Alguna adversidad debía de haberle ocurrido a Izaskun Ayestarán, por cuya causa se mostraba ella sumamente pesarosa desde hacía un tiempo. En vísperas de que el Pulcro Matallana y Genaro Zaldúa abandonasen la ciudad, nos anunció la muchacha su deseo de recluirse en casa y que no la molestásemos. El uno le propuso que lo acompañara a La Póveda de Soria, el otro a Madrid. Izaskun Ayestarán declinó ambos ofrecimientos y reiteró con firmeza su voluntad de pasar las fiestas navideñas sola. Genaro Zaldúa, que era incapaz de tomarse en serio los tormentos del espíritu, ni aun el espíritu mismo, hizo burla de la determinación de nuestra compañera. Ella conllevó con sonrisa indulgente la falta de delicadeza de su amigo. Pero de pronto se le arrasaron los ojos en lágrimas, se levantó precipitadamente de su asiento y, sin despedirse, salió a la calle. En ese instante no me cupo la menor duda de que un grandísimo quebranto acibaraba su vida. Se me hace a mí que como no faltaba a las reuniones, aunque en el transcurso de ellas permanecía casi todo el tiempo silenciosa y con cara mustia, quizá aguardaba la ocasión propicia de confiarnos su problema o lo que fuese que en su fuero interno la mortificaba. Pero una y otra vez su esperanza de entablar diálogo serio con nosotros tropezaba por lo visto con nuestra permanente jovialidad. Comprendió a buen seguro que ninguno de los tres servíamos para paño de lágrimas y al fin, desanimada, decidió quedarse con su sinsabor a solas. Yo supuse que un vistazo al diario aclararía el enigma; pero por una u otra razón fui emperezando hacerlo hasta últimos de mes. Por fin el sábado 29 resolví llevar a cabo mi propósito.
A media mañana la telefoneé desde una cabina próxima a la calle de Urbieta. Nada más oír su voz, colgué, y sin demora corrí a apostarme en el escondite de costumbre, donde estuve esperando en balde por espacio de casi dos horas. Izaskun Ayestarán no salió de casa y hube de volver por la tarde. Esta vez no colgué el auricular de inmediato. Ante la perspectiva de una nueva espera larga e inútil bajo el frío, opté por inquirir si la jaqueca u otros impedimentos se oponían a mi plan. Discurrí con ese fin un sencillo embuste, y fue que con achaque de pedirle a Izaskun Ayestarán consejo sobre algún regalo de Reyes para mi hermana fundando la solicitud en mi impericia para resolver estos menesteres que siempre estuvieron, dije, a cargo de mi difunta madre, entablamos más que animada conversación, en el curso de la cual advertí que mi compañera había recobrado la locuacidad y la alegría de sus buenos tiempos. Afirmó que para poder ayudarme necesitaba conocer algunos detalles sobre el carácter y gustos de la persona destinada a recibir el obsequio, y, por descontado, la suma que yo estaba dispuesto a gastar. Inspirándose en la información que inventé, hizo ella sus recomendaciones, y no contenta con servirme de palabra, se ofreció a acompañarme a las tiendas siempre que no fuese esa tarde, porque tenía varios asuntos urgentes que solventar. Yo le agradecí su empeño; tras lo cual nos despedimos y felicitamos con mucha cordialidad el Año Nuevo, dando por supuesto que en ese que ya terminaba no volveríamos a vemos. Quedé yo muy satisfecho de no haber concertado cita ninguna con ella y de tener certeza de que de un momento a otro la vería salir a la calle, como, así sucedió.
Una pasta sucia de nieve a medio derretir cubría las aceras. No ignoraba yo el riesgo que suponía andar por el piso de mi compañera con las botas mojadas, especialmente cuando, como era habitual, había tanta cochambre en el suelo que no podían borrarse las pisadas sin que quedaran en su lugar unos más que sospechosos corros de limpieza. Menor problema representaban las huellas sobre las baldosas fregadas recientemente, fáciles de quitar con el pañuelo. Como en ocasiones anteriores, restregué las suelas de mi calzado en los felpudos de cada descansillo, resuelto a no dejar el menor rastro de mi visita, y lo propio hice en el de Izaskun Ayestarán, cuyo revestimiento de esparto estaba tan desgastado que por todas partes asomaba la armazón de alambre. La prudencial medida me ocupó los segundos suficientes para evitar la catástrofe que de fijo se habría producido en caso de haberme apresurado a meter la llave en la cerradura. A mis oídos llegó de pronto una melodía que alguien silbaba dentro de la casa. Sobresaltado, hice pensamiento de marcharme; pero enseguida reconocí al intérprete que tan desatinadamente remedaba el saxofón de Charlie Parker. Me entró entonces gana de llamar al timbre y hacer como que venía de visita. Instantes después abrió la puerta, sin más atuendo que una toalla anudada a la cintura, el cabello mojado y los pies descalzos, recién salido de la ducha al parecer, Josu Ruiz, a quien rápidamente referí la trola del regalo de Reyes. Él, dándome a entender que entraba frío, me apremió a pasar.
—Mala suerte —dijo—. Ni diez minutos hace que Izaskun se ha marchado. Tardará en volver, pero para consolarme de la soledad horrible en que me deja ha prometido traerme las mejores ostras que encuentre por ahí. Conque, amigo mío, yo en tu lugar me quedaría. Regálale a tu hermana un florero y va que chuta.
Ropa y trastos se amontonaban sobre la alfombra de la sala. Advirtió Josu Ruiz que los miraba y dijo:
—Al final los vecinos han logrado que los municipales retiraran el coche. Pero me da igual, porque sólo me queda por respirar el aire de esta cochina ciudad un día. Mañana el gorrión levantará el vuelo hacia Madrid, primera estación del viaje. Hasta entonces viviré de la caridad de Izaskun.
Desde el cuarto de baño, al par que enchufaba el secador, me lo soltó de golpe:
—Imagino que ya te habrá contado lo de su embarazo y que eres uno de los que figuran en la lista de posibles procreadores. ¡Quién lo iba a decir, con lo calladito y medroso que parecías!