El cerebro director, con la boca llena de bizcocho, resumió las instrucciones del juego:
—Cada cual emprenderá por su cuenta, durante los próximos cinco días, actividades encaminadas a dar publicidad al grupo. Pasado ese plazo, nos volveremos a reunir, cotejaremos los logros conseguidos y determinaremos quién es el ganador.
Él jugaba con la ventaja de saber que al día siguiente los periódicos de la ciudad publicarían la noticia de su triunfo en un certamen de cuentos patrocinado por el ayuntamiento de Badajoz. El Pulcro Matallana le transmitió su más cordial enhorabuena tratándolo de usted, y con fingida gravedad quiso cerciorarse de si el formidable acontecimiento se había producido efectivamente en Badajoz. Genaro Zaldúa encajó la guasa con aire de suficiencia. Le seguían disgustando los concursos, pero, ¿qué queríamos?, estaba hasta el gorro de llamar en balde a las puertas de los editores. A. su lado, ensimismada, murria y con todo el aspecto de vivir sin vivir en sí, Izaskun Ayestarán se enjugó el viso lacrimoso que cada diez minutos velaba sus pupilas. Dueño del cotarro, Genaro Zaldúa concadenaba oraciones de subjuntivo, enrevesadas y grandilocuentes, y a su sombra ella se mordía de vez en cuando el labio, sufriendo no se sabe qué especie de pesarosas cavilaciones, mientras encendía cigarrillos que después no fumaba.
Al día siguiente, el Pulcro me citó por teléfono en una calle próxima a la catedral. Había concebido, según dijo, un proyecto genial cuya realización dependía en gran parte de mi ayuda.
—El único problema es que, si lo llevamos a cabo, tendremos que aguantar durante mucho tiempo el acoso de la envidia.
Me figuré que tramaba sonsacarme dinero; pero aun así le aseguré mi colaboración, lo uno porque me prometió presentar a nuestros camaradas aquello que se traía entre manos como obra también mía, lo otro porque desde un comienzo me confité con los augurios halagüeños que me infundió la palabra genial.
El Pulcro llevaba esa tarde el Giocondo, que era una ingeniosa artimaña para hurtar libros, consistente en un grueso tomo de enciclopedia en cuyo interior Genaro Zaldúa, su artífice y propietario inicial, había labrado con estilete y cuchilla una oquedad en forma de rectángulo. La portada ostentaba una reproducción de la Gioconda de Leonardo da Vinci, la cual daba nombre al librote. La imagen correspondía exactamente a las medidas del hueco oculto, de forma que si se colocaba sobre ella, con el pretexto de ojearlo, el ejemplar apetecido, podía saberse con antelación si éste cabía o no en las entrañas del mamotreto. Oí decir que era un instrumento de hurto poco sospechoso; pero tenía la pega de limitar el botín. Por este motivo, Genaro Zaldúa, que practicaba con preferencia la caza mayor, resolvió deshacerse del Giocondo, entregándoselo, a cambio de no sé qué favores, al Pulcro Matallana. De uno de los dos era la máxima: «El libro grande se come al chico».
Mientras buscábamos cobijo donde parlamentar sobre su propósito a resguardo del fuerte viento que soplaba, el Pulcro no me supo referir la clase de desventura que por aquellas fechas acongojaba a Izaskun Ayestarán. Tenía conocimiento de que nuestra amiga acostumbraba redactar intimidades en un diario. ¿Qué tal si nos concertábamos para afanarle las llaves y efectuábamos un registro secreto en la morada de la melancólica? Me apresuré a escandalizarme e hice una defensa hipócrita de la lealtad, lo que me valió el apelativo de melindroso. Acoquinado por mi firme amenaza de revelar a Izaskun la sórdida maquinación, el Pulcro se desdijo y enseguida cambió de tema.
