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El día 23 de diciembre un periódico de la ciudad publicó la siguiente nota:

La junta directiva del grupo artístico La Placa hace saber que recompensará generosamente a cualquier ciudadano o ciudadana que contribuya a la localización del filósofo materialista dialéctico Jesús Ruiz Fasser…, en paradero desconocido desde hace varias semanas. Fue visto por última vez a finales de noviembre, cuando caminaba solo, esto es, sin compañía, por la playa de la Concha, en dirección oeste… Antes de partir dejó escrito: «El hombre es una luz que discurre victoriosa». Se sabe que cada veinte pasos se detenía… para trazar con la punta de su paraguas hoces y martillos en la arena. Todas aquellas marcas fueron borradas por las olas del amanecer… y es casi seguro que por esta causa el filósofo no habrá podido aún encontrar et camino de regreso. La rápida y cabal identificación de Ruiz Fasser depende en gran medida de que se tengan en cuenta estos tres atributos personales: notoria recancanilla, orejas como atriles y tendencia arraigada a expresar en términos abstractos una considerable cantidad de trivialidades por minuto. La junta directiva de La Placa comunica a, sus socios que hasta nuevo aviso permanecerá cerrado al público el consultorio filosófico de noche, que dirigía el ilustre desaparecido.

Tres días después apareció otra nota:

Con el objeto de cubrir la vacante ocasionada por la misteriosa desaparición del filósofo Ruiz Fasser…, el grupo La Placa convoca oposiciones que tendrán lugar durante la segunda quincena de enero. Constarán de una prueba de equitación y tres atléticas (salto con pértiga, lanzamiento de enciclopedia y cien metros vallas a la pata coja); un problema de ajedrez; un examen escrito de literatura, matemáticas, lengua latina e historia de las ideas; un dictado y una conversación a puerta cerrada en la que los candidatos dispondrán de un máximo de cuatro horas para demostrar que poseen un mundo interior propio. Las inscripciones podrán efectuarse en cualquier oficina de La Placa a partir de la fecha de publicación de este anuncio hasta las doce de la noche del día 5 de enero.

El 27 se completó la serie con una tercera nota, que decía:

Confirmada la deserción del filósofo Josu Ruiz Fasser. Se sabe que planea partir en breve hacia ultramar… con una maleta llena de teorías solidarias. Su hado de prófugo presenta una curiosa peculiaridad, sin que nadie persiga a Josu, Josu huye. Pronto, en la encendida tarde del trópico…, anadeará por la margen del lago Managua predicando a las vainillas y a los quetzales la colectivización de los medios de producción. Al fin le sucederá lo inevitable: habrá amanecido con lluvia… y este o el otro verso de Vallejo percutirá tenazmente en el tambor di su memoria. Advertirá entonces… su soledad, le faltará la debida convicción para dar el siguiente paso…, comprenderá que las condiciones sociales de su época no le impusieron ese largo viaje…, sino el destino de cualquier inteligencia, predestinada por ley de vida a seguir la senda que tarde o temprano conduce al descubrimiento de que el hombre, se mire por donde se mire, es una luz que no alumbra… Adiós y suerte, gachupín. Que la fortuna te proteja de flechas envenenadas, de mordeduras y caídas… y del arma que empuñarás por amor de alguno de los diecisiete mil novecientos cincuenta y cuatro rostros de la justicia.

Poco antes de viajar a Madrid, donde habría de permanecer hasta el final de las vacaciones navideñas, Genaro Zaldúa había escrito aquellas notas malévolas que andando el tiempo, en respuesta a ciertas objeciones que al respecto se le formularon, calificaría de «meros trazos humorísticos, no exentos de voluntad burlesca, pero en absoluto inspirados por el rencor». Desde finales del año 79 sus triunfos literarios constituyeron noticia habitual en la prensa. Con ellos crecía su fama y con ésta la predisposición de los directores de los respectivos diarios a autorizar la publicación de cualquier hoja mecanografiada que llegase a sus manos con la firma del pertinaz acaparador de premios o con la del grupo del que se le consideraba cabecilla. Sin haber editado un solo libro, Genaro Zaldúa se las arregló para convertirse en uno de los escritores más conocidos de la ciudad. Ya que todavía no había prosperado lo suficiente como para conciliarse demasiadas enemistades, de todas partes recurrían a él con ocasión de los más diversos eventos culturales, contribuyendo de esta forma a que fuera aún más conocido. No erraba Izaskun Ayestarán al afirmar que la principal fuente de la fama es la fama misma. Genaro Zaldúa me dijo una vez, en un arrebato de soberbia:

—Tú, Hilario, por mucho que te mates a escribir, nunca llegarás a nada, pues eres incapaz de suscitar una noticia.

