirse en un único y solitario punto de luz. No tardó éste en perderse por las tinieblas del fondo, bajo el puente de la facultad, donde la vía férrea se tuerce en una curva. Y aunque ya no lo divisaba, permanecí inmóvil mirando en aquella dirección, temeroso de volver y encontrarme con Izaskun Ayestarán.
El último autobús de la noche me condujo a casa. Por el trayecto, la contemplación de fisonomías, indumentarias y ademanes me sumió en un estado de placentera serenidad. A cada aceleración, a cada frenazo, se producía un cómico vaivén de cuerpos. Docenas de cabezas oscilaban simultáneamente, como si se hubieran puesto de acuerdo en moverse al compás de una música imaginaria. Aquellos seres desconocidos, de aspecto humilde, abandonados a una indolencia de muñecos, cuchicheantes unos, graves y silenciosos los más, me inspiraban una suerte de simpatía. Encogido en mi asiento, el bienestar me adormeció. Durante un rato se sucedieron en mi mente los más peregrinos proyectos literarios, profesionales, de largos viajes al extranjero, de travesías por mar: ilusiones hoy lo sé pintadas por la inconsciencia en que generalmente vivimos los hombres, la cual a todas horas y en toda edad nos induce a aferramos a cualquier esperanza engañosa con tan ciega tenacidad, con tan desaforado denuedo, que ni en el lecho de muerte, cuando ya los párpados se cierran solos o, exánimes, ni siquiera se cierran, queremos ver la sombra que nunca dejó de acompañarnos, persuadidos ilusamente de que atesoramos una provisión inagotable de futuro. De buena gana me habría quedado la noche entera dentro de aquel cálido y confortable útero rodante: el autobús. Pero hube de apearme y entrar en el frío, en la vaharina densa que atenuaba los resplandores de la calle, en el portal de mi casa y, en fin, en la realidad de siempre, única cosa sobre cuya existencia no albergo la menor duda.
Al llegar a casa encontré la puerta abierta, la radio conectada y un charco de leche en el suelo de la cocina. Por aquí ha pasado un borrachingas, me dije, pero sin el enojo de otras ocasiones; antes al contrario, con aquel sosiego seráfico de que se me había llenado el ánimo durante el viaje en autobús. Determiné no enfadarme esa noche con el padre, sino ir en su busca y mostrarle alguna cordialidad, ya que no cariño. Por la rendija de la puerta vi que había luz en su cuarto. Entré con el propósito de darle las buenas noches y hasta, si su estado lo permitía, de dialogar un breve instante con él, convencido de que la plática habría de saberle a golosina y le ayudaría a olvidar momentáneamente el desaliento que llevaba grabado en el rostro desde el inicio de las fiestas navideñas. Las cuales, por que no se hiciese más patente y penosa que de ordinario la ausencia de la madre, con el acuerdo de mi hermana habíamos resuelto no celebrar, de donde se me figura a mí que le venía al padre la misma pesadumbre que si las hubiésemos celebrado. Movidos del buen deseo de ahorrarle la evidencia del plato de menos y de la silla vacía en torno a la mesa, quizá no hicimos sino dejarlo a solas con sus cuitas o, por mejor decir, a merced de ellas, que lo debieron de atormentar en extremo durante aquellas fechas propicias a las reuniones de familia. Imagino el pesar que le acometía cuando a través de los tabiques llegaba a sus oídos el alborozo de los vecinos que festejaban la Navidad, o cuando venían los niños a cantar con panderetas y zambombas y él les entregaba una moneda o un dulce y cerraba enseguida la puerta, sin esperar a oír el villancico.
El padre no se encontraba en su dormitorio ni en ningún otro lugar del piso. Sobre la colcha había diseminado una vez más las fotografías de la madre. Unas pocas se veían caídas en el suelo. Al entrar en mi cuarto, me produjo extrañeza hallar encima del escritorio su reloj de pulsera, sus llaves, su encendedor, su paquete de cigarrillos y su monedero. Presentí que aquel montoncito de pertenencias tenía un sentido, entrañaba un mensaje, al contrario, por ejemplo, de la leche derramada en la cocina, accidente atribuible al atolondramiento de un borracho. Aquellos objetos dispuestos de manera ordenada y hasta cuidadosa me daban muy mala espina. Como si fueran un bicho venenoso, me abstuve de tocarlos. Mirándolos me abandonó la sensación de paz que había traído de la calle. Eran las once y veinte de la noche. Abrí Los premios, de Cortázar, cuya lectura había reanudado la víspera en la misma página donde la hube interrumpido meses atrás, a raíz de una broma de Josu Ruiz en la radio. Apenas logré leer media docena de renglones, y aun ésos más con la mirada que con el entendimiento, ocupado en imaginar al padre en el instante de vaciarse los bolsillos y juntar sus cosas encima del escritorio, obedeciendo a no sabía yo qué propósito que resolví averiguar sin pérdida de tiempo. Y para ello bajé al sótano, donde supuse que estaría él dale que dale a la botella de vino. Por las escaleras me tomó una gran amargura pensando en que otros acaso no mejor dotados viven cerca de un arroyo, un bosque o una playa, y son artistas con el respaldo de sus familiares y con sólo abrir una ventana de su villa para detener la mirada en las hermosas formas, sonidos, aromas y colores que parecen explayarse ante ellos para estimularles la inventiva. Y mientras que unos viven entre paredes que rezuman cultura, viajan, crecen a la sombra de un piano y son hijos de médicos o profesores, yo había de allanarme a una suerte vulgar, insoportablemente vulgar, que ahora me empujaba por unos angostos y mal iluminados tramos con olor a pescado frito, paredes desconchadas y felpudos cubiertos de barro, al sótano donde en breve encontraría al hombre en ruinas en quien yo creía ver al culpable de mi fortuna adversa. La sangre se me encendió a causa de estos pensamientos, de modo que entré en el sótano decidido a dar una carda al padre. Reinaba la oscuridad en el pasillo, con excepción de una lengua de luz que salía por la entrada de nuestro choco. El silencio era completo. A pocos pasos de la puerta me paré de golpe. Reflejada en la parte de pared visible desde fuera, se dibujaba la sombra inmóvil que comprendía desde el arranque de las piernas hasta los pies suspendidos algo más de un palmo por encima del zócalo. No me atreví a mirar. Subiendo las escaleras con cuidado de que no me oyese nadie, volví a casa, cerré la puerta cautelosamente y al punto me di a poner orden y a limpiar, en previsión de visitas por la mañana. Barrí, fregué, quité el polvo, y aproximadamente a la una de la madrugada, como última tarea, junté las fotografías esparcidas sobre la cama, las rasgué una por una y por la ventana de mi cuarto las arrojé a la calle, convertidas en una lluvia de papelitos mariposeantes. Después me tumbé en el viejo sofá verde, donde pasé la noche con la mirada fija en el techo, esperando al vecino que tarde o temprano subiría a comunicarme la trágica noticia.