En el soportal de la calle de San Martín, enfrente del Buen Pastor, simuló ponerme en autos sobre su proyecto. Advertí que trataba de confundirme mediante vagas explicaciones, incisos fuera de propósito y profusión de pormenores de segundo orden, al par que escatimaba lo esencial, de suerte que, transcurridos quince minutos de cháchara, sólo saqué en claro que pretendía publicar a mis expensas un anuncio en el periódico. Le reproché sin contemplaciones su retrechería. Alegó que deseaba guardar a toda costa la sorpresa. Objeté, adujo; repuse, ironizó y de este modo el diálogo fue derivando hacia la porfía. Asomaron las primeras palabras urticantes; pero al fin, estando ambos a dos dedos de malquistarnos, tuvo él un rasgo conciliador, y fue que me dio su palabra de incluir mi nombre en el texto que se proponía publicar. Me pidió que a cambio no le formulara más preguntas. Yo, que no ignoraba el poco provecho que me reportaría enemistarme con aquella sabandija, me allané a concederle mi acuerdo y accedí a entregarle cierto dinerillo sisado del que me había confiado el padre para adquirir los regalos navideños de mi hermana y su marido. Aun sabiendo que el Pulcro era persona sonriente y desleal, determiné fiarme de él en aquel trance, movido del convencimiento de que idéntica acucia de emprender alguna acción antes que hubiera transcurrido el plazo de cinco días nos imponía la simbiosis. Pero también porque se me figuraba que, al no haber él especificado los términos de nuestro plan, no existía margen para la mentira. En cuanto al dinero, acordamos que él me mostraría el recibo del periódico, además del billete de ida y vuelta del autobús, y que me habría de restituir la cantidad sobrante. Acabada la negociación, el Pulcro me declaró su deseo de dedicar la tarde al latrocinio de literatura portuguesa. Me invitó a escoltarlo de librería en librería. Alegué obligaciones inaplazables y nos despedimos.
Dos días después, mediada la mañana, me telefoneó para comunicarme que en La Voz de España había aparecido lo nuestro. No dijo más sino que de un momento a otro vendrían a abofetearlo y colgó. Faltaban varias horas para el regreso del padre. Impaciente, bajé a la calle y adquirí un periódico en la papelería de la esquina. Largo rato estuve busca que busca (en cartas al director, en la sección cultural, en la deportiva, en los ecos de sociedad) sin hallar nada que tuviera el aspecto de una publicación del Pulcro. Así que lo llamé por teléfono para que me revelara en qué página se encontraba nuestra obra. Susurró un número y me pidió que no volviera a llamarlo, porque hasta bien entrada la noche estaría muy ocupado recibiendo bofetadas. No hablamos más. De vuelta a la habitación, busqué en el periódico la página por él mencionada y, efectivamente, allá estaba (no tiene otro nombre) la sinvergüencería que yo había financiado: la esquela mortuoria a nombre y con fotografía de su padre, una entre tantas en la sección de necrológicas, con la orla negra, la cruz y las frases de rigor, más un perendengue de choteo que endechaba así:
Pues fuiste justo
y fuiste recto,
leal esposo,
aitá perfecto,
sin duda al cielo
irás directo,
de Dios serás
el predilecto.
Pasada la primera impresión de asombro, me entró la risa y yo creo que hubiera estado el día entero riendo si no fuese porque de pronto descubrí que el Pulcro, aprovechando un resquicio en nuestro acuerdo, me había engañado. Y era que en la lista de familiares y allegados del fallecido me incluía con el nombre de Flakúas. En un arranque de coraje marqué su número telefónico. Una de las hermanas me comunicó, con unos jirones de voz aflautada y modosa, que Jaime no podía ponerse al aparato. Los ruidos de la bronca descomunal casi me impedían entenderla. En esto, dijo: «Aquí viene mi padre a hablar con usted», y colgué.
La reunión que tuvo lugar al cabo de los cinco días previstos me deparó una reprimenda de las de no te menees. Antes de mi llegada al café, el Pulcro había recibido su ración de rapapolvo, por lo que la siguiente granizada de vituperios cayó enteramente sobre mí. Empezaron por amedrentarme, declarando que don Raúl Matallana andaba deseoso de dirigirme algunas palabritas. Dijo Izaskun Ayestarán que con la muerte no se juega; que si yo era hombre debía pedir perdón a los padres del Pulcro, y no por carta ni por teléfono, sino dando valientemente la cara; y que quién me mandaba a mí mezclarme en burlas, siendo tan soso. Genaro Zaldúa me puso como un pingo. Entre insultos y amenazas, me acusó de haber instigado al Pulcro. Se contradijo a continuación, al reprocharme que me hubiera dejado embaucar por éste. Afirmó después que el dinero desperdiciado en una broma tan pueril podía haber servido para financiar parte del número 3 de La Placa. De esta forma estuvieron él e Izaskun Ayestarán sotaneándome mano a mano, mientras el pillo necrólatra se pelaba apaciblemente las pestañas y me miraba con ostensible complacencia desde el extremo opuesto de la mesa. Le cobré un odio feroz. Decidido a perjudicarlo, referí a mis compañeros los términos de nuestro trato y cómo la esquela mortuoria había sido gestada sin mi conocimiento. El alegato sólo sirvió para que Genaro Zaldúa me reputara de iluso y la muchacha de primo. El Pulcro me sacaba de quicio con su provocadora sonrisilla.