El día que apareció la tercera nota me encontré de sopetón con Josu Ruiz en la esquina de las calles de Garibay y Peñaflorida. Yo venía por la primera, de regreso de comprar algunos libros (me habían recomendado a un tal Canetti); él por la otra, procedente de la plaza de Guipúzcoa, con una bolsa por cuya abertura asomaba una barra de pan. Ambos tuvimos que detenernos en seco para evitar el encontronazo. Mi turbación me jugó una mala pasada, y fue que sin esperar a saludarnos se me escapó decirle:

—No tengo nada que ver con lo del periódico.

Josu Ruiz escuchó mi disculpa sin inmutarse. Sus ojos perrunos me contemplaban como velados por una gran fatiga, visiblemente amarillentas las escleróticas, los párpados hinchados. Con calma depositó la bolsa en el suelo, y a fin de evitar que volcase apoyó el pan en el costado de su pierna. Se irguió después, parsimonioso, por no decir torpe, y en silencio me abrazó. Un abrazo era lo último que yo hubiera esperado de él, pues aparte saberlo hombre poco efusivo (ni siquiera durante la época de las urgulinas, cuando nuestra amistad alcanzó su punto culminante, nos dábamos la mano al encontrarnos ni nos saludábamos con efusión alguna), se me figuraba que no debían de faltarle razones para aborrecer a los miembros de La Placa, con la excepción consabida de Cacharrito. Aquella insólita muestra de afecto me produjo viva impresión, agudizando el sentimiento de lástima que desde el primer instante me habían inspirado el decaimiento, el aire abúlico y la traza enfermiza de Josu Ruiz.

Oscurecía y una ligera nevada comenzaba a blanquear la calle. De cables tendidos entre las fachadas colgaban ristras de bombillas, y por delante de los escaparates profusamente iluminados con motivos navideños el gentío iba y venía presuroso. Tomó Josu Ruiz su bolsa, hizo una mueca inexpresiva, mediante la cual quizá sólo quiso darme a entender que no tenía nada que decirme, y echó a cojear camino de la avenida, sin haber articulado ni media palabra desde nuestro encuentro fortuito en la esquina. Lo seguí de cerca, sumido en conjeturas acerca de su enigmático mutismo. En el cruce de la calle de Andía, una aglomeración de transeúntes que aguardaban la oportunidad de atravesar la calzada, lo obligó a detenerse. Diminutos copos blancos rebotaban en su abrigo de cuero. Acercándome por detrás, le susurré que yo no había intervenido en la redacción de las notas afrentosas y que las desaprobaba. Se volvió con calma y me dijo:

—Yo no las he leído, pero alguien que tú y yo conocemos me ha hablado de ellas. No te preocupes. Yo sé que un amigo nunca me haría una marranada semejante. Y tú eres mi amigo, ¿no?

Asentí agradecido. Me vino de pronto un deseo fuerte de abrazarlo; pero no tuve valor. Por medio de una seña me invitó a ponerme a su costado, y cogiéndome del brazo, para testimoniar tal vez que después de todo aún me tenía alguna ley, o porque encontrándose sobremanera débil, como me parecía, necesitaba de apoyo para caminar, atravesamos la avenida y seguimos calle de Fuenterrabía adelante hasta una prolongación sin salida de la de Alfonso VIII, muy cerca del Buen Pastor, donde, parándose de repente, me dijo:

—Este es mi domicilio actual.

Asombro y pena me invadieron tan pronto como advertí que se refería a su automóvil, aparcado detrás de un herrumbroso contenedor. A falta de un neumático, tenía una llanta falcada con ladrillos. De las dos puertas sólo podía abrirse la del lado del conductor y por ella entramos. La otra estaba atada con cuerdas a la base de un asiento. En la parte trasera se amontonaban, casi hasta el techo, ropa, víveres y cachivaches. Cubiertos con una manta, los asientos de delante constituían la cama, demasiado corta para yacer en ella sin encogerse. Nos sentamos, yo junto al volante, y como le faltara sitio a Josu Ruiz donde acomodar la piernas, tomó del suelo una balumba de comics, y diciendo que me los regalaba, los puso sobre mi regazo. Una fina capa de nieve cubría las ventanillas, reduciendo a una vislumbre el resplandor de los faroles y luminarias de la calle. Olor a chotuno, oscuridad y frío reinaban en el angosto habitáculo. Josu Ruiz me convidó a queso y pan que tajaba con la navaja, sin preocuparse por las migas que caían en abundancia sobre la manta. Rehusé por asco. Cerca de una hora estuve con él, oyéndole franquearse con palabras no muy distintas de éstas, que resumo sin punto y aparte:

—Aquí donde me ves, hijo de un podrido empresario, llevo siete días habitando en esta lata vieja. Otra casa no tengo. Patrimonio, el que ves. Mi familia eran unas figuras de humo, creo recordar que muy estiradas. Mi país, un corral de gallos donde el hedor a carne quemada no deja respirar. Hasta hace poco yo analizaba con ahínco el comportamiento y las obras de los hombres. Quería mejorar. Quería enriquecer mi conciencia. Hoy los hombres pasan a mi lado, los miro, eso es todo. Tendrías que ver cómo irrita mi presencia a los vecinos de estos alrededores. No me lo dicen a la cara. Se paran en la acera, hablan en voz alta para que yo oiga desde aquí dentro sus protestas, pero en el fondo no saben cómo forzar mi marcha. Estos burgueses quejumbrosos necesitan siempre al matón a sueldo que les solucione los problemas. Apelan a la autoridad, invocan no sé qué normativa higiénica del ayuntamiento, amenazan con avisar a la grúa. Y tras despotricar un poquito contra la democracia, que en realidad está hecha a su medida, se dispersan confiados en que, si no mañana, pasado o al otro la policía, los bomberos o alguien, no importa quién, vendrá a devolverles la tranquilidad que yo les robo por el mero hecho de estar aquí. El contenedor, en cambio, no les molesta, aunque rebosa de desechos y de la basura que algunos lanzan por la noche desde la ventana. Cualquiera podría partirse la crisma con el solivo que sobresale hasta media acera. Les trae sin cuidado. A ellos lo único que les altera el sueño es la proximidad del infortunio. Me consideran un hombre caído en desgracia y temen el contagio. Sospecho que si a alguno se le queman las lentejas o se le rompe un plato, me echarán la culpa y bajarán en tropel a lincharme, encabezados por la vieja que todas las mañanas, cuando vuelve del Buenpas con el misal en la mano, no pasa de largo sin sacudirle una patada al coche. Quiero que sepas, Hilario, que mi pobreza actual, por supuesto voluntaria, es él primer paso en el camino que, como a Buda en su tiempo, espero me conduzca a un modo de vivir basado en la autenticidad. Aún ignoro en qué consistirá exactamente esa autenticidad, pero sé que hay dentro de mí un juez implacable que me llamará al orden cada vez que un desliz, por ligero que sea, me aparte de mi designio. He tomado la firme resolución de regresar al punto cero, a una desnudez idéntica a la inicial. Sólo entonces podré afirmar que soy mi propia obra, él dueño único de mi suerte hasta donde lo permita nuestra frágil condición humana. A Centroamérica llevaré lo imprescindible: ropa, calzado, alimentos para el viaje. Libros u otros objetos culturales, ninguno. Pues no ignoro que por medio de ellos esta mediocre civilización mercantilista, con la que pronto no tendré nada que ver, canta sus ponzoñosas excelencias y se expande, a menudo jugando a criticarse. Mis escritos tampoco viajarán conmigo. Me niego rotundamente a ser el buey de tiro de mis propios testimonios. Por otra parte, también me lleva a Nicaragua el deseo de perfeccionar mi idioma. Te lo digo sin ironía. Me familiarizaré con nuevos modismos y palabras, pondré empeño en asimilar esa modulación cadenciosa de las frases, propia del habla hispanoamericana, que a ti no sé, pero a mí me suena a música en comparación con la fonética tosca y sin gracia que berreamos por acá. Te aseguro, Hilario, que por muy provechosos que hayan de ser mis servicios a la nación que va a acogerme, no alcanzarán para pagar una décima parte del favor que supondría para mí el que el pueblo llano nicaragüense llegara a transmitirme su habla. Dondequiera que me toque residir, me cuidaré de que nadie me llame Josu. Ni siquiera mi nombre quiero llevar conmigo. Pronto seré Alfredo, Lucas o Matías, qué más da.

Al fin del largo parlamento, me preguntó por todos y cada uno de los miembros de La Placa, qué se hacían, dónde se encontraban, mostrando vivo interés por ellos. Me pidió los saludara de su parte, lo que le prometí. Como no le pasase inadvertida la extrañeza que su afectuosa disposición de ánimo para con quienes tan mal lo habían tratado me produjo, declaró sin rebozos que nada de lo sucedido podía causarle ya la menor mella, que todo lo perdonaba y quería olvidar. Yo estaba aterido, los pies, las manos y aun las canillas como ausentes del cuerpo. Temeroso de resfriarme, propuse a Josu Ruiz tomar un trago en alguna taberna cercana. Por persuadirlo le recordé que no lejos de allá, detrás de Correos, se hallaba aquel bar, ¿te acuerdas?, donde una noche, tiempo atrás, nos habían preparado unos fuegos con limón estupendos. Mirándome con risueña tristeza, rehusó el convite. Fuera continuaba nevando. Lo invité a cenar, no quiso; a alojarse en mi casa hasta el día de su partida, tampoco. No bien me hube apeado del coche, le pregunté si ya sabía su dirección en Nicaragua, pensando en que alguna vez podría escribirle o mandarle cualquier cosa de que estuviese necesitado. Se conoce que él interpretó la pregunta de otra manera, pues respondió:

—No veo para qué iba yo a darte mi dirección si ya nunca nos veremos. Ni yo regresaré ni tú irás allá, y aunque fueras ten por seguro que mi hígado no te esperaría.