—Es la última vez —le dije, rabioso— que tú y yo hacemos algo juntos.
Atravesándolo con la mirada, le reclamé los comprobantes de los gastos y las vueltas. Vi claramente que se turbaba. Nervioso, comenzó a hurgar en los bolsillos; sacó un papel de aquí, otro de allá, y cuando los hubo juntado todos, me los arrojó. Con flema deliberada, a fin de humillarlo, los recogí y examiné. Segundos después, encañonándolo con un dedo acusador, le hice saber que las cuentas no cuadraban. Su sonrojo sonriente hacía superflua la confesión. Ya te tengo, pensé; pero desgraciadamente mis compañeros me arrebataron el gusto de reprender al truhán, que se apresuró a proclamar su insolvencia. Me preguntó Genaro Zaldúa si admitiría yo percibir en libros el equivalente de la suma desfalcada. Aparenté estudiar la propuesta; finalmente condescendí, poniendo como condición que el pago no se efectuara en libros de versos, lo que agradó sobremanera a Genaro Zaldúa. Esto concertamos y así se habría de cumplir.
El resto de la reunión discurrió sin incidentes. Apaciguados los ánimos, hubo risas y chanzas como de costumbre y el Pulcro obtuvo permiso para referir los descacharrantes episodios acaecidos en su casa a raíz de la publicación de la esquela mortuoria. Dos días después de la macabra diablura seguía la familia recibiendo pésames. Por encargo del difunto, las dos hijas mayores habían asumido la embarazosa tarea de contestar las cartas de condolencia, proporcionar explicaciones por teléfono y situarse ante la puerta de la iglesia para transmitir a cuantos acudían a ella a la hora fijada por el Pulcro la sorprendente noticia de que no había funeral ni muerto. Estimulado por las sonrisas que suscitaba en nosotros, el Pulcro habló, valleinclanizando con mucha sorna, de litros de lágrimas cristalinas en la pálida faz materna, cuyas marcas de insomnio, desesperación y vergüenza configuraban desde la antevíspera un permanente visaje de atribulada estupidez. Habló del patriarca arremangado, vociferante, temedero, erguido en jarras, los rasgos tintos en cólera purpúrea y la mano de fierro llena de bofetadas inminentes. De las hermanas habló también, llorosas y medrosicas; las cuales, en cuanto se ofrecía la ocasión, se retiraban a sus alcobas a reír callandito. El Pulcro nos reveló por último que tortas y regañinas de los días pasados no le habían dolido ni la mitad de lo que le dolía la prohibición de pasar el resto de las vacaciones escolares con Cacharrito, en su pueblo de Soria, conforme tenían ambos convenido. Añadió que para que lo dejaran partir abrigaba el propósito de hacerse insoportable en casa, y a mí se me figura que debió de andar muy diligente en el empeño, pues al poco tiempo me enteré de que su propio padre lo había llevado en coche hasta La Póveda.
Campeón indiscutible al término de los cinco días de actividades por separado fue Genaro Zaldúa, quien, además del premio de Badajoz, obtuvo otro, también de cuentos, en Andalucía; concedió una extensa entrevista para La Voz de España, encabezada por un epígrafe entresacado de sus declaraciones, que rezaba: «La literatura es el territorio de mi verdad»; habló por radio; recibió encargo de reseñar libros de tema histórico en la revista de la universidad y logró exponer dibujos a tinta en una taberna de la Parte Vieja, frecuentada por la joven progresía local.
Izaskun Ayestarán, en cambio, no hizo nada.